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Foto: Lucio Magri |
En uno de los multitudinarios encuentros que se celebraron
en 1991 para decidir si se cambiaba el nombre del Partido Comunista Italiano,
un camarada le hizo una pregunta a Pietro Ingrao: «Después de todo lo que ha sucedido y está sucediendo, ¿todavía cree usted
que se puede utilizar la palabra “comunista” para describir la clase de amplio
partido democrático de masas que ha sido y es el nuestro, ese partido que
queremos renovar para llevarlo al gobierno?». Ingrao, que acababa de
exponer todas las razones por las que se oponía al proyecto y había propuesto
tomar un camino alternativo, no del todo de broma, respondió con la famosa
parábola de Brecht del sastre de Ulm.
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Ver Nota del Editor |
Este artesano alemán del siglo XVI estaba
obsesionado con la idea de construir un dispositivo que permitiera volar a los
hombres. Un día, convencido de que lo había logrado, presentó su artilugio al
obispo y le dijo: «Mire, puedo volar».
Desafiado a que lo demostrara, el sastre se tiró al aire desde la parte más
alta del tejado de la iglesia y, naturalmente, acabó hecho añicos sobre el
empedrado. Sin embargo, el poema de Brecht sugiere que sin duda, unos siglos
más tarde, los hombres aprenderían realmente a volar.
La réplica de Ingrao, además de festiva, estaba bien
fundada. ¿Cuántos siglos, cuántas luchas sangrientas, avances y derrotas le
había costado al sistema capitalista alcanzar, en una Europa occidental que
inicialmente estaba más retrasada y era más bárbara que otras partes del mundo,
un grado sin precedentes de eficiencia económica y, con ello, acceder a
instituciones políticas más abiertas y a una cultura más racional? ¿Qué
contradicciones irreductibles iban a marcar el liberalismo en aquellos años,
entre los ideales solemnes, la naturaleza común del hombre, la libertad de
expresión y de pensamiento, la soberanía popular, y las prácticas que
constantemente los desmentían? Unas contradicciones cuya realidad social se
legitimaba en el pensamiento: la libertad podía y debía ser otorgada solamente
a aquellos que, en virtud de la propiedad y la cultura, incluso de la raza o
del color, eran capaces de ejercerla con sabiduría. Todo ello con la idea
correlativa de que la propiedad de los bienes era un derecho absoluto,
inviolable, que por ello excluía el sufragio universal.
Tampoco fue solamente el comienzo de este ciclo histórico el
que fue asediado por estas contradicciones; se reprodujeron bajo diversas
formas en su desarrollo posterior y sólo se vieron gradualmente atenuadas por
la acción de nuevos sujetos sociales y de fuerzas que impugnaban el sistema
reinante y sus ideas. Si la historia real de la modernidad capitalista no
mostraba un progreso lineal sin ambigüedades, sino que era dramática y costosa,
¿por qué debería ser de otra manera el proceso de su reemplazo? Ésta es la
lección que la historia del sastre quería transmitir.
Sin embargo, la parábola también plantea otras preguntas.
¿Podemos asegurar que si, después de su desastrosa caída, el sastre de Ulm se
hubiera quedado lisiado en vez de muerto, se hubiera levantado inmediatamente
para intentarlo otra vez? ¿O que sus amigos no hubieran tratado de evitar que
lo hiciera? Y por otra parte, ¿cuál fue su contribución real a la historia de
la aeronáutica? En relación al comunismo, estas preguntas son especialmente
difíciles y peliagudas. Por encima de todo, porque en su formulación teórica el
comunismo afirmaba ser no un ideal inspirador, sino parte de un proceso
histórico y de un movimiento real, que ya estaba en marcha y que estaba
cambiando el estado existente de las cosas. El comunismo, por lo tanto, siempre
implicaba un examen fáctico, un análisis científico del presente y una
prognosis realista del futuro, que evitaba que se disolviera en el mito. Pero
también hay que señalar una diferencia significativa entre las derrotas
sufridas por las revoluciones burguesas en Francia e Inglaterra, y el reciente
colapso del «socialismo realmente existente», considerando no el número de
muertos o el recurso al despotismo, sino sus respectivos logros. Las primeras
dejaron una herencia que, aunque mucho más modesta que las esperanzas iniciales
que despertaron, es inmediatamente visible; por el contrario, el legado de las
segundas es difícil de discernir, lo mismo que identificar a sus legítimos
herederos.
¿Un entierro
prematuro?
En los años que han transcurrido desde el fin de la Guerra
Fría, estas cuestiones no solamente han permanecido sin respuesta; apenas se
han discutido con seriedad. Las respuestas que han llegado lo han hecho bajo
una forma muy superficial e interesada: la negación o la amnesia. Recurriendo a
Marx, una experiencia histórica y una herencia teórica que marcaron todo un
siglo ha quedado consignada en «la crítica roedora de los ratones», que, como
sabemos, son animales voraces y, en las condiciones adecuadas, se multiplican
con rapidez.
La palabra «comunista» todavía se encuentra en la propaganda
de la derecha más cruda. Sobrevive en los símbolos electorales de pequeños
partidos europeos, ya sea para conservar la lealtad de una minoría de devotos,
ya para señalar una oposición genérica al capitalismo. En otras partes del
mundo, los partidos comunistas continúan gobernando países pequeños, intentando
principalmente defender su independencia frente al imperialismo, y gobiernan un
país muy grande, donde el partido está sosteniendo un desarrollo económico
extraordinario que se mueve en una dirección completamente diferente. La
Revolución de Octubre se considera, por lo general, una gran ilusión, útil en
algunos momentos y a los ojos de unos pocos, pero un desastre cuando se
considera en conjunto, identificándola con el estalinismo en su versión más
grotesca y, en cualquier caso, condenada por su resultado final. Marx ha
recuperado crédito como pensador, por sus perspicaces previsiones referentes al
capitalismo del futuro, pero estas predicciones han quedado totalmente
separadas de cualquier ambición para ponerle fin. La condena de la memoria se
está extendiendo ahora incluso más, para abarcar la experiencia completa del
socialismo y desde ahí proyectarse sobre los componentes radicales de las
revoluciones burguesas y de las luchas de liberación de los pueblos colonizados
(que, como sabemos, no podían ser siempre pacíficas, ni siquiera en la tierra
de Gandhi).
En resumen, finalmente el «inquietante fantasma» parece
haber sido enterrado; con honores por algunos, con eterno odio por otros y con
indiferencia por la mayoría, que encuentra que no tiene nada más que decirles.
Quizá el epitafio más mordaz, pero a su manera más respetuoso, lo pronunció
Augusto del Noce, una de las personalidades más brillantes entre los
adversarios de la izquierda, cuando dijo que los comunistas habían perdido y
ganado a la vez. Habían perdido desastrosamente en su búsqueda de Prometeo para
invertir el curso de la historia, prometiendo libertad y fraternidad a los hombres
incluso en la ausencia de Dios, y con el conocimiento de que son mortales. Pero
han triunfado como factor necesario para acelerar la globalización de la
modernidad capitalista y de sus valores: materialismo, hedonismo,
individualismo y relativismo ético. Como intransigente conservador católico,
del Noce pensaba que había anticipado esa extraordinaria heterogeneidad de
fines, aunque no tuviera demasiadas razones para alegrarse de ello.
Cualquiera que creyera realmente en lo que estaba intentando
el comunismo, y que tomara parte en ello, tiene el deber de explicarlo, aunque
sólo sea para preguntarnos si este entierro no era demasiado apresurado y si no
haría falta un certificado de defunción diferente. En Italia ha habido muchas
maneras de aproximarse al comunismo. Una de ellas sería: «Me convertí en un
comunista italiano porque era el primer imperativo si se quería luchar contra
el fascismo, defender la democracia republicana y apoyar las sacrosantas
reclamaciones de los obreros». Otra sería: «Me convertí en comunista en un
tiempo en que ya se estaban cuestionando los lazos con la Unión Soviética o con
la ortodoxia marxista; hoy día puedo hacer una limitada autocrítica del pasado
y afirmar mi auténtica disposición hacia lo nuevo». ¿No son una explicación suficiente?
Desde mi perspectiva, no lo son. Fracasan en explicar una
empresa colectiva que duró muchas décadas y que, para bien o para mal, debe ser
considerada en conjunto, pero, por encima de todo, son insuficientes para
ayudarnos a sacar lecciones prácticas para hoy y para mañana. Demasiada gente
dice actualmente: fue un error, pero fueron los mejores años de mi vida. Por un
momento, esta mezcla de autocrítica y nostalgia, de duda y orgullo, pudo ser un
recurso justificado especialmente entre la gente común. Pero con el paso del
tiempo y especialmente entre dirigentes e intelectuales, ahora parece un
compromiso fácil con uno mismo y con el mundo. Me pregunto otra vez si hay
motivos racionales y convincentes para tomar postura contra la negación y la amnesia;
si hay un terreno y las condiciones adecuadas para reabrir, en vez de
abandonar, una discusión crítica sobre el comunismo en nuestros días. Desde mi
perspectiva, sí los hay.
Un paisaje modificado
Desde el aciago año de 1989, ha pasado mucha agua turbulenta
por debajo del puente. Las novedades producidas y ratificadas por esa cesura
histórica han tomado una forma más clara y definitiva, mientras otras
tendencias llegan a toda velocidad. Está surgiendo otra configuración del orden
mundial, de la sociedad y de la conciencia. Un capitalismo victorioso se ha
quedado dueño del campo, y su triunfo le permite reafirmar sus valores y
mecanismos fundacionales, ahora libres de cualquier restricción. La revolución
tecnológica y la globalización parecen ofrecer la perspectiva de una impetuosa
expansión económica y estabilizar las relaciones internacionales bajo el
liderazgo, compartido o soportado, de un único poder arrogante. Durante la
década de 1990, todavía se podían discutir las contribuciones a la democracia y
al progreso hechas por la competencia entre los dos sistemas, así como el peaje
que supusieron sobre las vidas individuales. Se podían debatir rectificaciones
que pudieran reducir las peores consecuencias sociales de la nueva gestión, ya
fuera para mejorar la transparencia de un mercado restablecido, ya para atenuar
el unilateralismo del poder dominante. Pero a partir de entonces, éste era el
sistema. No había que combatirlo sino apoyarlo de buena fe y en línea con sus
propios principios. Si algún día llegara el momento en que también hubiera
agotado su utilidad, ello no tendría nada que ver con nada de lo que hubiera
hecho o pensado la izquierda. Ésa era la realidad que cualquier político
sensato tenía que reconocer, o que lamentar a la luz de la luna.
En el espacio de pocos años, el escenario ha cambiado
profundamente. Las desigualdades de ingresos, poder y calidad de vida, tanto
entre las diferentes regiones de la Tierra como dentro de cada una de ellas,
están reapareciendo y continúan profundizándose. Se puede demostrar que el
nuevo funcionamiento del sistema económico es incompatible con la conservación
de las ganancias sociales a largo plazo: las políticas de bienestar
universales, el pleno empleo estable, la democracia participativa en las
sociedades más avanzadas; el derecho a la independencia nacional y a alguna
protección frente a una intervención armada, en el caso de las regiones en
desarrollo y de las pequeñas naciones. Se vislumbran nuevos problemas: la
acelerada degradación del medio ambiente; la decadencia moral en la que el
individualismo y el consumismo, más que llenar el vacío de valores creado por
las crisis de instituciones milenarias, lo profundizan en una dicotomía entre
el despilfarro y el neoclericalismo; una crisis del sistema político, que está
perdiendo su poder por el declive de los Estados-nación y que se ve reemplazado
por instituciones separadas del sufragio popular, un sufragio popular a su vez
vaciado por las manipulaciones mediáticas del consenso y la transformación de
los partidos en maquinarias electorales dirigidas a reproducir una casta de
gobernantes. Incluso en el ámbito de la producción, los índices de crecimiento
están actualmente en declive y los equilibrios económicos se muestran
inestables, un conjunto de condiciones que parecen ser algo más que
coyunturales. La financiarización de la economía mundial genera ingresos no
ganados mediante el trabajo, con la frenética persecución simultánea de
beneficios inmediatos, despojando al propio mercado del criterio para estimar,
medir y evaluar su propia eficiencia, o de juzgar qué es lo que debería
producir. Por último, y como consecuencia de todo esto, estamos asistiendo a un
declive de la hegemonía, a conflictos que se multiplican continuamente y a una
crisis del orden mundial. La respuesta natural ha sido el empleo de la fuerza,
incluso el recurso a la guerra, que a su vez ha exacerbado, en vez de resolver,
los problemas existentes.
Podemos conceder que este marco es demasiado pesimista y
unilateral; que estas tendencias preocupantes están hasta ahora en sus etapas
iniciales. También podemos admitir que otros factores, la innovación
tecnológica por ejemplo, o el incluso más sorprendente ascenso de grandes
países que hasta hace poco pertenecían al Tercer Mundo, pueden compensar esas
tendencias o controlarlas. Por último, podemos admitir la nueva amplitud de la
base social que se ha beneficiado de un temprano y bastante difundido ciclo de
acumulación, o que el resto espera alcanzar una prosperidad que previamente le
estaba negada; todas esas fuerzas apoyarían el consenso y rechazarían un cambio
radical de resultado incierto. Los comunistas a menudo han cometido la
equivocación de adelantar análisis catastróficos por los que han tenido que
pagar un precio.
Sin embargo, nada de esto altera el hecho de que se ha
producido un giro, antes de lo que nadie había temido o esperado. El futuro del
mundo parece ofrecer poca tranquilidad, no sólo a las minorías que sufren o se
rebelan, sino en un contexto más amplio, a numerosos colectivos de
intelectuales, incluso en algunos sectores de la clase dominante. No estamos en
las turbulentas aguas del siglo XX, pero tampoco respiramos las tranquilas
brisas de la belle époque (que, como sabemos, no terminaron bien). En el
espacio de pocos años, han aparecido sobre el escenario movimientos de lucha
social y de contestación en el reino de las ideas que han sorprendido por su
amplitud, duración, pluralidad de posiciones subjetivas y novedad de sus temas.
Estos movimientos –dispersos, intermitentes, carentes de un proyecto unitario y
de estructura organizada– son, en su mayoría, movimientos sociales y culturales
más que movimientos políticos. Han surgido de las situaciones y subjetividades
más diversas y rechazan la organización, la ideología y la política tal como
las han conocido, por encima de todo en las formas en que se manifiestan
actualmente.
Sin embargo, cada uno de estos movimientos está en
comunicación constante con los demás; identifica enemigos comunes a los que
ponen nombres y apellidos. Cultivan ideales y experimentan con prácticas
radicalmente opuestas al actual estado de las cosas y a los valores,
instituciones y poderes que encarnan ese orden: modos de producción, consumo y
pensamiento; relación entre clases, sexos, países y religiones. En algunos
momentos y sobre temas concretos, como la guerra «preventiva» contra Iraq, han
sido capaces de movilizar a una gran parte de la opinión pública. En ese
sentido, son totalmente políticos y tienen un peso. ¿Deberíamos entonces
confiar en que ese «viejo topo», finalmente liberado del peso de doctrinas y
disciplinas que lo retenían, ha empezado a excavar una vez más hacia un mundo
nuevo? Me gustaría poder contestar que sí, pero lo dudo. Aquí también debemos
afrontar los hechos, sin desaliento pero sin fingimientos. No se puede decir
que las cosas están gradualmente tomando un giro positivo, o que las lecciones
de la realidad producirán pronto un cambio general en el equilibrio de fuerzas
que favorezca a la izquierda.
Dinámicas mundiales
El matrimonio de conveniencia entre las economías asiáticas
y la estadounidense ha facilitado un asombroso despegue de las primeras,
mientras garantizaba los beneficios imperiales de la segunda y le permitían
consumir por encima de sus posibilidades. Al mismo tiempo, el actual acuerdo ha
contribuido al estancamiento de Europa, y sus dinámicas, costes y resultados a
largo plazo son difíciles de llegar a comprender. La Guerra de Iraq, lejos de
estabilizar Oriente Próximo, ha desatado el incendio en la pradera. La Unión
Europea, por su parte, no se ha convertido en una fuerza autónoma, sino que ha
vuelto a asumir de forma más acentuada todavía su subordinación al modelo
anglo-estadounidense y a su política exterior. En Estados Unidos puede
observarse un cambio de las dolorosas políticas tipo Bush a un estilo
clintoniano más prudente, un cambio que tiene poco que ver con el auténtico
cambio que sería necesario para los nuevos y acuciantes problemas del mundo. En
la economía como en la política no hay ningún New Deal en perspectiva.
En diversos países de América Latina, después de muchos
años, las fuerzas populares y antiimperialistas han llegado al poder, pero es
Lula el que parece recoger el viento con sus velas. En Asia central, como en el
Este de Europa, los clientes de Estados Unidos se multiplican. En Francia e
Italia la izquierda nunca había estado en semejante desorganización. Aunque
Zapatero resultó reelegido en España, en Alemania los cristianodemócratas han
regresado al poder; en Gran Bretaña, Brown se pega a la línea de Blair y, si
pierde, serán los conservadores los que se beneficiarán. Los sindicatos,
después de algunos síntomas de recuperación, están a la defensiva prácticamente
en todas partes; las condiciones reales de los trabajadores se encuentran bajo
presión no sólo del contexto político, sino del chantaje de la crisis económica
y del déficit presupuestario.
¿Cómo deberíamos evaluar las fuerzas alineadas contra el
sistema? El panorama no es muy reconfortante. Ciertamente es importante que los
nuevos movimientos sociales permanezcan en escena, y que en algunos casos se
hayan extendido a otras regiones o contribuido al reaprovisionamiento de
energías políticas. En cualquier caso, han llamado la atención sobre problemas
críticos que anteriormente estaban minusvalorados: el agua, el clima, la
defensa de las identidades culturales, las libertades civiles de minorías como
migrantes u homosexuales. Sería equivocado hablar de regresión o crisis, pero
igualmente hablar de un segundo poder mundial ya existente o en gestación. En
la mayor parte de las batallas en que se ha visto envuelto este movimiento en
su conjunto –por la paz y el desarme, por la abolición de la OMC y del FMI, por
la tasa Tobin, por las fuentes de energía alternativas–, los resultados han
sido insignificantes y las iniciativas están en declive. El pluralismo ha
demostrado ser una limitación y un recurso. La organización puede ser repensada
tanto como se quiera, pero no puede quedarse reducida a Internet o a la
reposición de foros mundiales. El rechazo de la política, el poder desde abajo,
hacer la revolución sin tomar el poder, corren el riesgo de convertirse, más
que en etapas de un viaje –verdades parciales a las que no se debería
renunciar–, en elementos de una subcultura fosilizada, en una retórica
repetitiva que evita la reflexión o una exacta definición de las prioridades.
Finalmente, en unión de los nuevos movimientos, aunque no por su culpa, ha
surgido un tipo diferente de oposición radical, inspirada por fundamentalismos
étnicos o religiosos, cuya forma más extrema es el terrorismo, pero que ejerce
una influencia sobre un significativo número de personas.
Considerando las fuerzas organizadas de la izquierda que han
resistido con coraje al colapso posterior a 1989 y han tomado parte en intentos
de renovación y trabajado en unión con los nuevos movimientos y luchas
sindicales, el balance sigue siendo pobre. Después de años de trabajo en una
sociedad en agitación, estas fuerzas siguen siendo marginales y están divididas
entre ellas y dentro de ellas. En términos electorales, alcanzan en Europa
entre un 5 y un 10 por 100, y están atrapadas en el dilema entre un radicalismo
minoritario y los pactos electorales, cuyas onerosas limitaciones las debilitan
aún más. En resumen, parafraseando a algunos marxistas clásicos: estamos una
vez más en una fase en la que «el viejo mundo puede generar barbarie, pero no
ha surgido un nuevo mundo capaz de reemplazarlo».
La ascendencia del
capital
En un drástico resumen, las razones de este punto muerto
pueden definirse como sigue. El neoliberalismo y el unilateralismo son la
expresión de una alteración más profunda y permanente del sistema mundial
capitalista que ha llevado a su extremo su vocación original. Sus
características incluyen el dominio de la economía sobre cualquier otro aspecto
de la vida colectiva o individual; el dominio del mercado globalizado en la
economía y, dentro del mercado, el dominio de una gran concentración de las
finanzas sobre la producción; dentro de la producción, el dominio de los
servicios y de los bienes inmateriales sobre la industria para un consumo
inducido en contra de las necesidades reales. También estamos asistiendo a un
declive de la política. El Estado-nación está siendo eclipsado por acuerdos por
encima de él, los sistemas políticos están siendo vaciados de contenido por una
fragmentación y manipulación de la voluntad popular que debería guiarlos y
sostenerlos. Finalmente, hay una unificación del mundo bajo el signo de una
jerarquía específica con un único poder preponderante en su vértice. Un sistema
que, siendo aparentemente descentrado, concentra las decisiones críticas en
manos de los pocos que poseen los monopolios decisivos: en orden ascendente de
importancia, los de la tecnología, las comunicaciones, las finanzas y, por
encima de todo, del poder militar.
Sustentando el conjunto está la propiedad, en la forma del
capital en constante e infatigable persecución de su propia revalorización; un
proceso que se ha vuelto completamente autónomo de la localización territorial
y de cualquier objetivo alternativo que pudiera constreñirlo. Con los grandes
medios mediáticos a su disposición, el capital puede dar forma directamente a
necesidades, conciencias, estilos de vida; puede seleccionar a la casta
política e intelectual; puede influenciar la política exterior, el gasto
militar, las líneas de investigación y, por último, pero no menos importante,
puede reconfigurar las relaciones laborales, eligiendo dónde y cómo reclutar a
los trabajadores, y encontrar la mejor manera de socavar su poder de negociar.
En comparación con las primeras etapas, la novedad más significativa se
encuentra en el hecho de que, incluso cuando entra en crisis o registra un
fracaso, el sistema se las arregla, sin embargo, para reproducir sus propias
bases de fuerza e interdependencia, y destruir o chantajear a sus antagonistas.
Convoca, y al mismo tiempo entierra, a su propio enterrador.
Para desafiar y superar semejante sistema se requiere una
alternativa sistémica y coherente; el poder de imponerla y la capacidad para
hacerla funcionar; un bloque social que la sostenga y los pasos y alianzas
correspondientes al logro de ese objetivo. Libre del mito de la milenaria
conquista del poder del Estado por una minoría jacobina oportunista, todavía
hay menos razones para suscribir la esperanza de que una sucesión de revueltas
aisladas o de reformas a pequeña escala puedan espontáneamente fundirse en una
gran transformación.
La situación actual exige que la izquierda, actualmente
sumida en la confusión, reflexione sobre la «cuestión comunista». No utilizo
estos términos por casualidad. «Reflexión», no rehabilitación ni restauración,
señala que una fase histórica ha acabado y que la nueva requiere innovaciones
radicales de las tradiciones teóricas y prácticas, que deben estar basadas en
reflexiones sobre sus orígenes, desarrollo y resultados. Hablo de «comunista»
porque me estoy refiriendo no sólo a los textos, donde se pueden redescubrir
verdades duraderas o nobles intenciones, de las que ha habido un pronunciado
declive. Sobre todo me refiero a una experiencia histórica concreta que planteó
explícitamente el tema de una revolución anticapitalista dirigida por la clase
obrera, a su vez organizada en partidos, que en Italia, como en todas partes,
unieron durante décadas a millones de personas, que lucharon y ganaron una
guerra mundial, gobernaron grandes Estados, modelaron sociedades e influyeron
sobre el destino del mundo. Una experiencia histórica que finalmente, y no por
casualidad, degeneró y fue totalmente derrotada. Para bien o para mal, dejó su
marca sobre todo un siglo.
La primera tarea de la nueva era es hacer un balance, con un
espíritu de búsqueda de la verdad, cualesquiera que sean las convicciones con
las que uno empieza y las conclusiones a las que uno llega; sin fabricar
hechos, sin ofrecer excusas ni separar las experiencias vividas de su contexto.
La meta debe ser distinguir las contribuciones hechas a los avances históricos
permanentes y decisivos; considerar los tremendos costes que supusieron, las
verdades teóricas alcanzadas y los disparates intelectuales cometidos.
Necesitamos clarificar las diversas fases de la evolución del comunismo y,
dentro de cada una, examinar no sólo los errores degenerativos sino sus causas
objetivas y subjetivas, qué oportunidades había para adoptar un camino
diferente hacia el fin deseado. En resumen, recomponer el hilo de una empresa
titánica y de un declive dramático, sin buscar concesiones o perseguir una neutralidad
imposible, sino dirigiéndose a una aproximación hacia la verdad. Para abordar
esta agenda, tenemos el extraordinario privilegio de conocer cuál fue el curso
final de los acontecimientos, así como el estímulo de encontrarnos a nosotros
mismos, una vez más, en una crisis de la civilización. Debemos hacer uso del
presente para entender mejor el pasado, y entender el pasado para orientarnos
mejor en el presente y en el futuro.
Si evitamos reflexiones de este tipo y consideramos el siglo
XX como un montón de cenizas; si borramos del registro las grandes
revoluciones, las amargas luchas de clases, los grandes conflictos culturales
que lo han atravesado, y el socialismo y el comunismo que lo han animado; o si
simplemente reducimos todo a una lucha entre «totalitarismos» y «democracia»,
sin distinguir los orígenes y objetivos dispares de los «totalitarismos», o de
la política concreta de la «democracia», no solamente alteramos la historia,
sino que privamos a la política de la pasión y del razonamiento necesarios para
afrontar tanto viejos y dramáticos problemas que han resurgido ahora, como los
nuevos que están apareciendo y que exigen profundos cambios además de un debate
racional.
Relecturas
La clase de investigación que propongo tiene una gran dificultad,
y las motivaciones que la deberían guiar no son menos complicadas. En primer
lugar, porque el «corto siglo XX» es un periodo largo y complicado, cargado de
contradicciones dramáticas e interrelacionadas, que exigen una perspectiva del
contexto. En segundo lugar, porque todavía está tan fresco en la memoria
colectiva que resulta difícil alcanzar el necesario distanciamiento crítico.
Además, esta investigación va en contra del consenso prevaleciente en la
actualidad, que no solamente considera cerrado el capítulo, sino que, en líneas
generales, niega que la historia pueda ser descifrada a largo plazo como
conjunto, y que por ello no da ningún valor a situar el presente dentro de esa
historia, o a desarrollar las apropiadas características interpretativas.
Finalmente, en los prolegómenos de una lectura crítica del pasado, cualquier
desafío al mundo del consenso necesitaría, más que nunca, la capacidad de
proporcionar un análisis ajustado del presente y un proyecto de acción para el
futuro. (Éste era el punto fuerte del marxismo, incluso en aquellos aspectos
que se mostraron pasajeros.)
Por mi parte, siento cierta responsabilidad generacional e
individual por contribuir a semejante empresa, reconstruyendo e investigando
algunos puntos cruciales de la historia del comunismo italiano. Los motivos de
esta elección no son autobiográficos ni suponen un provincianismo restrictivo.
Por el contrario, la limitación del tema, capaz de hablar de un objeto
concreto, implica una hipótesis de trabajo que va contra la corriente; una
hipótesis que impone y a lo mejor finalmente permite algunas conclusiones
generales. Actualmente hay dos lecturas principales del comunismo italiano,
mutuamente opuestas por diversas razones. La primera sostiene, de forma más o
menos cruda, que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial por lo menos, el
PCI era en esencia un partido socialdemócrata, aunque sin querer admitirlo
totalmente, y quizá sin darse cuenta. Su historia fue una marcha de
autorreconocimiento larga, excesivamente lenta pero sostenida; la lentitud le
costó una prolongada exclusión del gobierno, pero la identidad esencial del
partido le daba fuerza y aseguraba su supervivencia. La segunda lectura
mantiene que, por el contrario, a pesar de la Resistencia, la constitución republicana,
el papel del partido en extender la democracia, a pesar de una autonomía
evidente y de su hostilidad a la idea de la insurrección, el PCI era en última
instancia una articulación de la política soviética, y su meta fue siempre la
imposición del modelo soviético. Solamente al final se vio obligado a rendirse
y cambiar su identidad.
Pero hay innumerables hechos históricos que hacen que ambas
lecturas sean contradictorias, al mismo tiempo que borran el aspecto más
original e interesante de la experiencia comunista. La tesis que me gustaría
presentar a examen es que el PCI representó, de manera intermitente y sin
llegar a desarrollarlo por completo, uno de los intentos más serios para abrir
una «tercera vía socialista»; esto es, (1) de combinar, por un lado, reformas
parciales, la búsqueda de una alianza política y social amplia, así como un
compromiso con los medios parlamentarios democráticos, y, por otro, duras
luchas sociales y una crítica explícita y compartida de la sociedad
capitalista; (2) de construir un partido militante altamente cohesionado con
cuadros ideológicos formados, pero sin dejar de ser un partido de masas; (3) de
reafirmar su afiliación al campo revolucionario mundial, soportando las
limitaciones de éste pero manteniendo una cierta autonomía. Esto no era una
cuestión de una mera duplicidad: la idea estratégica unificadora era que la
consolidación y posterior evolución del «socialismo realmente existente» no
constituía un modelo que se pudiera poner en práctica en Occidente, sino el telón
de fondo para realizar un tipo de socialismo diferente en Occidente, que
respetara las libertades.
Esto es lo que explica el crecimiento del poder del PCI en
Italia, que continuó después de la modernización capitalista, y el alcance de
su influencia internacional, incluso después de las primeras señales
manifiestas de la crisis del «socialismo realmente existente». De la misma
manera, su declive posterior y su eventual disolución en una fuerza más
liberal-demócrata que social-demócrata nos obliga a explicar cómo y cuándo
falló el intento. Estos hechos hacen posible identificar las razones objetivas
y subjetivas detrás de una trayectoria particular, y preguntarse si había
caminos alternativos que hubieran podido servir para corregir ese curso.
Si esta hipótesis es correcta, entonces la historia del
comunismo italiano puede tener algo importante que decir sobre la experiencia
global de la Italia republicana y del movimiento comunista en general,
colaborando en juzgar al segundo en su mejor versión y en entender sus límites.
(En un contexto completamente diferente, quizá la igualmente singular
experiencia china sería un campo de investigación comparable, con un pasado
completamente sin explicar y un futuro indescifrable.)
Muchos historiadores han escrito sobre la historia del
comunismo, proporcionando un patrimonio de información e investigación del
periodo entre la Revolución rusa y los años posteriores a la Segunda Guerra
Mundial; de forma más episódica, llena de lagunas y prejuicios, sobre las
décadas siguientes hasta la actualidad. Sin embargo, todavía carecemos de una
valoración de conjunto y de un juicio equilibrado de cualquiera de los dos
periodos. Culpable de ello no son tanto las controversias más que justificadas
que han surgido, como las discrepancias entre el examen certero de las fuentes
disponibles y el panfleto partidista. Esto, por supuesto, no resulta
sorprendente, ya que, tanto en el pasado como más recientemente, el trabajo de
los historiadores estaba influenciado, en primer lugar, por un clima amargo de
conflicto político y, después, por el súbito e inesperado colapso. Las
consecuencias de esto fueron infundir a algunos la sobriedad de los
especialistas, mientras que otros se dedicaban a producir las convenientes
simplificaciones.
Cultura interna
Sin embargo, más allá de estas consideraciones, todavía hay
un obstáculo adicional incluso para la investigación de los historiadores más
cuidadosos: la limitada naturaleza de las fuentes y la dificultad de
interpretarlas. Los partidos comunistas, a causa de su ideología, forma
organizativa y condiciones en las que tenían que operar, estaban lejos de ser
transparentes. Los debates sobre cuestiones fundamentales se concentraban
dentro de reuniones del partido altamente restringidas y a menudo informales;
los participantes estaban atados por las confidencias e incluso entre ellos
hablaban con cautela, preocupados por la unidad. Las resoluciones políticas
reflejaban auténticamente la posición de los militantes del partido, y los
debates de base a menudo eran animados y concurridos; pero, en última
instancia, las decisiones se aceptaban y se defendían por todo el mundo, aunque
fuera con sutiles matices. Se valoraba la capacidad probada en la promoción de
los dirigentes del partido, pero el proceso se realizaba a través de la
captación desde abajo, y las muestras de lealtad también pesaban. En algunos
países y en ciertos momentos, no había duda en ejercer una censura sobre los
hechos o en proporcionar solamente explicaciones superficiales al mundo exterior
o incluso a la propia base del partido; el objetivo de consolidación y
movilización se anteponía, si era necesario, a la verdad. Pero incluso cuando y
donde se desarrollaban espacios en los que se toleraba un cierto grado de
disidencia, por ejemplo en los comités centrales, como en Italia en la década
de 1960, esta disidencia se expresaba en un lenguaje prudente parcialmente
codificado. El registro de documentación era muy meticuloso en todos los
ámbitos, pero también muy sobrio y a menudo autocensurado de manera voluntaria
o como deber oficial.
En el momento del «giro», el principio que actuaba era el de
la «renovación en continuidad». El partido era una comunidad viva, y aquellos
que se distanciaban o eran distanciados de él sufrían un profundo aislamiento
humano, que a largo plazo servía para alimentar una parcialidad mutua. Una
lectura seria de los periódicos y documentos del periodo y de algunas
entrevistas póstumas, así como el acceso a los archivos finalmente abiertos,
todavía no proporcionan una base suficiente para reconstruir la historia real,
sin ambigüedades o censura. También necesitamos la memoria mediadora de
aquellos que fueron protagonistas u observadores directos y que pueden añadir
algo respecto a esas zonas donde los documentos permanecen silenciosos, o leer
los significados y la importancia de lo que se encuentra detrás de las
palabras. Pero todos sabemos cuántas trampas se agazapan en la memoria
individual, no sólo por los deterioros de la edad o por la tendencia a volverse
selectivo a fuerza de haber soportado graves responsabilidades o haber sufrido
un agravio inmerecido. Es fácil leer la historia a través de las lentes de la
propia experiencia; no hay nada malo en ello. Proust, Tolstoi, Mann o Roth han
contribuido más perceptivamente a un entendimiento de sus épocas que muchos de
los historiadores que fueron sus contemporáneos. Pero la «mediación de la
memoria» se sugiere aquí en un sentido diferente: la necesidad de una memoria
disciplinada por el examen de hechos documentados, por la comparación con las
memorias de otros, y tan objetiva como sea posible, de manera que se intente
tratar la propia experiencia como si uno estuviera ocupándose de la vida de
otra persona. Llegar a una interpretación plausible de lo que realmente sucedió
o de lo que se podía haber hecho.
Formación
Por mi parte, me hice comunista una década después de que
hubiera acabado la turbulencia del fascismo y de la Resistencia, después del XX
Congreso del PCUS y de los acontecimientos de Hungría, y después de leer no
sólo a Marx, Lenin y Gramsci sino también a Trotsky y al marxismo heterodoxo
occidental. Por ello no puedo decir que me afilié para continuar la lucha
contra el fascismo o que no sabía nada del estalinismo y las «purgas». Me uní
al partido porque creía, como continúo haciéndolo, en un proyecto radical de
cambio social cuyo coste había que sostener. Me mantuve activo en el partido,
en funciones modestas, pero, por casualidad o por algún mérito, en contacto
directo con el grupo dirigente durante quince años de vivo debate y de
importantes experiencias. Tomé parte en ello, desde posiciones minoritarias,
pero con un cierto grado de influencia y con pleno conocimiento de lo que
estaba sucediendo. Fueron años decisivos, de los cuales todavía se conoce poco
o mucho. Fui expulsado del partido en 1970 junto con otros camaradas por haber
creado un periódico, Il Manifesto, que se consideraba inaceptable: en primer
lugar, porque su propia existencia era una brecha en el centralismo
democrático; en segundo, porque pedía explícitamente una crítica más afilada
del modelo soviético y de sus políticas, y, por último, porque pedía el
replanteamiento de la estrategia del PCI, que se aceptaran las sugerencias de
los nuevos trabajadores y del movimiento estudiantil. Creo que nadie me podría
acusar de haber permanecido en silencio o de repetir viejas ortodoxias; pero a
continuación me veo obligado a preguntar por qué, como resultado de qué errores
o limitaciones, tantos buenos razonamientos y análisis con visión de futuro
permanecieron aislados y fracasaron en alcanzar sus objetivos.
Junto con algunos camaradas regresé al partido a comienzos
de la década de 1980, consciente de los límites de un extremismo del que nos
habíamos engañado a nosotros mismos, pero sin arrepentimientos; el giro de
Berlinguer parecía haber saldado muchas de las diferencias que nos dividían.
Esta vez, como parte de la dirección del PCI, tuve conocimiento directo del
proceso que primero limitó y luego vació este cambio, demostrando al mismo
tiempo su tardanza y sus limitaciones. Es un periodo sobre el que todavía hay
muchas reticencias y respecto al cual la crítica más rabiosa no encuentra
oposición. A principios de la década de 1990 tomé parte, esta vez desde la
primera línea, en la batalla en contra de la decisión de disolver el PCI, no
porque fuera una idea demasiado innovadora, sino porque innovaba de la manera y
en la dirección equivocada, liquidando insensatamente una rica identidad y
abriendo el camino no hacia un modelo socialdemócrata, un modelo ya en crisis,
sino a una política democrático-liberal hecha y derecha. La dirección desbandó
un ejército que todavía no se había desperdigado, compensando un vacío
conceptual con una extravagante idea de lo «nuevo». Fui uno de los pocos que
pensaron que esta operación carecía por completo de fundamento, pero me veo
totalmente obligado a preguntarme por qué llegó a imponerse.
Finalmente, con algunas dudas participé en la creación de
Rifondazione Comunista, dudas que procedían del temor a que careciera de las
ideas, la voluntad y la fuerza para tomarse en serio su propio nombre; temía un
cambio maximalista seguido de una acomodación oportunista. Me acabé
distanciando de ella, porque aunque seguía creyendo en el proyecto no vi
suficiente determinación o capacidad para desarrollarlo dentro de esa
organización, o en la diáspora de la izquierda radical. Apenas nadie sabe o
entiende demasiado esta experiencia reciente y tortuosa, y podría ser útil
simplemente hablar con honestidad de ella, aunque solo fuera para entender el
proceso que condujo a su obliteración electoral en abril de 2008.
Soy un archivo privado viviente en el almacén. Para un
comunista el aislamiento es uno de los pecados más graves, del que hay que dar
cuenta a los demás y a uno mismo. Pero si el pecado (disculpas por esta irónica
concesión a la moda y conveniencia que lleva a tantos a una repentina búsqueda
de Dios) abre la puerta al Señor, el aislamiento puede que me ayude a
aproximarme a las tareas esbozadas, permitiendo un cierto desapego útil. No
puedo decir «no estuve allí», «no lo sabía». De hecho dije una o dos cosas
cuando era inconveniente y ahora tengo la libertad para defender lo que no
debería ser repudiado, de preguntarme a mí mismo lo que se podría haber hecho o
todavía puede hacerse, más allá de las curiosidades de la política de cada día.
No es cierto que el pasado, de los comunistas o de cualquiera, estuviera
completamente predeterminado; de la misma manera que tampoco es cierto que el
futuro esté por completo en manos de los jóvenes que todavía tienen que llegar.
El viejo topo continúa cavando, pero está ciego y no sabe de dónde viene o a
dónde va; cava en círculos. Y los que no pueden o quieren confiar en la
Providencia deben hacer todo lo posible para entenderlo y al hacerlo ayudarle
en su camino.
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Omar Montilla |
Nota del Editor
Título original: “Sobre
El sastre de Ulm”

Lucio Magri, periodista y militante de la izquierda italiana coherente, dice adiós a la vida en Zúrich (Suiza), mediante un suicidio asistido. Junto a Rossana Rossanda, cofundó el periódico italiano Il manifesto, que en principio era una revista y salió a la calle por primera vez el 23 de junio de 1969.
El
proyecto fue auspiciado por un colectivo de periodistas e intelectuales de la
izquierda transalpina liderados por Magri y varios militantes del PCI que
decidieron romper con la dogmática ortodoxia que pilotaba Pietro Ingrao, que
años después viraría a la derecha, luego a la izquierda...

Magri falleció en Suiza, a donde
se trasladó para poner fin a su vida por su propia
voluntad, luego de que varios amigos trataron sin éxito de que cambiara de idea. Será sepultado en la ciudad italiana de Recanati, donde nació en 1932. Sufría una fuerte depresión tras la muerte de su esposa y decía que ahora la vida le resultaba "intolerable".
Por ello decidió viajar a Suiza donde está permitido el suicidio asistido, para
morir ayudado por su médico.