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Vista de El Cairo |
María Vacas Sentís
Hace poco visité Egipto como turista convencional, justo una semana antes de las elecciones parlamentarias de noviembre, cuyos resultados serían amañados por enésima vez a mayor gloria del faraón Mubarak. Allí me alojé en sus hoteles de cinco estrellas de camas algodonosas y balcones con vistas al Nilo, viajé al amanecer hacia los templos de Abu Simbel en una guagua escoltada por el Ejército (tras el atentado terrorista de 1997 protegen con mimo la seguridad del sector que les aporta un diez por ciento del PIB), fotografié mil veces la tremenda desmesura de las Pirámides, me conmoví con la calidez de los habitantes del poblado nubio y realicé el consabido crucero fluvial entre Luxor y Asuán. Allí rocé apenas los contornos de un país bellísimo y profundamente insatisfecho, cuyas gentes lo más que se atrevían a decir en petit comité era que Mubarak llevaba ya muchos años en el poder.