
Jorge Riechmann
El trabajo y la naturaleza no deben ser mercancías
Desde la Antigüedad han existido mercados de
bienes (severamente limitados con toda clase de medidas político-sociales);
pero bajo el capitalismo los mercados adquirieron cada vez más importancia, y
sobre todo se puso en marcha el proyecto utópico de un mercado global
autorregulador. Con la Revolución Industrial arrancó un expansivo
proceso de mercantilización que amenaza con extenderse a todos los factores de
la vida social y económica, con gravísimas consecuencias. La advertencia de
Karl Polanyi en La gran transformación, publicado hace casi setenta
años, debería seguir resonando en nuestros oídos:
“La idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica. Una institución como ésta no podía existir de forma duradera sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su ecosistema en un desierto.” [1]
El movimiento obrero sabe desde hace más de siglo y medio
que la fuerza de trabajo --indisociable de su soporte físico, el trabajador--
no puede ser una mercancía como las demás sin poner en peligro la vida y la
salud de los trabajadores. Ahora bien: de la misma forma, la naturaleza no
puede ser una mercancía como las demás sin poner en peligro la integridad
y la salud de la biosfera, la vida de la vida, de la cual nosotros (y las demás
especies que habitan nuestro planeta) dependemos absolutamente.
En el capítulo 6 de ese libro capital que es La gran
transformación Polanyi analiza los factores de producción –naturaleza,
trabajo y capital— en términos de fictitious commodities o
“seudomercancías”. En efecto, está claro que land, labour and money no
son mercancías producidas para ser intercambiadas en mercados, sino que por el
contrario constituyen prerrequisitos de la producción de mercancías que podrán
ser luego, si acaso, intercambiadas. Al tratarlas como seudomercancías, la
teoría económica dominante (el marginalismo neoclásico) deforma su propia
construcción teórica e induce graves daños. Pues “el trabajo no es ni más ni menos que los propios seres humanos que
forman la sociedad; y la tierra no es más que el medio natural donde cada
sociedad existe. Incluir al trabajo y a la tierra entre los mecanismos del
mercado supone subordinar a las leyes del mercado la sustancia misma de la
sociedad.” [2]
Ni el trabajo ni la naturaleza pueden mercantilizarse sin
perjuicio de los seres humanos y de la biosfera, para cuya supervivencia y
bienestar han de darse ciertas condiciones independientes de la economía. Pero
precisamente el capitalismo se caracteriza por mercantilizar los factores de
producción trabajo, naturaleza y capital.
Queremos una economía de mercado, pero no una sociedad de
mercado, decía hace algunos años el primer ministro francés Lionel Jospin
(también líder del Partido Socialista). Pero si el análisis de Polanyi en el
libro clásico que estamos citando resulta certero (y todo indica que es así),
entoncesuna economía de mercado tiende a moldear a la sociedad hasta
convertirla en una sociedad de mercado, vale decir, en una sociedad donde
la esfera económica del mercado autorregulador se ha separado
institucionalmente de la esfera política, y donde esta esfera o subsistema
económico prevalece –novum histórico absoluto--, sometiendo al conjunto de
la sociedad a sus exigencias. [3] Así como en
todas las sociedades no capitalistas las relaciones sociales engloban la
economía, la encauzan y la regulan, en la utopía capitalista del mercado total
sucede exactamente al revés. Hay que optar, entonces: o economía de mercado o
sociedad sostenible y democrática –con disyunción excluyente.
El fin de la economía no puede ser la eficiencia productiva
en abstracto (definida en función de los valores de cambio y la maximización
del beneficio privado), sino el bienestar de los seres humanos (que incluye en
primerísimo lugar la preservación de una biosfera habitable). Una economía que
en nombre de la eficiencia productiva dañe irreversiblemente a los seres
humanos y la biosfera constituye una perversión absoluta.
Por ello las condiciones de sustentabilidad ecológica y
las exigencias sociales de justicia tienen que operar como límites externos
para los mercados, independientes de los mercados. En general, la existencia de
límites ecológicos ha de traducirse en medidas de regulación y control. Lo que
estos límites vienen a decir es: hay cosas --muchas cosas-- que no deben
hacerse, aunque parezca exigirlas la miope "eficiencia económica" que
supuestamente resultaría del "libre juego de las fuerzas del
mercado".
Dicho de otra forma: ecologizar la economía exige poner
trabas al librecambio y la operación de los mercados, al poder del capital, a
la mercantilización del trabajo y de la naturaleza. Fernando de los Ríos dijo
en cierta ocasión: "si queremos hacer al hombre libre tenemos que hacer a
la economía esclava". Hoy podemos añadir: si queremos conservar el mundo,
si queremos detener la destrucción de la biosfera y los seres que la habitan,
tenemos que hacer a la economía esclava. Expresado en forma muy general, una
economía ecológica ha de superar el déficit de regulación en el
metabolismo entre sociedades industriales y biosfera que padecemos en la
actualidad.
Problema de diseño,
problema de escala y dinámica del capitalismo
En los primeros capítulos de mi libro Biomímesis señalé
cómo cabe rastrear las causas de la crisis ecológica sobre todo en dos
problemas: un problema de mal diseño de la tecnosfera (para el cual
propongo como “remedio” el principio de biomímesis) y un problema de excesiva
expansión de los sistemas humanos (frente al cual sugiero autocontención
bajo la forma del principio de gestión generalizada de la demanda) [4] . Ahora bien, cabe preguntarse si no
subyacerá a esos dos problemas (que sugerí llamásemos problema de diseño y
problema de escala) alguna causa más profunda. Creo efectivamente que es así:
que en la raíz de ambos problemas se encuentra la dinámica de
funcionamiento del capitalismo. De forma que habría que buscar la causa
fundamental de la crisis ecológica actual en el sometimiento de la
naturaleza a los imperativos de valorización del capital[5] .
(Por eso mismo, la razón ecológica es una de las principales razones del
anticapitalismo de comienzos del siglo XXI.)
En cuanto al mal diseño de la tecnosfera, podemos
indicar al menos cuatro fenómenos significativos. El primero es que las
dificultades del capitalismo para considerar la “racionalidad global” de los
procesos, y su tendencia a parcelarlos y dividirlos cada vez más (pues
ello es lo que permite a los “emprendedores” hallar nuevas fuentes de beneficio
en cada una de los nuevos subprocesos), es una potente y persistente causa
del mal encaje de los procesos productivos en la biosfera. El capitalismo
escinde los ecosistemas para que progrese la expansión del valor; en cambio,
una economía sostenible debería promover la integridad ecosistémica.
En segundo lugar: construir de forma generalizada
“ecosistemas industriales” de acuerdo con criterios biomiméticos, y seleccionar
tecnologías sometiéndolas a evaluación previa de impacto ambiental (y
social), exigiría un tipo de intervención deliberada y racional en la
organización de la producción que choca violentamente contra principios de
funcionamiento del sistema (señaladamente, contra la libertad del capitalista a
la hora de decidir sobre las inversiones). Por ejemplo, el rediseño de la
famosa fábrica suiza “Röhner Textil” con criterios biomiméticos llevó a
examinar unos ocho mil productos químicos de uso común en la industria textil
convencional, y de estos ocho mil sólo 38 pudieron conservarse (al aplicar
estándares de elevada compatibilidad con la salud humana y ambiental). [6] Parece claro que si esto pretendiese generalizarse
como iniciativa pública, en lugar de tratarse de una –rara— autorrestricción
empresarial privada, los clamores en defensa de la libertad de empresa nos
dejarían sordos a todos –y luego vendrían cosas mucho peores que el clamor...
(De hecho, la modesta iniciativa de la UE llamada REACH, que intenta
introducir algo de racionalidad en la producción y el uso de sustancias químicas,
ha sido objeto de un feroz ataque por parte de la industria química de todo el
mundo.) [7]
Hace casi de cuatro decenios, Barry Commoner señalaba que la
transición hacia una economía sostenible requeriría destinar la mayor parte de
los recursos de inversión del país, durante una generación como mínimo, para la
tarea de la reconstrucción ecológica [8] . Es
decir: casi todas las nuevas inversiones en la producción agrícola e
industrial, así como en el sector servicios y en el transporte, tendrían que
regirse primordialmente por criterios ecológicos (y no por la búsqueda del
beneficio privado). Está claro que esto equivale, en buena medida, a poner
fuera de juego el capitalismo... Recientemente, desde su análisis de la crisis
climática, Daniel Tanuro ha vuelto a desplegar análisis parecidos: constituye
un error mayúsculo ajustar las respuestas al calentamiento climático –tanto
si hablamos de mitigación como de adaptación, por emplear las
expresiones consagradas— a lo que resulta políticamente factible dentro
del capitalismo, aceptado como un marco irrebasable. El calentamiento
climático –y más en general la crisis ecológico-social— pone inevitablemente
sobre la mesa, en efecto, la cuestión del sistema socioeconómico. [9]
Desde la perspectiva hoy dominante de la cost-efficiency, sólo
se admiten como preguntas: qué resulta más barato, y de qué manera pueden alcanzarse
mayores ganancias privadas. Esta perspectiva resulta inaceptable. El muy
razonable análisis que Daniel Tanuro realiza sobre los potenciales técnico, de
mercado y económico para reducir las emisiones resulta del todo pertinente, y
aquí no puedo sino remitir a él y recoger sus conclusiones:
“Basarse sobre el potencial técnico equivale a decir que nos comprometemos a estabilizar el clima al máximo posible, movilizando todos los medios conocidos independientemente de su coste; adoptar alguna de las otras dos nociones significa que se intentará salvar el clima en la medida en que no cueste nada (potencial de mercado) o no demasiado (potencial económico) y siempre que se permita a las empresas generar beneficios.” [10]
Ni en cuestiones de seguridad nacional y defensa militar, ni
por ejemplo en la conquista del espacio, se opera con criterios de cost-efficiency:
más bien se define políticamente un objetivo, y se emplean los
recursos necesarios para alcanzarlo “sin parar en gastos” (aunque los recursos
hayan de emplearse del modo más eficiente posible, por descontado). Pero
los medios no deben determinar los fines, y menos aún cuando estamos
hablando de fines como la habitabilidad futura de la Tierra para la
especie humana.
Programa
ecosocialista básico para hacer frente al vuelco climático, según Daniel Tanuro
1. Necesitamos reducir las fuerzas productivas materiales:
producir menos, y transportar menos mercancías. Por eso “la reducción radical
del tiempo de trabajo –sin pérdida de salario— es hoy la reivindicación
ecológica más importante que podemos formular.”
2. Expropiación (sin indemnización) y socialización de las
grandes compañías energéticas, así como de las redes de distribución.
3. El nuevo sistema energético basado en fuentes renovables
ha de ser de titularidad pública.
4. Pero ¿de dónde los recursos para esas cuantiosas
inversiones? Expropiación y socialización de la banca y el sistema financiero.
5. Gratuidad de los bienes básicos (agua, energía,
movilidad), provistos por el sector público, hasta el nivel de satisfacción de
necesidades humanas básicas determinado democráticamente.
Daniel Tanuro, “Los y las marxistas frente a la urgencia
ecológica”, intervención en la II Universidad de Verano de Izquierda
Anticapitalista, Banyoles, 24 al 28 de agosto de 2011. Véase también, del mismo
autor, “ Fundamentos de una estrategia ecosocialista”, publicado el 8 de abril
de 2011 en la web de Viento Sur (http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/?x=3811).
En tercer lugar, la innovación tecnológica bajo
relaciones de producción capitalistas –potente motor del sistema para
lograr nuevas fuentes de beneficio— tiende a causar problemas ecológicos.
En efecto, el mantenimiento de altos márgenes de beneficio requiere la
introducción continua de nuevos productos y servicios –ya que en los mercados
“maduros” los beneficios son más bajos--, por lo general sin tiempo ni esfuerzo
suficiente para comprobar su compatibilidad con los ecosistemas. De nuevo, no
se trata de un problema con el que acabemos de topar: ya lo denunciaba Barry
Commoner, analizando el caso paradigmático de la industria química, hace más de
tres decenios:
“Durante cuatro o cinco años, a partir del momento en que un
nuevo producto químico es lanzado al mercado, los beneficios son muy superiores
al término medio (las empresas innovadoras consiguen aproximadamente el doble
de ganancias que las que se resisten a la innovación). Esto se debe al
monopolio efectivo de que goza la empresa que ha inventado el material y que
permite la fijación de un elevado precio de venta. (...) El índice
extraordinariamente alto de ganancias de la industria química parece ser el
resultado directo del desarrollo y producción, a rápidos intervalos, de
materiales sintéticos nuevos, y generalmente antinaturales, que, al penetrar en
el medio ambiente, suelen contaminarlo. Esta situación es una pesadilla para el
ecólogo, ya que (...) no hay literalmente tiempo bastante para estudiar los
efectos ecológicos. Inevitablemente, cuando llegan a conocerse estos efectos,
se ha producido ya el daño, y la inercia de la fuerte inversión en una nueva
tecnología productiva hace extraordinariamente difícil la marcha atrás.” [11]
Hoy, cuando científicos-empresarios como Craig Venter están
dando el salto desde la biología molecular descriptiva a la biología de
síntesis [12] –donde los impactos ambientales
y sanitarios podría dejar chiquitos a los de la química de síntesis--, darnos
tiempo para pensar y deliberar democráticamente –quizá bajo la forma de
moratorias inspiradas por el principio de precaución— parece más necesario que
nunca.
Por último, hay un interesante análisis de estos problemas
en términos del choque entre los tiempos y ritmos de la naturaleza
y los del capital que en general los biólogos han sabido ver mejor que los
economistas. Sucede que el “cortoplacismo” del proceso de valorización choca
con el largo plazo de las condiciones de sustentabilidad, y los rápidos ritmos
de la circulación monetaria colisionan con los ritmos peculiares y no
acelerables de los ciclos naturales. Es un problema que ya fue agudamente
señalado por el propio Karl Marx [13] , sobre
el que insistió Barry Commoner (véase el recuadro siguiente), y que he tratado
con cierto detenimiento en mi ensayo “Tiempo para la vida”. [14]
El análisis de un
ecólogo
“El grado total de explotación del ecosistema del planeta tiene cierto límite superior que refleja la limitación intrínseca de la velocidad de rotación del ecosistema. Si se supera esta velocidad, el sistema acabará derrumbándose en definitiva. Esto ha sido firmemente comprobado por todo lo que sabemos acerca de los ecosistemas. De aquí se desprende que existe un límite superior al grado de explotación del capital biológico del que depende todo sistema de producción. Como el grado de empleo de este capital biológico no puede superarse sin destruirlo, es lógico que el grado real de empleo del capital (es decir, el capital biológico más el capital convencional) sea también limitado. Así pues, tiene que existir algún límite al crecimiento del capital total, y el sistema productor debe llegar en definitiva a una condición de ‘no crecimiento’, al menos con respecto a la acumulación de bienes de capital encaminados a explotar el ecosistema, y de los productos obtenidos gracias a ellos.
En un sistema de empresa privada, la condición de no crecimiento significa que no hay que acumular más capital. Si, como parece ser, la acumulación de capital a través de la ganancia es la fuerza impulsora básica del sistema, resulta difícil comprender cómo puede éste seguir funcionando en condiciones de no crecimiento.
(...) El ecosistema plantea otro problema al sistema de empresa privada. Los diferentes ciclos ecológicos varían considerablemente en su ritmo natural intrínseco, que no debe superarse si se quiere evitar un rompimiento. Así, el grado natural de rotación del sistema del suelo es considerablemente más bajo que el grado intrínseco de un sistema acuático (por ejemplo, una pesquería). De ello se desprende que, si estos diferentes ecosistemas tienen que ser explotados simultáneamente por el sistema de empresa privada, sin provocar rompimientos ecológicos, tienen que funcionar a diferentes ritmos de rendimiento económico. Sin embargo, el libre manejo del sistema de empresa privada tiende a elevar al máximo el ritmo de rendimiento de las diferentes empresas. (...) Las empresas ‘marginales’, es decir, operaciones que rinden un beneficio sensiblemente inferior al que puede conseguirse en otros sectores del sistema económico, serán en definitiva abandonadas. No obstante, en términos ecológicos, la empresa que se basa en un ecosistema con un ritmo de rotación relativamente lento tiene que ser, por fuerza, económicamente ‘marginal’, si tiene que operar sin degradar el medio ambiente. (...) Un procedimiento enmendador es el de las subvenciones; pero, en algunos casos, éstas deberían ser tan importantes que equivaldrían a una nacionalización, cosa que estaría en contradicción con la empresa privada.": Barry Commoner, El círculo que se cierra, Plaza & Janés, Barcelona 1973, p. 228-229.
Así pues, hay que concluir que el funcionamiento normal del
capitalismo tiende a generar problemas de “mal diseño” de la tecnosfera y
dificulta la aplicación de principios biomiméticos. ¿Y qué sucede en cuanto al
segundo de los problemas, el problema de escala –los daños ecológicos creados
por sistemas humanos que crecen demasiado? Ahí, el comportamiento del
capitalismo es todavía peor.
Subordinación de la
naturaleza a la valorización del capital
En las formas precapitalistas (y postcapitalistas) de
producción el fin de la actividad productiva es crear valores de uso, es
decir, bienes o servicios capaces de satisfacer necesidades humanas. Frente a
ello, lo característico del capitalismo --como puso Marx de manifiesto en el
libro primero de El capital-- es la producción para la valorización
del capital. La producción no se organiza en función de los valores de uso,
sino de los valores de cambio. El que la circulación mercantil no sea posible
sin que las mercancías tengan también valor de uso --esto es, sirvan para
satisfacer necesidades humanas-- es secundario desde el punto de vista del
capitalista. Para él, lo principal es la propia circulación mercantil
productora de un beneficio, y --como la aspiración de beneficio-- esencialmente
carente de término y medida. Esta última constatación no ha revelado su
verdadera importancia sino en la era del “mundo lleno” y la crisis ecológica
global. En efecto,
“La circulación del dinero como capital es (...) un fin en sí, pues la valorización del valor existe únicamente en el marco de este movimiento renovado sin cesar. El movimiento del capital, por ende, es carente de medida. (...) Nunca, pues, debe considerarse el valor de uso como fin directo del capitalista. Tampoco la ganancia aislada, sino el movimiento infatigable de la producción de ganancias.” [15]
Aquí aparece una diferencia radical. Mientras que la
producción precapitalista o postcapitalista tiene límites intrínsecos en la
satisfacción de las necesidades, la producción capitalista de mercancías para
incrementar la ganancia no conoce límite alguno. Manuel Sacristán comentó:
“En los Grundrisse se dice que lo esencial de la nueva sociedad es que ha transformado materialmente a su poseedor en otro sujeto y la base de esa transformación, ya más analíticamente, más científicamente, es la idea de que una sociedad en la que lo que predomine no sea el valor de cambio sino el valor de uso, las necesidades no pueden expandirse indefinidamente. Que uno puede tener indefinida necesidad del dinero, por ejemplo, o en general de valores de cambio, de ser rico, de poder más, pero no puede tener indefinidamente necesidad de objetos de uso, de valores de uso.”[16]
Así, la compulsión a la creación continua de nuevos deseos
de consumo --para que no se detenga la rueda de la circulación mercantil-- es
intrínseca al capitalismo. En el capitalismo histórico, esto ha conducido a
depredar los recursos naturales a un ritmo como nunca se había conocido antes
en la historia de la humanidad, dañar a gran escala la biosfera y cosificar a
los seres humanos y al resto de los seres vivos. [17]
No identificar
capitalismo con “economía de mercado”
Así pues, cuando se excava un poco hacia las raíces de la
crisis ecológica global, aparece el gordo raigón negro del capitalismo
industrial: su consustancial dinámica expansiva; la dirección y el ritmo que
impone al desarrollo tecnocientífico la búsqueda del beneficio privado a corto
plazo; el control privado sobre las decisiones de inversión y de producción; la
tendencia a “dejar las cuentas sin pagar”.
No debemos dejar de señalar que hay un sesgo ideológico
importante en la identificación de "capitalismo" con "economía
de mercado" (al menos en el sentido de que son posibles economías
industriales no capitalistas en las que los mercados desempeñan un importante
papel: Oskar Lange, entre otros, andaba escribiendo sobre socialismo de mercado
en los años veinte de nuestro siglo). El modo de producción capitalista incluye
al menos (a) la propiedad privada de los medios de producción más importantes,
(b) la acumulación de capital como principio motor del sistema, (c) decisiones
privadas sobre la inversión y la producción, guiadas por la lógica del
beneficio a corto plazo, (d) el encauzamiento de la fuerza de trabajo por las
vías del tráfico mercantil, como caso central del más amplio fenómeno de mercantilización
progresiva de todas las esferas de la existencia humana, y (e) mercados más o
menos competitivos.
De este modelo se deriva una irrefrenable tendencia a la
expansión económica, de donde se sigue a su vez la compulsión a generar
continuamente nuevas necesidades al menos entre los seres humanos con demanda
solvente (mientras que al resto, o sea la mayoría de la humanidad,
tendencialmente se le excluye de la condición de "ser humano": un
observador con perspectiva marciana seguramente consideraría que lo que
llamamos "humanidad" consta en realidad de dos especies animales
diferentes, los "humanos" del Norte y los del Sur).
Ahora bien: nunca se repetirá lo suficiente que no es
posible la expansión económica indefinida dentro de una biosfera finita. El
capitalismo, movido por el acicate de la búsqueda competitiva de la máxima
ganancia, depreda la biosfera y agota los recursos naturales. Su cultura
expansiva --"más es mejor"-- se opone frontalmente a la cultura de la
suficiencia --"suficiente es mejor"--, de la mesura, de la sobriedad,
del autodominio, que caracterizaría a una sociedad ecologizada. Cualquier tipo
de desarrollo sustentable, cualquier clase de modo de producción ecológicamente
compatible, exigiría tantas limitaciones de los rasgos (a), (b), (c) y (d) que
por muchos mercados más o menos competitivos (e) que tuviese (y algunos
tendría, desde luego), no veo mucho sentido a seguir llamándolo
"capitalismo" [18] .
Un sistema
intrínsecamente expansivo
En resumidas cuentas, un rasgo básico del capitalismo es la
necesidad imperiosa de expansión (tanto en términos de producción total como en
términos geográficos, hasta ocupar la totalidad del planeta) para mantener la
incesante acumulación de capital. A este rasgo se suma otro de gran importancia
a la hora de valorar las perspectivas de un “capitalismo sostenible” o verde:
como ha subrayado Immanuel Wallerstein, “para los capitalistas, sobre todo para
los grandes capitalistas, un elemento esencial en la acumulación de capital es
dejar sin pagar sus cuentas. Esto es lo que yo llamo los trapos sucios del
capitalismo” [19] . Una parte de estos
“trapos sucios” han sido identificados por la teoría económica desde hace
decenios bajo la forma de las externalidades (costes sociales y
ecológicos “externos”) [20] .
De esta forma, la expansión del sistema capitalista mundial
(buscando la máxima rentabilidad por varias vías, entre ellas la generación de
“externalidades” que no se quiere “internalizar”) choca contra la estabilidad
de los ecosistemas y los equilibrios ecológicos. Sin poner trabas a la
acumulación no puede atajarse esta dinámica: pero poner trabas a la acumulación
quiere decir cuestionar los fundamentos mismos del sistema.
El capitalismo, como sistema basado en la búsqueda del
beneficio reiterado –con la jerarquía, la opresión y la desigualdad como
supuestos necesarios --, es intrínsecamente expansivo. Ahora bien: si
“capitalismo no expansivo” es una contradicción en los términos –y lo es--,
entonces “capitalismo sostenible” es una expresión infinitamente problemática,
ya que –como he argumentado antes— la homeóstasis (en términos biofísicos; el steady
state o “estado estacionario”) es una condición necesaria de
sustentabilidad ecológica.
Economía homeostática
Una economía ecosocialista rechazará los objetivos de
expansión constante, de crecimiento perpetuo, que han caracterizado al
capitalismo histórico. Será, por consiguiente, una steady state economy [21] : un “socialismo de estado estacionario”
(quizá fuese mejor traducir steady-state economypor economía
homeostática). La manera más breve de describirla sería: todo se orienta a
buscar lo suficiente en vez de perseguir siempre más. [22]
Pero, como señala Ted Trainer, no se trata sólo de llegar a
una economía que deje de crecer; se trata de alcanzar una economía homeostática
donde la producción, el consumo, la inversión, el comercio y el PIB sean
fracciones muy pequeñas de sus actualidades cantidades. Ello no es posible
“quitando al capitalismo el crecimiento”, si ello resultase posible, y dejando
lo demás intacto: una economía equilibrada no es compatible con las estructuras
básicas de esta sociedad.
“La mayoría de las estructuras y mecanismos básicos del
sistema se ven impulsados por el crecimiento y no pueden funcionar sin ello. No
se puede eliminar el crecimiento dejando el resto de la economía más o menos
tal cual. Por desgracia, los partidarios del actual movimiento a favor del
‘decrecimiento’ tienden a pensar que el crecimiento es como un aparato de aire
acondicionado que funciona mal en una casa, que sólo hace falta retirarlo y el
resto de la casa seguirá funcionando más o menos como antes.
Si nos deshacemos del crecimiento, no puede haber pagos con
intereses. Si hay que devolver más de lo que se prestó o invirtió, en ese caso
la cantidad total crecerá inevitablemente con el tiempo. La actual economía
depende literalmente del pago con intereses de un modo u otro, una economía sin
pago con intereses debería de disponer de mecanismos totalmente diferentes para
llevar a cabo muchos procesos. Así pues, hay que descartar casi la totalidad de
la ‘industria’ financiera, y substituirla por disposiciones mediante las cuales
pueda disponerse de dinero, prestarlo, invertirlo, sin aumentar la riqueza de
quien lo presta.” [23]
Numerosos filósofos, a lo largo de la historia del
pensamiento, alabaron las virtudes del comercio como práctica pacificadora y
civilizadora de las relaciones humanas. Para llegar a tales conclusiones se
centraban en el intercambio de bienes equivalentes, donde cada una de las dos
partes remediaba una carencia con el bien que recibía de la otra parte, y ambas
anudaban así un vínculo social. Pero importa subrayar que los intercambios
comerciales que no buscan satisfacer necesidades, sino amasar capital, no
conducirán casi nunca a esa socialidad enriquecida.Aquí hay que recordar el
clásico análisis de Marx al comienzo del libro primero del Capital: e
l trueque (intercambio de un bien por otro diferente) representa el método más
simple y antiguo de intercambio (podemos simbolizarlo así: M-M*).
El uso del dinero como medio de intercambio supera las
limitaciones del trueque, dando lugar a la producción simple de mercancías (“vender
para comprar”): M-D-M*. Aquí la suma de dinero D es instrumental para lograr
una mejora en la satisfacción que procuran los valores de uso[24] .
El cambio crítico ocurre con el siguiente paso histórico,
que Marx llama circulación mercantil capitalista (“comprar para
vender”): D-M-D*, donde D* representa una suma de dinero mayor que D. [25] Aquí el objetivo no es lograr mejor valor de
uso, sino la expansión del valor monetario de cambio . “El dinero que con su
movimiento se ajusta a ese último tipo de circulación se transforma en capital”
(p. 180). Y comenta el economista Herman Daly:
“La desviación del enfoque del valor de uso al valor de cambio [que acontece con la circulación mercantil D-M-D*] es crucial. La acumulación de bienes y valores de uso es autolimitante. (...) [Pero] el valor de cambio de los bienes en general, abstraído en forma de dinero, se torna el centro de la acumulación. No hay nada que limite el valor de cambio abstracto que se puede tener.
A diferencia de los valores de uso concretos, que se arruinan o se deterioran cuando se acaparan (debido a la entropía), el valor de cambio abstracto se puede acumular indefinidamente sin costes de deterioro o de almacenamiento. De hecho, el valor de intercambio abstracto crece por sí mismo, dando intereses, y luego intereses sobre los intereses. Marx, y Aristóteles antes que él, señalaron el peligro de este fetichismo del dinero. (...) En nuestra época este proceso histórico de abstraerse cada vez más del valor de uso ha sido llevado quizás al límite en la así llamada ‘economía de papel’ [o de apuntes electrónicos, más bien: J.R.], que puede ser simbolizada como D-D*, la conversión directa de dinero en más dinero sin referencia a los bienes ni siquiera como un paso intermedio.” [26]
En los mercados capitalistas se produce, vende e invierte
con el objetivo de maximizar los beneficios, y la rueda de la acumulación de
capital no cesa de girar. En una economía ecosocialista se perseguiría, por el
contrario, el equilibrio: habría que pensar en algo así como una economía de
subsistencia modernizada, con producción industrial pero sin crecimiento constante
de la misma.
“La alternativa a una economía de crecimiento estriba de hecho en una economía de subsistencia, es decir, una economía en la que la gente produce para satisfacer necesidades estables y no para acumular riqueza. En sociedades tribales, campesinas, antiguas y medievales, así como en muchas comunas de hoy en día, se producen artículos no para venderlos con el fin de beneficiarse, de acumular dinero con el tiempo. (véase la discusión de Polanyi en La Gran Transfortmación, 1944). Se producen para intercambiarlos por otros artículos necesarios de igual ‘ valor’. Los días de mercado nos permiten a todos adquirir las cosas que necesitamos, a cambio de una aportación a la satisfacción de las necesidades de los otros. Nadie intenta sacar beneficios del intercambio, todo el mundo intenta sólo intercambiar artículos de un cierto ‘valor’ por otros del mismo ‘valor’ (medido habitualmente en el tiempo de trabajo necesario para producirlos). La gente no va al mercado a hacerse rica (…).” [27]
En una economía sin crecimiento material de la producción,
sin generación de intereses, la operación básica es el intercambio de bienes y
servicios equivalentes: el don y los comportamientos de reciprocidad tendrían
un destacadísimo papel [28] . Ted Trainer de
nuevo: “Las preocupaciones centrales deben enfocarse hacia la organización de
los recursos locales y las capacidades productivas para poder mantener a todos
sin noción alguna de beneficio o enriquecimiento con el tiempo. El mecanismo
básico debe consistir en dar a los demás y a la comunidad, sabiendo que nos
darán lo que necesitemos.” [29]
[1] Karl Polanyi: La gran
transformación: crítica del liberalismo económico. La Piqueta, Madrid 1989
(ed. original de 1944), p. 26. Véase igualmente p. 82.
[2] Polanyi, La gran
transformación, op. cit., p. 126. Véase el importante análisis de Polanyi
en la media docena de páginas siguientes, cuya conclusión es: “Los mercados de
trabajo, de tierra y de dinero son sin ninguna duda esenciales para la economía
de mercado. No obstante, ninguna sociedad podría soportar, ni siquiera por un
breve lapso de tiempo, los efectos de semejante sistema fundado sobre ficciones
groseras, a no ser que su sustancia humana y natural, así como su organización
comercial, estuviesen protegidas contra las devastaciones de esta fábrica del
diablo” (p. 129).
[3] Polanyi, La gran
transformación, op. cit., p. 105 y 126.
[4] Jorge Riechmann, Biomímesis, Los
Libros de la Catarata, Madrid 2006, p. 41-44.
[5] Un análisis pionero –y todavía
muy útil— de estas cuestiones en Barry Commoner, El círculo que se cierra, Plaza
& Janés, Barcelona 1973, capítulo 12.
[6] Michael Braungart y William
McDonough: Cradle to cradle (de la cuna a la cuna), McGraw Hill, Madrid
2005, p. 102.
[7] En la UE, donde cada año
se producen 32.500 muertes por cáncer de origen laboral, la propuesta de
normativa REACH (Registro, Evaluación y Autorización de Sustancias Químicas)
intenta poner algo de orden en el opaco y peligroso mundo de la industria
química. Un solo dato: hay 113.000 sustancias químicas cuya venta está
autorizada en los mercados europeos (datos de 2004), y de ellas 2.600 tienen
ventas de más de mil toneladas por año. Pues bien: de estas 2.600, sólo el
3% ha sido adecuadamente caracterizado en lo que a riesgo se refiere. Y de
entre las 113.000 sustancias, apenas 28 han completado una evaluación
total de riesgos, y de éstas sólo cuatro resultan accesibles al público
general. Sin esta completa evaluación de riesgo, ninguna sustancia puede
retirarse del mercado, ¡aunque se trate de una verdadera “bomba química”...!
Los costes de poner en práctica REACH que recaerán sobre la
industria química han sido estimados por la Comisión Europea en 2.300
millones de euros en un período de 11 años (unos 200 millones al año). Esta
cifra puede compararse con los más de 15.000 millones de beneficios que
obtuvieron las 50 mayores empresas químicas europeas en un solo año (2002), y
también con los más de 50.000 millones de euros ahorrados en costes sanitarios
que se seguirían de REACH, de acuerdo con una estimación conservadora. A pesar
de ello, la industria química europea se ha opuesto tenazmente a REACH
–buscando para ello alianzas con las empresas químicas norteamericanas y con el
Gobierno de EE.UU.--, y ha desnaturalizado este razonable proyecto de normativa
cuanto ha podido a lo largo de su tramitación... A guisa de ejemplo: ha
conseguido que desaparezca de la propuesta oficial el “deber de diligencia”
(duty of care en inglés), que dice que las sustancias químicas deben
producidas o usadas de manera que no produzcan efectos negativos sobre la salud
pública ni el medio ambiente. ¡Hasta tal extremo es antisocial y antiecológica
la posición de esta patronal! “La química sostenible es la química del
contaminante que no llega a existir”, sostiene el catedrático de Química
Orgánica Ramón Mestres, presidente de la Red Española de Química
Sostenible. No la generalización de las “buenas prácticas” en el uso de los
productos peligrosos, sino vivir y trabajar sin productos peligrosos. Y a quien
nos diga que entonces se tornan imposibles el “progreso” y el “desarrollo”
replicaremos: precisamente para que podamos llamarlos progreso y desarrollo
tendrán que darse en esas condiciones.
[8] Barry Commoner, El círculo
que se cierra, Plaza & Janés, Barcelona 1973, p. 236.
[9] Por poner un ejemplo, dentro
del marco económico dominante con sus debates acerca de agentes racionalmente
egoístas, análisis de coste-beneficio y criterios de cost-efficiency (eficiencia
relativa a costes): un puñado de economistas ha tratado de calcular alguno de
los impactos “no económicos” del cambio climático… asignando valores a las
vidas humanas según el PIB nacional per cápita. Así suponen obtener
respuestas “sólidas”… ¡aceptando el supuesto de que un ciudadano chino vale
diez veces menos que uno europeo! ( James Garvey, La ética del cambio
climático, Proteus, Barcelona 2010, p. 83). Pero esta clase de
razonamiento demente es congruente con la economía política que hoy domina el
mundo. Las prácticas de “descuento del futuro” –rutinarias entre los
economistas adeptos a la ortodoxia dominante-- introducen análogos supuestos de
desigualdad referidos a los seres humanos futuros.
[10] Daniel Tanuro, El
imposible capitalismo verde. De la revolución climática capitalista a la
alternativa ecosocialista, La Oveja Roja, Madrid 2011, p. 88.
[11] Commoner, El círculo que
se cierra, op. cit.,p. 217.
[12] El 29 de junio de 2005, el Wall
Street Journal informaba de que Craig Venter --famoso genetista que
compitió como científico-empresario en la secuenciación del genoma humano, y
trató de patentar a su favor miles de genes humanos- acaba de fundar la empresa
Synthetic Genomics Inc con el objetivo de crear vida artificial. No organismos
transgénicos, insertando nuevos genes en organismos ya existentes, sino formas
de vida totalmente artificiales, construyéndolas casi desde cero a partir de
sus elementos genéticos.
Venter creó en 2003 un organismo vivo en un par de semanas,
a partir de ensamblar genes sintéticos --con información obtenida de Internet--
y luego colocarlos de la misma forma que el mapa de un microorganismo
existente, un bacteriófago. El organismo creado funcionó aproxmadamente igual
que el modelo original. A partir de esto, Venter y su equipo plantearon al
Departamento de Energía de EE.UU. que podrían crear organismos totalmente
nuevos para producción de energía y otros fines, y recibieron una subvención de
12 millones de dólares.
Sobre su nueva empresa, Synthetic Genomics Inc., Venter
declara: "Es el paso del que hemos estado hablando. Estamos pasando de
leer el código genético a escribirlo".
Y los más desenfadados entre nuestros conciudadanos se
apresuran a comentar: “No se trata de decidir si jugamos o no a ser dioses,
sino de qué tipo de dioses vamos a ser”.
[13] Si bien, por desgracia, como
anotaciones más bien marginales y no del todo integradas en el cuerpo principal
de su reflexión. Véase por ejemplo la siguiente nota a pie de página en el
libro tercero del Capital: “Todo el espíritu de la producción capitalista,
orientada hacia la ganancia monetaria inmediata, se halla en contradicción con
la agricultura, que ha de tener en cuenta el conjunto permanente de las
condiciones de vida de las sucesivas generaciones humanas que se van
encadenando. Un ejemplo llamativo lo constituyen los bosques, cuya
administración no logra acompasarse en cierto modo con el interés general más
que cuando están sometidos a la administración del Estado y no a la propiedad
privada.” Karl Marx, Das Kapital –Dritter Band, Dietz Verlag, Berlín
1973, p. 631 (la traducción es mía, J.R.)
Sobre el tratamiento de las cuestiones que hoy llamamos
ecológicas por Marx, véase Manuel Sacristán, “Algunos atisbos
político-ecológicos de Marx”, conferencia impartida en el otoño de 1983 en L’Hospitalet
de Llobregat y publicada en mientras tanto 21, diciembre de 1984
(reimpresa en Manuel Sacristán, Pacifismo, ecología y política
alternativa, Icaria, Barcelona 1987); y también Michael Löwy, “Progrès
destructif –Marx, Engels et l’écologie”, en Jean-Marie Harribey y Michael Löwy
(eds.): Capital contre nature. PUF, París 2003. Löwy ha reunido
algunos de sus artículos sobre cuestiones ecosocialistas en Écosocialisme, Mille
et Une Nuits, París 2011.
[14] Jorge Riechmann, “Tiempo para
la vida: la crisis ecológica en su dimensión temporal”, capítulo 9 de Gente
que no quiere viajar a Marte, Los Libros de la Catarata, Madrid 2004.
[15] Karl Marx: El capital,
libro primero, vol. 1. Siglo XXI, Madrid 1984, p. 186-187.
[16] Manuel Sacristán: conferencia
“Tradición marxista y nuevos problemas” (Sabadell, 3 de noviembre de 1983). En
Manuel Sacristán: Seis conferencias –Sobre la tradición marxista y los
nuevos problemas, edición de Salvador López Arnal, Los Libros del Viejo Topo,
Barcelona 2005, p. 140.
Marx, en este punto como en otros, es aristotélico: “Los
bienes exteriores tienen un límite, como todo instrumento, y todas las cosas
útiles son de tal índole que su exceso perjudica necesariamente, o no sirve de
nada, a sus poseedores.” Aristóteles, Política, 1323b.
[17] También los economistas
contemporáneos han insistido en que capitalismo y crecimiento económico van de
consuno: “Existen bastantes razones para pensar que economía capitalista y
crecimiento económico van cogidas de la mano. No por casualidad para diferentes
analistas teóricos de la economía (Marx, Kalecki, Von Neumann, Boulding) el
beneficio privado se ha asociado a la acumulación. El crecimiento económico es
un buen ambiente favorable, pues garantiza nuevas oportunidades de beneficio (y
si éste es una fracción del valor del producto, cuanto más se venda más se
gana) y, dada la tendencia empresarial a sobredimensionar las instalaciones,
ofrece la posibilidad de un uso más intensivo de la capacidad instalada. Es
también un importante elemento de legitimación social del sistema en un doble
aspecto: a) revaloriza el papel social de los empresarios, puesto que ellos son
los principales actores de un crecimiento que se supone útil para todos b)
permite desplazar los conflictos sociales en la medida que incrementa las
rentas de una parte de la población y promete mejoras en el futuro para el
resto.” Albert Recio, “Empleo y medio ambiente. Necesidad y dificultad de un
proyecto alternativo”, ponencia en el curso de verano de la UCM “Nuevas
economías: una alternativa ecológica”, S. Lorenzo del Escorial, 19 al 23 de
julio de 2004.
[18] El ecologismo es a mi juicio
una de las componentes principales de una consciencia anticapitalista
contemporánea, pero al mismo tiempo obliga a una profundísima revisión del anticapitalismo
tradicional socialista y comunista. A quien quisiere ahondar un poco en esta
cuestión le recomiendo Pacifismo, ecología y política alternativa de
Manuel Sacristán (Icaria, Barcelona 1987).
[19] Immanuel Wallerstein,
“Ecología y costes de producción capitalistas: no hay salida”, Iniciativa
Socialista 50, otoño de 1998, p. 56.
[20] K. William Kapp, Los
costes sociales de la empresa privada, Oikos-Tau, Barcelona 1966 (es
traducción de la segunda edición inglesa, de 1963; la primera se publicó en 1950).
E.J. Mishan, Los costes del desarrollo económico, Oikos-Tau,
Barcelona 1971 (es traducción de la segunda edición inglesa, de 1969; la
primera se publicó en 1967).
[21] Herman
E. Daly, Steady-State Economics (segunda edición ampliada), Island
Press, Washington 1991. Véase también el texto que Daly preparó para su
intervención ante la Comisión de Desarrollo Sostenible del Reino Unido: “A
steady state economy”, 24 de abril de 2008, disponible en http://steadystaterevolution.org/files/pdf/Daly_UK_Paper.pdf
[22] Véase al respecto Jorge
Riechmann (coord.), Vivir (bien) con menos, Icaria, Barcelona 2007.
[23] Ted Trainer, “¿Entienden bien
sus defensores las implicaciones políticas radicales de una economía de crecimiento
cero?”, publicado en sin permiso (www.sinpermiso.info) y antes de ello en real-world
economics review el 6 de septiembre de 2011.
[24] Cf. Karl Marx, vol. I de El
Capital, ed. de Pedro Scaron, Siglo XXI, Madrid 1984, p. 127-139
[25] Karl Marx, capítulo 4 del
vol. I de El Capital (ed. de Pedro Scaron, Siglo XXI, Madrid 1984, p.
179 y ss..
[26] Herman Daly, “Dinero, deuda y
riqueza virtual”, Ecología Política 9, Barcelona 1995, p. 53.
[27] Ted Trainer, “¿Entienden bien
sus defensores las implicaciones políticas radicales de una economía de
crecimiento cero?”, publicado en sin permiso (www.sinpermiso.info) y antes de ello en real-world
economics review el 6 de septiembre de 2011.
[28] Quizá el economista
contemporáneo que más a fonmdo ha pensado las cuestiones de reciprocidad es
Serge-Christophe Kolm: La bonne économie. La réciprocité générale, PUF,
París 1984.
[29] Trainer, “¿Entienden bien sus
defensores las implicaciones políticas radicales de una economía de crecimiento
cero?”, op. cit. El economista autraliano subraya que “los cambios arriba
mencionados no podrían llevarse a cabo a menos que se produjera un profundo
cambio cultural, que entrañe nada menos que abandone el deseo de sacar
provecho. Durante más de doscientos años, nuestra sociedad occidental se ha
centrado en la búsqueda del enriquecimiento, de la acumulación de riqueza y
propiedad (la cuestión resulta central en los escritos de Polanyi, 1944, y
Tawney 1922, en el surgimiento de la sociedad capitalista a partir de la
sociedad medieval). Esto es lo que impulsa toda actividad económica, así como
el comportamiento de individuos y empresas en el mercado, y se encuentra en el
centro de la política nacional. La gente trabaja para conseguir todo el dinero
que puede. Las empresas se esfuerzan en conseguir el máximo beneficio posible y
por crecer todo lo que pueden. La gente comercia con el fin de hacerse más ricos
de lo que eran. Las naciones se esfuerzan por enriquecerse sin cesar. La
cuestión de la que resulta lógicamente imposible huir es que en una economía de
crecimiento cero no habría lugar a este motivo psicológico o proceso económico.
La gente habría de preocuparse por producir y adquirir sólo esa cantidad
estable de bienes y servicios que resulta suficiente para una calidad de vida
satisfactoria, y no tratar de incrementar en modo alguno ahorros, riqueza,
posesiones, etc. Sería difícil exagerar la magnitud de esta transición
cultural.”
Fuente: http://tratarde.wordpress.com