![]() |
Foto: Marie Bonaparte |
Había una vez una princesa que fue a ver a Freud para no
suicidarse. Tenía 44 años, la habían criado para casarse, la habían casado con
el príncipe heredero de la corona de Grecia y Dinamarca, que resultó ser un
homosexual rampante; desde entonces llevaba veinte años buscando
desesperadamente alcanzar la volupté
(como llamaba al orgasmo) con diferentes amantes, que la habían despreciado por
fría. Freud, que registró de inmediato la calidez humana debajo del título
nobiliario, la angustia sexual y la desesperación suicida de la princesa, y
logró hablarle como nunca nadie le había hablado, fracasó sin embargo con ella,
según los anales del psicoanálisis. Logró que no se suicidara, sí (la princesa
Bonaparte murió de muerte natural a los ochenta años, en su residencia de
verano de Saint Tropez, sin haber probado jamás el sabor de la volupté, según
propia confesión); logró incluso que encontrara un sentido a la vida, y un poco
el problema está ahí, para los anales del psicoanálisis: porque luego de
paciente, la princesa Marie Bonaparte se convirtió en discípula de Freud y
luego en terapeuta, dedicó sus desvelos y su fortuna a difundir el
psicoanálisis en Francia, sacó a Freud y a su familia de Viena y los instaló en
Londres, pagó de su bolsillo la edición de las obras completas de su maestro en
alemán, tradujo ella misma algunas al francés y solventó durante años la
Sociedad Psicoanalítica de París. Pero su terapia con Freud y su figura son una
aberración para los anales psi, y ni les cuento para las feministas.
![]() |
Foto: Marie Bonaparte y Sigmund Freud, 1938 |
Me explico: Marie Bonaparte era bisnieta del hermano
libertino de Napoleón, Lucien. El padre la crió para casarse. El mismo se había
casado con la heredera del casino de Montecarlo, y para su hija aspiraba a lo
más alto: alguna de las casas reales europeas. Marie perdió a la madre al mes
de nacer. El padre la puso en manos de una abuela despótica, pero la dejaba
curiosear en el gabinete donde daba rienda suelta a su afición: una cruza un
poco macabra entre la etnografía y la biología (pagaba expediciones al África,
tenía en su estudio la calavera de Charlotte Corday, la asesina de Marat, y el
cuerpo disecado de una mujer prehistórica). Una de esas tardes en el gabinete,
Marie le dijo que quería estudiar medicina. El padre le dijo que su destino era
el altar, no la universidad. Ella se casó, le dio un título a su padre y dos
hijos a la corona griega, se entregó en vano a diferentes amantes (ella misma
escribió sobre ellos, así que se los puede nombrar: Leandri, el edecán corso de
su padre; Aristide Briand, el primer ministro francés; Rudolph Löwenstein, el
psiquiatra que la derivó a Freud; el cirujano Josef Halban, del que hablaremos
en breve), y cuando nada de eso funcionó, se armó un gabinete parecido al de su
padre y se sentó a estudiar su problema: haciéndose pasar por médica, logró 243
testimonios de mujeres que confirmaron su presentimiento hasta entonces
inmencionable. La frigidez se debía a que su clítoris estaba a tres centímetros
de su vagina. El problema era anatómico. Las mujeres que tenían el clítoris a
más de dos centímetros y medio de la vagina eran frígidas por eso. Había
solución quirúrgica y ella misma se sometió a la prueba: le pidió al doctor
Halban que le desplazara el clítoris medio centímetro hacia abajo. La operación
se hizo, los resultados fueron nulos.
Freud escuchó con espanto el relato de la princesa. En vano
intentó convencerla de que debía superar la etapa fálica, que la atención al
clítoris era mera nostalgia del pene, una forma de no asumir su condición de
mujer. La princesa se operó con Halban una segunda vez y Freud logró frenarla
cuando iba a someterse por tercera vez a quirófano. Pero no pudo disuadirla del
rol crucial del clítoris en la consecución de la volupté. Por diferencias mucho menores, Freud echó de su lado a un
montón de gente. Pero a la princesa la bancó. Fue su amigo, su confesor y su
consejero, y también confió en ella, le dio la bendición para que lo
representara (y lo tradujera) en Francia, se puso en sus manos para que lo
sacara de Austria, pidió que sus cenizas se guardaran en una urna griega que le
había regalado la princesa. Por eso es doblemente significativo que estuviera
refiriéndose a ella cuando escribió años después su famosa frase: “La gran pregunta que nunca recibe respuesta
y yo no estoy capacitado para responder, después de treinta años de estudios
sobre el alma femenina, es qué desea una mujer”.
La muerte eximió piadosamente a Freud de leer los libros de
su amiga. La princesa Bonaparte no supo trabajar con otro criterio que el de su
padre: el del aficionado asistemático. Cuando teoriza es una catástrofe
(Melanie Klein primero y las feministas después han escarnecido su summa teórica, el libro La sexualidad de
la mujer), pero cuando es confesional, como en sus Cuadernos negros (donde
habla de sus amantes, de su madre muerta, de su infancia, de su angustiosa
insatisfacción sexual), se expone con una franqueza que desarma. Dicen que
también como terapeuta era igual de heterodoxa: cuando partía con los primeros
calores a su casa de Saint Tropez, recibía allí a sus pacientes, les daba
alojamiento y los mandaba de vuelta a París con su chofer (atendía en el
jardín, bajo un castaño: una chaise longue para el paciente, y ella detrás en
un sillón de mimbre, tejiendo crochet). Durante la guerra salvó a más de doscientas
personas antes de irse ella misma a Egipto. Sus hijos dicen que fue flor de
madre, su marido –el príncipe helénico– le pidió que fuesen enterrados juntos
(él murió primero) porque nadie le daba tanta paz como ella, fue generosa,
amiga de mucha gente y enemiga de algunos que no tuvieron piedad con ella
(Lacan fue el peor). En su vejez confesó que el psicoanálisis le había
procurado resignación, paz mental y la posibilidad de trabajar, pero que su
vida estaba marcada por el fracaso y la añoranza de la volupté.
Así como Freud no llegó a leer los libros de la princesa, la
princesa no llegó a enterarse del status de pionera que le adjudicaría la
sexología poco después de su muerte: Kinsey primero y Masters & Johnson
después reivindicaron los estudios de Marie Bonaparte, en especial la
importancia del clítoris en el orgasmo de las mujeres. También el
descubrimiento del Punto G se lo debemos a la princesa: Ernst Grafenberg (el
Señor G del Punto G) siguió sus textos en busca de zonas erógenas en la pared
frontal de la vagina. Pero lo que más me alucina a mí es que incluso aquel
excéntrico trabajo de campo con 243 mujeres resultó asombrosamente preciso: los
cirujanos plásticos de la actualidad que se especializan en reconstrucción
vaginal fijan en exactamente dos centímetros y medio “la distancia armoniosa que debe haber entre el clítoris y la vagina”. Incluso
esa leve versión de la volupté –la de
tener razón– le fue negada en vida a la princesa Marie Bonaparte.
![]() |
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-185340-2012-01-13.html |