
Silvina Friera
Cuatro escritores argentinos –Edgardo Cozarinsky, Sylvia Molloy, Juan José Becerra y Guillermo Martínez– aceptan el convite de revisar el inventario borgeano, rehuyendo tanto la monumentalización complaciente como la estampita escolar.
El apellido de un escritor puede evocar una beatitud inaccesible o ser sinónimo de una autoridad reverencial hasta la náusea. La obra, en cambio, flirtea con un porvenir cuyo engranaje se va articulando al andar de las sucesivas lecturas. A 25 años de su muerte, Borges a secas –como si en el camino se hubiera despojado del acaso barroco o folletinesco Jorge Luis– cifra un puñado de coordenadas móviles y moldea una autonomía literaria abierta a las múltiples miradas de los lectores. Más allá de la saturación, la repetición y hasta la deliberada pereza intelectual por reproducir un libreto que condenaría al museo textual las mejores páginas del autor de Otras inquisiciones, cuatro escritores aceptan el convite de revisar el inventario borgeano, rehuyendo la monumentalización complaciente y la estampita escolar. Desde un umbral de cierta “incorrección” pertinente para conjurar “la placa bruñida”, Sylvia Molloy sugiere aprender a ver a Borges como veía Pierre Menard a Cervantes: como un escritor “contingente”, “innecesario”, para volver a leerlo. Edgardo Cozarinsky repara en un único texto desperdigado “en innumerables fragmentos contradictorios”, que solos no representan la complejidad de una obra. Juan José Becerra plantea la existencia de “literaturas autónomas” que quizás hayan surgido de la onda expansiva de Borges, como las de Ricardo Piglia y César Aira, para convertirse en “otra cosa”. Guillermo Martínez rechaza las simplificaciones académicas que postulan a un Borges como organizador o divisor de aguas del canon y propone rescatar un puñado de lecciones que no deberían perderse de vista, como la precisión, el papel de la corrección, la búsqueda del adjetivo certero y la ambición de llegar a una forma “última y perfecta”. “Esto, señor, es una digresión”