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Cornelius Castoriadis por Pablo Secca |
¿Cómo puede uno orientarse en la historia y en la política?
¿Cómo juzgar y decidir? Parto de esta cuestión política y me interrogo: ¿Qué
interés político tiene para nosotros la democracia griega antigua?
En cierto sentido, Grecia es evidentemente un supuesto de
esta discusión. En Grecia nació la interrogación razonada sobre lo bueno y lo
malo, sobre los principios mismos en vinud de los cuales nos es posible
afirmar, más allá de las fruslerías y de los prejuicios tradicionales, que una
cosa es buena o mala. Nuestro cuestionamiento político es, ipso facto, una
continuación de la misma posición griega aunque, en más de un punto de vista
importante, la hemos sobrepasado e intentarnos aun sobrepasarla.
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Ver Nota del Editor |
En cierto sentido, Grecia es evidentemente un
supuesto de esta discusión. En Grecia nació la interrogación razonada sobre lo bueno y lo
malo, sobre los principios mismos en vinud de los cuales nos es posible
afirmar, más allá de las fruslerías y de los prejuicios tradicionales, que una
cosa es buena o mala. Nuestro cuestionamiento político es, ipso facto, una
continuación de la misma posición griega aunque, en más de un punto de vista
importante, la hemos sobrepasado e intentarnos aun sobrepasarla.
Las discusiones modernas sobre Grecia estuvieron envenenadas
por dos preconcepciones opuestas y simétricas y, en consecuencia y en cierto
sentido, equivalentes. La primera, que encontramos más frecuentemente desde
hace cuatro o cinco siglos, consiste en presentar a Grecia como un modelo, como
un prototipo, como un paradigma eterno.1 (Y una de las modas actuales es la
inversión exacta de esta estimación: Grecia sería el antimodelo, el modelo
negativo.)
La segunda concepción, más reciente, se resume en una
"sociologización" o en una etnologIzación completas del estudio de
Grecia. Las diferencias entre los griegos, los nambikwaras y los bamilekes son
puramente descriptivas. En un plano formal, esta segunda actitud es sin duda correcta.
No sólo (y esto es evidente) no podría haber la menor diferencia de "valor
humano", de "mérito" o de "dignidad" entre pueblos y
culturas diferentes, sino que tampoco se podría oponer la menor objeción al
procedimiento de aplicar al mundo griego métodos aplicados a los aruntas o a
los babilonios.
Y, con todo eso, este segundo enfoque deja de lado un punto
ínfimo pero al mismo tiempo decisivo. La interrogación razonada sobre las otras
culturas y la reflexión acerca de ellas no comenzaron ni con los aruntas ni con
los babilonios. Y en verdad se podría demostrar que dicha interrogación y dicha
reflexión eran allí imposibles. Hasta Grecia y fuera de la tradición
grecooccidental las sociedades están instituidas según el principio de un
estricto cerco; ese punto de vista declara: nuestra visión del mundo es la
única que tiene sentido y que es verdadera, las "demás" son extrañas,
inferiores, perversas, malas, desleales, etc. Como observaba Hannah Arendt, la
imparcialidad llegó al mundo con Homero2, y esa imparcialidad no es
sencillamente "afectiva" sino que interesa también al conocimiento y
a la comprensión. El verdadero interés por los otros pueblos nació con los
griegos, y ese interés es solamente otro aspecto de la mirada crítica e
interrogadora que los, griegos dirigían a sus propias instituciones. En otras
palabras, ese interés esta dentro del movimiento democrático y filosófico
creado por los griegos.
Que el etnólogo, el historiador o el filósofo estén en
condiciones de reflexionar sobre sociedades que no son la suya propia o hasta
sobre su propia sociedad se hizo posible y se convirtió en una realidad sólo
dentro del marco de esta tradición histórica particular: la tradición
grecooccidental. Y de dos cosas una: o bien ninguna de esas actividades tiene
un privilegio particular respecto de la otra, por ejemplo, la adivinación por
el veneno en los azandes en ese caso el psicoanalista, por ejemplo, no es más
que la variante occidental del chamán como decía Lévi-Strauss; y el propio
Lévi-Strauss, así como toda la cofradía de los etnólogos, no sería más que una
variedad local de hechiceros que se ponen (dentro de ese grupo de tribus
particular que es el nuestro) a exorcizar a tribus extranjeras o a someterlas a
algún otro tratamiento, y aquí la única diferencia está en que en lugar de
aniquilarlas por fumigación, se las aniquila por estructuralización; o bIen
aceptamos, postulamos en principio una diferencia cualitativa entre nuestro
enfoque teórico y las demás sociedades y los enfoques de los
"salvajes" y. asignamos a esta diferencia un valor bien preciso,
limitado, pero sólido y positivo3. Entonces comienza una discusión filosófica.
Solamente entonces y no antes, porque entablar una discusión filosófica supone
afirmar previamente que pensar sin restricciones es la única manera de abordar
los problemas y las tareas. Y, puesto que sabemos que esta actitud no es en
modo alguno universal, sino que es enteramente excepcional en la historia de
las sociedades humanas4, debemos preguntarnos cómo, en qué condiciones, por qué
caminos la sociedad humana fue capaz, en un caso particular, de romper el cerco
por obra del cual ella existe por regla general .
En este sentido, si es equivalente describir y analizar a
Grecia y describir y analizar a cualquier otra cultura tomada al azar, meditar
y reflexionar sobre Grecia no es equivalente ni podría serlo. Pues en este caso
meditamos y reflexionamos sobre las condiciones sociales e históricas del
pensamiento mismo, por lo menos tal como lo conocemos y lo practicamos. Debemos
desembarazamos de estas dos actitudes gemelas: o bien habría habido antes una
sociedad que es para nosotros el modelo inaccesible, o bien la historia sería
fundamentalmente chata y uniforme y no habría más que diferencias descriptivas
significativas entre diversas culturas. Grecia es ellocus historicosocial donde
se creó la democracia y la filosofía y donde, por consiguiente, están nuestros
propios orígenes. En la medida en que el sentido y el vigor de esta creación no
están agotados -y yo estoy profundamente convencido de que no lo están-, Grecia
es para nosotros un germen, no un "modelo" ni un ejemplo entre otros,
sino un germen.
La historia es creación: creación de formas totales de vida
humana. Las formas historicosociales no están "determinadas" por
"leyes" naturales o históricas.
La sociedad es autocreación. La sociedad y la historia crean
la sociedad instituyente por oposición a la sociedad instituida, sociedad
instituyente, es decir, imaginaria social en el sentido radical de la
expresión.
La autoinstitución de la sociedad es la creación de un mundo
humano, un mundo de cosas, de lenguaje, de normas, de valores, de modos de vida
y de muerte, de objetos por los que vivimos y de objetos por los que morimos
... y, desde luego, la creación del individuo humano en quien está masivamente
incorporada la institución de la sociedad.
En esta creación general de la sociedad, cada institución
particular e históricamente dada de la sociedad representa una creación
particular. La creación, en el sentido en que yo entiendo el término, significa
el establecimiento de un nuevo eidos, de una nueva esencia, de una nueva forma
en el sentido pleno y fuerte de ese término: nuevas determinaciones, nuevas
formas, nuevas leyes. Ya se trate de los chinos, ya se trate de los hebreos
clásicos o de la Grecia antigua, ya se trate del capitalismo moderno, la
institución de la sociedad implica establecer determinaciones y leyes
diferentes, no sólo leyes "jurídicas", sino maneras obligatorias de
percibir y concebir el mundo social y "físico" y maneras obligatorias
de actuar en él. En el seno de esta institución global de la sociedad aparecen
creaciones específicas; por ejemplo, la ciencia tal como la conocemos y
concebimos es una creación particular del mundo grecooccidental.
Aquí surge toda una serie de cuestiones decisivas sobre las
cuales debo contentarme con esbozar sólo algunas reflexiones. Ante lado, ¿cómo
podemos comprender las instituciones de sociedades pasadas y/o
"extranjeras"? (Y, en definitiva, ¿cómo y en qué sentido podemos pretender
comprender nuestra propia sociedad?)
En el dominio historicosocial, no tenemos
"explicaciones" en el sentido de las ciencias físicas. Toda
"explicación" de esta clase será trivial, fragmentaria o condicional.
Las innumerables regularidades de la vida social -sin las cuales, por supuesto,
esta vida no existiría- son lo que son porque la institución de esa sociedad
particular ha establecido ese complejo particular de reglas, de leyes, de
significaciones. de valores, de instrumentos, de motivaciones. etc. Y esa institución
es el magma socialmente sancionado (de manera formal o informal) de las
significaciones imaginarias sociales creadas por esa sociedad particular. De
manera que comprender una sociedad significa primero y sobre todo penetrar las
significaciones imaginarias sociales (o adueñarse de ellas) que mantienen unida
a dicha sociedad. ¿Es ello posible? Debemos tener en cuenta dos hechos.
El primer hecho es indiscutible: la casi totalidad de los
miembros de una sociedad dada no comprenden ni podrían comprender una sociedad
"extranjera". (Por supuesto, no hablo de los obstáculos
superficiales). Esto es lo que he llamado el cerco cognitivo de la institución.
El segundo hecho (que puede discutirse y que se discute
aunque yo lo tengo por aceptado) consiste en que en ciertas precondiciones
sociales, históricas y personales bien precisas, algunas personas pueden
comprender algo de una sociedad extranjera, lo que hace suponer cierta
"universalidad potencial" de todo lo que es humano para los seres
humanos. Contrariamente a los lugares comunes heredados, la raíz de esta
universalidad no es la "racionalidad" humana (si en este dominio se
tratara de racionalidad nadie ajeno a él habría comprendido nunca algo del Dios
hebreo o de cualquier otra religión), sino que esa raíz está en la imaginación
creadora como componente nuclear del pensamiento no trivial5. Todo cuanto fue
imaginado por alguien con suficiente fuerza para modelar el comportamiento, el
discurso o los objetos puede en principio ser reimaginado (representado de
nuevo, wiedervorgeslellt) por algún otro.
Conviene insistir aquí en dos polaridades significativas.
En esta comprensión historicosocial, se impone la distinción
entre "verdadero" y "falso", y no sencillamente en un
sentido superficial. Uno puede decir cosas sensatas sobre las sociedades
"extranjeras" así como puede decir absurdos (los ejemplos abundan).
Lo "verdadero" no podría estar sometido en este
caso (como ocurre toda vez que se trata de pensamiento) a los procedimientos
corrientes de "verificación" o de "refutación" que, según
se piensa hoy (sin razón y sin temor a los lugares comunes), permiten trazar
una línea de demarcación entre "ciencia" y "no ciencia". La
idea de Burckhardt sobre la importancia del elemento agonístico (agon: lucha, combate,
rivalidad, competencia) en el mundo griego (concepto que ocupa un lugar de
primer plano en las reflexiones de Hannah Arendt sobre Grecia), por ejemplo, es
verdadera, pero no en el mismo sentido en que E=mc2: ¿Qué quiere decir
verdadero en este caso? Que esta idea agrupa una clase indefinida de fenómenos
histórico sociales en Grecia, fenómenos que de otra manera estarían sin
conexión, no necesariamente en su relación "causal" o
"estructurar', sino en su significación y quiere decir que su pretensión
de poseer un referente real o efectivo (es decir que no sea sencillamente
imaginario, ni una ficción cómoda ni siquiera un ldealtypus, una construcción
racional límite6 del observador) puede ser el objeto de una discusión fecunda
por más que tal discusión quizá sea (y en casos decisivos debe serlo)
interminable. En suma, esa idea dilucida e inicia un proceso de dilucidación.
A primera vista la situación asume un aspecto diferente
cuando hablamos de nuestra historia o de nuestra tradición o cuando hablamos de
sociedades que aunque son "otras" no son "extranjeras", en
el sentido de que existen vínculos genealógicos estrechos entre sus
significaciones imaginarias y las nuestras, en el sentido de que de un modo u
otro continuamos "compartiendo" el mismo mundo y que subsiste alguna
relación activa intrínseca entre la institución de esas sociedades y la
nuestra. Puesto que nosotros venimos después de esa creación aunque estamos en
la misma concatenación, puesto que nos encontramos, por así decirlo, aguas
abajo y vivimos, por lo menos parcialmente, en el marco mental y en el universo
de seres que dichas sociedades han establecido, parecería que nuestra
comprensión de nuestras sociedades "atávicas" no presentara ningún
misterio. Pero evidentemente surgen otros problemas. Por la fuerza de las
cosas, esta "pertenencia común" es en parte ilusoria por más que a
menudo se dé la tendencia a considerarla como plenamente real. Aquí los
"juicios de valor" proyectados asumen una gran importancia e interfieren
en nuestra comprensión. Es extremadamente difícil de establecer la conveniente
distancia entre nosotros mismos y "nuestro propio pasado"; las
actitudes frente a Grecia que mencioné antes dan adecuado testimonio de ello.
La ilusión de la Selbstverstiindlichkeit puede ser catastrófica: por ejemplo,
hay quienes piensan hoy que la democracia o la indagación racional son cosas
obvias al proyectar ingenuamente sobre toda la historia la situación
excepcional de su propia sociedad... y al hacerlo se colocan en la
imposibilidad de comprender lo que la democracia y la indagación racional
podían significar para la sociedad en que ellas fueron creadas por primera vez.
La segunda cuestión se presenta de la manera siguiente: si
la historia es creación, ¿cómo podemos juzgar y decidir? Esta cuestión
(conviene subrayarlo) no se formularía si la historia fuera simple y
estrictamente una concatenación causal o si comprendiera su phüsis y su telos.
Precisamente porque la historia es creación, la cuestión del juicio y de la
elección o decisión se presenta como una cuestión radical y no superficial.
La radicalidad de la cuestión se debe a que, a pesar de una
ilusión ingenua y muy difundida, no hay ni podría haber fundamento riguroso y
último de cualquier cosa que sea, ni siquiera del conocimiento y ni siquiera de
la matemática. Recordemos que esta ilusión de los fundamentos nunca fue
alimentada por los grandes filósofos, ni por Platón ni por Aristóteles, ni por
Kant ni por Hegel. Descartes fue el primer filósofo importante que sucumbió a
la ilusión del "fundamento”...y es éste uno de los terrenos en que su
influencia resultó catastrófica. Se sabe que desde Platón toda demostración
presupone algo que no es demostrable. Quisiera insistir aquí sobre otro aspecto
de la cuestión: los juicios que formulamos y las decisiones que efectuamos
pertenecen a la historia de la sociedad en que vivimos y dependen de ella. No
quiere decir esto que esos juicios y decisiones sean tributarios de
"contenido" historicosociales particulares (aunque esto también es
exacto). Quiero decir más precisamente que el simple hecho de juzgar y decidir
o elegir, en un sentido profundo, presupone no sólo que formamos parte de esta
historia particular, de esta tradición particular en la que por primera vez se
hizo efectivamente posible juzgar y decidir, sino que antes de todo juicio y
decisión de "contenidos" nosotros ya hemos juzgado afirmativamente y
elegido esta tradición y esta historia. Pues tal actividad y la idea misma de
juzgar y decidir son grecooccidentales, fueron creadas en ese mundo y en
ninguna otra parte. La idea no se le habría ocurrido ni podría habérsele
ocurrido a un hindú, a un hebreo clásico, a un auténtico cristiano o musulmán.
Un hebreo no tiene nada que decidir o elegir; recibió de una vez por toda la
verdad y la ley de manos de Dios; si se pusiera a juzgar y a decidir sobre esto
ya no sería un hebreo. Tampoco un cristiano tiene nada que juzgar ni decidir:
sólo tiene que creer y amar pues está escrito "no juzgues y no serás
juzgado" (San Mateo VII, 1). Por otra parte, un grecooccidental, un
("europeo") que presenta argumentos racionales para rechazar la
tradición europea confirma eo ipso esa tradición así como el hecho de
pertenecer permanentemente a ella.
Con todo, esta tradición no nos permite tampoco descansar pues
engendró la democracia y la filosofía, las revoluciones norteamericana y
francesa, la comuna de París y los consejos obreros húngaros, el Partenón y
Macbeth; pero esa tradición produjo también la matanza de los melianos por
parte de los atenienses, la inquisición, Auschwitz, el Gulag y la bomba H. Creó
la razón, la libertad y la belleza, pero también la monstruosidad a raudales.
Ninguna especie animal habría podido crear Auschwitz o el Gulag: hay que ser un
ser humano para mostrarse capaz de ello. Y en nuestra tradición se han
realizado por excelencia estas posibilidades extremas de la humanidad en el
dominio de lo monstruoso. El problema del juzgar y del decidir surge pues en
esta tradición que no podríamos validar en bloque, ni siquiera por un instante.
Y, claro está, este problema no se plantea como una simple posibilidad
intelectual. La historia misma del mundo grecoocidental puede interpretarse
como la historia de la lucha entre la autonomía y la heteronomia.
Como se sabe, el problema del juicio y de la elección es
objeto de la tercera Crítica de Kant y se sabe que Hannah Arendten sus últimos
años se volvió hacia esa tercera Crítica en su intento de hallar un fundamento
para esas actividades del espíritu. Tengo la impresión de que hoy se difunde una
especie de ilusión entre los discípulos y los comentaristas de Hannah Arendt,
ilusión que consiste en pensar a) que, de una manera u otra, Kant
"resolvió" este problema en la tercera Critica y b) que su
"solución" podría transponerse al problema político o por lo menos
facilitar la elaboración de este último. Y, en efecto, la facilita, pero, como
intentaré demostrarlo brevemente, de manera negativa.
Sostengo que toda esta cuestión es un extraño
entrecruzamiento (frecuente en filosofía) de intuiciones justas a las que se
llegó por razones erróneas. Esto comienza con el propio Kant. ¿Por qué, nueve
años después de la primera edición de la Crítica de la razón pura, Kant se
sintió impulsado a plantear la cuestión del Urteil y de la Urteilskraft?7 las
respuestas aparentemente sólidas dadas a esta cuestión en el Prefacio y la
Introducción a la tercera Crítica aparecen como reconstrucciones racionales o
racionalizaciones, como una empresa de elaboración sistemática y sistematizante
de motivaciones filosóficas más profundas y no siempre plenamente conscientes.
La primera de esas motivaciones es sin duda el hecho de que Kant comprendió que
lodo el edificio de la Crítica de la razón pura quedaba en el aire, que todo lo
"dado" no bastaba para producir la Erahrung (experiencia), que la
organización de un "mundo" partiendo de la Mannigfaltigkeit
(diversidad, multiplicidad) de los datos supone que esa Mannigfaltigkeit posee
ya un mínimo de organización intrínseca, puesto que por lo menos debe ser
organizable. Ninguna categoría de causalidad podría legislar una
Mannigfaltigkeit que se conformara con esta ley: si y sucedió antes a x, nunca
una y sucederá de nuevo a una x8 Verdad es que en un mundo totalmente
"caótico" de este tipo, sería imposible la existencia de un
"sujeto cognoscente" real, efectivo, pero éste no es más que un
segundo argumento, igualmente vigoroso contra la monocracia del
trascendentalismo subjetivo. El objeto de la legislación debe aparecer como
"legislable"; y el legislador debe "existir" realmente.
Ambas condiciones implican un mundo que no sea totalmente caótico.
El "feliz azar" (glücklicher Zufall), el carácter
"contingente" de la unidad sistemática de las leyes de la naturaleza
y de su facultad de responder a los imperativos del Verstand -que en realidad y
en cierto sentido es la verdad de la cuestión- no aporta una respuesta
filosófica digna de este nombre a aquella problemática. De ahí el paso a una
teleología (reflexiva y no constitutiva) de la naturaleza: aunque no podamos
"probarlo" .la naturaleza funciona como si estuviera organizada de
conformidad con ciertos fines. La obra de arte humana ofrece un análogo de este
trabajo de la naturaleza, pues en ella podemos ver "la imaginación en su
libertad misma como determinable de manera final para el entendimiento"
(párrafo 59).
Y precisamente. La segunda motivación es el reconocimiento
del carácter específico de una obra de arte9 Kant debe conciliar su deseo (o su
necesidad) de presentar una "estética", una filosofía de lo bello y
un locus filosófico para esa filosofía, y su vago sentimiento del carácter
específico ontológico del arte como creación. Y. desde luego, en este punto
Kant sobrepasa la tradición y la ontología clásica. La gran obra de arte no se
atiene a reglas sino que establece nuevas reglas, la obra de arte es Muster y
exemplarisch. El artista, el genio, no es capaz de describir o de explicar
científicamente su obra, pero establece la norma como naturaleza (als Natur.
párrafo 46). Claro está, aquí se trata de la natura naturans y no de la natura
naturata, no de la naturaleza de La crítica de la razón pura, sino de una
fuerza "viva" que reúne a la materia bajo la forma. El genio es Natur
¡y la Natur es genio! en cuanto libre imaginación determinable según la
finalidad.
La tercera motivación es el creciente interés que sintió
Kant por las cuestiones de la sociedad y la historia, interés manifiesto en sus
numerosos escritos de la época sobre esos temas y expresado en la tercera
Crítica a través de la idea de un sensus communis y de la distinción entre la
validez universal (Allgmeingültigkeit) objetiva y subjetiva.
Antes de considerar las cuestiones que plantea el hecho de
recurrir –frecuente hoy- a la tercera Crítica en lo relativo a las actividades
de juzgar y decidir, es necesario que nos demoremos algún tanto en una paradoja
de primera rnagnitud10 ¿Por qué habría que recurrir a la Crítica del juicio
cuanto toda la filosofía práctica está explícitamente enderezada a la
formulación de reglas y máximas de juicio y elección en las cuestiones "prácticas"?
¿Por qué, en las recientes discusiones, se pasan por alto las bases
aparentemente sólidas ofrecidas por la filosofía práctica de Kant en materia de
juicio político fundamental, siendo así que hace unos ochenta años dichas bases
inspiraron copiosamente a los socialistas neokantianos, a los austromarxistas.
Etc.? Si el imperativo categórico como tal es algo vacío, si no es más que la
forma elemental de la universalidad abstracta, como lo vieron y dijeron
justamente Schiller y Hegel, si los intentos de Kant para derivar exhortaciones
positivas y prohibiciones partiendo del principio de contradicción dejan de
desear, no se podría decir ciertamente lo mismo de sus "imperativos
prácticos". Sé una persona y respeta a los demás como personas; respeta la
humanidad en todo ser humano; trata a los demás como fines y nunca como simples
medios.... si estos principios son válidos, ciertamente se sentirá uno chocado
por un personaje como Eichmann y lo que éste representa. Pero no experimentará
ninguna perplejidad en cuanto a la posibilidad de juzgarlo. Hans Jonas no
habría ya tenido que preocuparse por ser capaz de decir a Hitler, "Lo
mataré" y no decirle "Usted no tiene razón”11.
Pero evidentemente la cuestión no queda reglada de esta
manera. En primer lugar. Hitler tendría razón al responder: "Usted no
puede demostrarme la validez de sus máximas". En segundo lugar. Hitler no
respondería nada parecido a eso, pues ni los nazis ni los stalinianos discuten,
se limitan a sacar sus revólveres, y en tercer lugar, si las máximas escapan a
la indeterminación, ello se debe únicamente a que hemos tomado la costumbre de
dar un contenido más o menos determinado a las nociones de "persona",
de "humanidad". etc. Esta no es porfía filosófica. No hace mucho
tiempo que la Iglesia condenaba a hombres a la hoguera para salvarles su
"humanidad", su alma. Las máximas (o todas las reglas similares) sólo
tienen valor en una comunidad y para una comunidad en la que a) se acepte la
discusión razonable (no "racional") como un medio de superar las
diferencias. b) se admita que no todo puede ser "demostrado" y c)
exista un grado de consenso suficiente (aunque sea sólo tácito) en cuanto a la
significación, más allá de su definición lógica, de términos tales como
"persona" o "humanidad" (o también "libertad",
"igualdad". "justicia". etc.). Se observará que estos
términos representan significaciones imaginarias sociales por excelencia.
Las similitudes que presentan estos supuestos previos con
las de toda discusión sobre el arte son evidentes. Lo cual no quiere decir, por
supuesto, que los juicios políticos y estéticos procedan de un tronco común;
quiere decir que, prima facie, no deja de ser razonable estudiar las condiciones
en las que una comunidad puede discutir y entenderse sobre cuestiones que se
salen del campo de los rigurosos procedimientos de la demostración.
Pero no es menos evidente que esas condiciones son tan
restrictivas que pierden toda utilidad cuando encarnamos las cuestiones de
fondo. La tercera Crítica de Kant representa en realidad una descripción, no
una "solución", del problema del juicio. Por importante que ella sea
no nos presta ninguna ayuda en la busca de los "fundamentos". Como
"solución", no es más que una petición de principios desde un punto
de vista estrictamente lógico, lo que equivale a decir, en mi propia
terminología, que describe el círculo primario de la creación historicosocial
sin saberlo. Esta es la cuestión que me propongo discutir brevemente ahora.
Hagamos notar desde el comienzo que, por lo menos que yo
sepa, la invocación a la Critica del juicio tiene que ver aquí únicamente con
las ideas de "gusto" y de "juicio reflectante", pero
absolutamente nada con la idea de que la gran obra de arte es una creación.
Quienes adoptan esta actitud ignoran o disimulan una aporía central (y fatal)
de la obra de Kant.
Para Kant, el "juicio reflectante" estético posee
una subjektive Allgemeingültigkeit (una validez universal subjetiva) por oposición
a la validez universal objetiva de los juicios formulados, por ejemplo, en el
campo teórico. Ese juicio reflectante se refiere al gusto y depende de la
posibilidad que el sujeto tiene de colocarse "en el lugar de otro".
Ninguna condición de esta naturaleza se requiere en los casos de los juicios de
validez universal objetiva en los que el "otro" (desde el punto de
vista del quidjuris) no presenta el menos interés.
¿De dónde procede esta validez universal (subjetiva) del
juicio de gusto? Del hecho de que, en el juicio estético, yo no digo "esto
me gusta" ni "esto me parece bello" sino que digo "esto es
bello". Aquí reivindico la universalidad de mi juicio. Pero evidentemente
esto no basta. Es perfectamente posible que yo dé (o que se estime que doy) la
forma de la universalidad a una clase de mis juicios sin que el menor contenido
de ellos corresponda de manera válida a esa forma. Es perfectamente posible que
yo formule una pretensión a la universalidad y que esa pretensión permanezca
siendo vana y vacía.
A velle ad
esse non valet consequentia. Aquí la trampa logicotrascendental no
funciona. Cuando digo, no "Creo que P es verdadero", sino "P es
verdadero", la cuestión de la validez universal de mi juicio puede, en
principio, ser zanjada mediante reglas y procedimientos. Y si alguien me dice
que "nunca hay algo verdadero" o bien que "la verdad es una
cuestión de capricho", ese alguien se sale de jure del campo de la
discusión racional. En las cuestiones teóricas no tengo que preocuparme de
esto, puedo prescindir del asentimiento de los "demás" y ya no tengo
necesidad de observar las cosas desde "el punto de vista de lo
otros".12 No ocurre esto con el juicio reflectante en el que es necesario
que yo haga intervenir el punto de vista de otro. Ahora bien, si los demás
tuvieran "gusto puro", si existiera algo así como un "gusto
puro", aun "trascendentalmente", es decir, en el sentido en que
el reiner Verstand debe "existir", todo esto no sería más que un
simple juego de palabras. El otro sería sólo un ejemplo concreto más del mismo "universal"
(por más que ese universal no sea ciertamente ni lógico ni
"discursivo") del cual yo mismo sería también un ejemplo. En efecto,
si existiera el "gusto puro", ello supondría que ese gusto nada debe
a las "particularidades empíricas" de los sujetos involucrados y que
en modo alguno estaría afectado por dichas particularidades (lo mismo en el
caso del conocimiento o de la ética). Pero, en el dominio del juicio estético,
los demás deben precisamente tomarse en consideración como otros. El otro no
difiere de mí "numéricamente" (como habrían dicho los escolásticos)
sino sustantivamente. A pesar de las connotaciones del término reflectante, en
el juicio reflectante el otro no es un espejo. El otro puede funcionar en el
lugar que Kant le asigna porque es otro (diferente en un sentido no
superficial). El juicio estético existe y es de una naturaleza diferente de la
del juicio teórico o práctico puro (ético) porque personas diferentes pueden
entenderse sobre cuestiones de belleza. En el caso del juicio teórico práctico
el acuerdo es a la vez necesario y superfluo; aquí la universalidad es
identidad de las "ejemplificaciones" numéricas indefinidas e
indiferentes. La "validez universal subjetiva" del juicio estético es
en cambio comunidad a través de la no identidad. Al otro debe parecerle -o le
parece- bella La ronda nocturna, aunque sea diferente de mí en un sentido
profundo.
Pero diferente ¿cómo, en qué medida, hasta qué punto? Sólo
lo bastante, ni demasiado diferente ni demasiado poco diferente. El juicio que
yo formulo sobre Edipo Rey, ¿podría quedar quebrantado si a un grupo de
mandarines Tang, Song o Ming extremadamente refinados les pareciera repugnante
esa tragedia? ¿Debería yo pensar desde el punto de vista de Hokusai cuando miro
Las señoritas de Aviñón? Kant habla, claro está, en varias ocasiones de la
"educación del gusto". Pero la educación del gusto suscita dos
problemas filosóficos enormes (enormes en esta perspectiva). En primer lugar,
la educación del gusto es imposible a menos a) que la belleza esté ya presente,
y b) que la belleza sea reconocida justamente como tal. ¿A partir de qué? ¿Por
quién? ¿Sobre qué base? ¿Quién educará a los educadores? O bien la educación
del gusto es una expresión vacía de sentido, o bien la belleza es un Faktum
histórico (como lo es también, en realidad, la Erfahrung) y su
"reconocimiento" o su "recepción" no podría explicarse ni
comprenderse (y aun menos ser "fundada") así como no podría
comprenderse su creación (Kant dice Erzeugung, producción, engendramiento). Lo
que de nuevo descubrimos aquí es ese círculo primario, originario, de la
creación: la creación presupone la creación. En segundo lugar, si pensamos en
una educación históricamente eficaz, llegaríamos (y en verdad llegamos) a la imposición
de un "gusto" dado en una cultura particular. De manera que la
uniformidad del gusto será más o menos "obligatoria"... y el juicio
reflectante no dará nada más [como output] que los inputs ya inyectados en los
sujetos históricos.
Además, si la belleza es un Faktum histórico, no hay una
sola y única historia de ese Faktum, sino que hay una inmensa pluralidad de
historias y, por tanto, también de gustos. Hemos sido educados -y nosotros
continuamos educando a nuestros hijos- en y mediante las creaciones de nuestra
propia historia. Y es asimismo nuestra propia historia -y solamente esta
historia-la que nos educó, de manera tal que sabemos apreciar la belleza de las
esculturas mayas, de las pinturas chinas o de la música y de la danza de Bali,
en tanto que lo inverso no es cierto. Claro está que algunos de los mejores
intérpretes contemporáneos de Mozart son japoneses. Pero lo son porque esos
intérpretes se han "occidentalizado": no tanto en el sentido el que
aprendieron a tocar el piano, a estudiar a Mozart, como en el sentido en que
aceptaron esa apertura, ese movimiento de aculturación con su corolario: que la
música de ciertos bárbaros no puede rechazarse de antemano sino que puede
merecer la pena de que uno se adueñe de ella.13 Si el otro no es una sombra o
un maniquí, pertenece a una comunidad historicosocial definida y concreta.
Concreta quiere decir particular, una comunidad particular con su
"educación' particular, es decir, con su tradición. Pero entonces,
remitirse a su punto de vista fluctúa peligrosamente entre la vacuidad y la
tautología. Ese remitirse es vacío, si se considera que el otro en cuestión se
halla en cualquier comunidad; y es tautológico, si apelamos a nuestra propia
comunidad, pues entonces se trata siempre sólo de continuar juzgando bello lo
que ya juzgábamos como tal.
Que ello deba ser así se debe ciertamente a lo que he
llamado el cerco cognitivo de mundos historicosociales diferentes, y este
concepto se aplica tanto al arte como a la "ciencia", tanto a las
razones suficientes de morir como a las buenas maneras de mesa. Ciertamente hay
que hacer una distinción entre la "ciencia" y lo demás o, en todo
caso, el arte. Aun cuando rechacemos los argumentos pragmáticos del tipo:
"La validez universal de nuestra ciencia, por oposición a la magia de los
salvajes, está probada por el hecho de que nosotros matamos a los salvajes con
mucha mayor eficacia de lo que su magia puede matarnos", lo cierto es que
las posibilidades de una "validez universal" efectiva de la ciencia
son muy superiores a las del arte. Pues, en el caso de la ciencia, el
componente conjuntista-identitario (legein y teukhein) es de una importancia
enorme y ese componente es menos variable de una cultura a otra.14 Por ejemplo,
en la medida en que la causalidad es universalmente reconocida (la propia magia
opera sobre la base de una especie de postulado de la causalidad), puede uno
convencer a cualquier salvaje, al precio de un número pequeño de operaciones,
de que X es la causa de Y. Pero las posibilidades que tiene uno de hacerle
gustar de Tristan und I solde son infinitamente menores; para conseguirlo uno
deberá iniciar al salvaje en varios siglos de cultura europea. Naturalmente
esto no se debe a un azar, el arte --que nunca fue "arte puro" salvo
durante un período histórico reciente muy breve- está mucho más estrechamente y
profundamente vinculado con el núcleo de las significaciones imaginarias de una
sociedad que el "conocimiento de las cosas".
Desde luego, existe una respuesta kantiana a todo esto y esa
respuesta es (por 10 menos) triple, Primero, la obra de arte se dirige a la
"parte subjetiva que se puede suponer en todo hombre (como exigible para
el conocimiento posible en general)" (párrafo 38). Y esta parte se
encuentra en la animación recíproca de la imaginación, en su libertad, y del
entendimiento en su conformidad con una ley (Gesetzmiissigkeit) (párrafo 35),
según la proposición conveniente (párrafo 21). Segundo, la
"necesidad" del juicio de gusto se funda en un "concepto
indeterminado", el "concepto de un sustrato suprasensible de
fenómenos" (párrafo 57). Y, tercero, existe un proceso histórico que
equivale a un progreso de la educación del gusto y ciertarnente a una
actualización de la universalidad efectiva en virtud de una marcha convergente,
y ese progreso se manifiesta en el desarrollo de la civilización en general y
en la Au.fkliirung en particular (párrafo 41).
No es posible ni necesario discutir aquí estos puntos. Me
contentaré con hacer notar, con referencia al primero, que sus implicaciones
son mucho más vastas de 10 que parecen a primera vista. Puede uno estar de
acuerdo sin dificultad en que la imaginación, el entendimiento y la interacción
"productiva" de una y del otro están presentes en todos los hombres;
la cuestión del gusto pone en juego mucho más que esas "facultades"
universales abstractas, pues se refiere a su especificación histórica concreta
(Kant tenía plena conciencia de esto, como lo demuestra su tercer punto y
también la Observación que sigue al párrafo 38). Pero, y esto es mucho más importante,
estas ideas remiten a la filosofía kantiana en su totalidad, tanto a la
"filosofía pura" como a la "filosofía de la historia", Sin
esto, la tercera Critica se encuentra como suspendida en el aire. Me asombra
que los partidarios contemporáneos de recurrir a la tercera Critica no parezcan
darse cuenta de que deberían aceptar, con el resto de la herencia, las ideas de
un "sustrato suprasensible de los fenómenos" (en el sentido kantiano
del término "suprasensible") y de la "humanidad", o también
la idea de que la belleza es el "símbolo del bien moral" (párrafo
59). Y más asombroso aun me parece que esos hombres no puedan tener en cuenta
el vínculo esencial que existe entre la teoría del gusto y del juicio expuesta
por Kant y el universo histórico, por otro lado, vínculo que se manifiesta en
la posición clara y sin equívocos de Kant en lo tocante a la Aufkliirung . Si
todas las tribus humanas, después del largo período en que erraron por las
selvas salvajes de la precivilización, se reunieran ahora en los calveros de la
Aufkliirung donde nosotros, los primeros que hemos llegado a ella, los
saludaríamos amistosamente a medida que fueran llegando, los problemas serían
ciertamente muy diferentes. Pero, ¿no se nos había explicado que toda la
discusión comenzó precisamente a causa de la crisis que quebrantó las ideas y
las normas de la Aufkliirung?
Pasemos ahora al otro grupo de ideas de la tercera Crítica.
Las bellas artes son las artes del genio, y la obra del genio es una creación,
por más que el propio Kant no emplee este mismo término.15 La obra del genio es
nueva, no "numéricamente", sino esencialmente por el hecho de
presentar nuevas normas: es un nuevo eídos. Es asimismo "modelo",
"prototipo" (Muster).
Pero, ¿un modelo de qué y para hacer qué? El término es
extraño puesto que uno naturalmente esperaría esta respuesta: un modelo para
imitar. Pero Kant rechaza y condena severamente y con razón la imitación e
insiste con énfasis en la originalidad esencial que para él es la marca
distintiva de la obra de arte, es decir, del genio. (¡Ay! si por lo menos se
hubiera podido hacer comprender a la gente esa identidad, que arte = genio,
desde siglos atrás...).
SI se toma el término "prototipo" en el sentido
formal, la obra de genio es un prototipo de nada y para nada.16 Pero esa obra
es un prototipo desde otros dos otros puntos de vista. Es un prototipo del
"hecho" de la creación; se propone como ejemplo no para Imitar o
copiar (Nachahmung o Nachmachung) sino como ejemplo que llama a una "continuación"
o sucesión (Nachfolge), a fin de que se repita el hecho y la hazaña de la
creación. Y esa obra sirve igualmente de modelo para la educación del gusto. En
ambos casos volvemos a encontrar el círculo de la creación histórica, y ninguna
construcción "lógica" o "analítica" nos permite salir de
esta Situación paradójica. La obra maestra puede servir de modelo para la
educación del gusto sólo si el gusto ya está bastante desarrollado para
reconocer aquella una obra maestra, y sólo puede servir de modelo para una
repetición del acto creador SI ya está reconocida como la encarnación de
semejante acto.
Detrás de la construcción aparentemente -como siempre-
estanca de Kant y más allá de la toma de conciencia de su naturaleza, que, como
de costumbre, es Inestable, encontramos aquí una intuición profunda de la
verdad en esta materia. Como creación, el arte no podría ser
"explicado". Tampoco la recepción de la gran obra de arte podría
"ser explicada". La [unción "educativa" de lo nuevo y de lo
original es a la vez en hecho y una paradoja.17 Esa [unción es un ejemplo del
hecho y de la paradoja de toda creación histórica.
La teoría de la estética de Kant constituye el único sector
de sus escritos fundamentales en el que el filósofo se ve obligado a ir más
allá de su enfoque estrictamente dualista y de tener en cuenta lo que los
ulteriores neokantianos (Rickert) llamarían das Zwischenreich des immanenten
Sinnes (la región intermedia del sentido inmanente). Es este el momento en que
Kant se acerca más a reconocer la creación en la historia, aunque no la nombre,
ni podía nombrarla. La belleza es algo creado. Pero es característico, en
primer lugar, que Kant se haga una idea "excepcional" de la creación:
únicamente el genio crea... y el genio lo hace "como naturaleza",
(por cierto, esta naturaleza no tiene nada que ver con la
"naturaleza" de su filosofía teórica. Se comprende sin dificultad que
"naturaleza" es aquí un incómodo seudónimo que está en lugar de
"Dios"; el "genio" es un ramal fragmentado de la
inteligencia creadora encargado de toda reflexión sobre la teleología de la
"naturaleza".) Y en segundo lugar, también es característico de Kant
que la creación esté restringida al dominio -ontológicamente privado de peso-
del arte. Lo que Kant tiene que decir sobre el trabajo científico en la tercera
Crítica es característico de la necesidad intrínseca en que se ve Kant de
trivializarlo y de reducirlo a un proceso de acumulación. En el dominio del
arte, la validez efectiva, el reconocimiento y la recepción de las normas (las
significaciones o los "valores", para emplear la terminología
neokantiana) deben adquirir una importancia decisiva. De ahí el paso de la
"validez universal objetiva" a la "validez subjetiva" y de
lo "determinante" a lo "reflectante": la determinación no
depende de la opinión de los demás, en tanto que lo reflectante la hace
intervenir. De manera que el carácter irreductible de la creación y la
comunidad/ colectividad de los seres humanos adquieren, aunque algo
forzadamente, cierta categoría filosófica, aunque sólo sea como problemas.
Kant cree que aporta una respuesta al interrogante de la
esencia de la belleza (de lo que es la belleza) y de la "necesidad"
de su reconocimiento común. Naturalmente, no da tal respuesta. Debemos cobrar
plena conciencia de la importancia capital que tiene la tercera Crítica, no
sobre la cuestión del juicio, sino en cuanto a sus instituciones relativas a la
creación y a la comunidad humana. También debemos reconocer los límites de esas
intuiciones y el necesario origen de tales límites en el "cuerpo
principal" de la filosofía kantiana (en las otras dos Criticas). Si quiere
uno liberarse de esos límites, hay que hacer explotar ese cuerpo principal...
pero entonces, las intuiciones de la tercera Crítica asumen un sentido
enteramente diferente y nos llevan en direcciones inesperadas. A causa de esos
límites -que en verdad son comunes a la corriente central de la tradición
filosófica heredada-, Kant no tiene la posibilidad de concebir lo imaginario
social radical ni la institución de la sociedad; no podría realmente pensar la
socializad de la historia ni la historicidad de la sociedad.18 De ahí también
la restricción del "Genio" y la restricción del "arte": la
creación de las instituciones es pura y simplemente ignorada por Kant, o en el
mejor de los casos, Kant la presenta como una cuestión exclusivamente
"racional" (considérese la "nación de demonios" en Zum
ewigen Frieden). Por esta razón, el círculo primario de la creación (el hecho
de que la. creación se presupone a sí misma) sólo puede aparecer de manera
confusa e indistinta, entre las líneas de sus escritos y a través de las
aporías de su análisis: Kant reconoce la belleza porque existe el gusto, y el
gusto existe porque los hombres han sido educados y los hombres han sido
educados porque estaban ya en contacto con la belleza, esto es, porque
reconocieron la belleza antes de ser capaces, en principio, de hacerlo.
En el dominio del arte, como en otras esferas, lo
historicosocial es autoinstitución: aquí el "genio" es a la vez un
caso particular y un seudónimo de la creación histórica en general. La
recepción de la obra de arte es un caso de la participación y de la cooperación
activas y autocreadoras de las comunidades humanas en la institución de lo
nuevo. La "recepción" no es menos paradójica ni menos creadora- que
la creación. Y, por supuesto, nada de todo esto nos lleva hacia la respuesta a
nuestra pregunta: ¿cómo juzgar y decidir? La generalización y la radicalización
de las intuiciones de Kant no pueden sino desembocar en una generalización y en
una radicalización de las aporías contenidas en su obra. En efecto, cada uno
juzga y elige siempre no sólo en el seno de la institución historicosocial
particular –la cultura, la tradición-que lo formó, sino que lo hace también por
medio de esa institución; de otra manera sería incapaz de juzgar y de elegir
nada. Que Kant pueda tener conciencia de este hecho y al propio tiempo dejarlo
de lado atestigua su posición fundamental de Aufkliirer. Para Kant, en verdad
hay una sola historia y, en todo aquello que realmente importa, esa historia
nunca se confunde con la nuestra (o también, nuestra propia historia es el
punto en que se encuentran "trascendentalmente y obligatoriamente"
todas las historias particulares). Podría uno sentirse tentado a ver en esta
actitud una posición "empírica" de la que se podría prescindir, pero
esto sería erróneo. Pues este postulado -la "trascendentalización"
del hecho histórico de la Aufkliirung- es necesario si se quiere contar con una
apariencia de respuesta en término "universales", a la pregunta
inicial. Si perteneciéramos todos a la misma tradición fundamental-o si de jure
hubiera una sola y única tradición "verdadera"-, podríamos invocar el
"mismo" gusto. (Pero aun en ese caso habría que suponer, contra los
hechos, que las rupturas creadoras que jalonan esta tradición permanecen dentro
de ciertos límites indefinibles.)
Ahora podemos llegar a una conclusión sobre el
entrecruzamiento permanente de instituciones Justas y malas razones que
prosigue hoy con la invocación contemporánea a la tercera Crítica. Hoy se
recurre a la teoría kantiana del juicio con la ilusión .de que ella pueda
aportar elementos de respuesta a la cuestión de Juzgar y decidir, cosa que
dicha teoría no hace. Y no se tiene en cuenta la tercera Crítica en lo que ella
realmente es, en su germen más precioso: la intuición del hecho de la creación.
Pero esto no se debe a un azar, pues nuestros contemporáneos repudian (por lo
menos tácitamente) el cuerpo principal de la filosofía de Kant; SI no lo
hicieran, no tendría ninguna necesidad de recurrir a la tercera Crítica en
materia de juicio práctico político. Ahora bien, una vez liberada del andamiaje
(o de la jaula) trascendental y de los postulados relativos a lo suprasensible,
la idea de creación se hace incontrolable. Si las normas mismas son creadas,
¿cómo eludir la idea aterradora de que el bien y el mal son también ellos
mismos creaciones historicosociales? Por eso prefieren refugiarse en un vago
sensus corrununis en lo referente al bien y al mal... y olvidar una vez más que
precisamente el derrumbe efectivo de ese sensus communis es el origen de toda
la discusión.
¿Podemos hacer algo más que enunciar algunos hechos
evidentes? ¿Enunciar que juzgar y decidir se realizan siempre en el seno de una
institución historicosocial existente y por medio de ella? ¿O bien que proceden
de una nueva creación frente a la cual no hay otros criterios disponibles que
aquellos que estableció esta nueva creación por primera vez? ¿Y cómo podemos
abordar razonablemente, si no "racionalmente", la cuestión del juicio
y de la elección en diferentes instituciones de la sociedad, la cuestión
política por excelencia?
Aquí no puedo discutir este problema. Repetiré tan sólo lo
siguiente: la singularidad absoluta de nuestra tradición, grecooccidental o
europea, consiste en la circunstancia de que es la única tradición en que este
problema surge y se hace pensable. (Lo cual no quiere decir que se resuelva, a
pesar de Descartes y de Marx.) La política y la filosofía, y el lazo que las une,
se crearon en esta tradición y solamente en ella. Claro está esto no significa
que la tradición europea pueda ser racionalmente impuesta a otra tradición que
no tuviera en cuenta tal posición o que la rechazara. Toda argumentación
racional presupone la aceptación común del criterio de racionalidad. Discutir
"racionalmente" con Hitler, Andropov, Jomeini o Idi Amin Dada no es
tan vano desde un punto de vista pragmático como lógicamente absurdo. En
realidad, "pragmáticamente", semejante discusión puede defenderse
como una actividad política ("pedagógica"): siempre está la
posibilidad de que ciertos partidarios de esos señores sean (o se hagan)
inconsecuentes y, por lo tanto, permeables a argumentos "racionales".
Pero, para tomar un ejemplo más elevado, una argumentación que invoque la
racionalidad y el valor igual de todos los seres humanos en su condición de
humanos, etc. ¿podrá tener algún peso contra la convicción profundamente
arraigada de que Dios se reveló y reveló al propio tiempo su voluntad, revelación
que implicaría, por ejemplo, la conversión forzada y/o el exterminio de los
infieles, de los hechiceros, de los heréticos, etc.? En su estupidez, el
moderno espíritu de campanario es capaz de burlarse de esta idea
"exótica", siendo así que hace sólo dos siglos esa idea ocupaba un
lugar central en todas las sociedades "civilizadas".
El juzgar y el decidir o elegir, en un sentido radical, se
crearon en Grecia y éste es uno de los sentidos de la creación griega de la
política y de la filosofía. Por política entiendo, no las intrigas palaciegas,
ni las luchas entre grupos sociales que defienden sus intereses o sus
posiciones (luchas que han existido en muchas otras partes), sino una actividad
colectiva cuyo objeto es la institución de la sociedad como tal. En Grecia
encontramos el primer ejemplo de una sociedad que delibera explícitamente sobre
sus leyes y que modifica esas leyes.19 En otras partes, las leyes son heredadas
de los antepasados o están dadas por los dioses o por el único Dios verdadero;
pero esas leyes no son establecidas, es decir, no están creadas por hombres al
cabo de una discusión colectiva sobre las leyes buenas y las leyes malas. Esta
posición lleva a la pregunta que también tiene su origen en Grecia y que
consiste en interrogar no sólo si esta leyes buena o es mala, sino en
interrogar ¿qué significa que una ley sea buena o mala? En otras palabras, ¿qué
es la justicia? Y esta cuestión se vincula inmediatamente con la creación de la
filosofía. Así como en la actividad política griega la institución existente de
la sociedad es puesta por primera vez en tela de juicio y modificada, Grecia es
también la primera sociedad que se interrogó explícitamente sobre la
representación colectiva e instituida del mundo, es decir, es la primera que se
entregó a la filosofía. Y así como en Grecia la actividad política desemboca
rápidamente en la pregunta ¿qué es la justicia en general? y no simplemente en
la cuestión de saber si una determinada ley particular es buena o mala, justa o
injusta, así también la interrogación filosófica desemboca rápidamente en la
pregunta ¿qué es la verdad? y no tan sólo en la cuestión de saber si esta o
aquella representación del mundo es verdadera. Y estas dos preguntas son
auténticas interrogaciones, es decir, interrogaciones que deben permanecer
abiertas para siempre.
La creación de la democracia y de la filosofía, y de su
vínculo, tiene una precondición esencial en la visión griega del mundo y de la
vida humana, en el núcleo de lo imaginario griego. La mejor manera de aclarar esto
sea tal vez referirse a las tres preguntas con las que Kant resumió los
intereses del hombre. En cuanto a las dos primeras (¿qué puedo saber? y ¿qué
debo hacer?), la interminable cuestión comienza en Grecia pero no hay una
"respuesta griega" a ellas. En cuanto a la tercera pregunta (¿qué me
es lícito esperar?), hay una respuesta griega clara y precisa y es un rotundo y
retumbante nada. Evidentemente esta respuesta es la correcta. La esperanza no
se toma aquí en su sentido cotidiano y superficial, como la esperanza de que el
sol brille mañana o de que los hijos nazcan vivos. La esperanza en la que
piensa Kant es la esperanza de la tradición cristiana o religiosa, la esperanza
correspondiente al deseo y a la ilusión centrales del hombre de que debe haber
alguna correspondencia fundamental, alguna consonancia, alguna adequatio entre
nuestros deseos (o nuestras decisiones) y el mundo (la naturaleza del ser). La
esperanza es esa suposición ontológica, cosmológica y ética según la cual el
mundo no es simplemente algo que está fuera del individuo sino un cosmos en el
sentido propio y arcaico del término, es decir, un orden total que nos incluye
a nosotros mismos, que incluye nuestras aspiraciones y nuestros esfuerzos como
sus elementos centrales y orgánicos. Traducida en términos filosóficos, esta
hipótesis es: el ser es fundamentalmente bueno. Como se sabe, Platón fue el
primero que se atrevió a proclamar esta monstruosidad filosófica, después de
haber terminado el período clásico. Y esta monstruosidad continuó siendo el
dogma fundamental de la filosofía teológica, ciertamente en Kant y en Marx
también. Pero el punto de vista griego está expresado en el mito de Pandora,
tal como nos lo refiere Hesíodo: la esperanza queda siempre prisionera en la
caja de Pandora. En la religión griega preclásica y clásica, no hay esperanza
de vida después de la muerte: o bien no hay vida después de la muerte o bien,
si hay una vida, ésta es aun peor que la peor vida que se pueda vivir en la
tierra; así lo revela Aquiles a Ulises en el país de los muertos. No habiendo
nada que esperar de una vida después de la muerte, ni de un Dios benévolo y
atento, el hombre se encuentra en libertad de obrar y pensaren este mundo.
Todo esto está profundamente relacionado con la idea griega
fundamental del caos. Según Hesíodo, al comienzo era el caos. En un sentido
propio y en su primera acepción en griego caos significa vacío, nada. El mundo
surge del vacío más completo.20 Pero, ya en Hesíodo, el universo es también
caos en el sentido en que el universo no está perfectamente ordenado, no está
sometido a leyes llenas de sentido. Al principio reinaba el desorden más
completo, luego reinó el orden y se creó el cosmos. Pero, en las
"raíces" del universo, más allá del paisaje familiar, el caos
continúa reinando soberano. Y el orden del mundo no tiene "sentido"
para el hombre: está la ciega necesidad de la génesis y del nacimiento, por un
lado, y la necesidad de la corrupción y de la catástrofe -de la muerte de las
formas-, por otro. En Anaximandro -el primer filósofo del cual poseemos
testimonios dignos de crédito- el "elemento" del ser es el apeiron,
lo indeterminado, lo indefinido, es decir, otra manera de concebir el caos; y
la forma, la existencia particularizada y determinada de los diversos seres, es
la adikia, la justicia, que también puede llamarse la hübris. Esa es la razón
por la cual los seres particulares deben hacerse mutuamente justicia y reparar
su injusticia por obra de su descomposición y su desaparición.21 Existe un lazo
estrecho, aunque implícito, entre estos dos pares de oposiciones: caos/cosmos y
hübris/dike. En cierto modo, la segunda no es más que una transposición de la
primera a la esfera humana.
Esta visión condiciona, por así decirlo, la creación de la
filosofía. La filosofía, tal como la crearon y la practicaron los griegos, es
posible porque el universo no está totalmente ordenado. S i lo estuviera, no
habría la menor filosofía, habría sólo un sistema de saber único y definitivo.
Y si el mundo fuera caos puro y simple, no habría ninguna posibilidad de
pensar. Pero la filosofía condiciona también la creación de la política. Si el
universo humano estuviera perfectamente ordenado, ya desde el exterior, ya por
su "actividad espontánea" ("la mano invisible", etc.), si
las leyes humanas estuvieran dictadas por Dios o por la naturaleza o también
por la "naturaleza de la sociedad" o por las "leyes de la
historia", no habría entonces ningún lugar para el pensamiento político,
ni habría un campo abierto a la acción política, de manera que sería absurdo
interrogarse sobre lo que es una ley buena o sobre la naturaleza de la justicia
(véase Hayek). Asimismo, si los seres humanos no pudieran crear algún orden por
sí mismos estableciendo leyes, no habría ninguna posibilidad de acción
política, de acción instituyente. Y si fuera posible un conocimiento seguro y
total (episleme) de la esfera humana, la política tocaría inmediatamente a su
fin y la democracia sería imposible ya la vez absurda, pues la democracia
supone que todos los ciudadanos tienen la posibilidad de alcanzar una doxa
correcta y que nadie posee una episteme de las cosas políticas.
Es importante, según me parece, insistir en estas relaciones
porque las dificultades con las que choca el pensamiento político moderno se
deben en buena parte a la influencia dominante y persistente de la filosofía
teológica (es decir, platónica). Desde Platón hasta el liberalismo moderno y el
marxismo, la filosofía política estuvo envenenada por el postulado operante de
que hay un orden total y "racional" (y, por consiguiente, "lleno
de sentido") del mundo y por su inevitable corolario: existe un orden de
las cuestiones humanas vinculado con ese orden del mundo; es lo que podría
llamarse la ontología unitaria. Este postulado sirve para disimular el hecho
fundamental de que la historia humana es creación, hecho sin el cual no podría
haber una auténtica cuestión del juicio y de la elección, ni objetivamente ni
subjetivamente. Asimismo, dicho postulado enmarcara o hace a un lado la
cuestión de la responsabilidad. La ontología unitaria, cualquiera que sea su
máscara, está esencialmente ligada con la heteronomia.
Y en Grecia, el surgimiento de la autonomía se debió a una
visión no unitaria del mundo, expresada desde los orígenes en los
"mitos" griegos.
Cuando se estudia Grecia y más particularmente las
instituciones políticas griegas, la mentalidad "modelo-antimodelo"
tiene una consecuencia curiosa pero inevitable: esas instituciones son
consideradas, por así decirlo, “de manera estática”, como si se tratará de una
única “constitución” con sus diversos “artículos” fijos de una vez para todas,
y a los que se podría (y se debería) “juzgar” o “evaluar” como tales. Es este
un enfoque propio de personas que buscan recetas – cuyo número, a decir verdad,
no parece estar en proceso de disminución -. Pero la esencia de lo que importa
en la vida política de la antigua Grecia – el germen – es, sin duda, el proceso
histórico instituyente: la actividad y las luchas que se desarrollan en torno a
la transformación de las instituciones, la autoinstitución explícita (aunque
sea parcial) de la polis como proceso permanente. Ese proceso se desarrolla
durante casi cuatro siglos. La elección anual de los thesmothétai en Atenas se
remonta a los años 683 – 682 a.C y probablemente en la misma época los
ciudadanos de Esparta (unos 9.000) se establecieron como homoioi (“semejantes”,
es decir, iguales) y se asentó el reinado del nómos (ley). Y el desarrollo de
la democracia en Atenas prosigue hasta una fecha avanzada del siglo IV a.C. Las
póleis, en todo caso Atenas sobre la cual nuestra información presenta menos
lagunas, no cesan de cuestionar su propia institución; el demos continúa
modificando las normas dentro del marco en que vive. Todo esto, claro está, es
inseparable del vertiginoso ritmo de la creación durante ese período, en todos
los ámbitos y más allá del campo estrictamente político.
Se trata de un movimiento explícito de autoinstitución. La
significación capital de la institución explícita es la autonomía: nosotros
establecemos nuestras propias leyes. De todas las cuestiones que plantea este
movimiento, recordaré brevemente tres: ¿”quién” es el “sujeto” de esta
autonomía?, ¿cuáles son los límites de su acción? Y “¿cuál es el “objeto” de la
autoinstitución autónoma?22
La comunidad de los ciudadanos – el demos – proclama que es
absolutamente soberana (el demos es autónomos, autódikos, autóteles: se rige
por sus propias leyes, posee su jurisdicción independiente y se gobierna él
mismo por decirlo en términos de Tucídides). Esta comunidad afirma igualmente
la igualdad política (participación por igual en la actividad y en el poder) de
todos los hombres libres. El autoestablecimiento, la autodefinición del cuerpo
político contiene – y contendrá siempre – un elemento arbitrario. La norma que
rige el establecimiento de las normas, en la terminología de Kelsen, quién
establece la Grundnorm, es un hecho. Para los griegos, ese “quién” es el cuerpo
de los ciudadanos varones libres y adultos (lo cual quiere decir, en principio,
hombres nacidos de ciudadanos, aunque la naturalización fuera conocida y
practicada). La exclusión de la ciudadanía de las mujeres, de los extranjeros y
de los esclavos es ciertamente una limitación que para nosotros resulta
inaceptable. En la práctica, esta limitación nunca fue suprimida en la antigua
Grecia (en el plano de las ideas, las cosas son menos simples; pero no voy a
abordar aquí este aspecto de la cuestión). Mas si por un instante nos dejamos
arrastrar por el estúpido juego de los “méritos comparados”, podemos recordar
que la esclavitud sobrevivió en Estados Unidos hasta 1865 y en Brasil hasta el
final del siglo XIX, que en la mayoría de los países “democráticos” el derecho
al voto fue otorgado a las mujeres sólo al terminar la Segunda Guerra Mundial,
que en aquel momento ningún país reconocía a los extranjeros ese derecho y que,
en la mayoría de los casos, la naturalización de los residentes extranjeros no
tiene nada de automática (una sexta parte de la población residente de la muy
“democrática” Suiza está constituida por metoikoi).
La igualdad de los ciudadanos, es una igualdad ante la ley
(isonomía), pero en esencia es mucho más que eso. Esa igualdad no se limita a
la concesión de “derechos” iguales pasivos, sino en la participación general
activa en los asuntos públicos. Esa participación no está librada al azar; por
el contrario está activamente alentada por normas formales así como por el
ethos de la polis. Según el derecho ateniense, un ciudadano que se negaba a
tomar partido de las luchas civiles que agitaban la ciudad se convertía en
átimos, es decir, perdía sus derechos políticos23. La participación se
materializa en la ecclesía, la asamblea del pueblo que es el cuerpo soberano
activo. Todos los ciudadanos tienen el derecho de tomar la palabra (isegoría), sus
votos tienen todos el mismo peso (isopsephia) y todos tienen la obligación
moral de hablar con absoluta franqueza (parrhesia). Pero la participación se
materializa también en los tribunales en los que no actúan jueces
profesionales; la casi totalidad de los tribunales está formada por jurados y
sus miembros son designados por sorteo.
La ecclesia, asistida por la boule (consejo), legisla y
gobierna. Esa es la democracia directa. Tres aspectos de esta democracia
merecen un comentario más amplio.
a) El pueblo por oposición a los “representantes”. Cada vez
que en la historia moderna una colectividad política entró en un proceso de
autoconstitución y de autoactividad radicales, la democracia directa fue
redescubierta o reinventada: consejos comunales (town meeting) durante la
revolución norteamericana, secciones durante la Revolución Francesa, Comuna de
París, consejos obreros o soviets en su forma inicial. Hannah Arendt insistió
muchas veces en la importancia de esas formas. En todos estos casos, el cuerpo soberano
es la totalidad de las personas afectadas; cada vez que una delegación resulta
inevitable, los delegados son elegidos, pero en todo momento pueden ser
revocados sus poderes. No olvidemos que la gran filosofía política clásica
ignoraba el concepto (mistificador) de “representación”. Para Herodoto, lo
mismo que para Aristóteles, la democracia es el poder del demos, poder que no
sufre ninguna limitación en materia de legislación, y la designación de los
magistrados (¡no de “representantes”!) se realizaba por sorteo o por rotación.
Hoy algunos se obstinan en repetir que la constitución preferida por
Aristóteles, lo que éste llama la politeia, es una mezcla de democracia y de
aristocracia, pero se olvidan de agregar que para Aristóteles el elemento “aristocrático”
de esta politeia está en el hecho de que los magistrados son elegidos; en
efecto, en varias ocasiones Aristóteles define claramente la elección como un
principio aristocrático. Y esto no era menos claro para Montesquieu ni para
Rousseau. Fue Rousseau (y no Marx ni Lenin) quien escribió que los ingleses se
sienten libres porque eligen a su parlamento, pero que en realidad sólo son
libres un día cada cinco años. Y cuando Rousseau explica que la democracia es
un régimen demasiado perfecto para los hombres y que sólo se adapta a un pueblo
de dioses, entiende por democracia la identidad del soberano y del príncipe, es
decir, la ausencia de magistrados. Los liberales modernos serios –por oposición
a los filósofos políticos contemporáneos- no lo ignoraban de modo alguno.
Benjamín Constant no glorificó las elecciones ni la “representación” como
tales; defendió en ellas males menores con la idea de que la democracia era
imposible en los países modernos a causa de sus dimensiones y porque la gente
no se interesaba en los negocios públicos. Cualquiera que sea el valor de estos
argumentos, lo cierto es que están fundados en el reconocimiento explícito de
que la representación es un principio ajeno a la democracia. Y esto no admite
discusión. Desde el momento en que hay “representantes” permanentes, la
autoridad, la actividad y la iniciativa políticas son arrebatadas al cuerpo de
los ciudadanos para ser asumidas por el cuerpo restringido de los
“representantes”, quienes las emplean a fin de consolidar su propia posición y
crear condiciones capaces de influir de muchas maneras en el resultado de las
próximas “elecciones”.
b) El pueblo por oposición a los “expertos”. La concepción
griega “de los expertos” se relaciona con el principio de la democracia
directa. Las decisiones relativas a la legislación, pero también a los negocios
políticos importantes –a las cuestiones de gobierno- son tomadas por la
ecclesia después de haber oído a diversos oradores y entre otros, si se
presenta el caso, a quienes pretenden poseer un saber específico sobre los
asuntos discutidos. No hay ni podría haber “especialistas” en cuestiones
políticas. El saber técnico político –o la “sabiduría política”- pertenecen a
la comunidad política, pues la techne, en el sentido estricto del término, está
siempre ligada a la “actividad técnica” específica y está naturalmente
reconocida en su dominio propio. Platón, en el Protágoras, explica que los
atenienses seguirán el consejo de los técnicos cuando se trate de construir
muros o navíos, pero escucharán a cualquiera en materia de política. (Las
jurisdicciones populares encarnan la misma idea en la esfera de la justicia.)
La guerra desde luego, es un dominio específico que supone de una techne
propia: también los jefes de guerra, los strategoi, son elegidos, lo mismo que
los técnicos que en otras esferas están encargados por la polis de realizar una
tarea particular. En suma, Atenas fue pues una politeia en el sentido
aristotélico puesto que ciertos magistrados (muy importantes) eran elegidos.
La elección de los expertos pone en juego un segundo
principio, central en la concepción griega y claramente formulada y aceptada no
solo por Aristóteles, sino también por el enemigo jurado de la democracia,
Platón, a pesar de implicaciones democráticas. El buen juez del especialista no
es otro especialista, sino que es el usuario: el guerrero (y no el herrero) en
el caso de la espada, el caballero (y no el talabartero) en el caso de la silla
de montar. Y naturalmente, en todas las cuestiones públicas (comunes), el
usuario y, por lo tanto, el mejor juez no es otro que la polis. Atendiendo a
los resultados –la Acrópolis o las tragedias premiadas-, se inclina uno a
pensar que el juicio de ese usuario era relativamente sano.
Nunca se insistirá demasiado en el contraste que hay entre
esa concepción griega y la visión moderna. La idea dominante, según la cual los
expertos sólo pueden ser juzgados por otros expertos es una de las condiciones
de la expansión y de la irresponsabilidad creciente de los modernos aparatos jerárquicos
burocráticos. La idea dominante de que existen “expertos” en política, es
decir, especialistas en cosas universales y técnicos de la totalidad es un
escarnio de la idea misma de democracia: el poder de los hombres políticos se
justificaría por el “saber técnico” que ellos serían los únicos en poseer, y el
pueblo, por definición inexperto, es llamado periódicamente a dar su opinión
sobre esos “expertos”. Teniendo en cuenta la vacuidad de la noción de una
especialización en cuestiones universales, esta idea muestra también los
gérmenes del creciente divorcio entre la aptitud para elevarse a la cima del
poder y la aptitud para gobernar, divorcio cada vez más flagrante en las
sociedades occidentales.
c) La comunidad por oposición al “estado”. La polis griega
no es un “estado” en el sentido moderno. En griego antiguo ni siguiera existe
la palabra “estado” (es significativo el hecho de que los griegos modernos
hayan tenido que inventar una palabra para designar esta cosa nueva y que hayan
recurrido a la antigua voz kratos, que quiere decir fuerza). Politeia (el
título del libro de Platón, por ejemplo) no significa der Staat, como figura en
la traducción alemana clásica (la traducción latina respublica es menos
sinnwidring), sino que designa a la vez la institución/constitución política y
la manera en que el pueblo se ocupa de los negocios comunes. El hecho de que
algunos se obstinen en traducir el tratado de Aristóteles Athenaion Politeia
como “la constitución de Atenas” es una vergüenza para la filología moderna: se
trata de un error lingüístico flagrante y de un signo inexplicable de
ignorancia o de incomprensión por parte de hombre muy eruditos. Aristóteles
escribió La constitución de los atenienses. Tucídides es completamente
explícito sobre esta cuestión: Andres garpolis, “pues la polis son los
hombres”. Antes de la batalla de Salamina, cuando Temístocles tuvo que recurrir
a un argumento extremo para imponer su táctica, amenazó a los otros jefes
aliados con la posibilidad de que los atenienses se fueran con sus familias y
sus flotas a fundar una nueva ciudad en el oeste, y bien se sabe que para los
atenienses –en mayor medida aun que para los demás griegos- su tierra era
sagrada y estos hombres estaban orgullos de proclamar que eran autóctonos.
La idea de un “estado”, es decir, de una institución
distinta y separada del cuerpo de los ciudadanos habría sido incomprensible
para un griego. Verdad es que la comunidad existe en un nivel que no se
confunde con el de la realidad concreta, “empírica” de tantos millares de
personas reunidas en asamblea en un lugar dado y en un determinado día. La
comunidad política de los atenienses, la polis, posee una existencia propia:
por ejemplo, los tratados son cumplidos independientemente de su antigüedad, es
aceptada la responsabilidad por los actos pasados, etc. Pero se establece una
distinción entre un “estado” y una “población”; esta distinción opondría la
“personalidad moral”, el cuerpo constituido y permanente de los atenienses
perennes e impersonales, por un lado, y a los atenienses que viven y respiran,
por el otro.
Ni estado, ni aparato de estado. Naturalmente en Atenas
existe un mecanismo técnico administrativo (muy importante en los siglos V y
VI): pero ese mecanismo no asume ninguna función política. Es significativo el
hecho de que dicha administración esté compuesta de esclavos hasta en sus
gradas más elevadas (policía, conservación de los archivos públicos, finanzas
públicas; quizá Ronald Regan y con seguridad Paul Volcker habrían sido esclavos
en Atenas). Estos esclavos eran supervisados por ciudadanos magistrados
designados generalmente por sorteo. La “burocracia permanente” que cumple
tareas de ejecución en el sentido más estricto de este término está a cargo de
esclavos (y, para prolongar el pensamiento de Aristóteles, podía ser suprimida
cuando las máquinas…)
En la mayor parte de los casos, la designación de los
magistrados por sorteo o rotación asegura la participación de un gran número de
ciudadanos en funciones oficiales y permite conocerlos. El hecho de que la
ecclesia decida sobre las cuestiones gubernamentales de importancia asegura el
control de cuerpo político sobre los magistrados elegidos, así como la
posibilidad de revocar los poderes de estos últimos en todo momento: en el
curso de un procedimiento judicial la condena acarrea, inter alis, el retiro
del cargo de magistrado. Por supuesto, todos los magistrados son responsables
de su gestión y deben rendir cuentas (euthune); lo hacen ante la boule durante
el periodo clásico.
En cierto sentido, la unidad y la existencia misma del
cuerpo político son “prepolíticas”, por lo menos en la medida en que se trata
de una autoinspiración política explicita. La comunidad comienza, por así
decirlo, a “recibir” su propio pasado con todo lo que este pasado acarrea.
(Esto corresponde, por una parte, a lo que los modernos han llamado la cuestión
de la “sociedad civil” contra el “estado”). Ciertos elementos de este hecho
pueden ser políticamente sin interés o bien intransformables. Pero, de jure, la
“sociedad civil” es en sí un objeto de acción política instituyente. Ciertos
aspectos de la reforma de Clistenes en Atenas (506 a. de C.) ofrecen una
ilustración notable. La división tradicional de la población en tribus queda
reemplazada por una nueva división que tiene dos objetivos esenciales. En
primer lugar, el mismo número de tribus se modifica. Las cuatro phulai
tradicionales (jónicas) se convierten en diez y cada una de ellas está
subdividida en tres trittues que tienen todas una parte igual en el conjunto de
las magistraturas por rotación (lo cual implica, en realidad, la creación de un
nuevo año político y de un nuevo calendario político). En segundo lugar, cada
tribu está formada, de manera equilibrada, por demos agrarios, marítimos y
urbanos. Las tribus –cuyo “asiento” se halla en la ciudad de Atenas- se hacen
pues neutras en cuanto a las particularidades territoriales o profesionales;
son manifiestamente unidades políticas.
Asistimos aquí a la creación de un espacio social
propiamente político, creación que se apoya en elementos sociales, económicos y
geográficos sin estar por eso determinada por ellos. No hay aquí ninguna
fantasía de “homogeneidad”: la articulación del cuerpo de los ciudadanos, así
creada en una perspectiva política, se superpone a las articulaciones
“prepolíticas” sin aplastarlas. Esta articulación obedece a imperativos
estrictamente políticos… la igualdad en la participación del poder, por un
lado, y la unidad del cuerpo político (por oposición a los “intereses
particulares”), por otro lado.
Una disposición ateniense de las más notables atestigua el
mismo espíritu (Aristóteles, Político, 1330 a 20): cuando la ecclesia delibera
sobre cuestiones que implican la posibilidad de un conflicto (de una guerra)
con una polis vecina, los ciudadanos que viven en las vecindades de las
fronteras no tienen derecho a tomar parte en la votación: pues podrían no votar
sin que sus intereses particulares dominaran sus motivos, cuando en realidad la
decisión debe tomarse atendiendo a consideraciones generales.
Esto revela una vez más la concepción de la política
diametralmente opuesta a la mentalidad moderna de defensa y afirmación de
“intereses”. En la medida de lo posible, los intereses deben mantenerse
apartados en el momento de tomar decisiones políticas. (Imagínese la siguiente
disposición en la constitución de los Estados Unidos: “Cada vez que sea
necesario decidir sobre cuestiones relativas a la agricultura, los senadores y
los representantes de los estados en los que predomina la agricultura no podrán
tomar parte en la votación”).
Llegados a este punto, podemos comentar la ambigüedad de la
posición de Hannah Arendt en lo que se refiere a lo “social”. La autora vio con
razón que la política quedaba aniquilada cuando se convertía en una máscara
para defender y afirmar “intereses” contradictorios –como lo está hoy-,
insistir en la autonomía de lo político se convierte en algo gratuito. La
respuesta no consiste entonces en hacer abstracción de lo “social”, sino que es
menester modificarlo de manera tal que el conflicto de los intereses “sociales”
(es decir, económicos) deje de ser el factor dominante en la formación
actitudes políticas. A falta de una acción en este sentido, se dará la
situación en que están hoy las sociedades occidentales: la descomposición del
cuerpo político y su fragmentación en grupos de presión, en lobbies. En ese
caso, como la “suma algebraica” de intereses contradictorios es muy
frecuentemente igual a cero, de ello se seguirá un estado de impotencia
política y de deriva sin objeto, como el que observamos en el momento actual.
La unidad del cuerpo político debe ser presentada aun contra
las formas extremas del conflicto político: a mi juicio, ésa es la
significación de la ley ateniense sobre el ostracismo (contradictoriamente a la
interpretación corriente que ve en ella una precaución contra la proliferación
de tiranos). No hay que dejar que la comunidad estalle por efecto de las
divisiones y de los antagonismos políticos; por eso uno de los dos jefes
rivales debe sufrir un exilio transitorio.
La participación general en la política implica la creación
(por primera vez en la historia) de un espacio público. El acento que Hannah
Arendt puso sobre este espacio y la dilucidación de su significado constituye
una de sus contribuciones importantes para comprender la creación institucional
griega. En consecuencia, me limitaré a tratar algunos puntos suplementarios.
El surgimiento de un espacio público significa que se ha
creado un dominio público que “pertenece a todos” (ta koina)24. Lo “publico”
deja de ser una cuestión privada del rey, de los sacerdotes, de la burocracia,
de los políticos, de los especialistas, etc. Las decisiones referentes a los
asuntos comunes deben ser tomadas por la comunidad.
Pero la esencia del espacio público no tiene que ver
solamente con las “decisiones finales”; si fuera así, dicho espacio estaría más
o menos vacío. Es un espacio que se refiere así mismo a los antecedentes y
supuestos de las decisiones de todo cuanto pueda conducir a ellas. Todo lo que
importa debe aparecer en el escenario público. Se encuentra la materialización
efectiva de esto en la forma de presentar la ley, por ejemplo: las leyes se
graban en mármol y son expuestas al público a fin de que todo el mundo pueda
verlas. Pero, y esto es mucho más importante, esta regla se materializa también
en la palabra de la gente que habla libremente de política y de todo lo que
pueda interesarle en el agora antes de deliberar en la ecclesia. Para
comprender el enorme cambio histórico que esto supone, basta comparar esta
situación con la típica situación “asiática”.
Esto equivale a la creación de la posibilidad –y de la
realidad- de la libertad de palabra, de pensamiento, de examen y de
cuestionamientos sin límites, y esta creación establece el logos como vehículo de
la palabra y del pensamiento en el seno de la colectividad. Es una creación que
corre pareja con los dos rasgos fundamentales del ciudadano ya mencionado: la
isegoria, igual derecho a cada uno de hablar con toda libertad, y la parrhesia,
el compromiso que cada cual asume de hablar realmente con toda libertad cuando
se trata de asuntos públicos.
Importa insistir aquí en la distinción entro lo “formal” y
lo “real”. La existencia de un espacio público no es una simple cuestión de
disposiciones jurídicas que garantizan a todos la misma libertad de palabra,
etc. Semejantes cláusulas nunca son más que una condición de la existencia de
un espacio público. Lo esencial está en otra parte: ¿qué va a hacer la
población con estos derechos? Los rasgos determinantes son aquí el coraje, la
responsabilidad y la vergüenza (aidos, aischune). Si faltan estos rasgos, el
“espacio público” se convierte sencillamente en un espacio de propaganda, de
mistificación y de pornografía, como está ocurriendo cada vez más en la actualidad.
No hay disposiciones jurídicas que puedan contrarrestar semejante evolución o,
en todo caso, esas disposiciones jurídicas que puedan contrarrestar semejante
evolución o, en todo caso, esas disposiciones engendran males peores que los
que pretenden curar. Solo la educación (paideia) de los ciudadanos como tales
puede dar un contenido verdadero y auténtico al “espacio público”. Pero esa
paideia no es principalmente una cuestión de libros ni de fondos para las
escuelas, Significa en primer lugar y ante todo cobrar conciencia del hecho de
que la polis somos también nosotros y que su destino depende también de nuestra
reflexión, de nuestro comportamiento y de nuestras decisiones; en otras
palabras, es participación en la vida política.
La creación de un tiempo público no revista menos
importancia que esta creación de un espacio público. Por tiempo público
entiendo, no la institución de un calendario, de un tiempo “social”, de un
sistema de referencias sociales temporales –cosa que naturalmente existe en todas
partes-, sino el surgimiento de una dimensión en la que la colectividad puede
contemplar su propio pasado como el resultado de sus propios actos y en que se
abre un futuro indeterminado como dominio de sus actividades. Ese es el sentido
de la creación de la historiografía en Grecia. Es curioso comprobar que, en
rigor de verdad, la historiografía sólo existió en dos períodos de la historia
de la humanidad: en antigua Grecia y en la Europa moderna, es decir, en las dos
sociedades donde se desarrolló un movimiento de cuestionamiento de las
instituciones existentes. Las otras sociedades sólo conocen el reinado
indiscutido de la tradición y/o el simple “registro por escrito de los
acontecimientos” que consignaban los sacerdotes o los cronistas de los reyes.
Herodoto, en cambio, declara que las tradiciones de los griegos no son dignas
de crédito. La ruptura con la tradición y la búsqueda crítica de las causas
verdaderas van naturalmente juntas. Y ese conocimiento del pasado está abierto
a todos: se dice que Herodoto leía sus Historias a los griegos reunidos con
motivo de los Juegos Olímpicos (se non è vero, è ben trovato). Y la “Oración
fúnebre” de Pericles contiene una visón panorámica de la historia de los
atenienses desde el punto de vista del espíritu que anima las actividades de
las generaciones sucesivas, visión panorámica que llega hasta el tiempo
presente e indica claramente nuevas tareas por cumplir en el futuro.
¿Cuáles son los límites de la acción política? ¿Los límites
de la autonomía? Si la ley está dada por Dios o si hay un fundamento filosófico
o científico de verdades políticas sustantivas (si la naturaleza, la razón o la
historia representan el “principio” último), entonces para la sociedad existe
una norma extrasocial. Existe una norma de la norma, una ley de la ley, un
criterio sobre cuya base se hace posible discutir y decidir sobre el carácter
justo o injusto, apropiado o inapropiado de una ley (o del estado de las
cosas). Este criterio está dado de una vez por todas y, ex hipótesis no depende
de modo alguno de la acción humana.
Una vez que se ha reconocido que no existe semejante base
–ora porque existe una separación de la religión y de la política, como ocurre
imperfectamente en la sociedades modernas; ora porque, como en Grecia, la
religión se mantiene rigurosamente apartada de las actividades políticas –y que
tampoco hay “ciencia”, ni episteme, ni techne, en materia de política, la
cuestión de saber qué es una ley justa, qué es la justicia, cuál es la “buena”
institución de la sociedad se convierte en una auténtica interrogación (es
decir, una interrogación sin fin).
La autonomía solo es posible si la sociedad se reconoce como
la fuente de sus normas. En consecuencia, la sociedad no podría eludir esta
pregunta: ¿porqué esta norma antes que esta o aquella otra? En otras palabras,
la sociedad no podría evitar la pregunta sobre la justicia (respondiendo, por
ejemplo, que la justicia es la voluntad de Dios o la voluntad del zar o también
el reflejo de la relaciones de producción). Tampoco podría desembarazarse de la
cuestión sobre los límites de sus acciones, En una democracia, el pueblo puede
hacer cualquier cosa y debe saber que no debe hacer cualquier cosa. La
democracia es el régimen de la autolimitación y es, pues, también el régimen
del riesgo histórico –otra manera de decir que es el régimen de la libertad- y
un régimen trágico. El destino de la democracia ateniense ofrece una
ilustración de ello. La caída de Atenas –su derrota en la guerra del
Peloponeso- fue el resultado de la hübris de los atenienses. Ahora bien, la
hübris no supone simplemente la libertad; supone también la ausencia de normas
fijas, la fundamental imprecisión de los puntos de referencia últimos de
nuestras acciones. (El pecado cristiano es, claro está, un concepto de heteronimia).
La trasgresión de la ley no es hübris, es un delito definido y limitado. La
hübris existe cuando la autolimitación es la única “norma”, cuando se traspasan
límites que no están definidos en ninguna parte.
La cuestión de los límites de la actividad autoinstituyente
de una colectividad se despliega en dos momentos. ¿Hay un criterio intrínseco
de la ley y para la ley? ¿Se puede garantizar efectivamente que ese criterio,
cualquiera que sea su definición, no será nunca transgredido?
En el nivel fundamental, la respuesta a estas dos
interrogaciones es un no categórico. No hay norma de la norma que no sea ella
misma una creación histórica y no hay ningún medio de eliminar los riesgos de
una hübris colectiva. Nadie puede proteger a la humanidad contra la locura o el
suicidio.
En los tiempos modernos pensaron –o pretendieron- que habían
descubierto la respuesta a estas dos preguntas al amalgamarlas en una sola. Esa
respuesta sería la “constitución”, concebida como una carta fundamental que
incorpora las normas de las normas y define cláusulas particularmente estrictas
en lo tocante a su revisión. No es necesario recordar que esta “respuesta” no
resiste ni lógicamente ni en los hechos, que la historia moderna desde hace dos
siglos convirtió de todas las maneras imaginables en ridícula esta idea de una
“constitución” o recordar que la “democracia” más antigua del mundo liberal
occidental, Gran Bretaña, no tiene “constitución”. Basta con subrayar la falta
de profundidad y la duplicidad del pensamiento moderno respecto de todo esto,
tanto en la esfera de las relaciones internacionales como en el caso de los
cambios de regímenes políticos. En el plano internacional, a pesar de la
retórica de los profesores de “derecho internacional público”, lo que impera en
realidad es no el derecho sino la “ley del más fuerte”; en otras palabras,
existe una “ley” mientras las cuestiones no sean realmente importantes,
mientras en verdad no se tiene necesidad de la ley. Y la “ley del más fuerte”
se impone igualmente en el caso de establecerse un nuevo “orden legal” en un
país: “una revolución victoriosa crea derecho”, enseña la casi totalidad de los
profesores de derecho internacional público. Y todos los países siguen esta
máxima en la realidad de los hechos. (Esta “revolución” no tiene sentido, y
generalmente no se trata de una revolución propiamente dicha: las más de las
veces es un putsch que ha obtenido éxito). Y según la experiencia de la
historia europea de los últimos sesenta años, la legislación introducida por
regímenes “ilegales”, cuando no “monstruosos”, siempre se mantuvo en lo
esencial después de la caída de dichos regímenes.
En todo caso, la verdad es muy simple: frente a un
movimiento histórico que dispone de la fuerza –ya sea que movilice activamente
a una gran mayoría, ya sea que se apoye en una minoría fanática y despiadada
respecto de la población pasiva o indiferente, cuando la fuerza bruta no está
simplemente concentrada en las manos de un puñado de coroneles- las
disposiciones jurídicas no tienen ningún efecto. Si podemos estar
razonablemente seguros de que mañana el restablecimiento de la esclavitud en
los Estados Unidos o en un país europeo es extremadamente improbable, el
carácter “razonable” de nuestra previsión no se fundamenta en las leyes
existentes ni en las constituciones (pues en ese caso seríamos perfectamente
bobos), sino que se funda en un juicio sobre la reacción de una inmensa mayoría
de la población ante semejante intento.
En la práctica griega (y en el pensamiento griego) no existe
la distinción entre la “constitución” y la “ley”. La distinción ateniense entre
las leyes y los decretos de la ecclesia (psephismaia) no representaba el mismo
carácter formal y ulteriormente desapareció durante el siglo IV. Pero la
cuestión de la autolimitación fue encarada de manera diferente y más profunda,
según me parece. Sólo me detendré a considerar dos instituciones en relación
con este problema.
La primera es un procedimiento extraño pero fascinante,
conocido como graphe paranomon (acusación de ilegalidad)25. Veamos una rápida
descripción. Uno tiene una proposición que hacer a la ecclesia y ésta la
adopta. Otro ciudadano puede llevarlo a uno ante la justicia por tal iniciativa
y acusarlo de haber incitado al pueblo a votar una ley ilegal. O bien uno queda
absuelto, o bien es condenado, y en este último caso la ley es anulada. De
manera que tiene uno el derecho de proponer absolutamente todo lo que quiera,
pero debe reflexionar cuidadosamente antes de presentar una proposición sobre
la base de un movimiento anímico popular y de hacer aprobar por una débil
mayoría. Pues la ulterior acusación será juzgada por un jurado popular de
dimensiones considerables (501, a veces 1001 o hasta 1501 ciudadanos que actúan
en calidad de jueces) designados por sorteo. El demos apelaba pues al demos
contra sí mismo: se apelaba contra una decisión tomada por el cuerpo de los
ciudadanos en su totalidad (o por su parte presente en el momento de aprobar la
proposición) y ante una amplia muestra (seleccionada al azar) del mismo cuerpo
reunido una vez que las pasiones se apaciguaban para estimar de nuevo los
argumentos contradictorios y juzgar la cuestión con un relativo desapego. Como
el pueblo es fuente de la ley, el “control de la constitucionalidad” no podía
confiarse a “profesionales” –esta idea habría parecido complemente ridícula a
un griego- sino que se le confiaba al mismo pueblo que actuaba según
modalidades diferentes. El pueblo dicta la ley, el pueblo puede equivocarse, el
pueblo puede corregirse. Este es un magnífico ejemplo de una eficaz institución
de autolimitación.
Otra institución de autolimitación es la tragedia. Se tiene
la costumbre de hablar de “tragedia griega” (y los investigadores escriben
obras con ese título), cuando en realidad no existe nada de eso. Existe
solamente una tragedia ateniense. La tragedia (por oposición al simple
“teatro”) en efecto sólo podía ser creada en la ciudad en la que el proceso
democrático, el proceso de autoinstitución alcanzó su apogeo.
Por supuesto, la tragedia posee una multiplicidad de niveles
de significación y no podría reducírsela a una estrecha función “política”.
Pero sin duda hay una dimensión política cardinal de la tragedia, que no hay
que confundir con las posiciones políticas asumidas por los poetas ni tampoco
con el tan comentado alegato de Esquilo a favor de la justicia pública y contra
la venganza privada en la Orestiada.
La dimensión política de la tragedia se debe en primer lugar
y sobre todo a su base ontológica. Lo que la tragedia muestra a todos, no discursivamente,
sino por presentación, en que el ser es caos, El caos se presenta aquí primero
como la ausencia de orden para el hombre, como la falta de correspondencia
positiva entre las intenciones y las acciones humanas por un lado, y su
resultado o realización por el otro. Además, la tragedia muestra no sólo que no
somos dueños de las consecuencias de nuestros actos sino que ni siguiera
dominamos la significación de estos actos. El caos se presenta también dentro
del hombre, es decir, como su hübris. Y, como Anaximandro, el orden que
prevalece por fin es orden a través de la catástrofe, orden privado de sentido.
La Einstellung fundamental de la tragedia (su universalidad y su imparcialidad)
procede de la experiencia universal de la catástrofe.
Hannah Arendt tenía razón cuando escribía que la
imparcialidad llegó al mundo por intermedio de los griegos. Esto ya es
perfectamente claro en Homero. En los poemas homéricos no sólo no se puede
encontrar la menor palabra para denigrar a los enemigos, a los troyanos, sino
que en la Ilíada la figura realmente central es, no Aquiles, sino Héctor y los
personajes más conmovedores son Héctor y Andrómana. Lo mismo cabe decir de Los
persas de Esquilo, obra representada en 472, es decir, siete años después de la
batalla de Platea, cuando la guerra aún proseguía. Esta tragedia no contiene ni
una sola palabra de odio o desprecio por los persas; la reina de los persas,
Atosa, es una figura majestuosa y venerable; la derrota y la ruina de los
persas se atribuye exclusivamente a la hübris de Jerjes. Y en Las troyanas
(415), Eurípides presenta a los griegos con los rasgos bestiales más crueles y
monstruosos, como si les dijera a los atenienses: “Eso es lo que vosotros
sois”. En realidad, la obra fue representada un año después de la horrible
matanza de los melianos por los atenienses (416).
Pero, desde el punto de vista de la dimensión política de la
tragedia, la obra más profunda es quizá Antígona (442 a. de C.). Muchos se han
obstinado en ver en esta tragedia una especie de libelo contra la ley humana a
favor de la ley divina o, por lo menos, la pintura del conflicto insuperable
entre estos dos principios (o entre la “familia” y el “estado”, como en Hegel).
Ese es, en efecto, el contenido manifiesto del texto, incansablemente repetido.
Y como los espectadores no pueden dejar de identificarse con Antífona, con la
mujer pura, heroica, solitaria y desesperada frente a un Creonte obstinado,
autoritario y arrogante, a los espectadores les parece que la “tesis” de la
pieza es clara. En realidad, el sentido de la obra se despliega en varios
niveles y a la interpretación clásica (que, digámoslo una vez más, es apenas
una “interpretación”) le falta el nivel que me parece más importante. Una
justificación detallada de la interpretación que yo propongo exigiría un
análisis completo de la obra, que no es posible exponer en estas páginas. Me
contentaré con llamar la atención sobre algunos puntos. La interpretación que
insiste en la evidente oposición –y bastante superficial- entre la ley humana y
la ley divina olvida que para los griegos enterrar a los muertos es también una
ley humana, así como defender su país es también una ley divina (Creonte lo
dice explícitamente). Desde el principio al fin de la obra, el coro no cesa de
oscilar entre las dos posiciones que siempre coloca en un mismo plano. El
célebre himno (versos 332-375) a la gloria del hombre, el constructor de
ciudades y el creador de las instituciones, termina con un elogio del hombre
que es capaz de entretejer juntas (pareirein) “las leyes del país y la justicia
de los dioses a la cual aquél prestó juramento”. (Véase también el verso 725:
“bien dicho en los dos sentidos”). Antígona debilita considerablemente la
fuerza de su defensa de la “ley divina” al agregar que su acto está justificado
porque un hermano es irremplazable una vez desaparecidos los padres y porque la
situación habría sido diferente si se tratara de un marido o de un hijo.
Seguramente ni la ley humana ni la ley divina sobre el entierro de los muertos
reconocerían semejante distinción. Por añadidura, en ese punto como por lo
demás en toda la obra lo que se expresa por boca de Antígona es el amor
apasionado de una hermana por su hermano más que el respeto de la ley divina.
No hace falta llegar a los extremos de la interpretación e invocar cierta
atracción incestuosa, pero ciertamente no es superfluo recordar que esta
tragedia no habría sido la obra maestra que es si Antígona y Creonte hubieran
sido sólo pálidos representantes de principios y no hubieran estado animados por
vigorosas pasiones –el amor por su hermano en el cano de Antígona, el amor a la
ciudad y a su propio poder en el caso de Creonte- de los cuales los argumentos
de los protagonistas aparecen también como racionalizaciones. Y por fin,
presentar a Creonte unilateralmente cargado con todas las “sinrazones” es ir
contra el espíritu más profundo de la tragedia… y sin duda alguna de la
tragedia sofoclesiana.
Lo que glorifican los últimos versos del coro (versos
1348-1355) es, no la ley divina, sino el phonein, palabra intraducible que la
traducción latina prudentis debilita de manera intolerable. El corifeo alaba el
phonein, advierte contra la impiedad, aconseja nuevamente el phonein al poner
en guardia contra las “grandes palabras” de los hombres excesivamente orgullosos
(hüperauchoi)26. Ahora bien, el alcance de este phonein está claramente
indicado en el transcurso de la obra. La catástrofe se produce porque Creonte y
Antígona se aferran a sus propias razones sin escuchar las razones del otro. No
repetiremos aquí las razones de Antígona. Recordaremos tan sólo que las razones
de Creonte son irrefutables. Ninguna ciudad puede existir –y por consiguiente
ningún dios puede ser honrado- sin nomoi; ninguna ciudad podría tolerar que
alguien la traicionase y tomara las armas contra su propio país aliándose con
extranjeros por pura sed de poder, como hizo Polinices. El propio hijo de
Creonte, Hemón, confiesa claramente que no podría aprobar que su padre no tiene
razón (versos 685-686), y Hemón expresa con vehemencia la idea central de la
tragedia cuando ruega a su padre que “no quiere ser el único sabio” (monos
phonein, versos 707-709).
La decisión de Creonte es una decisión política fundada en
bases muy sólidas. Pero bases políticas más sólidas pueden resultar vacilantes
si son sólo “políticas”. En otras palabras, precisamente a causa del carácter
total de la esfera de lo político (incluso, en este caso, las decisiones
relativas al entierro así como a la vida y a la muerte) una decisión política
correcta debe tener en cuenta todos los factores, más allá de los factores
estrictamente “políticos”. Y aun cuando pensemos por las razones más racionales
que hemos tomado la decisión correcta, esta decisión puede revelarse mala y
hasta catastrófica. Nada puede garantizar a priori la justicia de un acto, ni
siguiera la razón. Y, sobre todas las cosas, es una locura pretender a toda
costa “ser el único sabio”, monos phonein.
Antígona aborda el problema de la acción política en
términos que son extremadamente pertinentes dentro del marco democrático y más
que en ningún otro. La tragedia nos muestra la incertidumbre que reina en toda
esta esfera, hace resaltar en grandes rasgos la impureza de los móviles, revela
el carácter poco concluyente de los razonamientos sobre los que fundamos nuestras
decisiones. Antígona muestra que la hübris nada tiene que ver con la
trasgresión de normas bien definidas, que puede asumir la forma de la voluntad
inflexible de aplicar las normas y ocultarse detrás de motivaciones nobles y
dignas, racionales y piadosas. En su denuncia del monos phronei, esta tragedia
formula la máxima fundamental de la política democrática27.
¿Cuál es el objeto de la autosuficiencia autónoma? Esta es
una cuestión que se puede rechazar de antemano, si se piensa que la autonomía –la
libertad colectiva e individual- es un fin en si mismo; o también si se piensa
que una vez establecida una autonomía significativa en la institución política
de la sociedad lo demás no es ya una cuestión política sino que es un campo
abierto a la libre actividad de los individuos, de los grupos y de la “sociedad
civil”.
No comparto estos puntos de vista. La idea de autonomía
concebida como un fin en sí desembocaría en una concepción puramente formal,
“kantiana”. Queremos la autonomía a la vez por ella misma y también para poder
hacer algo. Pero ¿hacer qué? Y es más aun, no es posible disociar la autonomía
política de lo “demás” o de la “sustancia” de la vida social. Por fin, en una
parte muy importante, esa vida tiene que ver con las obras y los objetivos
comunes sobre los cuales hay que decidir en común y que se convierten así en
objetos de discusión política y de actividad política.
Hannah Arendt tenía una concepción sustantiva del “objeto”
de la democracia, de la polis. Para ella, el valor de la democracia estaba en
el hecho de que era el régimen político en el que los seres humanos pueden
revelar lo que son a través de sus actos y de sus palabras. Este elemento
estaba ciertamente presente en Grecia y era importante, pero solamente en la
democracia. Hannah Arendt (después de Jacob Burckhardt) subrayó con razón el
carácter agnóstico de la cultura griega en general, no solo en la política sin
en todos los dominios, y hay que agregar que no sólo en la democracia sino en
todas las organizaciones políticas. Los griegos se preocupaban por encima de
todas las cosas del kleos y del kudos y de la inmortalidad que ellos
representaban.
Sin embargo, es imposible reducir el sentido y los fines de
la política y de la democracia en Grecia a sólo este elemento; espero que esto
surja claramente de mi rápida exposición anterior. Por lo demás, resulta
seguramente muy difícil defender o apoyar la democracia sobre esta base. En
primer lugar, si bien la democracia permite sin ninguna duda a los hombres
“manifestarse” más que cualquier otro régimen, esa “manifestación” no podría
alcanzar a todo el mundo ni a alguien que estuviera fuera del pequeño círculo
de la minoría de personas que actúan y toman iniciativas en el campo político
propiamente dicho. En segundo lugar (y esto es lo más importante), la posición
de Hannah Arendt deja de lado la cuestión capital del contenido, de la
sustancia, de esa “manifestación”. Para tomar casos extremos, Hitler, Stalin y
sus tristemente célebres compañeros revelaron ciertamente lo que eran a través
de sus actos y discursos. La diferencia entre Temístocles y Pericles, por un
lado, y Cleón y Alcibíades, por otro, la diferencia entre los constructores y
los enterradores de la democracia no está en el simple hecho de la
“manifestación” como tal, la simple “aparición en el espacio público”, esos
hombres provocaron catástrofes.
La concepción sustantiva de la democracia en Grecia se puede
percibir claramente en la masa global de las obras y de la polis en general y
esa concepción fue explícitamente formulada, por una profundidad y una
intensidad sin igual, en el mayor monumento del pensamiento político que me
haya sido dado leer, en la “Oración fúnebre” de Pericles (Tucídides, II,
36-46). No cesará de asombrarme el hecho de que Hannah Arendt (quien admiraba
este texto y quien dio brillantes indicaciones para su interpretación) no haya
visto que el texto presentaba una concepción sustantiva de la democracia que
era apenas compatible con la suya propia.
En su “Oración fúnebre”, Pericles describe las costumbres y
modos de proceder de los atenienses (II, 37-41) y presenta en una frase
(comienzo del II, 40) una definición de lo que es en realidad el “objeto” de
esa vida ateniense. El pasaje en cuestión es el famoso Philokaloumen gar mei
euteleias kai philosophoumen aneu malakias. En La Crise de la cultura (op.
Cit., págs. 272 y siguientes), Hannah Arendt ofrece un comentario rico y
penetrante. Pero en su texto no consigo encontrar lo que para mí es el punto
más importante.
Las palabras de Pericles desafían la traducción en la lengua
moderna. Literalmente, se pueden traducir en dos verbos por “nosotros amamos la
belleza… y nosotros amamos la sabiduría…”, pero, como lo comprendió bien Hannah
Arendt, esto sería perder la vista lo esencial. Los verbos no permiten la
separación del sujeto (“nosotros”) y de un “objeto” –la belleza o la sabiduría-
exterior a ese sujeto “nosotros”. No son verbos transitivos y ni siquiera son
simplemente activos; son al mismo tiempo “verbos de estado”; como el verbo
vivir, designan una “actividad” que al mismo tiempo es una manera de ser o más
bien la manera en virtud de la cual el sujeto del verbo es. Pericles no dice
“Nosotros amamos las cosas bellas y las conservamos en los museos, nosotros
amamos la sabiduría y pagamos a profesores y compramos libros”, sino que dice:
vivimos en el amor de la belleza y de la sabiduría y en la actividad que
suscita este amor; vivimos por la belleza y la sabiduría, con ellas y a través
de ellas, pero lo hacemos evitando las extravagancias y la molicie28. Y por eso
Pericles estima que tiene el derecho de considerar a Atenas la paideusia
–educación y educadora- de Grecia.
En su “Oración fúnebre”, Pericles muestra implícitamente la
futilidad de los falsos dilemas que envenenan la filosofía política moderna y
en general la mentalidad moderna: el “individuo” contra la “sociedad”,
“sociedad civil” contra el “estado”. Para Pericles el objeto de la institución
de la polis es la creación de un ser humano, el ciudadano ateniense, que existe
y que vive en la unidad y por la unidad de estos tres elementos: el amor y la
práctica de la belleza, el amor y la práctica de la sabiduría, y la
responsabilidad del bien público, de la colectividad, de la polis (“cayeron
valientemente en el combate aspirando con buen derecho a no verse desposeídos
de semejante polis, y es fácil comprender que entre los vivos cada uno esté
dispuesto a sufrir por ella”, II, 41). Y estos tres elementos no pueden
separarse: la belleza y la sabiduría tales como las amaban y las experimentaban
los atenienses, sólo podía existir en Atenas. El ciudadano ateniense no es un
“filósofo privado” ni un “artista privado”, es un ciudadano para quien el arte
y la filosofía han llegado a ser modos de vida. Esta es, según creo, la
verdadera respuesta, la respuesta concreta de la antigua democracia a la
pregunta relativa al “objeto” de la institución política.
Cuando digo que los griegos son para nosotros un germen,
quiero decir en primer lugar que los griegos nunca dejaron de reflexionar sobre
la cuestión de saber qué debe realizar la institución de la sociedad; y, en
segundo lugar, quiero decir que, en el caso paradigmático de Atenas, los
griegos aportaron esta respuesta: la creación de seres humanos que viven con la
belleza, que viven con la sabiduría y que aman el bien común.
Léxico
Homoioi: semejantes, es decir, iguales.
Monos phonein: el único sabio.
Heteronomia: Una sociedad heterónoma es aquella en la que la
ley (nomos, en sentido amplio, equivale a institución) es establecida de forma
inamovible apelando a instancias exteriores a la propia sociedad, trátese de
los dioses, de los ancestros, de la naturaleza, etc. Su opuesto es la
autonomia. En una sociedad autónoma, la ley es creación consciente del
individuo y, como tal, puede ser sometida a cuestionamiento y modificación.
Hübris: existe cuando la autolimitación es la única “norma”,
cuando se traspasan límites que no están definidos en ninguna parte.
Paideia: educación de los ciudadanos como tales. Solo la
educación de los ciudadanos como tales puede dar un contenido verdadero y
auténtico al “espacio público”. Pero esa paideia no es principalmente una
cuestión de libros ni de fondos para las escuelas. Significa en primer lugar y
ante todo cobrar conciencia del hecho de que la polis somos también nosotros y que
su destino depende también de nuestra reflexión, de nuestro comportamiento y de
nuestras decisiones; en otras palabras, es participación en la vida política.
Isegoria: Igual derecho a cada uno de hablar con toda
libertad cuando se trata de asuntos públicos.
Parrhesia: El compromiso que cada cual asume de hablar
realmente con toda libertad cuando se trata de asuntos públicos.
Ecclesia: asamblea del pueblo, que es el cuerpo soberano
activo.
Demos: la comunidad de los ciudadanos. Es absolutamente
soberana, el demos es autónomos, autódikos, autóteles: se rige por sus propias
leyes nomoi, posee su jurisdicción independiente y se gobierna él mismo.
Notas
1. El mismo Marx decía (en la Introduction générale a la
critique de l’économie politique, traducción francesa de M. Rubel y L. Evrard,
en Kart Marx, Oeuvres I. Economie París Gallimard "Blbliotheque de La
Pléiade" 1965, pág. 266) que el arte griego representaba un modelo
inaccesible no insuperable, sino inaccesible.
2. “Le concept d'histoire", en La Crise de la culture,
traducción francesa con la dirección de P. Lévy, París, Gallirnard, colección
"Idées", 1972, pág. 70. 98
3. No hace falta precisar que esto por sí mismo no autoriza
la menor conclusión "práctica" o “política".
4. Los lingüistas enumeran, según parece, algo así como
cuatro mil lenguas habladas hoy. Por más que no haya una correspondencia
unívoca entre la lengua y la institución total de la sociedad esas cifras dan
una idea del orden de magnitud del número de sociedades diferentes que
existieron en un pasado muy reciente.
5. La confianza exclusivamente en la “racionalidad” condujo,
por ejemplo, al siglo XIX a considerar puros absurdos las religiones primitivas
y los mitos ("estupidez” primitiva", como escribía Engels en una
carta a K. Schmidl del 27 de octubre de 1890): esa confianza también condujo a
los lechos de Procusto contemporáneos estructuralistas y de otros tipos.
6. "Límite central", se diría en matemática.
7. Verdad es que en sus planes iniciales, que se remontaban
a 1771. cuando Kant proyectaba una obra con el título "Limites de la
sensibilidad y de la razón", el filósofo se proponía tratar dentro del
mismo marco la razón teórica. la ética y el gusto. Pero la manera en que el
último de estos objetivos se realiza en el libro de 1790 y, sobre todo, su
relación con la "teleología de la naturaleza" me parecen justificar
las observaciones del texto.
8. El problema ya se reconoce en la Crítica de la razón pura
(A). Véase la introducción de la Crítica del juicio donde aparece la expresión
"feliz azar" (glücklicher Zufalf).
9. Se encontrará un estudio útil y copiosas informaciones
del interés general manifestado en esa época por la obra de arte y la
imaginación en James Engell. Tite Crealive IflUlginalion, HalVard University
Press, 1981.
10. Richard Bemstein insistió justamente y con claridad
sobre este punto en "Judging-the Actor and de Spectator", estudio
presentado en ocasión del coloquio sobre la obra de Hannah Arendt organizado en
Nueva York en octubre de 1981.
11. Véase
Michacl Dcnneny, "The Privilegc of Ourselves: Hannah Arcndt on
Judgment" en M. A. Hill (ed.), Hannah Arendt: The Recovery of Ihe Public
World. Nueva York, Sto Martin's Press, 1979, págs. 259 y 273. Véase
asimismo, ibíd., el intercambio entre Hans Jonas y Hannah Arendt, págs. 311 y
315.
12. En realidad, ni siquiera en el campo teórico esto es
cierto; pero no puedo abordar aquí la cuestión de las condiciones
historicosociales del pensamiento. Bastará con precisar que la "validez
universal objetiva", tal como la concibe Kant, equivale prácticamente a un
aislamiento perfecto o a una "desencarnación" de la "conciencia
teórica" y por consiguiente a una forma de solipsismo. Por ejemplo, Kant
hace totalmente abstracción de la inseparabilidad del pensamiento y del
lenguaje como problema teórico (y no psicológico). Al mismo tiempo afirma (en
la tercera Crítica), bastante curiosamente desde el punto de vista
"trascendental", que no hay conocimiento sin comunicación.
13. Una anécdota célebre refiere que hace dos siglos el
emperador chino rechazó una proposición de tratado comercial presentada por una
embajada inglesa haciendo notar: "Veo muy bien por qué los bárbaros desean
adquirir nuestros productos, pero no veo cómo podrían ofrecemos un equivalente
que valga la pena".
14. Sobre estos términos y el problema propiamente dicho,
véase mi libro L'Institution imaginaire de la société, op. cit . cap. V.
15. Kant habla una sola vez de schöpfrische
Einbildungskrajt, de imaginación creadora (§ 49). Como esta expresión era
corriente en el siglo XVIll, la insistencia que pone Kant en calificar siempre
la imaginación como productiva no puede ser fortuita. Claro está que el término
Schöpfung (creación) es ampliamente empleado tratándose de la "creación
del mundo por Dios" en los párrafos finales de la tercera Crítica, por
ejemplo, § 84. 87, etc.
16. Por supuesto, la obra de arte es también una
"presentación" de la idea moral. Pero en este contexto tal noción no
es pertinente. Por añadidura, sólo se la podría tomar en consideración con la
condición de adherirse a la metafísica de Kant. Esto deriva del carácter
suprasensible de lo que debe ser presentado (dargestellt). Al fin de cuentas,
nos encontramos frente a una aporía aparente:
- toda Da:stellung (por obra de un genio artístico) es apropiada;
- toda serie de Darstellungen es insuficiente puesto que no "agota" nunca, por así decirlo, lo que hay que presentar.
- toda Da:stellung (por obra de un genio artístico) es apropiada;
- toda serie de Darstellungen es insuficiente puesto que no "agota" nunca, por así decirlo, lo que hay que presentar.
Se puede .ver aquí otro fundamento importante de la
dependencia de la estética de Kant (y de su teoría del juicio.) respeto de su
metafísica -comparable a la de la Crítica de la razón práctica: la distancia
infinita o insuperable entre la humanidad y la idea- y el (vano) intento de
mantenerla y. cubrirla mediante una especie de marcha infinita. En la Crítica
de la razón práctica, esto conduce, inter alia, a la absurda argumentación
relativa a la inmortalidad del alma. En la Crítica del Juicio (donde se encara
claramente un progreso histórico "inmanente"), esto conduce a la idea
de una serie de Darstellungen. La diferencia está en que en el primer caso (la
acción moral) somos permanentemente deficientes (nadie es alguna vez santo,
afirma la Crítica de la razón práctica), mientras que en el segundo caso (el
arte), la obra del genio no es ciertamente deficiente. Este punto merecería un
examen más profundo que tenga en cuenta la antropología kantiana, que no
corresponde empero tratar aquí. Permítaseme agregar tan sólo esto: en verdad,
la adecuación absoluta de la obra maestra no es otra cosa que su presentación
del abismo (del caos, de lo sin fondo) y el carácter inagotable del arte tiene
sus raíces en el carácter ontológico del abismo así como en el hecho de que
cada cultura (y cada genio individual) crea su propio camino hacia el abismo; y
el segundo es de nuevo una manifestación del primero.
17. Véase también mi texto "Le dicible et
l’indicible" en Les Carrefours du labyrinthe, op. cit., en particular
págs. 140-141.
18. Esta es también la razón por la cual Kant debe confinar
sus intuiciones a la dimensión estrictamente "individual subjetiva"
de la imaginación. Véase mi texto "La découverte de I'imagination",
en Libre, nO 3, París, Payot, 1978; véase en este libro más adelante "El
descubrimiento de la imaginación".
19. No puedo compartir la idea de Hannah Arendt según la
cual la actividad legislativa era en Grecia un aspecto secundario de la
política. Eso sólo sería cierto en un sentido restringido del término
"legislar". Aristóteles enumera once "revoluciones" en
Atenas. es decir, once cambios de la legislación fundamental
("constitucional").
20. Como lo estableció Olof Gigon en Der Ursprung der
griechischen Philosophie yon Hesiod bis Parrnenides, Basilea, 1945.
21. El sentido de este fragmento de Anaximandro (Diels, B,l)
es claro, y por una vez los historiadores "clásicos" de la filosofía
lo interpretaron correctamente. La interpretación heideggeriana ("Der
Spruch des Anaximander", En lIolzwege, traducción francesa de W.
Brokmeier, "La parole d' Anaximandre", en Chemis qui ne menenl nulle
parl, París, Gallimard, 1962) es, como de costumbre, el propio Heidegger
disfrazado de Anaximandro.
22. Por razones de espacio. yo mismo me veré obligado a
hablar en términos “estáticos”, a dejar de lado el movimiento y a considerar
sólo algunos de sus “resultados” más significativos, Ruego al lector que no
pierda de vista esta inevitable limitación.
23. Aristóteles, Constitución de los atenienses, VIII, 5.
24. Se encuentra algo parecido en ciertas sociedades
salvajes, sólo que este dominio está confiado a la gestión de los asuntos
“corrientes”, puesto que en estas sociedades la ley (tradicional) no podía
ponerse en tela de juicio.
25. M, l. Finley señaló recientemente la importancia y
aclaró el espíritu de este procedimiento en Démocratie antique et Démocratie
moderne,. traducción francesa de M. Alexandre, París, 1976, Págs. 77 y 176.
Véase también V. Ehrenberg, The Greek State, 2ª ed., Londres, Methuen, 1969,
Págs. 73, 79 Y 267, que evoca asimismo otros dos procedimientos o dispositivos
importantes, los cuales atestiguan el mismo espíritu: la apate tou demou (el
engaño del demos) y la excepción ton nomon me epitedeiom einai (la
imposibilidad de la ley).
26. Aquí debo dejar pendiente la cuestión suscitada por la.
Interpretación que hizo Hannah Arendt (y también Hölderlin) de estos últimos
versos (Condition de /’homme moderne), traducción francesa de G. Fradier,
prefacio de Paul Ricoeur, París. Calmann-Lévy, 1983, Págs. 34:35, nota 2),
interpretación que de todas maneras no pone dificultades a mi propósito.
Bastante curiosamente, en el excelente estudio ya citado, Michael Dennent no menciona
la traducción propuesta en Condition de l’homme mederne y da una versión (oral)
diferente sugerida por Hannah Arendt, versión totalmente inaceptable, tanto
desde un punto de vista filológico como atendiendo a la significación global de
la tragedia.Denneny, op. cit., Págs. 26S·289 Y 274.
27. Al final de Los siete contra Tebas (versos 1065 -1975)
de Esquilo, se puede encontrar un argumento suplementario en favor de mi
interpretación. Se trata ciertamente de un agregado al texto inicial que data
de los años 409-405 (Mazon, en la edición Budé, Págs. 103). Este agregado fue
insertado de manera que anunciaba la representación de Antígona inmediatamente
después. Así Los siete contra Tebas termina con una división del coro, de
suerte que el primer coro canta que sostendrá a aquellos que son solidarios con
su sangre (genea) porque lo que la polis considera justo es diferente según los
tiempos; en otras palabras, las leyes de la polis cambian, en tanto que el
derecho de la sangre es perenne; y el otro medio coro se coloca de parte de la
polis y del dikaion, es decir, del derecho. El primer medio coro no hace
mención alguna de una “ley divina”; en cambio el segundo menciona
“bienaventurados”, sin duda los héroes protectores de la ciudad y el propio
Zeus. También todo esto pertenece al texto manifiesto, pero constituyente un
testimonio no desdeñable de la manera en que a finales del siglo V los
atenienses encaraban la cuestión y del sentido que daban a Antígona.
28. Doy la traducción habitual de euteleia. Por más que no
sea rigurosamente imposible, la traducción de este término que da Hannah Arendt
y que permite la interpretación: “nosotros amamos la belleza dentro de los
límites del juicio político” es extremadamente improbable.
Nota del Editor
![]() |
Omar Montilla |
Desde
el siglo X a.C. había en Grecia muchas aldeas dispersas, rodeadas de campos de
cultivo y pastoreo. Dichas aldeas estaban formadas por varios oikos, cada uno
con sus campos. Los había aristocráticos, con sus amplias casas, almacenes y
sus buenas tierras y pobres con simples casuchas en medio de suelos pedregosos.
Dos siglos más tarde, las aldeas habían crecido, convirtiéndose en ciudades. A
este proceso se lo llama Sinecismo. En estas primeras poleis (plural de polis),
las casas se agrupaban en un sector llamado asty. El ágora, lugar de encuentro
de los jefes de familias importantes para discutir asuntos importantes, se
había vuelto un importante centro público y mercado. Como testimonio del
acuerdo entre tribus y fatrías para habitar un mismo espacio, en la parte más
alta se levantaba la Acrópolis, el recinto fortificado que servía de sede a los
templos de los dioses. Alrededor del núcleo urbano, en los campos donde crecían
la vid y el olivo y pastaban los rebaños, permanecían los caseríos de los
pobres. Todo esto, ágora, acrópolis, campos circundantes, formaba el
territorio de la polis.
La
polis constituyó el ideal de organización política entre los griegos a través
de toda su historia; en un territorio reducido y con población limitada, se
lograba una organización "a la medida del hombre", es decir que sus
integrantes podían conocerse entre sí, lo que les permitía, entre otras cosas,
participar en todos los aspectos de la vida de la comunidad
A manera de presentación
“La polis griega y la creación de la
democracia” es el texto de una conferencia pronunciada en 1982 por C.
Castoriadis (1922-1997) en la ciudad de Nueva York con motivo de uno de los
Hannah Arendt Memorial Symposia in Political Philosophy, organizados por la New
School for Social Research1. En él aparecen de forma condensada algunas de las
ideas principales que en torno a Grecia Antigua 2 terminarán por configurar uno
de los núcleos reflexivos esenciales del pensamiento del filósofo
greco-francés. Expuestas originariamente en 1979, en el transcurso de un
seminario del Max Planck Institut de Stamberg, tales ideas serán objeto de
amplio desarrollo en los sucesivos seminarios que, a partir de 1980, impartirá
en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS)3.
Así pues, el ensayo corresponde a la
etapa inicial del diálogo que el cofundador de Socialisme ou Barbarie no
cesaría ya de sostener con el universo filosófico y político griego, en algunas
de cuyas realizaciones advierte la capacidad creativa de un “colectivo anónimo”
para alumbrar in acto una relación con el “pensar” y “hacer” políticos
radicalmente distinta a la engendrada dentro del marco social-histórico
ancestral, dominado por completo por la heteronomía.
Castoriadis no duda en interpretar
dicho alumbramiento -autocreación genuina- como una ruptura histórica sin
precedentes, “germen”, que no “modelo”, de una concepción de la praxis política
asentada en la voluntad y el deseo de crear instituciones que faciliten la
autonomía individual y colectiva mediante la participación explícita de los
individuos en la organización de la sociedad, esto es, en el ejercicio efectivo
del poder. Este es justamente el extremo que explica y justifica tanto la
relevancia que para el proyecto emancipatorio se atribuye en su obra al legado
griego, al ateniense muy en particular, como el hecho inusitado de que un
pensador volcado por entero hacia la transformación radical de la sociedad
contemporánea, haya puesto tan considerable empeño en focalizar la atención en
el locus histórico donde práctica política y ethos igualitario emergieron
ligados de manera inmanente por vez primera.
Que esta unión, bajo formas más
desarrolladas y completas de las que poseyó en origen, rebrota repetidamente a
lo largo de la trayectoria del proyecto de autonomía, fue para Castoriadis
inamovible convicción. Y ello hasta el punto –no exento de reminiscencias
hegelianas- de querer discernir en algunos de sus episodios más relevantes y
significativos (1789, 1871, 1917-1923, 1936-1937, 1956…) la evidencia de que
ese proyecto, antes que ser constituido por la historia, es constitutivo de
ella4.
Pese a los años transcurridos desde su
elaboración, creemos que “La polis griega y la creación de la democracia”
prosigue aportando elementos reflexivos de una indudable pertinencia política,
pertinencia que los debates actuales en torno a la “cuestión de la democracia”
no hacen, si cabe, más que acrecentar. En efecto, la confrontación entre
democracia directa y democracia representativa es uno de los ejes mayores en
torno a los que se organiza en el texto un dispositivo discursivo claramente
favorable a la primera, postura que su autor mantuvo hasta el fin de sus días.
Y es que desde la perspectiva
castoriadiana, la democracia representativa, tanto en concepto como en hechos,
no es más que pura alienación (en sentido jurídico: transferencia de propiedad)
de la soberanía de los “representados” hacia los “representantes”5,
mistificación incomprensible, cuando no inconcebible, para cualquier ciudadano
de las poleis democráticas griegas.
Siendo así, bien pudiera conjeturarse
que, de vivir todavía, Castoriadis hubiera valorado como factor altamente
esperanzador el hecho de que en el agora del presente los movimientos sociales
procedan a desvelar y a denunciar masivamente el carácter ilusorio de la
democracia representativa, al tiempo que tratan de abrir espacio a la
posibilidad de imaginar e instituir mecanismos que aseguren el efectivo, no
ficticio, protagonismo social y político de ciudadanos y ciudadanas. El
filósofo sostuvo con vehemente firmeza que tan sólo en un régimen de democracia
directa (no apreciaba demasiado la denominación “democracia participativa”)
pueden darse las condiciones requeridas para asegurar un protagonismo
semejante.
Reiteró sin descanso tal convicción a
lo largo de varias décadas y - es de justicia precisarlo- a contracorriente del
grueso de la filosofía política dominante, escasamente dada, según entendía, a
demoler críticamente la “metafísica de la representación” sobre cuyo suelo las
oligarquías liberales prosiguen legitimando su hegemonía. Frente a este
abandono, como frente a tantos otros, se mantuvo fiel a una de las divisas
basilares del proyecto de transformación. Expresémosla con sus propias
palabras: “No es lo que es, sino lo que podría y debería ser lo que tiene
necesidad de nosotros”6. A la luz de esta divisa, las reflexiones contenidas en
“La polis griega y la creación de la democracia” pueden adquirir en la
actualidad una redoblada y muy útil significación.
Otras
notas
1.- Algunas de las alusiones críticas
que aparecen en el texto en relación a las concepciones de H. Arendt sobre la
democracia griega no son explicables tan sólo por el marco circunstancial donde
tuvo lugar la conferencia. El filósofo manifestó en múltiples ocasiones su
desacuerdo radical con la visión arendtiana de una praxis política –trátese de
la polis ateniense o del proceso revolucionario francés- deseablemente
despojada de toda dimensión social. Insostenible en los hechos, tal visión era
para Castoriadis un error de primera magnitud que imposibilita cualquier
reflexión mínimamente consistente acerca de la democracia.
2.- Conviene tener presente que, tanto
en este texto como en el resto de su obra, el autor utiliza en general el
término “Grecia” como referente que compendia la historia griega que se
extiende del s. VIII al s. V, periodo en el que tuvo lugar, entre otras, la
creación de las poleis democráticas.
3.- Los seminarios impartidos en la
EHESS vienen siendo objeto de publicación desde hace algunos años. Los
correspondientes a Grecia han sido reunidos hasta la fecha en varios volúmenes,
tres de los cuales se encuentran disponibles en versión española (Fondo de
Cultura Económica).
4.- Castoriadis atribuía una singular
importancia a la existencia contemporánea de movimientos de orientación
anticapitalista cuya praxis es impulsada en conexión con presupuestos de
auto-organización inherentes al ejercicio de la democracia directa. Puede
recordarse en este sentido, por elegir un ejemplo enmarcado en la “modélica”
historia de la Transición española, el vivo interés con que siguió las
durísimas jornadas huelguísticas que tuvieron lugar en Vitoria entre enero y
marzo de 1976, en cuyo origen y desarrollo desempeñaron un notorio protagonismo
sectores obreros decididos a luchar mediante dinámicas antijerárquicas de
organización y asamblearias de decisión. La feroz represión del movimiento
incluyó el asesinato de cinco trabajadores. Manuel Fraga Iribarne era en la
época ministro de Gobernación; Rodolfo Martín Villa, ministro de Relaciones
Sindicales.
5.- C. Castoriadis, Fait et à faire,
París, Seuil, 1997, p. 66. Hay versión española (Eudeba, 1998).
6.- Ibíd., p. 77.