Ernesto Guevara en “Alegría de Pío”, el relato que abre su
libro Pasajes de la guerra revolucionaria, escribe: “Tendido, disparé un tiro hacia el monte siguiendo el mismo oscuro
impulso del herido. Inmediatamente, me puse a pensar en la mejor manera de morir
en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack
London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a
acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por congelación, en
las zonas heladas de Alaska”.
En ese incierto instante entre la vida y la muerte, el Che
no se encomienda a ninguna de las innumerables formas de Dios; simplemente
recuerda un cuento y aunque no recuerda (o al menos, no lo dice) el título de
ese cuento, todo indica que se trata de “Encender un fuego”, ese desgarrador
relato en el que Jack London describe la muerte de su protagonista: “Tropezó y cayó de bruces sobre la nieve.
Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuando recuperó el aliento y se
dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte con dignidad (…) Si tenía que
morir de frío, al menos lo haría con cierta decencia. Y con esa paz recién
estrenada llegaron los primeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea, pensó,
morir durante el sueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no era tan
terrible como la gente creía. Había peores formas de morir”.
En 1966, aparece “Reunión”, el cuento de Julio Cortázar que
se abre con estas palabras: “Nada podía
andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y
golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos
un asco, consolándonos cuando podíamos con el poco de tabaco que se conservaba
seco”. “Reunión” rememora lo que Guevara narrara en “Alegría de Pío”. Es
interesante advertir de qué manera se articula esta suerte de telaraña
literaria: un cuento de Jack London es evocado en un cuento de Ernesto Guevara
y a su vez este último texto será la razón de escritura de un cuento de Julio
Cortázar. La literatura está íntimamente ligada a la vida del Che.
En Sierra Maestra y en una de las primeras acciones de la
guerra de guerrillas, se enfrentará a una disyuntiva feroz: por definitivas
razones de peso deberá elegir cargar con la caja de balas o con la caja de
medicamentos. No lo duda, deja la caja de medicamentos a un costado del sendero
y acomoda en su mochila la caja de balas. Opta por ser soldado antes que
médico. Pero no abandona su condición de escritor. Los libros también son
objetos pesados, algunos por su contenido; todos por su continente. Sin
embargo, desde los primeros días en Sierra Maestra hasta los últimos en
Quebrada del Yuro, nunca se desprenderá de ellos: en una de las fotos tomadas
en Bolivia se lo puede ver leyendo, encaramado a la rama de un árbol. Régis
Debray, testigo de aquellos días, cuenta que “se había hecho una pequeña biblioteca, escondida en una gruta, al lado
de las reservas de víveres y del puesto emisor”.
Para el Che, los libros son objetos de primera necesidad.
Cuando el 8 de octubre de 1967 cae en manos de las tropas mercenarias, se
encuentra en condiciones atroces: viste harapos y anda descalzo, pero atado a
su cintura, junto a las pocas municiones, carga su diario de campaña. Era
necesario escribir, construir un relato. Y a la hora de elegir un guía y maestro
opta por un poeta mayor. El 28 de enero de 1960, pocos días después del triunfo
revolucionario, escribe: “Martí fue el
mentor directo de nuestra revolución, el hombre a cuya palabra había que
recurrir siempre para dar la interpretación justa de los fenómenos históricos
que estábamos viviendo porque José Martí es mucho más que cubano: es americano;
pertenece a todos los veinte países de nuestro continente. Cúmplenos a nosotros
haber tenido el honor de hacer vivas las palabras de José Martí en su patria, en
el lugar donde nació”. El mentor de la Revolución Cubana será su propio
mentor. Estas frases que pertenecen a Martí, bien podrían salir de los labios
del Che: “Los que pelean por la ambición,
por hacer esclavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarle a otro
pueblo sus tierras, no son héroes, sino criminales”.
En el prólogo a Pasajes de la guerra revolucionaria, Roberto
Fernández Retamar cita a José Martí: “El
arte de escribir, ¿no es reducir?, hay tanto que decir, que ha de decirse con
el menor número de palabras posible; eso sí, que cada palabra lleve ala y
color”. Ernesto Guevara sabe darle ala y color a su escritura. En el citado
libro, leemos: “La tropa está quebrantada
moralmente, famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados que ya no entran
en lo que les resta de calzado. Están a punto de derrumbarse. Sólo en las
profundidades de sus órbitas aparece una débil y minúscula luz que brilla en
medio de la desolación”.
A Fidel Castro las narraciones de la guerra del Che le
parecen insuperables. Fernández Retamar lo confirma: “Felizmente –dice– para nosotros, será no sólo una de las figuras más
deslumbrantes de la hazaña iniciada entonces, sino también su primer cronista
(…) En Pasajes de la guerra revolucionaria no son consideraciones intelectuales
las únicas que mueven al Che a escribirlo –a escribirlo, por otra parte, en esa
magnífica prosa suya, seca y coloquial–. Es también el artista quien lo
escribe”.
“Estoy todos los días
en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber”, escribe Martí en
1895, y el 19 de mayo muere, luchando por la libertad de Cuba, en el combate de
Boca de Dos Ríos. Tiene sólo 42 años. “En
los nuevos campos de batalla llevaré la fe que me inculcaste, el espíritu
revolucionario de mi pueblo, la sensación de cumplir con el más sagrado de los
deberes: luchar contra el imperialismo donde quiera que esté”, escribe el
Che en su última carta a Fidel Castro, y el 9 de octubre de 1967 muere
asesinado en Bolivia. Tiene sólo 39 años.
Casi dos décadas antes, en una carta que le escribiera a
Ernesto Sábato, Guevara, que aún no era el Che, confesaba haber leído Uno y el
Universo y señalaba que “en aquel tiempo
yo pensaba que ser un escritor era el máximo título al que se podía aspirar”.
Por aquellos días tal vez ignoraba que ese máximo título se sumaría, con
justicia, a todos los otros que definitivamente iba a lograr.