
Nicolás González
Varela
¿Es necesario vigilar las lecturas de los dictadores?
Habitualmente se les exige no confesarlas. Esto es en cierto sentido
perjudicial, pues el conocimiento primero de que leen y en segundo lugar qué es
lo que leen facilitaría a menudo explicarnos lo que dicen y hacen. A veces un
capricho sorprendente, un guiño en un discurso, un dejo retórico conocido, un
acento ideológico nos hace sospechar que, sin prevenir, está retomando la
palabra de otro. Al ser transpuesta, transmutada, la lectura se convierte en un
eco quebrado, en un enigma indescifrable. El enigma de la fórmulas sólo puede
despejarse si conocemos la materia de la piedra filosofal. Tenemos varios
prejuicios a la hora de imaginarnos a los dictadores en pantuflas tomando un
libro de la biblioteca y gozando de lectura profunda. El primero es que como
mecanismo de reducción de la disonancia que se produce en nuestras mentes, es
mejor engañarnos y sostener que los dictadores más déspotas, totalitarios y
sangrientos son incultos o ágrafos. Nos da la tranquilidad bienpensante que las
dictaduras son abortos antinaturales de la sociedad, desviaciones históricas o
dérapages aberrantes. En segundo lugar para nuestra ideología humanista
occidental es impensable que un dictador (o cualquier asesino político de masas)
sea una persona culta y erudita: como en el caso de los nazis tendemos a creer
que la alta cultura es un antídoto absoluto contra la barbarie. Los monstruos
no leen. En realidad una hipoteca no reconocida del iluminismo tardío. La
barbarie repudia la cultura y viceversa. Pero nada es más falso.