“Todo lo echaste por la borda: libertad, respeto a la verdad, liberación de la esclavitud económica, pensamiento metódico y constructivo. Y sólo la infeliz elección de una palabra, aunque bien intencionada, te cayó en gracia: ¡Dictadura!”: Wilhelm Reich, Escucha pequeño hombrecito
“Sin perder los ideales, sin perderlos, / me sentí como Adán cuando, expulsado, / no pudo retener del paraíso / sino tan sólo el cuerpo de su amada.”: Enrique González Rojo, El Hereje
Miguelángel Díaz Monges
Entre mis muy parcos aprendizajes durante mis estudios de filosofía se cuenta que titularse en dicha disciplina es cosa tan distante a ser filósofo como licenciarse en letras dista de ser escritor. Todo mundo debería saber, pero no aspiro a que sea así, que filosofía significa amor al conocimiento. Con esa base vale decir que Adolfo Sánchez Vázquez fue un verdadero filósofo.
Discípulo de Ortega y Gasset, durante una juventud demasiado temprana para alcanzar claridad y definición, rompería con él respetuosamente al inclinarse por Hegel y Marx principalmente; pero la ruptura no es tan radical como pretenden las lecturas más ramplonas, pues Sánchez Vázquez abrazó un marxismo humanista que se niega a anular al individuo pensante en pro del bienestar común, mismo que depende –precisamente– del pensamiento y –sobre todo– la praxis individual, por lo que no debe ser limitado y no puede ser anulado. Conservó ciertos principios del Perspectivismo de Gasset y la idea de la circunstancia, entendida como la filosofía a comprender si se quiere comprender la individualidad. Compartió con él y otros filósofos del 98 español el pesimismo humanista que haría de esa etapa del pensamiento ibérico una oscura enmienda quijotesca de la centenaria práctica de combatir molinos. No creo caer en el disparate al afirmar que veía en el idealismo una fuente nutritiva para el materialismo de un marxismo donde la praxis era lo fundamental, pero la praxis movida por la idea, el pensamiento, la reflexión filosófica.