
Para quienes hayan vivido en el último tercio
del siglo XX, salvo que sean ciegos o sordos o vivan en una madriguera cuatro
metros bajo tierra, no ha pasado desapercibida la constancia de ciertas
características de la sociedad en que vivimos, que traemos a mientes tanto por
la frenética actividad publicitaria de sus promotores como por las destempladas
denuncias de que son objeto: la reestructuración de las instituciones, privadas
como “públicas”, para situar en lo más alto de la escala de valores aquellos del
libre mercado: competencia, eficiencia y maximización de las ganancias; la
“destrucción creativa” de cierta forma de Estado, conocido como “de Bienestar”
-que implicaba, con grandes diferencias según el espacio y el tiempo de su
manifestación, cierto tipo de cobertura social que aseguraba, o intentaba
asegurar, a toda o a una buena parte la población, la satisfacción de
necesidades básicas- para atajar cualquier obstáculo a la frenética actividad
de los homo oeconomicus, guiados infalible y armoniosamente por sus intereses
egoístas en la búsqueda de beneficios; más importante, subyaciendo quizá a las
anteriores: la ponderación de la ganancia y el consumo como la meta última de
la vida, tras lo cual ocurre la insidiosa e imparable penetración de éste en los
otros valores de nuestras vidas. En suma, neoliberalismo y “neoliberalización”.
A las dificultades de comprender lo que nos es
más cercano, propias de nuestra incapacidad de conocer exhaustivamente todos
los factores que intervienen y todos los elementos constitutivos de una
situación, cuando tratamos de esa bestia enorme y complicada que es el
neoliberalismo hay que sumarle la distorsión que las pasiones de los actores
causan en lo que de ella dicen. Como en la vieja estampa de los ciegos
tratando de describir un elefante por el tacto, cada vez que hablamos del
neoliberalismo es imposible no dejarse llevar por nuestras preferencias
políticas, por el credo académico que practiquemos o, sencillamente, por la
suerte de nuestros bolsillos estos últimos años. El resultado es una
representación imprecisa que contribuye a distorsionar nuestra percepción de la
coacción que sobre nosotros ejerce lo representado.
El libro de David Harvey –geógrafo inglés de
raigambre marxista, autor de otro provocativo y riguroso libro, “La condición
de la postmodernidad”- hace justicia a su título, pues se trata de la apretada
y bien escrita síntesis de una impresionante cantidad de fuentes académicas,
unidas al calor de una potente visón propia, y constituye un excelente punto de
partida para desbrozar parcialidades y malentendidos sobre nuestro tiempo.
Harvey traza los orígenes del neoliberalismo
hasta el “capitalismo embridado” que apareció como respuesta a la Gran
Depresión de los años treinta, inspirado en doctrinas keynesianas. Era
“embridado” porque el mercado, los empresarios y las corporaciones estaban
cautivas en una “red de constreñimientos políticos y sociales y un marco
regulador que en ocasiones limitaba, pero al mismo tiempo fomentaba la
estrategia industrial y económica” (p. 11). El conocido como Welfare State
imponía severas cargas fiscales a los contribuyentes, que le retornaba en forma
de prestaciones sociales, guiadas por un ideal de igualdad de inspiración
socialdemócrata, al tiempo que ampliaba enormemente el mercado potencial para
el consumo. Este sistema comenzó a resquebrajarse a finales de los años sesenta
y recibió el golpe de gracia con la crisis económica de los años setenta
(“crisis de acumulación de capital”, según el autor).
El neoliberalismo, con raíces en los años
cuarenta y las obras de Hayek y la Sociedad de Mount Pelerin, emergió con el
fin de “liberar al capital de estos constreñimientos” (p. 11). Su contenido
teórico consiste en una mezcla entre la concepción liberal típica de la
libertad como puramente instrumental y negativa, y la escuela neoclásica de
economía, que pregona las bondades del libre mercado, el combate a la inflación
y las maldades de la intervención estatal en la vida económica. Los
emprendedores deben ser impulsados; los mercados y el intercambio deben ser
libres, los estados deben limitarse a vigilar el buen funcionamiento espontáneo
de tales entidades, interviniendo al mínimo y aplicando rigurosos derechos de
propiedad. Su fulgurante éxito se debió a la quiebra intelectual de los
principales economistas keynesianos que desempeñaban funciones de gobierno,
quienes permanecieron presos de los viejos e inoperantes dogmas; las sucesivas
sacudidas económicas que hicieron peligrar la viabilidad de los aparatos
estatales los dejaron desesperadamente necesitados de explicaciones a sus
problemas, que los neoliberales (Chicago Boys, por ejemplo) estaban más que
preparados para dar; y, por qué no decirlo, una activa campaña de propaganda en
la que la creación del Premio Nobel de Economía por parte de una preocupada
clase dominante sueca daba certificado de ciencia a la obra de Hayek, Debreu,
Samuelson, Friedman, etc.
Del surgimiento e índole del neoliberalismo
circulan dos grandes visiones dominantes: que representa el triunfo del buen
sentido sobre la insensatez, la mejor forma de organizarnos económica y
socialmente, sostenida sobre todo por la aplastante mayoría de los
comentaristas presentes en los grandes medios de comunicación, y otra, muy
difundida entre los opositores a este estado de cosas, según la cual no es sino
la más nueva versión del imperialismo estadounidense, que pretende apoderarse
de las riquezas del resto del mundo mediante esos teatros de marionetas
llamados BM, OMC y FMI.
De acuerdo con Harvey, ambas son inadecuadas. La
primera, por las siguientes razones: i) contrariamente a lo que dice la teoría,
el Estado debe intervenir para dejar las condiciones adecuadas de
funcionamiento al mercado y sus actores (por ejemplo, doblegando a las clases
obreras y sus organizaciones), y luego rescatarlos cuando cometen errores
(véase lo que ha ocurrido en EU con los grandes bancos, o en México con Cemex);
ii) ha producido serias crisis financieras y económicas a los países a donde ha
llegado por imposición, como en Rusia, México, Argentina, Sudáfrica y un muy
largo etcétera; iii) contrariamente a lo que quieren hacer creer sus
seguidores, el neoliberalismo no ha contribuido en nada a los niveles de
crecimiento económico global desde la década de 1980, que han sido muy modestos
comparados con la explosión que se dio en las décadas inmediatamente
anteriores, los llamados “treinta años gloriosos” del capitalismo; v) como la
puesta en marcha del neoliberalismo no ha contribuido a crear nueva riqueza, la
masiva redistribución de los últimos treinta años se ha basado en la
desposesión de las clases medias y bajas, llevando graves desigualdades, con
las consecuencias anómicas que ello trae; iv) fomenta la degradación del
entorno ecológico. Los anteriores puntos no solo conducen al autor a dudar
seriamente de la publicidad en torno del neoliberalismo, sino también a
considerar (el libro es de 2005) que el sistema comienza a dar síntomas de
agotamiento: los déficits fiscales y de financiamiento de EU y China, el
poderío militar y económico estadounidense comienzan a desvanecerse. Seis años
después, lo que aparecía como síntoma es más bien el inicio de los estertores
agónicos de la globalización financierista y neoliberal, tras la derrota de
Estados Unidos en Irak en 2004.
En cuanto a la segunda visión, Harvey la
descarta debido a su incompatibilidad con varios procesos nacionales en los que
el neoliberalismo no apareció por el efecto de fuerzas exógenas, sino que, como
en el caso de China, una superpotencia ferozmente independiente, adoptó
reformas que expandían el mercado unos pocos años antes de que lo hicieran los
países anglosajones más adelantando en la materia (Nueva Zelanda, Gran Bretaña
y Estados Unidos), tras la muerte de Mao.
En contraste con estados dos tan aceptadas
tesis, la propuesta por Harvey, que hunde sus raíces en el marxismo clásico,
apunta a que la neoliberalización es un exitoso empeño por restaurar el poder
de clase. Aunque los caminos que cada nación ha tomado, y las experiencias
propias, varían enormemente, el resultado común es el galopante aumento de la
desigualdad social. A lo largo del planeta, las políticas de libre mercado han
estado asociadas con la aparición de grandes concentraciones de riqueza e
ingresos, y un abismo cada vez mayor entre los que tienen y los que no. El autor
apela así al sentido común, a lo que cualquier espectador mínimamente informado
puede o podría considerar: que el neoliberalismo parece el triunfo de la clase
dominante.
En este punto surgen problemas, y Harvey lo dice
explícitamente. En los tres casos prototípicos, más tempranos –Chile,
Inglaterra y Estados Unidos-, es relativamente fácil identificar el ascenso del
neoliberalismo con un relato del ascenso de la clase dominante. En los tres
casos, las disgustadas élites empresariales usaron ideas cultivadas en think
tanks conservadores e instituciones académicas como base para sus programas
políticos; en Chile, por ejemplo, los economistas de la Universidad Católica de
Chile fueron los autores intelectuales de las políticas económicas impuestas
tras el sanguinario golpe de estado protagonizado por los militares para
derrocar a un gobierno nacionalista que se inclinaba hacia las clases
populares; mientras que en Inglaterra y Estados Unidos, si bien tanto Tatcher
como Reagan accedieron al poder mediante procesos electorales, declararon la
guerra a las sindicatos y a toda herencia del New Deal y del laborismo una vez
instalados.
Pero el relato de una deliberada guerra de
clases librada por las dominantes contra las dominadas casa muy poco con lo
vivido en otros países, como México y Argentina, donde la implementación de
políticas liberalizadoras estuvieron más evidentemente vinculadas a grupos de
tecnócratas locales formados en universidades estadounidenses, en alianza con
instituciones internacionales como el FMI y el BM, más que a una estrategia
concertada de las clases dirigentes locales. La misma idea casa aún menos con
el caso de China, donde no existía otra clase dominante que la cúpula del
Partido Comunista para promover las “cuatro modernizaciones”. Más aún, en ese
tiempo China se encontraba casi completamente aislada de los mercados
financieros globales, cuya aparición desempeñó un papel fundamental en las
transiciones políticas de los países anglosajones. Harvey se ve forzado a
concluir que la particular vía china al libre mercado fue propiciado por una
constelación de fuerzas única, con consecuencias inesperadas para sus
promotores originales, como la creación de una nueva –más que la resurrección
de una vieja- clase capitalista. En suma, que si las consecuencias sociales y
económicas del neoliberalismo alrededor del mundo parecen ser relativamente
uniformes, sus orígenes son mucho más heterogéneos.
Conforme los síntomas de debilidad se van
acentuando, Harvey cree detectar una tendencia emergente hacia un nuevo orden
político con un fuerte sentido del orden y la moralidad, propenso al
autoritarismo, cuyos ejemplos serían Singapur y China, y el matrimonio reciente
entre los fundamentalistas cristianos y los conservadores en Estados Unidos.
Dada la orientación marxista del autor, no
sorprende su consideración de que la esperanza para superar en el futuro con
este estado de cosas descanse en el desarrollo de una orgánica alianza
izquierdista entre trabajadores y minorías étnicas, raciales y sexuales. También
ve motivos de esperanza en la “apabullante diversidad” de movimientos sociales
causados por abusos asociados al neoliberalismo. Desafortunadamente, solo
menciona unos pocos (sorpresivamente, no hay ninguna a los movimientos
izquierdistas en América Latina, y, por lo menos verbalmente, notorio en
Venezuela), y, como la gran mayoría de este tipo de obras, es sólidamente
crítico de la situación que denuncia pero muy pobre en alternativas posibles.
En última instancia, Harvey, como Polanyi, está a favor de un sistema donde las
limitadas libertades de beneficio y mercado sean reemplazadas por un conjunto
más amplio de libertades, más democracia directa, mayor equidad social y mayor
justicia en los ámbitos económico, político y cultural.
Si bien resulta importante como crítica de la
hegemonía y la ideología capitalista contemporánea, las debilidades que reviste
no son menores. En primer lugar, se trata de de un libro a medio camino entre
lo académico y lo divulgativo, y no resulta demasiado satisfactorio en ambos
casos. Harvey traza el curso de un desarrollo histórico y social de largo
alcance en términos muy gruesos, y ofrece explicaciones igualmente gruesas de
los casos concretos de este desarrollo; también hay una tendencia a culpar al
neoliberalismo por muchos de los males del mundo, lo que oculta el hecho de
que, en realidad, forman parte de la esencia misma del capitalismo y no son una
manifestación coyuntural o contingente, y conducen a confundirlo con
instituciones que, si bien le son comitantes, de ninguna manera pueden
reducirse a él: el corporativismo, la “democracia” representativa, la
inmaterialidad cada vez mayor de las mercancías.
Por otro lado, el cuento de Harvey acerca del
neoliberalismo como restauración del poder de clase, si bien apunta a un hecho
importante y evidente, no me parece lo central de la cuestión, ni que
contribuya a aclarar mucho los oscuros orígenes del presenta estado de cosas.
Si pensamos en que la economía neoclásica es un conjunto de necedades bien
refutadas desde los años 30 por economistas perfectamente ortodoxos (al
respecto resultan ilustrativas las opiniones de Galbraith y Hirschman sobre el
predominio de la escuela de la oferta y el monetarismo), que su aplicación no
ha traído nada parecido a los beneficios que tan ruidosamente ladraban sus
emisarios, y, peor aún, que es la incapacidad de pensar en otros términos y la
incidencia en los mismos procedimiento erróneos los que agravan cada vez más la
crisis presente, yo creo que estamos autorizados para pensar que la adopción
del neoliberalismo por parte de las clases dominantes es un claro signo de
regresión ideológica. Porque si parece que han triunfado, y seguirán haciéndolo
algún tiempo más, los adictos occidentales a estas ideas se han mostrado como
uno de los más activos agentes en su propia destrucción. Ahora bien, que un
montón de mediocres hayan logrado imponer tan mediocres ideas y aún más
estúpidas prácticas a un número tan grande de personas hasta hacerles creer en
su bondad y necesidad, no parece que haya sido posible sin la pasividad de las
grandes masas. Si hay algún factor que ayuda a comprender la rápida y completa
derrota de los modelos que aliviaban los efectos más evidentes del capitalismo
parece que es la “privatización” de los individuos que ya hace setenta años
analizaban Daniel Bell y Hannah Arendt: la desaparición del conflicto político,
la segmentación de los movimientos que apuntaban a un cambio global de la
sociedad en reivindicaciones importantes, pero limitadas, y que jamás han
hallado una articulación en un plan de transformación de la sociedad (minorías,
étnicas, sexuales, feminismo). La quiebra de la solidaridad nacional ha hecho
posible que, como en el caso mexicano, y por utilizar una expresiva palabra
propia de Latinoamérica, los vendepatrias entregasen sin rubor los elementos
más lucrativos de la actividad interna y el control de la moneda a bancos
extranjeros. Es urgente un análisis empírico de las razones que llevaron
finalmente a la ruina al Welfare State en todos los frentes, pues por más preparados
que estuviesen sus defensores ideológicos y las élites conservadores, o más
oportuna que haya aparecido la coyuntura mundial de los años setenta, el
neoliberalismo no hubiese triunfado de no haberse dado las condiciones sociales
e institucionales apropiadas.
Por otro lado, apenas si se hace mención alguna
del proceso de “evanescencia” que ha caracterizado al proceso productivo desde
los años setenta. El movimiento de descomunales sumas de dinero, en buena
medida ficticio en tanto que no tiene valor verdadero más allá de las pantallas
electrónicas en que aparece, de una parte del mundo a otra; la
descentralización apoyada en aparatos que permiten la comunicación a distancia;
la burbuja tecnológica y electrónica que funciona a base de excitar el ego del
usuario (Internet, gadgets); todo esto, que ha acompañado, y en algunos
aspectos le es absolutamente esencial al neoliberalismo, apenas si se menciona
en el libro.
Empero, a despecho de estas debilidades, el
análisis y la crítica de Harvey del neoliberalismo son certeras y válidas, y
constituyen una poderosa llamada a la reflexión y a la lucha contra sus muchos
problemas y abusos.