
Atilio A. Boron |
Introducción
El presente volumen compila dos documentos de gran
importancia: las “Declaraciones de la Habana”, producidas en septiembre de 1960
y febrero de 1962. En realidad, si bien la Primera Declaración es un texto
notable, el paso del tiempo ha consagrado, con justas razones, a la Segunda
Declaración de la Habana como un documento histórico de excepcional
trascendencia. Por eso debemos celebrar la decisión de volver a publicarlo,
facilitando que las jóvenes generaciones latinoamericanas puedan encontrar en
su lectura renovadas fuentes de inspiración para su imaginación y su praxis
política.
Las coordenadas
históricas
Decíamos, pues, que se trata de un documento histórico. Sin
embargo, tal calificación sería apenas una media ver dad. La Segunda
Declaración de la Habana es mucho más que eso. Diríamos que es un texto
viviente, histórico y actual a la vez; reflejo fidelísimo de una época, de una
coyuntura internacional, los comienzos de los años sesenta, pero al mismo
tiempo diagnóstico certero de los males que todavía hoy nos aquejan y de
nuestras asignaturas pendientes. La época en que aparece, 4 de Febrero de 1962,
no podía ser más significativa. Todo el intenso dramatismo de ese tiempo, en
donde América Latina se encontraba en una encrucijada, en un punto de viraje en
el cual sólo Cuba supo tomar la dirección correcta, se recrea en sus páginas,
brillantemente escritas, con una fuerza extraordinaria. Es un texto que surge
pasados tres años de la Revolución Cubana, cuando ya no quedaba un solo
analfabeto en la isla y cuando se habían plasmado las grandes medidas que
consolidarían la transformación revolucionaria de la economía cubana. Pero
también es un texto que aparece luego de dos grandes acontecimientos que
marcarían indeleblemente la historia de las relaciones de nuestra América con
el imperialismo: la Conferencia de Punta del Este, en donde la Administración
Kennedy lanzara la mal nacida y peor fallecida Alianza para el Progreso, y la invasión
mercenaria a Playa Girón, orquestada, financiada y promovida por Washington y
que fuera ejemplarmente rechazada y derrotada por el pueblo cubano en heroicas
jornadas de lucha.
En la Conferencia de Punta del Este se había consumado, como
artera moneda de pago ante la “generosidad” del imperio por el obsequio de la
Alianza, la expulsión de Cuba de la Organización de Estados Americanos y, de
hecho, su ostracismo regional. Pensaban que de esa manera iban a doblegar a un
pueblo que llevaba un siglo luchando por su liberación; su ignorancia era tan
supina y su cretinismo juridicista tan grande que creían que bastaría una
resolución final de tan ilustres conferencistas reunidos en Punta del Este para
poner de rodillas al pueblo y al gobierno cubanos, aterrorizados ante las iras
del imperio y sus correveidiles, obligándolos a desandar la marcha de la
revolución. En perfecta secuencia, los gobiernos “democráticos” del continente
procedieron, para su eterno deshonor, a romper relaciones diplomáticas con Cuba.
Afortunadamente, el impulso todavía vivo de la Revolución Mexicana hizo que
hubiera una excepción ante tanta infamia, y México se negó a plegarse al edicto
norteamericano. Es difícil transmitir hoy, cuando la OEA es un cadáver
maloliente a la espera de un alma caritativa que le ofrezca piadosa sepultura,
la indignación que causara en ese tiempo ver a esos personajes de opereta
apresurarse rastreramente a cumplir con las órdenes de la Roma americana, como
dijera José Martí, procurando cada uno de ellos obedecer de la manera más
genuflexa posible el mandato imperial. Indignación no exenta de su lado cómico,
pues no otra cosa podía ocurrir cuando uno veía que en el bando de los
demócratas y los amantes de la libertad prohijado por la Casa Blanca se
encontraban figuras tan excelsas como “Papa Doc” Duvallier, amo y señor de
Haití; Anastasio Somoza, el gendarme de quien Franklin Delano Roosevelt dijera
“es un hijo de puta pero, ¡señores!, es nuestro hijo de puta”; el general
Alfredo Strossner, heraldo de la democracia hemisférica y otros peleles de
semejante calaña cuyos nombres hace años ya fueron a parar al basurero de la
historia. En efecto, ¿quién podría recordar sólo uno de esos personajes que,
arrodillados, condenaron a Cuba? En cambio, ¿quién podría olvidar la estatura
olímpica del delegado que la isla enviara ante dicha asamblea, nada menos que
Ernesto “Che” Guevara, un personaje histórico-universal, como diría Hegel, y
cuyo discurso fue una verdadera pieza maestra de la literatura política
latinoamericana?
La Segunda Declaración expresa pues la indignación cubana
ante la traición de los gobiernos latinoamericanos que la expulsaron de la
comunidad hemisférica. El país agredido, invadido, bloqueado fue puesto en el
banquillo de los acusados, y el agresor logró que la víctima fuera condenada,
con la complicidad de los representantes de la libertad y la democracia en la
región. Pero no sólo hay indignación en ese texto. También hay dolor, mucho
dolor, al ver más allá de la capitulación de los dirigentes la persistencia del
drama humano y social en que se debatían -y todavía se debaten- las sociedades
latinoamericanas. Y también hay un certero diagnóstico sobre la realidad de la
época y un pronóstico sobre los difíciles tiempos que se avecinaban. Más allá
de los desacuerdos que hoy podrían suscitar tal o cual frase, o de algunos
errores de apreciación y de previsión, estamos ante un documento excepcional,
comparable en ciertos aspectos, por su precisión analítica, carácter pedagógico
y elocuencia discursiva, al Manifiesto Comunista. Sus fuentes
político-intelectuales son principalmente dos: una se hunde profundamente en la
historia cubana y latinoamericana y viene de muy lejos, notablemente de José
Martí pero también de Simón Bolívar; la otra fuente remite al marxismo clásico,
a la obra de Marx, Engels y Lenin.
Los ejes temáticos
Conviene repasar, a guisa de introducción, algunos de los
temas principales abordados en la Segunda Declaración. Comienza reivindicando
la exactitud del diagnóstico martiano, “que llamó al imperialismo por su
nombre” y la caracterización de la Roma americana, “ese Norte revuelto y brutal
que nos desprecia”. No hace falta ser demasiado perspicaz para comprender la
vigencia de tales afirmaciones. En primer lugar, por eso de llamar al imperialismo
por su nombre, en momentos en que proliferan interpretaciones antojadizas que
nos hablan de un “Imperio” virtual, sin centro ni periferia, sin hegemonías
nacionales en juego y, colmo de los colmos, sin relaciones imperialistas de
dominación . Por otro lado, ante los denodados esfuerzos por asimilamos a la
cultura imperial dominante, presentada por los artífices de la globalización
neoliberal como la “única” congruente con la lógica competitiva de los
mercados, es oportuno recordar el racismo del centro imperial, manifestado de
mil y una maneras, algunas sutiles, otras burdas, pero todas igualmente
despreciativas de nuestra gente, nuestra cultura y de nuestros valores. A tal
punto ha llegado este proceso de colonización cultural que un teórico conservador
como Samuel P. Huntington le dijo a un encumbrado gobernante latinoamericano a
quien estaba entrevistando: “¡Pero Uds. quieren ser como nosotros!”, y ante lo
cual el sujeto en cuestión respondiera: “Sí. De eso se trata. Queremos ser
iguales a Uds.”. Precisamente, de eso se trata: de ser nosotros y no de
procurar, estúpidamente, de ser como ellos. Una de las precondiciones para la
liberación nacional en América Latina, para la soberanía y para poner fin a
toda forma de explotación y opresión es la ruptura del vasallaje colonial
existente en los más diversos órdenes de nuestra vida social. Esta colonialidad
ha tenido, como lo demuestra la brillante obra de Roberto Fernández Retamar,
consecuencias gravísimas para las sociedades latinoamericanas. Remito al lector
a dicho texto para una profunda elaboración sobre esta temática .
El texto prosigue con una apretada síntesis en torno al
proceso del desarrollo capitalista y su expansión internacional, preguntándose
por los móviles subyacentes a tan extraordinaria difusión. Obviamente, que no
se trató de razones de índole moral, como tantas veces se adujera, o mucho
menos a la “misión civilizadora del hombre blanco” sino, tal como lo expresa la
Segunda Declaración, a “1a sed de oro” o al “afán de ganancia”. Y el mismo
principio está por detrás de las políticas del imperialismo, en su fase actual,
en la América Latina. Esta sección culmina con un planteamiento en tomo al
surgimiento de las nuevas ideas de la ilustración y el liberalismo, el carácter
revolucionario de las mismas por contraposición a la estolidez del orden social
feudal y la identificación, por parte de los autores inscriptos en el nuevo
universo discursivo, del carácter histórico y, por lo tanto, pasajero del
ancien règime. El remate de este proceso, cuando ya la burguesía ha triunfado y
establecido su dominio, es la creciente concentración de los medios de
producción y la riqueza en muy pocas manos, y la conformación de cárteles,
trusts y consorcios que, progresivamente, van sustituyendo la libre competencia
de las fases pretéritas del desarrollo capitalista por la primacía de los
monopolios.
A consecuencia de lo anterior, la extraordinaria riqueza
producida por el trabajo de millones de hombres genera un excedente de capital
que, para que no se diluya, requiere de su colocación en los más apartados
rincones del planeta. Así comienza un febril proceso de “reparto del mundo”.
Esto implica apoderarse de los mercados de los países más débiles y de sus
riquezas y recursos naturales. Pero la finitud del planeta es un obstáculo para
los afanes de los imperialistas, que más pronto que tarde dan comienzo a pujas
de todo tipo para redefinir, en mejores términos, las condiciones de su
participación en el despojo. A la luz de la Guerra de Irak se comprende la
ominosa actualidad de la Segunda Declaración de la Habana, puesto que la
aventura belicista de George W. Bush representa casi paradigmáticamente toda la
miseria y la crueldad de las políticas imperialistas. En todo caso, retomando
el hilo de nuestra argumentación, las largas series de guerras coloniales
culminaron en las dos guerras mundiales del siglo XX o, como prefiere Immanuel
Wallerstein, en una gran guerra que comenzara en 1914, acordara un armisticio
provisional que estalló por los aires en 1939, para finalizar en medio de una
matanza de más de 80 millones de muertos en 1945. La declaración señala que
llegado a estos límites el sistema inicia su decadencia. “Desde entonces hasta
nuestros días, la crisis y la descomposición del sistema imperialista se han acentuado
incesantemente”. Esta situación, unida a la irrupción de la Revolución Rusa, la
Revolución China y el despertar de los pueblo coloniales “marca la crisis final
del imperialismo”, se dice, equivocadamente a nuestro humilde saber y entender.
Se trató de una crisis, muy grave, es cierto. Pero no fue la crisis final
porque, lamentablemente, lo que la historia ha demostrado es que el
imperialismo no es una condición tan sencilla de erradicar.
A renglón seguido el texto se pregunta por las razones del
“odio yanqui a la Revolución Cubana”. La respuesta que allí se proporciona es
el miedo a la revolución, a la insurrección de los pueblos en contra a sus
opresores. Pero más allá de la polémica que pueda suscitar la misma, esta
consideración abre la puerta para una reflexión muy interesante -y actual,
sobre todo actual- acerca de las condiciones del proceso revolucionario.
Siguiendo la tradición marxista la Declaración distingue entre las condiciones
objetivas y las subjetivas, y se plantea de manera muy taxativa una tesis que
desmiente toda imputación de subjetivismo o voluntarismo, y que convendría
recordar. En sus propias palabras, “las condiciones subjetivas [...] es decir,
el factor conciencia, organización, dirección puede acelerar o retrasar la
revolución según su mayor o menor grado de desarrollo, pero tarde o temprano en
cada época histórica, cuando las condiciones objetivas maduran, la conciencia
se adquiere, la organización se logra, la dirección surge y la revolución se
produce”.
Seguramente que los redactores
de la Declaración pensarían hoy dos veces antes de reescribir esa frase. ¿Por
qué? Porque si hay algo que nos ha enseñado la historia reciente de América
Latina es que el desfasaje entre la maduración de las condiciones objetivas y
las subjetivas ha llegado a ser extremadamente pronunciado. La experiencia
argentina de este último año y medio demuestra la impresionante maduración de
las llamadas condiciones objetivas. Pero la agudización de las contradicciones
sociales, la movilización popular, la emergencia de nuevas formas de
organización y enfrentamiento no han tenido como resultado, lamentablemente, el
surgimiento de una conciencia socialista que identifique con claridad la
naturaleza estructural de los problemas que genera el capitalismo argentino ni,
mucho menos, una dirección a la altura de los desafíos que impone la actual
coyuntura.
La rígida articulación que el documento propone al vincular
de ese modo las condiciones objetivas y las subjetivas explica, asimismo, el
excesivo optimismo que se trasunta en algunos pasajes del texto. Así, por
ejemplo, se dice que “en muchos países de América Latina la revolución es hoy
inevitable”. Y este diagnóstico se funda en el juego de cuatro factores: “las
espantosas condiciones de explotación en que vive el hombre americano, el
desarrollo de la conciencia revolucionaria de las masas, la crisis mundial del
imperialismo y el movimiento universal de lucha de los pueblos subyugados”. Hay
que aclarar, sin embargo, que allí no se decía que la revolución fuera inevitable
en todos los países sino en muchos, lo cual fue así sólo en algunos casos. El
golpe militar en Brasil, en 1964, tuvo una naturaleza preventiva ante el
creciente desborde popular que atribulaba a la derecha brasileña y sus socios
imperialistas. En la Argentina en 1966 y sobre todo en 1976, con el terrorismo
de estado, se procuró poner coto a una situación en donde la movilización
popular combinada, en la década de los setenta, con el auge de una guerrilla
urbana, ponía en jaque, pese a su inorganicidad, los fundamentos del orden
burgués. Pero en otras latitudes la situación adquiría tonalidades más
definidas. La tentativa revolucionaria liderada por Francisco Caamaño Deñó en
República Dominicana, en 1965, fue derrotada por obra y gracia del baño de sangre
generado por la invasión norteamericana, en una típica maniobra imperialista
que implicó el desembarco de unos cuarenta mil marines para restaurar el orden
subvertido por los revolucionarios dominicanos. En Chile llegaba al poder, en
1970, el gobierno de la Unidad Popular, con Salvador Allende a la cabeza. Y
esto representaba una canalización por las vías de la institucionalidad
burguesa del ascenso impresionante de la lucha de masas que si bien no llegó a
concretarse en el formato clásico de una revolución contenía un potencial que
no pasó desapercibido por la Casa Blanca, que de inmediato ordenó la puesta en
marcha de un programa de desestabilización que culminaría, en 1973, con el
sangriento golpe militar de Pinochet. Poco después, el ascenso del movimiento
social y los avances de la lucha armada provocaría, en 1979, la derrota militar
y política de una de las dictaduras más tenebrosas de América Latina, la de
Anastasio Somoza hijo, en Nicaragua, mientras que en El Salvador y Guatemala la
situación no pintaba con colores más optimistas para las clases dominantes. En
otras latitudes, mientras tanto, procesos similares confirmaban de cierta
manera las previsiones de la Segunda Declaración. Mencionemos apenas los más
importantes: el Mayo francés de 1968, el “otoño caliente” italiano en 1969 y la
frustrada “revolución de los claveles” que, en 1974 puso fin a la dictadura
fascista de Oliveira Salazar en Portugal. Por otra parte, y ya en Medio
Oriente, en 1979 la irrupción de las masas iraníes daba lugar, mediante una
inesperada combinación con el fundamentalismo chiíta, al destronamiento de uno
de los baluartes del imperialismo en la zona, tal vez su gendarme mejor armado
y entrenado: el Shá de Irán.
Pero si el pronóstico contenía ciertos elementos
excesivamente optimistas, no lo era a la hora de advertir sobre los peligros
que se cernían sobre nuestra región. En efecto, el documento señala con acierto
que la “intervención del gobierno de los Estados Unidos en la política interna
de los países de América Latina ha ido siendo cada vez más abierta y
desenfrenada”, cosa que efectivamente ha acontecido. Y también la asiste la
razón cuando se afirma que “la Junta Interamericana de Defensa [...] ha sido y
es el nido donde se incuban los oficiales más reaccionarios y pro yanquis de
los ejércitos latinoamericanos, utilizados después como instrumentos golpistas
al servicio de los monopolios”. El papel de las misiones militares
norteamericanas asignadas en nuestras capitales, el de los cursos de
actualización organizados principalmente en la Zona del Canal de Panamá y sus
similares organizados por la CIA son adecuadamente descriptos en el documento,
y el veredicto de la historia en los años subsiguientes no puede menos que
concederle la razón. Esos instrumentos actuaron tal cual se pronosticara en
1962, como lo atestigua hasta las náuseas la triste galería de los dictadores
que asolaron América Latina durante décadas.
¿Era razonable
esperar algo de la Alianza para el Progreso? La Declaración insiste en señalar
el carácter ilusorio de la ayuda prometida, habida cuenta la historia del
imperialismo en esta parte del mundo y sus intereses actuales. Además, no deja
de apuntar a un fenómeno muy importante como el fracaso moral de sus agentes en
la Conferencia de Punta del Este. Poco podía esperarse de quienes debieron
urdir los más inescrupulosos argumentos y apelar a una descarada compra de
votos para prevalecer en el cónclave. Su inmoralidad era una lápida que
sepultaba, para siempre, la verosimilitud de sus altruistas promesas. En Punta
del Este, dice el documento, se libró una gran batalla ideológica entre el
imperialismo y la Revolución Cubana, el primero representando a los monopolios,
el intervencionismo, el capital foráneo, el latifundio y la ignorancia,
mientras Cuba representaba a los pueblos, la autodeterminación nacional, la
soberanía económica, la reforma agraria y la alfabetización universal, amén de
muchas otras cosas.
La Conferencia fue el certificado de defunción para la OEA,
convertida en infame “ministerio de colonias yanquis, una alianza militar, un
aparato de represión contra el movimiento de liberación de los pueblos
latinoamericanos”. Una organización que hacía caso omiso del continuo
hostigamiento a que era sometida Cuba, a los innumerables actos de sabotaje de
todo tipo y los ataques armados contra la revolución. Impasibles e indiferentes
ante la descarada agresión, los ministros de relaciones exteriores de la región
se reunieron en Punta del Este y con la bendición de la OEA expulsan a la
víctima sin siquiera amonestar verbalmente a los agresores. Mientras que “los
Estados Unidos tiene pactos militares con países de todos los continentes,
[...] con cuanto gobierno fascista, militarista y reaccionario haya en el
mundo, la OTAN, la SEATO, y la CENTO, a los cuales hay que agregar ahora la OEA
[...] los cancilleres expulsan a Cuba, que no tiene pactos militares con ningún
país. Así, el gobierno que organiza la subversión en todo el mundo y forma
alianzas militares en cuatro continentes, hace expulsar a Cuba, acusándola nada
menos que de subversión y de vinculaciones extracontinentales”. Una vez más, el
veredicto inapelable de la historia le otorga toda la razón a la Segunda
Declaración de La Habana. ¿Cambió en algo la política del imperialismo?
¿Qué es lo que no se le perdona a Cuba? ¿Por qué se la acusa
de “subversiva”? El documento elabora algunos argumentos más específicos:
porque hizo realidad el reparto agrario, acabó con el analfabetismo, expandió
los servicios médicos, nacionalizó a los monopolios, armó al pueblo, recuperó
la soberanía nacional y concretó reivindicaciones largamente sentidas por los
cubanos. Frente a esto, ¿qué podía ofrecer el imperialismo? ¿Qué podían esperar
los pobres, los indios, los negros y los campesinos del imperialismo, si este
era la causa principal de sus pesares? El texto se interroga, por ejemplo, en
qué “alianza [...] van a creer estas razas indígenas, apaleadas por siglos,
muertas a tiros para ocupar sus tierras, muertas a palos por miles por no
trabajar más rápido?”. ¿Y al negro? ¿Qué le pueden ofrecer quienes en su propio
país practican el más desenfrenado racismo, impidiendo que compartan siquiera
un autobús con los blancos, para no mencionar la segregación en escuelas y
hospitales? El análisis aquí se extiende meticulosamente, demostrando la
incongruencia entre las promesas imperialistas y su registro histórico. Este
balance, que por momentos adquiere una contundencia abrumadora, culmina con un
verdadero final wagneriano, cuando afirma que “en este continente de
semicolonias, mueren de hambre, de enfermedades curables o vejez prematura,
alrededor de 4 personas por minuto, de 5.500 al día [...]. Las dos terceras
partes de la población latinoamericana viven poco, y vive bajo la permanente
amenaza de muerte [...]. Mientras tanto, de América Latina fluye hacia los
Estados Unidos un torrente continuo de dinero: unos 4.000 dólares por minuto,
cinco millones por día [...] Por cada 1.000 dólares que se nos van, nos queda
un muerto [...] ¡Ese es el precio de lo que se llama imperialismo!”.
Para desgracia de nuestros pueblos, este cuadro siniestro no
ha hecho sino agravarse desde su formulación original en 1962. Han pasado,
desde entonces, la Alianza para el Progreso, la “década del desarrollo” y, de
manera cada vez más acentuada, las políticas ortodoxas, neoliberales, del
Consenso de Washington con los resultados que están a la vista y que eximen de
mayores comentarios. La justeza del análisis contenido en la Segunda Declaración,
que en su tiempo no poca gente descalificó, acusándola de ser la expresión
resentida de la “derrota” sufrida en Punta del Este, se potencia cuando se
examinan algunas de sus previsiones. Una de ellas, la que anticipaba que “los
Estados Unidos preparan a la América un drama sangriento” se convirtió en
lacerante realidad al poco tiempo, cuando nuestra región se convertiría en un
conglomerado de regímenes militares que hicieron del terrorismo de estado su
principio constitutivo. Los asesinatos, desapariciones, secuestro de personas,
robo de niños, saqueos de hogares de las víctimas, torturas, violaciones y
campos de exterminio se convirtieron en prácticas cotidianas, contando para
ello con la justificación de la Doctrina de la Seguridad Nacional elaborada por
el Pentágono y otras agencias del gobierno norteamericano. Estas, además,
colaboraron abiertamente en feroz labor represiva, desde el entrenamiento de
sus secuaces en algunas de las bases militares del Comando Sur, donde se
instruía a los verdugos en las más recientes técnicas de la tortura, hasta el
suministro de armas, equipos, cobertura internacional y dinero para llevar a la
práctica el llamado “combate a la subversión”.
Perspectivas de la
Revolución Socialista
Las últimas páginas de la Declaración culminan con un
llamado a la revolución. El diagnóstico ha sido lo suficientemente elocuente y
preciso como para desalentar cualquier expectativa en relación a la posibilidad
de que el capitalismo produzca otros frutos distintos a los ya conocidos. Si
bien en el texto no se descartan que se pudieran producir algunos avances
políticos en el marco de las instituciones establecidas, se señala
explícitamente que la situación de nuestros países sólo por excepción ofrecería
tales posibilidades. En cambio, se nos dice, “donde están cerrados los caminos
de los pueblos, donde la represión de los obreros y campesinos es feroz, donde
es más fuerte el dominio de los monopolios yanquis, [...] no es justo ni
correcto entretener a los pueblos con la vana y acomodaticia ilusión de
arrancar, por vías legales que ni existen ni existirán, a las clases dominantes
[...] un poder que los monopolios y las oligarquías defenderán a sangre y fuego
con la fuerza de sus policías y de sus ejércitos”.
La afirmación es de una contundencia extraordinaria, dotada
del rigor de un silogismo inapelable. La cuestión central es, por supuesto, la
caracterización, en cada coyuntura particular, de las condiciones políticas
imperantes y, más particularmente, la existencia o no de caminos abiertos o cerrados
a las aspiraciones de los pueblos. El liberalismo y, en general, todas las
variantes del posmodernismo, sea de origen socialista o no, coinciden en las
ilimitadas posibilidades que, siempre y en todo lugar, ofrecería el capitalismo
contemporáneo. Los primeros por una convicción tradicional y los segundos, los
posmodernistas, por su reciente capitulación, por su “conversión” a la
ideología dominante. En virtud de ello hay quienes -como Chantal Mouffe,
Ernesto Laclau y Ludolfo Paramio, para citar apenas algunos de los más
conocidos- proponen “profundizar la democracia”, obviando el hecho de que el
capitalismo impone límites infranqueables a la expansión de la democracia,
tanto en sus aspectos formales como en los contenidos sustantivos de la misma.
Postulan, por ello, una suerte de “democratización de la democracia
capitalista”, lo cual equivaldría en la geometría a descubrir la cuadratura del
círculo. Porque, en realidad, no existe la democracia capitalista, o burguesa.
Lo que hay, en algunos países, es un capitalismo democrático, algo enteramente
distinto a lo anterior. Porque si la expresión “democracia capitalista” asume
que lo sustantivo es la democracia y que los rasgos capitalistas son apenas un
aditamento fácilmente removible, con la frase “capitalismo democrático” se está
señalando que, en la experiencia concreta de las democracias “realmente
existentes”, lo sustancial es el capitalismo mientras que lo democrático es una
incrustación producida por las luchas populares a lo largo de los siglos e impuesta
por la fuerza a la dominación burguesa .
La Segunda Declaración de La Habana plantea pues un tema de
excepcional importancia, que exige un examen detallado de cada situación. No
está demás recordar en estas páginas la famosa sentencia de Lenin, cuando decía
que “el marxismo es el análisis concreto de una situación concreta”. En efecto,
sólo un análisis concreto de cada coyuntura particular puede determinar la
existencia o no de vías por las cuales avanzar, y hasta dónde se puede llegar
por ese camino. En la caracterización que la Declaración hacía de la coyuntura
latinoamericana a comienzos de los sesenta se establecía cuidadosamente, como
una cláusula inicial, la necesidad de distinguir situaciones que pese a no ser
nombradas se perfilan con nitidez en los silencios del texto. Por una parte,
aquellas que demostraban concluyentemente que los caminos populares estaban
cerrados, y que constituían por así decirlo la norma predominante en la región.
Pero había otras situaciones, entre las cuales sobresalían Chile y México, que
representaban un caso marginal en donde tal vez podrían esperarse ciertos
progresos significativos trabajando en el marco de una institucionalidad
burguesa pero profundamente modificada por la eficacia de largos años de luchas
populares. Se planteaba así el dilema de “reforma o revolución”. El texto se
decide por la segunda, porque no ve demasiadas posibilidades a la primera,
salvo en situaciones muy pero muy especiales. Y, una vez más, el veredicto de
la historia parece asignarle la razón. Porque, la vía reformista, ensayada
principalmente en el Chile de Salvador Allende, terminó con un baño de sangre y
la entronización de una de las más salvajes dictaduras conocidas en América
Latina. Otros ensayos, más heterodoxos, también fueron ahogados en su cuna. Por
ejemplo, la tentativa presidida por el General Juan José Torres en Bolivia a
comienzos de los años setenta. Pero lo cierto es que la vía revolucionaria
tampoco llegó a triunfar. Ya nos hemos referido al caso de la República
Dominicana, proyecto trágicamente frustrado y que culminó con la ocupación
militar de la isla por parte de las tropas norteamericanas. La revolución
también tuvo su oportunidad en Nicaragua, pero fue tronchada de raíz ante la
reiteración de la más absoluta determinación del imperialismo en impedir, a
cualquier precio, la consolidación del sandinismo y el triunfo de la
revolución. La tuvo también en El Salvador, donde el Frente Farabundo Martí de
Liberación Nacional debió luchar, al igual que los sandinistas, no sólo contra
las clases dominantes locales sino también en contra de la formidable
resistencia que le oponía la mayor superpotencia jamás aparecida en la historia
de la humanidad, los Estados Unidos.
Las lecciones que podemos sacar de esta historia es que, en
nuestro continente, las reformas son sofocadas con toda la fuerza de la
contrarrevolución y con la omnipresente colaboración del imperialismo. Que las
más tímidas expresiones de reformismo ensayadas por algunos gobiernos de la
región fueron agredidas con sanguinaria ferocidad por los elementos
conservadores de nuestras sociedades. ¿Cuáles son los caminos que hoy se
encuentran abiertos en América Latina, y especialmente en la Argentina? Han
pasado más de cuarenta años desde que se diera a luz el descarnado diagnóstico
que hiciera la Segunda Declaración. ¿Cómo avanzar en un proyecto encaminado a
lograr la abolición de toda forma de explotación del hombre por el hombre?
¿Cómo avanzar hacia una nueva sociedad, emancipada de todas las lacras que a lo
largo de los siglos produjera el capitalismo?
Obviamente que la Declaración no puede dar respuesta a este
tipo de interrogantes en relación a cada país y cada situación en particular.
Pero ofrece una guía muy sugerente, de especial relevancia para los argentinos,
habida cuenta de nuestra secular incapacidad de construir una alternativa
progresista capaz de poner fin a la disolución nacional. Y esa guía es un
llamamiento enérgico a la unidad de todos quienes luchan por una sociedad
mejor. Así, se nos dice que “el divisionismo, producto de toda clase de ideas
falsas y mentiras; el sectarismo, el dogmatismo, la falta de amplitud para
analizar el papel que corresponde a cada capa social, a sus partidos,
organizaciones y dirigentes, dificultan la unidad de acción imprescindible
entre las fuerzas democráticas y progresistas de nuestros pueblos”. Unidad de
acción que no hemos podido construir y que se manifestó, en toda su insensatez,
en las elecciones presidenciales de 2003, cuando el país reclamaba a gritos una
alternativa ante el continuismo de las fórmulas políticas tradicionales y el
campo progresista se fragmentó en mil pedazos, como un espejo roto que, en su
desintegración reflejaba la tragedia de nuestra propia decadencia como nación.
Y prosigue la Segunda Declaración diciendo que “en la lucha antiimperialista
[...] es posible vertebrar la inmensa mayoría del pueblo tras metas de
liberación [...] En ese amplio movimiento pueden y deben luchar juntos por el
bien de sus naciones, por el bien de sus pueblos y por el bien de América,
desde el viejo militante marxista hasta el católico sincero que no tenga nada
que ver con los monopolios yanquis y los señores feudales de la tierra”. Ojalá
que la publicación de este luminoso documento, producto de una extraordinaria
dirigencia política que supo aunar su lucidez para analizar lo existente con
una gran dosis de coraje y vocación utópica para transformarlo, sirva para
estimular un debate más que nunca necesario en nuestros países y para la
elaboración de políticas de izquierda capaces de poner fin al holocausto social
que se ha abatido sobre nuestra América.
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