
José Manuel Rambla
Estos días el mundo
científico anda revolucionado, o al menos así se encargan de subrayarlo los
medios de comunicación ávidos de cualquier noticia que no sea el desplome
bursátil. La responsabilidad la tienen unas extravagantes partículas
denominadas neutrinos cuya principal virtud parece residir en su capacidad de
superar en unos nanosegundos a los fotones y su velocidad de la luz, según la
aparentemente absurda carrera a la que ambos elementos son sometidos en unos
laboratorios ubicados en el subsuelo de los Apeninos. Este experimento,
aseguran los científicos, podría llegar a cuestionar las tesis de Einstein,
como si a estas alturas aún necesitáramos saber que todas las teorías en esta
vida son relativas, incluidas incluso la de la relatividad.
En cualquier caso, esta
obsesión del hombre por la relación entre el movimiento y el tiempo no es
nueva. Su antigüedad ya quedó reflejada en ese viejo aforismo español empeñado
en relacionar la velocidad y el tocino con el que la sabiduría popular supo
reflejar el sinsentido de algunas comparaciones. Menos vistosos que los grandes
descubrimientos científicos de bata blanca y fórmula matemática, pero básicos
para comprender el mundo que nos rodea, fueron en este sentido los
planteamientos del historiador Fernand Braudel sobre las distintas duraciones
del tiempo histórico, ese que se empeña en ir compaginando las frecuencias más
fugaces con aquellos otros ritmos geológicos de exasperante lentitud.