
Eloísa Gordon
Este artículo es la tercera y última parte de la trilogía,
"La democracia es una mentira", que Eloísa Gordon inició hace varias
semanas y cuyo título fue inspirado en un graffiti del Viejo San Juan. Como se
propuso, el texto se enfoca en tres ideas principales —exilio, falsa conciencia
y hegemonía— como puntos de reflexión a la realidad socio-política
puertorriqueña contemporánea, situación descrita como de “saqueo sicario
diario, en términos políticos, económicos y sociales”. A manera de síntesis, al
igual que de proyección esperanzadora, Gordon pasa a comentar el término
hegemonía. Para acceder a la primera parte, "Exilio", pulse aquí.
Para acceder a la segunda parte, "Falsa conciencia", haga clic acá.
El concepto de hegemonía, vocablo de origen griego, se
remonta a la antigüedad, cerca del el siglo octavo, antes de la era cristiana.
En la Antigua Grecia, el dominio hegemónico era aquel poder político capaz de
imperar sobre otras ciudades-estados sin la necesidad de la imposición de la
fuerza explícita militar. Visto de esta manera, Esparta fue el poder hegemónico
de la Liga Peloponesia durante más de dos siglos. Ahora bien, en nuestro
contexto moderno, el término hegemonía, o egemonia, se asocia con una figura
principal: Antonio Gramsci.
Antonio Gramsci, considerado uno de los teóricos más
influyentes de todo el siglo veinte y cuyo predominio ha impactado el
desarrollo del pensamiento de un amplio abanico de orientaciones —desde el
marxismo, al post-estructuralismo/post-modernismo, la teología de la
liberación, hasta los estudios culturales, incluyendo variadas versiones de
corte liberal. Siempre ancló su pensamiento, primeramente, en su experiencia
personal como sardo. Para Gramsci, Cerdeña, fragmento olvidado de la Italia
formal, representaba todos los males de la periferia: “dominación por poderes externos, una cultura clasista y feudal,
pobreza extrema…y manipulación política por los gobiernos internos y/o
nacionales” (Landy, 1994, p.19).
En Gramsci, por consiguiente, Cerdeña sirve del microcosmos
a partir del cual se puede medir a la Italia real. No se mide a base de la conceptualización abstracta, “retórica” o
legal, meritoria para las clases dominantes o intelectuales. Esto no es así
para la masa de las clases populares —o la mayoría del pueblo: típicamente
“ambigua, contradictoria y multiforme” (Gramsci, en Buttigieg, 1992, p. 139 y
p.214).
El intentar movilizar política y democráticamente a esta
masa híbrida, a menudo de intereses y propósitos incompatibles y hasta
“caóticos,” era en el contexto italiano —al igual que en cualquier otro— un
proyecto monumental. Como Gramsci describe muy lúcidamente, el poder alcanzarlo
constituiría, nada menos, que la instauración de una nueva época histórica.
Significativamente, dicha transformación requería para Gramsci —y es aquí en
donde radica gran parte de la originalidad de su pensamiento— “la elaboración de una nueva hegemonía; es
decir, de una nueva cultura, capaz de asegurar un nuevo tipo de consentimiento
político que pueda extenderse, y apartase, del tipo de poder político al que
estamos acostumbrados: de subyugación al dominio de una elite política” (Gramsci en Boggs, 1984, p.222).
Ahora bien, hay tan solo un tipo de “intelectual”, o líder
político, que puede llevar a cabo dicha tarea. Es el intelectual orgánico,
noción que no denota a un solo individuo, sino a un movimiento, o a un
colectivo, que funciona como un “organismo vivo” (y aquí se recoge la posible
adaptación que pudo hacer la teología de liberación con estas ideas) con el
pueblo que representa. Dado el nivel un tanto ambiguo de la figura del
intelectual orgánico, constructo que Gramsci nunca concretiza de manera
categórica en un solo grupo, y menos, en un individuo, cabe resaltar las
características que si debe tener dicha representación.
Ante todo, nada que pueda ser definido como “intelectual”
puede existir lejos de una capacidad irrefutable para “la concienciación y la
reflexión”. De este punto de partida, Gramsci cuestiona si un intelectual puede
“pensar” sin reflexión crítica, participando de “una concepción del mundo ajena al grupo al cual representa y
externamente impuesta de manera desconectada y episódica” (Gramsci en
Forgacs, pp.323-4). Para Gramsci, el requisito imperioso de la verdadera
libertad política lo es la reflexión crítica, o la necesidad de poder “trabajar consciente y críticamente una
concepción del mundo propia, rehusando aceptar pasivamente la imposición de
unas definiciones externas”, lo que en otras palabras seria la imposición
de un dogma.
Y es a partir de estos planteamientos, como aludí
anteriormente, que el concepto de exilio que introduje en la primera parte de
esta serie puede ser desentrañado. No debe entenderse como una noción desventajosa,
sino como el posible comienzo a una práctica de emancipación política de
rechazo a la trivialización —y, hoy en día, corrupción— o la falsa conciencia
que acompaña a la ideología y la practica política dominantes en nuestro País:
sea anexionista, estado-librista, o nacionalista. Implícito en el concepto del
intelectual orgánico que nos presenta Gramsci, se sostiene el telos democrático
de que el conocimiento, el pensamiento critico, puede ser democratizado y, de
esta manera, no continuar siendo el privilegio de una elite política y/o
intelectual que lo utiliza preceptivamente para su auto-preservación.
Para esto, y como establece Gramsci, es esencial poder
corroborar cuáles son los propósitos de estos líderes: ¿el que la dicotomía
existente entre “dirigidos y dirigentes” se sostenga? ¿O que se intente
trascender dicha dicotomía, entendiéndola como “resultado de ciertas
condiciones históricas, y por consiguiente, variables?" (Gramsci en
Forgacs, p.144)
De manera paralela a la distinción que presenta Gramsci
entre “la Italia formal” y “la Italia real”, en Puerto Rico se ha sostenido un
proyecto político de control “formal” que ha servido para aislar y ocultar los
verdaderos intereses y conflictos del “Puerto Rico real”: conflictos que
incluyen desigualdades de clase, género, raciales, educacionales, etc. Desde
por lo menos la segunda mitad del siglo veinte, la política puertorriqueña se
ha reducido al discurso formal del estatus político. Este discurso ha sido
perpetuado por las élites políticas de las tres tendencias partidistas del País
a fin de garantizar su propia sobrevivencia.
A pesar de que esta visión abstracta, al igual que legalista
y estéril, ha logrado movilizar a la mayoría de la población en el proceso
electoral, lo ha hecho de manera ritualista y fragmentaria. No ha sido a través
de la incorporación de dicha mayoría en un proyecto propio de integración de
intereses y enfrentamiento de conflictos: es decir, mediante la creación de un
“intelectual orgánico” de proyección a una “transformación histórica".
Y es aquí en donde radica la esterilidad, al igual que la
mentira, de la “democracia” puertorriqueña: en otras palabras, su banalidad.
Contrario a este aparato banal, la figura “viva” del intelectual orgánico
requiere de una “capacidad de diálogo y persuasión constante” (Sassoon, 1988,
p.150). Aún más a fin de no deteriorar en un tipo de diálogo manipulador y/o
dogmático, este intercambio requiere de una capacidad auténtica de poder
escuchar y “poder aprender de los sectores a los cuales se representa, ya que
ellos constituyen el lado práctico y real de la acción política”. Finalmente, y
a fin de no deteriorar en el aparato político hueco que experimentamos
—corrupto y chabacano, además— una verdadera democracia no puede existir sin la
acción política crítica, continua y directa, de los que constituyen la base de
la sociedad.
Epílogo
Como expuesto en el prólogo de estos tres artículos, la
inspiración para estos escritos surgió de un graffiti, frente a mi casa, que
proponía que “la democracia es una mentira”. En el transcurso de estas semanas,
y muy casualmente, el gobierno municipal borró la mayoría de los graffitis
existentes en mi vecindario. La mañana que vi el cuadriculado de pintura censoria
que caracteriza a este tipo de acción, sentí una gran tristeza ante la ausencia
de lo que, como describí, me servia de inspiración diaria.
Siempre entendí, sin embargo, que a esa proposición un tanto
derrotista, habría que añadir una conclusión más esperanzadora. Me imagino que
en parte motivada por la coyuntura optimista de fin de año y la confianza en un
posible año mejor —por no decir, el aforismo gramsciano de “pesimismo del
intelecto, optimismo del espíritu”— aquí incluyo lo que me gustaría creer es el
epílogo a este escrito. Debo aclarar, sin embargo, que nunca divulgaré el
nombre del autor del mensaje que verán a continuación: bien sea, por aquello de
proteger la identidad de los inocentes…

![]() |
http://www.revistacruce.com/politica-sociedad/nacion-exilio-falsedad-y-hegemonia.html |