
Álvaro Cuadra
Especial para Gramscimanía |
Tras el asalto al poder, los militares golpistas iniciaron una tarea de limpieza que comenzó por el lenguaje. No se trataba de un cruento “golpe de estado” sino de un “pronunciamiento militar”, como si con tal eufemismo se pudiera lavar la sangre salpicada en las calles de Chile. Suele ocurrir que cuanto más deleznable es un acto, tanto más se le reviste de una interesada retórica que esconda su naturaleza. De este modo, cada documento y declaración de Augusto Pinochet adquirió el tono formal y mercurial como una manera de legitimar la ignominia.
Durante
diecisiete años, los chilenos no solo fuimos rehenes por las armas sino, y
principalmente, fuimos prisioneros del lenguaje. El nuevo poder se apropió del
habla e impuso el silencio ante cualquier disidencia. Si toda dictadura se
define como un gobierno que impone su autoridad violando la legislación
anteriormente vigente, la dictadura del lenguaje puede entenderse como una
regimentación simbólica que legitima en los signos una autoridad de facto. Por
ello, toda dictadura vigila el lenguaje, lo administra y lo censura.
Cuando
en el presente se plantea la dicotomía entre los términos “dictadura” y
“régimen militar”, lo que está en juego es, justamente, la dictadura del
lenguaje. Después de más de veinte años del llamado retorno a la democracia, la
sociedad chilena sigue sometida no solo a la institucionalidad política y
económica engendradas durante la dictadura sino, y muy especialmente, sigue
sometida a la dictadura de los signos, verdadera “diglosia” en que la verdad es
mentira y la mentira es verdad.
Se
ha obligado a los chilenos a aceptar que la palabra “democracia”, por ejemplo,
es la colusión naturalizada de poderes fácticos y políticos oportunistas, de la
misma manera como aceptamos que el “desarrollo del país” no es otra cosa que el
lucro y la codicia de los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros.
La dictadura del lenguaje, es la alquimia perversa que prolonga simbólicamente
el poder de los poderosos. Así, asistimos en nuestro país a la paradoja según
la cual cualquier demanda social o reclamo democrático se convierte de
inmediato en una amenaza a la misma democracia. La dictadura del lenguaje no es
otra cosa que el lenguaje de la dictadura en un presente que aspira a la
democracia.