I. ¿Fue la revolución rusa de octubre de 1917 una utopía? Los
contemporáneos de aquella revolución tuvieron tres respuestas diferentes para
esta pregunta.
La primera respuesta dice: sí, fue una utopía en el sentido
peyorativo de la palabra; fue desde el principio una fantasía, una ilusión,
porque socialismo es sinónimo de abundancia, de gran desarrollo de la industria
y de las fuerzas productivas en general, y la Rusia de entonces, el topos en el
que se pretendía construir el socialismo, era un país económica y culturalmente
atrasado (por lo menos en comparación con la Europa occidental de la época).
Según esto, los bolcheviques soñaban despiertos. Tal fue la respuesta de la
mayoría de los teóricos marxistas de la socialdemocracia alemana de entonces.
La segunda respuesta dice: sí, fue una utopía, aunque en el
sentido positivo de la palabra; fue una aproximación al topos bueno, el intento
de realización (parcial e imperfecta) de un ideal, el ideal socialista, en las
condiciones históricas dadas y, en ese sentido, una utopía concreta,
apreciable. Esta fue la respuesta de todas aquellas personas que pensaban que
el espíritu de utopía es consustancial al movimiento revolucionario y al ideal
emancipador o liberador.
La tercera respuesta dice: no, no fue una utopía; no fue una
utopía en la acepción positiva de la palabra porque los sujetos que hicieron la
revolución no querían tener nada que ver con utopías en el sentido de las
fantasías y las ensoñaciones; y tampoco fue una utopía en la acepción negativa
de la palabra porque, aunque la revolución no cumplía con los requisitos
teóricos establecidos para la construcción del socialismo, los hombres y
mujeres que la hicieron tenían la voluntad de poner las condiciones para hacer
posible el topos bueno, la sociedad socialista. Esta respuesta fue la de
Antonio Gramsci en 1918.
El debate que produjo la contestación a aquella pregunta ha
llegado hasta nuestros días. Y este debate es, entre otras cosas, un episodio
significativo de lo que valen las palabras, de lo que cuenta en la historia
quién y cómo las usa y de la importancia que tiene reconstruir el concepto
cuando una palabra, en este caso la palabra "utopía", ha quedado
deshonrada. Vistas las cosas desde hoy, la tercera respuesta, la de Gramsci,
es, sin duda, la más aguda de las respuestas que se dieron entonces a la
pregunta. Para juzgar las cosas así importa poco que la revolución de 1917
acabara derrotada y que Gramsci haya sido un perdedor, un revolucionario sin
revolución. Al fin y al cabo las pocas cosas de verdad importantes que se han
dicho o escrito sobre estos asuntos las han escrito perdedores: de Platón a
More, de Savonarola a Bloch, de Maquiavelo a Walter Benjamin y de Bartolomé de
las Casas a Mariátegui y Guevara.
II. La respuesta de Gramsci suena un tanto paradójica. Se puede
resumir así: la revolución rusa fue a la vez una revolución contra el capital
(o sea, una revolución anticapitalista) y contra El capital (o sea, una
revolución contra el libro célebre de Carlos Marx). Y, siendo las dos cosas al
mismo tiempo, no tiene por qué considerarse, sin embargo, como una utopía.
¿Cómo se come eso? Para entenderlo bien hay que probar a invertir el sentido corriente
de las grandes palabras (utopía, orden social, socialismo), que están
degradadas por el uso y el abuso, y recuperar el concepto auténtico que
recubren. Esto obliga siempre a pensar por cuenta propia, con la propia cabeza,
no sólo cuando se está en una determinada tradición (la socialista en este
caso) sino incluso cuando se está en un partido político (el socialista o
socialdemócrata que se quiere comunista, en su caso).
Hacia 1918-1919 Gramsci era un joven socialista
revolucionario impresionado por lo ocurrido en Rusia. Ni más ni menos como
tantos otros revolucionarios de entonces (socialistas, anarquistas, comunistas,
libertarios e incluso liberales): como Lukács y Pestaña, como Pannekoek y De
Leon, como Karl Korsch y Piero Gobetti. Pero aquel joven Gramsci no era un
marxista típico: no era un marxista de manual, ni de libro, ni académico. No
sabía tanto de Marx como Lenin, Kautsky, Trotsky o Rosa Luxemburg. Era un
filólogo, pero no un marxólogo. Sabía de historia, pero no era un materialista
histórico propiamente dicho. Daba mucha importancia a lo económico en el
quehacer de los hombres en sociedad, pero no era determinista. Y daba tanta
importancia a la voluntad y a la subjetividad en la historia que, oyéndole
hablar, parecía de una tribu distinta a la de los marxistas del momento.
La interpretación gramsciana de la revolución rusa como una
rebelión, tan inevitable como voluntarista, que, contra las apariencias, entra
en conflicto con las previsiones del primer volumen de El capital, fue en su momento
tan atípica como sugerente. Gramsci ha sido uno de los primeros socialistas en
darse cuenta de la dimensión del problema político-social implicado por una
situación muy nueva en la historia de la humanidad, a saber: la situación de un
proletariado que era minoritario en el conjunto de la sociedad rusa, que en
1917 no tenía apenas nada que llevarse a la boca y que, sin embargo, resultó
ser hegemónico, en un océano de campesinos, durante el proceso revolucionario
propiciado por la guerra mundial; la situación paradójica, en suma, de una
clase social que nada tiene, excepto -nominalmente- el poder político.
Gramsci adopta un punto de vista original: niega que haya
leyes históricas con carácter absoluto; se opone a la aplicación de esquemas
genéricos, muy abstractos (tomados de la interpretación del desarrollo normal
de la actividad económica y política del mundo occidental) a la historia de
Rusia; postula que todo fenómeno histórico tiene carácter individual o
particular y que, por tanto, tiene que ser estudiado en su concreción; afirma
que el desarrollo histórico se rige por el ritmo de la libertad; y acaba
poniendo en primer plano el papel de la psicología, de la voluntad, de la
subjetividad de los individuos que actúan desde y ante la necesidad particular.
Rebate así Gramsci la opinión de que la revolución en curso tenga que ser
considerada como una utopía.
Observa Gramsci que la intención de cambiar el mundo de
base, de transformarlo en un sentido igualitario, socialista, tal como se
expresa en el canto de La Internacional, suele identificarse vulgarmente con la
utopía. La palabra degeneró, quedó deshonrada, a partir del momento en que se
impuso el punto de vista según el cual toda propuesta de transformación, de
cambio radical del mundo capitalista en que vivimos, es utópica, es una utopía,
una ensoñación, ilusión irrealizable. Pero Gramsci distingue entre el sentido
histórico que tuvo la utopía desde el Renacimiento y, sobre todo, en el siglo
XIX, y el uso contemporáneo, ya habitual en el siglo XX, de la palabra.
Históricamente con la utopía se quería proyectar en el futuro un fundamento del
orden nuevo que quitara a los de abajo, a los pobres y proletarios que querían
cambiar el mundo, la impresión de salto en el vacío. Este es lado bueno de las
utopías históricas.
Pero lo que hace utópica en un sentido negativo o peyorativo
-argumenta Gramsci- la aspiración al ideal de un orden nuevo no es la
afirmación del principio moral (igualitario) que conlleva esta aspiración, sino
el detalle sobre lo que debe ser la ciudad ideal, sobre la sociedad del futuro.
La verdadera utopía negativa es la pretensión de que, para anticipar el orden
nuevo, hay que basarse en una infinidad de hechos, en lugar de basarse en un
solo principio moral, en función del cual luego se actúa. Lo que hace del ideal
una utopía es, para Gramsci, la pretensión de calcular lo incalculable, de
prever más de lo que razonablemente el hombre puede prever tratándose del
futuro. Algo parecido había escrito el anarquista ruso Piotr Kropotkin: "Es
imposible legislar para el futuro. Todo lo que podemos hacer con respecto al
porvenir es precisar vagamente las tendencias esenciales y despejar el camino
para su mejor y más rápido desenvolvimiento".
El defecto de las utopías, que Gramsci llama
"orgánico", o sea, sustantivo, estriba íntegramente en esto: en creer
que la previsión puede serlo de hechos, cuando lo razonable es pensar que en
cuestiones sociopolíticas y socioculturales la prognosis, la anticipación, sólo
puede serlo de principios o de máximas jurídicas. Las máximas jurídicas (el
derecho, el ius, es, para Gramsci, la moral actuada, en acto) son creación de
la voluntad de los hombres. Si se quiere dar a esa voluntad colectiva una
dirección determinada, hay que proponerse como meta lo único que razonablemente
puede serlo; pues en otro caso se cae en el detallismo, y el exceso de detalle
anticipado sobre la organización del futuro, después de un primer entusiasmo,
hace que las voluntades se ajen, se disipen, que la voluntad individual y
colectiva decaiga y que lo que fue entusiasmo inicial se convierta en mera
ilusión o en desilusión escéptica o pesimista.
Esta manera de ver las cosas supone una inversión de lo que
el realista cree habitualmente. Este tiende a pensar que la aspiración
declarada a un orden nuevo será tanto más utópica cuanto más genérica y de
principios porque la afirmación de principios deja muchos cabos sueltos acerca
de qué ha de ser en concreto la sociedad del futuro. Gramsci, en cambio,
mantiene que la aspiración al socialismo se degrada y se convierte en (mala)
utopía cuanto más intentemos detallar cómo funcionará esa sociedad del futuro:
a más detalle más degradación de la aspiración.
Reflexionando sobre el significado de la revolución rusa
Gramsci descubre el Escila y Caribdis de la utopía. Scila: la conversión del
ideal en programa detalladísimo para el futuro a partir de la consideración (en
principio razonable) de que si no se perfila con todo detenimiento y concreción
cómo serán la ciudad y la sociedad del futuro los que tienen que cambiar la
sociedad presente no se moverán porque les parecerá que no hay garantías y se
resignarán. Caribdis: presumir de que es posible pasar definitivamente de la
utopía a la ciencia, imaginar una ciencia superior a la que se da el nombre de
"socialismo científico" y concluir, de manera determinista, que la
buena aplicación del método que funda esta ciencia tiene que conducir a la
sociedad armónica, regulada, socialista, con la consideración (razonable
también) de que los hombres no van a cambiar el mundo fantaseando sobre el
futuro sino conociendo las leyes de la historia como se conocen las leyes de la
naturaleza.
III. Esta reflexión de Gramsci deja abierto un problema
interesantísimo que ha llegado hasta nuestros días y del que hay un eco más
reciente en la oposición entre el principio esperanza de Ernst Bloch y el
principio de responsabilidad de Hans Jonas. El problema se puede formular así:
¿hasta dónde se puede concretar y precisar en la anticipación del orden nuevo
cuando se ha llegado a la conclusión de que la mera afirmación del reino de
libertad como principio es tan utópico (en el sentido negativo) como utópica es
la pretensión de prefigurar en detalle lo que será la sociedad futura? ¿Puede
la buena utopía, la utopía concreta que no quiere verse reducida a ensoñación,
ilusión o fantasía, afirmar algo más que lo que Gramsci llamaba principios o
máximas jurídico-morales y Kropotkin "precisar vagamente las tendencias
esenciales"? O planteado de otra manera: ¿es posible escapar al Escila y
Caribdis de la utopía por la vía de una futurología que no sea utópica en el
sentido peyorativo de la palabra? ¿Lo ha intentado realmente el pensamiento
socialista?
La respuesta a esta otra pregunta tiene que ser: sí, lo ha
intentado. Y lo sigue intentando. Ese intento consiste en precisar por la vía
negativa. O sea: no diciendo "el socialismo será así y así", sino
diciendo más bien: "el socialismo no podrá ser así y así" porque
quererlo sería tanto como: a) rebasar las capacidades humanas, o b) entrar en
contradicción con los principios jurídico-morales que nos proponemos plasmar.
Por esa vía negativa el pensamiento socialista acaba encontrándose con
Maquiavelo: "Conocer los caminos que conducen al infierno para
evitarlos".
Ya los clásicos del socialismo fueron algo más allá de los
principios jurídico-morales. Precisaron, por ejemplo, al hablar del trabajo,
que el socialismo no aspira a superar toda división del trabajo ( puesto que
hay una división técnica del mismo que es condición sustantiva para la
producción de riqueza), sino precisamente ese tipo de división social fija que
hace que los hijos y los nietos de los trabajadores manuales sigan siendo
trabajadores manuales mientras que los hijos y los nietos de los empresarios,
funcionarios e intelectuales sigan disfrutando de los privilegios de sus
antepasados.
Precisaron, por ejemplo, al hablar de la distribución en la
futura sociedad de iguales, que el socialismo no aspira a repartir entre los
trabajadores el fruto íntegro de su trabajo, porque del producto social total
habrá que deducir fondos para la reposición de los medios de producción
consumidos, fondos para la ampliación de la producción y proveer, entre otras
cosas, un fondo de reserva contra accidentes y perturbaciones debidas a
fenómenos naturales cuya cantidad no se puede calcular con criterios de
justicia sino, a lo sumo, según el cálculo de probabilidades.
Precisaron, por ejemplo, al hablar del producto que habrá
que destinar al consumo antes de llegar al reparto individual, que, aunque se
simplifique drásticamente el aparato burocrático y aún aspirando a ello, se
deben tener en cuenta los costes generales de la administración, lo que hay que
dedicar a escuelas, a la sanidad y a otras necesidades sociales como las de los
impedidos, inválidos e imposibilitados que en las sociedades anteriores han ido
a cargo de la beneficencia.
Precisaron, por ejemplo, cómo pagar al trabajador en una
sociedad socialista cuando se ha establecido ya el control social de la
producción, a saber: mediante un vale que certificaría lo que el trabajador ha
aportado, deduciendo en él lo que aporta al fondo colectivo; vale con el que el
trabajador individual podrá obtener de los depósitos sociales de bienes de
consumo una cantidad que cuesta lo mismo que su trabajo (en el sentido de que
es equivalente).
Precisaron, por ejemplo, que siendo el trabajo el criterio
principal por el que ha de regirse el derecho en la sociedad socialista, la
concreción de la igualdad, más allá de las abstracciones, tiene que tener en
cuenta las diferencias de aptitudes, capacidades y situaciones de los
ciudadanos trabajadores, por lo que habrá que introducir algún tipo de
discriminación, o sea, de derecho de la desigualdad, en esto caso positiva,
para favorecer a los que estén en peor situación de partida.
Y si se quiere seguir hablando de socialismo en serio, sin
perder el espíritu positivo de la vieja utopía, habrá que seguir precisando en
esa línea. Precisando sobre lo que, racional y plausiblemente, no puede ser.
Esa es la vía que, con el tiempo, condujo a la nueva utopía, a la utopía
rojiverde, al socialismo ecológicamente fundamentado. Y esa es, en mi opinión,
la única vía que permite juntar utopía y ciencia sin que las dos palabras se
peguen entre ellas ni caer en un cientificismo en el que no puede creer hoy en
día ningún aspirante a científico social que se precie.
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