
Paradojas de la historia, que se suman a las recurrencias
efectistas de cierta prensa norteamericana. El semanario Newsweek publicó hace
unas semanas una amarga reflexión de Robert Samuelson a cuatro años de
comenzada la crisis de las hipotecas subprime, titulada “Bye-Bye Keynes”
(19/12/2011). Se trata del mismo medio que, hace algo más de veinte años,
proclamaba alegremente en su tapa la muerte de Marx, embriagado por la avanzada
de la restauración burguesa en los ex Estados obreros degerados de la URSS y Europa
del Este. Este semanario disecciona ahora la impotencia de las recetas
diseñadas desde los años treinta en adelante bajo inspiración de las teorías
del principal economista del siglo XX, que como nadie trabajó en el empeño de
crear líneas de acción para que el modo de producción capitalista lograra
sobreponerse mediante la intervención pública a sus propias contradicciones.
Piedra filosofal cuya búsqueda no podía más que resultar infructuosa, siendo
finalmente la Segunda Guerra la única vía que permitió restablecer plenamente
las condiciones para un nuevo boom capitalista bajo comando del imperialismo
norteamericano, al precio de una formidable destrucción de fuerzas productivas,
incluyendo millones de personas aniquiladas (ver al respecto Paula Bach,
“Apuntes a propósito de Keynes, el marxismo y la época de guerras, crisis y
revoluciones”, en Lucha de Clases nº 9).
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Pero las esperanzas de que esto había sido suficiente para
pasar el mal trago empezaron a caer bajo el agobiante peso de una crisis que
desafía las ingenierías hechas para contenerla. Cierto: a pesar de la fuerte
caída del comercio y la actividad económica en los primeros meses que siguieron
a la caída de Lehman, los masivos planes de estímulo, y la hiperactividad de
los bancos centrales para inyectar liquidez y reservas en los bancos, evitaron
hasta el momento una depresión como la de los años ’30. No hay parangón con lo
ocurrido en esta ocasión. Aunque la producción industrial mundial se redujo en
un 13% entre fines de 2008 y la primera mitad de 2009, la caída de la misma
había sido de casi un 40% en la década de 1930. Las tasas de desempleo de
América y Europa se elevaron a algo más
de un 10% en la reciente crisis, se estima que superaron el 25% en la década de
1930.
Pero hasta ahí llega la cosa. Control de daños y resolución
de la crisis son cosas muy distintas. Y la crisis, lo estamos viendo, no puede
resolverse a fuerza de estímulos. Las medidas de contención de la crisis,
tomadas en 2008 y 2009, sirvieron para comprar tiempo. Pero el corazón de los
problemas, vinculados a los activos “tóxicos”, “infección” que corroe a las
instituciones financieras, permanece intacto. Una montaña gigantesca de activos
incobrables sigue afectando los balances de las insituciones financieras de
EEUU y Europa. Y, desde 2010, a esto se suma una nueva “infección” que corroe
las finanzas globales: la crisis fiscal de numerosas naciones europeas, que no
es otra cosa que el costo de socializar los quebrantos privados (los de los
bancos, no los de los millones de individuos que perdieron sus casas y empleos,
y en el mejor de los casos lograron un seguro por unos meses).
Y no es que los cimientos -ideológicos y políticos- del
edificio neoliberal no se hayan visto sacudidos. Como señala un artículo
reciente del Financial Times, la crisis barrió “las certezas antiguas sobre la
imparable marcha de los mercados” (Gideon Rachman, “Por qué me siento extrañamente
austríaco”, 4/1/2012). El mismo artículo señala que durante los años de
ofensiva burguesa (1978-2008) “a pesar de las diferencias nominales entre los
comunistas de China, los capitalistas de Nueva York y la izquierda blanda de
Europa, sus acuerdos eran más llamativos que sus enfrentamientos. Los líderes
políticos de todo el mundo hablaban el mismo idioma sobre fomentar el libre
mercado y la globalización”. Este consenso se ha hecho añicos, bajo los golpes
de la crisis. Sin embargo, este lugar no ha sido reconquistado por los
impulsores de políticas de tipo keynesiano. Como reacción a las ideas y
políticas que orquestaron la ofensiva neoliberal, “no existe ninguna nueva
teoría que haya establecido una ‘hegemonía’ ideológica, utilizando el concepto
que hizo famoso Gramsci. Sin embargo, algunas ideas están cobrando una nueva
fuerza. En términos generales, las cuatro tendencias más fuertes que están
surgiendo son las siguientes: la tendencia populista de extrema derecha, la
socialdemócrata-keynesiana, la hayekiana-libertaria y la socialista
anticapitalista”.
Pero, incluso donde gobiernan los “socialdemócratas”, como
Rachman considera que es el caso de EEUU con Obama, los keynesianos desesperan.
Basta con leer las columnas de Krugman durante los últimos tres años (lo mismo
podríamos nombrar a James Kenneth Gallbraith o algún otro), para ver la
considerable distancia entre las políticas tomadas frente a la crisis y sus
propuestas. El “keynesianismo” implementado para enfrentar la crisis tiene
gusto a poco para estos economistas.
Esto autores ponen hincapié en las anteojeras ideológicas de
los demócratas, o en el bloqueo político impuesto por los republicanos para
explicar la pusilánime respuesta estatal frente a la depresión de los “animal
spirits”. Sin duda, este es un factor en juego. La recuperación republicana en
las elecciones de medio término y la ofensiva del Tea party han permitido
acotar muchas iniciativas demócratas, y el año pasado casi empujan al default
técnico por su negativa a aceptar una ampliación de los límites para el
endeudamiento federal.
Pero el problema es bastante más profundo, y tiene mucho que
ver con cambios duraderos que catalizó la crisis iniciada en 1929, aquella que
fue una al calor de la cual Keynes terminó de ordenar las ideas que se
plasmarían en la Teoría General… en 1936. Como señala Robert Samuelson, “cuando
Keynes escribió la Teoría general del empleo, el interés y el dinero a mediados
de los años ’30, los gobiernos de la mayoría de las naciones más ricas eran
relativamente pequeños y sus deudas eran modestas. El gasto deficitario y la
inversión para empujar la recuperación eran respuestas posibles a las
depresiones económicas”. En cambio, en la actualidad, el peso de los gastos
corrientes del Estado en la economía es mucho más elevado. El gasto público en
EEUU, rondó en 2010 un 35% del PIB. Una primer implicación de esto, es que el
aumento del gasto tendría que ser proporcionalmente mucho más considerable que
en tiempos de Keynes para tener un efecto importante en la economía. La segunda
es que, al gastar regularmente más, y financiar buena parte del gasto con
deuda, los gobiernos “están por lo general cargados con deudas públicas
masivas”. Para el autor, esto ultimo es de nodal importancia. “Los remedios
keynesianos standard frente a las recesiones –más gastos y menos impuestos-
presuponen la disposición de los mercados de bonos a financiar los déficit
resultantes a tasas de interés razonables. Si los mercados se niegan, las
políticas keynesianas no funcionan. Los países pierden control sobre sus
economías”. Aunque esto no caracteriza la situación que afronta EE.UU. hoy, ya
que a pesar de que el monto de la deuda supera holgadamente al monto de la
producción anual, no han surgido problemas para financiarse mediante bonos, el
planteo ilustra bien los problemas de las economías más débiles de la zona
Euro, que hoy se han transformado en una amenaza de disolución de la misma.
Para Samuelson “hay otras razones por las que las políticas keynesianas podrían
fallar o verse debilitadas. Pero estas palidecen en comparación al potencial
veto que hoy representan los mercados de bonos. Irónicamente, la pasada
sobreutilización de los déficits públicos compromente su utilidad actual para
combatir el elevado desempleo”. Cierto, no en todos los países se partía de una
“sobreutilización” del déficit, de hecho España contaba con un importante
superávit, y la carga de la deuda no es tan aplastante en países como España,
que muestra una proporción deuda/PIB menor que Estados Unidos o Gran Bretaña.
Pero el veto ocurre de todos modos, alzándose como una barrera a cualquier
intervención estatal que no sea el recorte de gastos.
Como EEUU no está en la situación crítica de Europa,
keynesianos como Krugman o Gallbraith vienen insistiendo desesperadamente señalando
la importancia de romper el cerco político republicano y encarar medidas de
gasto más poderosas. Sin embargo, son varios los que ponen límites a la idea de
que EEUU no afrontará problemas de financiamiento. El problema de la deuda
norteamericana está estrechamente asociado al crónico déficit comercial de ese
país. En los últimos treinta años (y sobre todo desde mediados de los ’90
cuando el dólar se volvió una moneda muy fuerte en la relación de cambio con
otras divisas internacionales como el yen, la libra, el marco alemán y
posteriormente el euro) este desbalance en el comercio con el resto del mundo
comenzó a ser un factor de peso creciente sobre la economía norteamericana. Por
los niveles que ha alcanzado, sumado al importante déficit fiscal que ocasionaron
los recortes de impuestos a los ricos que hizo Bush en su primer año de
gobierno, este drenaje resta márgenes para manejar la política norteamericana
frente a la crisis. EEUU no sólo necesita financiar su gasto público, sino que
debe hacerlo apelando a la venta de bonos en el exterior. Por eso los
partidarios de la ortodoxia económica no dejan de señalar –a pesar de su anteojera neoclásica- algunos
aspectos ciertos. Es el caso de Barry Eichengreen en su artículo “Los déficit
norteamericanos futuros y fuera de control”, que señalan los límites para el
crecimiento continuo de la deuda norteamericana:
Dadas las bajas tasas de interés y la persistente debilidad
de la economía norteamericana, sería tentador para el gobierno de los EEUU
seguir manteniendo déficits y continuar emitiendo más deuda. En algún punto,
sin embargo, los inversores van a reconocer este comportamiento como el esquema
Ponzi (1) que es. Entonces comprenderán que las alternativas reales al acertijo
que entrentan los EEUU en última instancia se reducen a medidas para hacer caer
el valor real de la deuda, presublemente mediante inflación.
Esta perspectiva podría, para este economista, ocasionar una
reticencia a aumentar los activos de deuda norteamericana, aún antes de que se
verifique un sendero inflacionista. Más aún, “los inversores extranjeros
podrían directamente dejar de estar dispuestos a mantener títulos en dólares”,
vendiendo sus colocaciones. La conjugación de ambos movimientos podría
significar un rápido aumento de las tasas de interés. Pero además, esto podría
repercutir en el terreno comercial, golpeando aún más el rol del dólar en el
comercio mundial. “Anticipando una continua depreciación del dólar, los
residentes de otros países no verán motivo para arriesgarse valuando sus
exportaciones en dólares”. Finalmente, concluye: “si la historia sirve de guía,
este scenario se va a desarrollar no gradualmente, sino abruptamente.
Inversores previamente crédulos se levantarán una mañana y concluirán que la
situación está más allá de la salvación. Se apresurarán a salir. Las tasas de
interés en los EEUU se dispararán. El dólar caerá. Los EEUU sufrirán el tipo de
crisis que experimentó Europa en 2010, pero magnificada”. Por supuesto así como
Krugman minimiza el problema de la deuda para defender una política de mayor
gasto, este economista ensombrece las perspectivas y exagera los tiempos. Pero
el punto vale; el gobierno norteamericana, sin los apuros europeos, afronta sin
embargo una fuerte reducción de sus márgenes de acción producto de los pasivos
acumulados en el extranjero.
Este panorama sombrío explica que la bancarrota neoliberal
no haya podido significar más que una brevísima bienvenida a Keynes, a quien
los medios ya le cantan sus adioses. Europa se debate entre los la férrea disciplina
impuesta por Alemania, que con ciertos rasgos que emparentan a Merkel con los
“austríacos” del artículo de Financial Times, muestra una disposición a salvar
a la Europa de Maastrich, y a defender al Euro a fuerza de austeridad fiscal -o
hundirla en el camino- (y mirando con horror la perspectica de mayores
intervenciones del Banco Central que debiliten al Euro o masivos salvatajes a
las naciones en quiebra) y el populismo de extrema derecha. El Partido de la
Libertad en Países Bajos, los Auténticos Finlandeses, el Frente Nacional de Le
Pen en Francia y la Liga Norte en Italia son sólo algunos ejemplos. Apuntando
contra los acuerdos de la Unión Europea como causantes de la crisis, la
globalización, y los inmigrantes, bajo el calor de la crisis todas estas
alternativas empiezan a mostrar fuerza. La hostilidad hacia el islam vincula a
estas fuerzas con partes del movimiento del Tea Party en Estados Unidos.
¿Y si miramos al sur? ¿Podemos decir que emerge Keynes en
los emergentes? Un artículo reciente del The economist, “El ascenso del
Capitalismo de Estado”, resalta -en un modo interesadamente exagerado- que allí
esta surgiendo una “potente alternativa: el capitalismo de Estado, que busca
fusionar los poderes del Estado con los poderes del capitalismo. Depende del
gobierno seleccionar a los ganadores y promover el crecimiento económico. Pero
también utiliza las herramientas capitalistas tales como cotizar en bolsa las
compañías estatales y aceptar la globalización”. Para este artículo, esto está varios pasos
más allá de la experiencia alemana bajo Bismark en la década de 1870, o el
Japón desde 1950, tanto por la escala como por las “herramientas sofisticadas”
que utiliza. Para este reporte, países como Brasil, Rusia y China, donde
respectivamente la propiedad estatal en las empresas cotizantes en bolsa es de
38%, 62% y 80% respectivamente, “refleja el futuro más que el pasado” y se
trata del “más formidable adversario que el capitalismo liberal ha enfrentado
hasta ahora”, a pesar de que señala, con escepticismo que sus capacidades son
más dudosas “cuando se trata de innovar más que alcanzar, y corregirse cuando
ha tomado un rumbo equivocado”.
Sin embargo, indicar que acá está el futuro parece
exagerado. Por empezar, porque el éxito en buena parte de los casos reseñados
está asociado a las tendencias económicas globales que la crisis de 2007 ha
dañado severamente. No sólo porque muchos de ellos, como es el caso de China,
recibieron ingentes inversiones de las grandes multinacionales europeas,
norteamericanas y japonesas. Como ha ocurrido en la mayor parte de las
experiencias históricas, el “capitalismo de Estado” surge en estrecha
asociación al mercado mundial; ya sea apropiándose de rentas vinculadas a la
exportación de hidrocarburos o mercancías agrarias, o mediante la exportación
de manufacturas baratas sobre la base de una fuerza de trabajo superexplotada,
como es el caso de muchas naciones asiáticas. Cierto es que la bancarrota
liberal ha operado en todo el mundo como un “piedra libre”, dando argumentos
para la discrecionalidad estatal y desacreditanto los criterios de “disciplina”
comandada por “los mercados”. La propia crisis obligó también a un salto en los
niveles de intervención estatal en los países emergentes, para enfrentar la
caída de la demanda externa, aumentando el gasto público, los créditos a tasas
subsidiadas y la inversión pública en distintas áreas. Pero estos cambios se
inscribieron en una tendencia previa; los casos de “capitalismo de Estado”
reseñados por el artículo son un producto genuino del boom de la última década,
en casos como el de Brasil, o de los años neoliberales, en casos como el de
China. Otro punto sobre el que no debemos engañarnos: las defensas que las
naciones “emergentes” pudieron oponer frente a la crisis desde 2008, no son
producto de las virtudes de las políticas “anticíclicas” de los Estados
intervencionistas, sino básicamente el correlato del enorme déficit de la
economía norteamericana, que se tradujo en excedentes comerciales
-especialmente para las naciones asiáticas- que engrosaron las reservas de los
bancos centrales. Este crecimiento asiático liderado por las exportaciones
repercutió en las economías del Cono Sur americano, que también pudieron amasar
dólares de reservas que acolchonaron frente a la crisis, y que en muchos casos
por la vía de impuestos permitieron engordar al fisco y reproducir en pequeña
escala experiencias de “capitalismo de Estado”. Con las bajas perspectivas de
crecimiento en Europa y los EEUU, estos “capitalismos de Estado” estrechamente
asociados al crecimiento del mercado mundial enfrentarán fuertes disyuntivas.
En cierta medida, podemos decir que este embellecimiento de
las perspectivas sobre las naciones emergentes, es otro episodio de la “vuelta
de Keynes” que no se ha producido. Entiéndase: no decimos que el Estado no haya
realizado ni vaya a seguir realizando fuertes intervenciones económicas, y
mantener la administración de numerosas empresas. Cosas que -no nos engañemos-
aún en los momentos en que más ensordecedor fue el discurso neoliberal,
ocurrieron ampliamente en las últimas décadas2. Lo ilusorio es creer que estos
regímenes que se conformaron en una relación simbiótica con el capitalismo
liberal en el resto del mundo, pueden ser una alternativa, cabalgando las
contradicciones de la crisis en vez de ser arrastrados por ellas.
Mientras medios como el The economist se encandilan con
estas fusiones de Estado y mercado, cada día aumentan las señales de que las
turbulencias iniciadas en Wall Street en 2007/2008 no dejarán a resguardo a
ningún rincón del planeta. En el caso de China, las medidas tomadas desde 2008
para alimentar la demanda interna han generado numerosos efectos adversos, y la
manera de enfrentarlos genera discusiones cada día más tensas entre los
impulsores de distintas alternativas. Sobreinversión en infraestructura,
explosión del endeudamiento a nivel de los Estados, sobrevaluación de las
propiedades inmobiliarias, dificultades para crear un mercado solvente para los
sectores productivos orientados hacia el alicaído mercado mundial, inflación,
conflictividad laboral en las regiones del Este, donde la fuerza de trabajo es
más costosa, y conflictos con las poblaciones agrarias desplazadas, son algunos
de los puntos más complejos. Por eso, allí también “los debates políticos en
China sobre la función del Estado en la reflación de la economía también
enfrentaban a los hayekianos contra los keynesianos”. Lo que se ha visto en los
últimos meses, es que el Gobierno ya ha tomado medidas para enfriar el envión
de la economía. La restricción a los créditos es el mejor ejemplo del deseo de
las autoridades chinas de ir pisando el freno. La inflación pasó del 1,5% en
enero de 2010 a 6,5% en julio de 2011. Descendió a 4,1% en diciembre, lo cual
está asociado a otras señales de desaceleración económica. Y planea la sombra
de una probable caída del mercado inmobiliario.
Todos estos reacomodamientos “posneoliberales” tienen como
raíz común la crisis, pero en la mayoría de los casos se trata de instancias en
tránsito. Entendida la crisis como un proceso orgánico, catalizador de las
contradicciones que caracterizaron la acumulación de capital durante la
restauración burguesa, y no como una seguidilla de “episodios” disociados como
tienden a hacer algunos análisis pretendidamente marxistas (como Rolando
Astarita, quien cerró la crisis de 2008 con la declaración oficial de salida de
la recesión, como si en ese mismo momento no fuera ya evidente que las medidas
tomadas para sacar la economía de la depresión no atacaron las cuestiones de
fondo, y generaron además nuevos problemas, que un análisis de las perspectivas
debía problematizar aunque en lo inmediato pudiera reconocerse la salida de la
recesión en EE.UU.) podemos entender por qué su desarrollo deja en el camino
las alternativas que abrigan la esperanza de conciliar las contradicciones
mediante la acción estatal. Esta idea, compartida por los que Financial Times
define como “socialdemócratas-keynesianos” y por los “capitalistas de Estado”
de The economist, cada vez encuentra menos resquicios para afirmarse, en una
crisis que preanuncia para 2012 una nueva caída económica global, igual o peor
que en 2008. Un punto común que unió a estas políticas, fue la idea de había
que “pasar el chubasco”, tomar medidas de contención para volver a crecer como
en los tiempos previos a la crisis.
En las antípodas, Alemania busca llevar a la Europa de los
26 (sin Gran Bretaña) por el camino de la austeridad, en la expectativa de que
esta reestructuración -cuyo principal blanco de ataque son las conquistas obreras
y remanentes del “Estado benefactor”- pueda mejorar el panorama de Europa en
relación a los polos competidores. Las iniciativas impulsadas, como una
ampliación del tratado de Maastrich que extienda la disciplina fiscal a los
países de la Unión que no estaban en la zona Euro (con la autoexclusión de
Inglaterra), buscan profundizar la cohesión y la integración, y en lo inmediato
han creado condiciones para una mayor intervención del Banco Central Europeo
comprando deuda de los países e inyectando liquidez a los bancos. Sin embargo,
con la profundización de la depresión económica en las naciones más
comprometidas, las medidas de austeridad podrían tener un efecto contrario al
esperado, impidiendo cerrar las cuentas, empujando a esos países a la quiebra y
amenazando por lo tanto la integración europea. Podría terminar entonces como
una gran aventura con consecuencias catastróficas.
El resultado es que la gestión de la crisis, que los
capitalistas y sus representantes gubernamentales pueden seguir intentando
gracias a que las respuestas obreras y populares no han logrado desbaratar los
ataques capitalistas (en lo cual el peso de direcciones sindicales
conciliadoras tiene una responsabilidad de primer orden), se encuentra enredada
en un laberinto, sin ninguna estrategia sencilla que pueda prometer éxito. En
este entuerto, se hace también cada vez más difícil de sostener las iniciativas
coordinadas. Si muchos se ilusionaron con “un nuevo gobierno mundial” del G-20
para mantener iniciativas coordinadas, lo que allí se discute es cada vez menos
relevante. El avance de los populismos de derecha es una de las amenazas más
visibles para las relaciones económicas internacionales. Pero esta avanzada se
ve fortalecida por la recurrente comprobación de que es poco lo que la
“coordinación” puede ofrecer. Cuando se trata de barajar y dar de nuevo, de reestructurar la economía global -eso es
lo que pone en juego esta crisis histórica- no hay manera de arbitrar
pacíficamente quien gana y quien pierde. El camino hacia la autarquía, el
proteccionismo, y con ellos las tensiones geopolíticas más agudas, está
pavimentado. Contrariamente a la idea todavía dominante en varios ámbitos (Ver
por ejemplo Claudio Katz, Bajo el imperio del capital, Luxemburg, Buenos Aires,
diciembre de 2011) la integración creciente del espacio económico mundial, hace
más, y no menos ríspidas las tensiones entre los actores. Esto puede permanecer
relativamente velado en un contexto de expansión y donde las fracciones del
capital se cohesionan contra el trabajo y los sectores populares. Pero una
crisis histórica como la que estamos viviendo, que plantea como necesidad
cambios profundos en las relaciones internacionales (y un seguro “downsizing”
del rol norteamericano en el mundo) tiende a ponerlo en el centro de la escena.
Desde el punto de vista estratégico, entonces, todos los
intentos de intervenir desde el Estado para poner razón en la irracionalidad
característica de este modo de producción, están destinados al fracaso. Por
eso, podemos decir, que es Marx y no Keynes quien regresa. Estamos presenciando
una nueva comprobación de que los planteos de tipo keynesiano no son una
alternativa a la barbarie del capital, sino apenas una de las herramientas en
su arsenal. Marx pone de relieve un conjunto de contradicciones que
caracterizan el desenvolvimiento del modo de producción capitalista, entre las
que se destacan aquella se se produce entre la socialización creciente de las
fuerzas productivas y apropiación privada de los frutos de la producción; entre
el afán capitalista de producir como si un hubiera límite para acrecentar la
ganancia y la base estrecha para la realización de las mercancías que imponen
las relaciones de producción capitalistas; entre la presión competitiva que
lleva a los capitalistas a reemplazar trabajo vivo por maquinaria, y el
resultado al que conduce esto a nivel agregado, que es la reducción de la tasa
de ganancia. Ese conjunto de contradicciones desplegadas a lo largo de El
capital, explican por qué la crisis y sus consecuencias para los explotados son
un resultado necesario de este modo de producción, y que sólo pueden superarse
aboliendo la causa de origen: las relaciones de producción capitalistas, la
separación entre sujeto y objeto del trabajo que se impone con la propiedad privada
de los medios de producción y la transformación de la fuerza de trabajo en una
mercancía sometida al comando del capital.
El capitalismo afronta su mayor crisis de legitimidad desde
los años ’30. La bancarrota ideológica es de tal magnitud que hasta las elites
financieras llegan a cuestionar la eficacia del capitalismo, como hemos visto
en el Foro de Davos. El propio fundador del Foro Económico Mundial, Klaus
Schwab, sostuvo que “el sistema capitalista en su forma actual no encaja en el
mundo de ahora”.
Que entre las cuatro tendencias surgidas de la debacle de la
ideología neoliberal un medio como Financial Times identifique un sector
anticapitalista-socialista, es indicativo del descontento que empieza a generar
en millones en todo el mundo, las alternativas que presenta este sistema a los
explotados. Si 2010 se inició con la primavera árabe, que muestra especialmente
en los procesos revolucionario de Egipto y Tunez un importante vigor a pesar de
los intentos de contenerla y desviarla, durante este año hemos visto la
emergencia de los indignados en el Estado Español, cuyo ejemplo fue retomado en
otros países, y Occupy Wall Street. También se puede ver en Grecia un fuerte
crecimiento en la intención de voto a los partidos de izquierda
anticapitalista.
Por supuesto, esta constatación no debe llevarnos a ninguna
conclusión facilista. Estos movimientos empiezan a poner de relieve que amplios
sectores empiezan a considerar insoportable vivir bajo el capitalismo, pero no
marcan aún una perspectiva de sociedad alternativa. La burguesía, en cambio, no
vacila: va a defender al capitalismo con el mayor empeño, llevándonos a una
lucha despiada, imponiendo donde sea necesario dictaduras fascistas y
dirimiendo sus disputas con nuevas matanzas imperialistas, precedidas por las
querellas económicas cuyos primeros esbozos hemos visto en los últimos años,
con la “guerra de divisas” y otros escarceos de “baja intensidad”. La
disyuntiva “revolución socialista o barbarie capitalista” promete adquirir
contornos dramáticos.
La construcción de alternativas afronta el desafío de
superar el peso de la frustración que significó la degeneración de los Estados
obreros y la caída de la URSS y de las derrotas sufridas durante las últimas
décadas de ofensiva capitalista bajo la restauración burguesa. En los últimos
años vimos también el rumbo liquidador de numerosas organizaciones centristas,
que organizaron partidos amplios anticapitalistas (como el NPA en Francia,
Refundazione Comunista en Italia y el PSOL en Brasil), que significaron un
“grado 0” de estrategia revolucionaria, y el abandono de las lecciones
estratégicas que había dejado más de ciento cincuenta años de lucha obrera por
la revolución y el socialismo. Y que dejaron a estas organizaciones en la
impotencia para responder a los ataques capitalistas, lo que explica su debacle
frente a la crisis.
La única salida progresiva a esta crisis desde el punto de
vista de los explotados puede pasar por una revolución obrera y socialista que
nacionalice los recursos centrales de la economía para planificarlos
democráticamente en función de satisfacer el conjunto de las necesidades
humanas. Una planificación democrática sobre la base la base a una democracia de los consejos de
trabajadores, superior a cualquiera de las formas políticas que existieron
hasta ahora, que permitirá la deliberación y decisión de las más amplias masas
en la determinación de su propio destino, abriendo lugar a las condiciones para
la más amplia independencia y creatividad del hombre. Todo lo contrario de un
régimen burocrático y totalitario, como aquel en el que degeneró la Unión
Soviética. Sólo si la clase obrera acaudilla al conjunto de los explotados para
avanzar en esta perspectiva podremos derrotar las variantes reaccionarias de
salida a la crisis que hoy adelantan las ideologías y programas desplegados por
la burguesía que señalamos más arriba. Es para luchar por esto que hace falta
construir partidos revolucionarios y la reconstrucción de la IV Internacional.
Nota
(1) El esquema Ponzi es una operación fraudulenta de
inversión que implica el pago de intereses a los inversionistas de su propio
dinero invertido o del dinero de nuevos inversionistas. Esta estafa consiste en
un proceso en el que las ganancias que obtienen los primeros inversionistas son
generadas gracias al dinero aportado por ellos mismos o por otros nuevos
inversores que caen engañados por las promesas de obtener, en algunos casos,
grandes beneficios. El sistema sólo funciona si crece la cantidad de nuevas
víctimas.
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