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Edouard Manet / Olympia |
Jordi Corominas i Julián
Charles Baudelaire
soñaba, pero sólo escribió una de sus experiencias oníricas. Roberto Calasso la
recoge y sus ansias ensayísticas consiguen que esa excusa ayude a trazar un
magnífico cuadro de revolucionarios desdeñados en su época, hombres
incomprendidos entre calamidades y éxitos que leían demasiado deprisa para lo
que era su tiempo, figuras del Panteón que suscitan curiosidad y forman parte
de la cultura popular, que por desgracia, algo lógico en una época de síntesis,
recuerda clichés y olvida lo importante de sus aportaciones.
La Folie Baudelaire,
última obra del escritor italiano, parte de ese viaje dormido del poeta de Las
flores del mal hasta sumergirse en algunos detalles de su interior para trazar
un cuadro completo del nacimiento de la modernidad en la Francia decimonónica.
Algunos dirán que bien, que eso se ha hecho siempre y constituye una tradición
teórica casi inexpugnable, repetida mil veces con sus consabidas variantes. No
les quitaremos razón, están en lo cierto porque los tópicos se repiten y parece
que ya se haya escrito todo sobre el tema, que sin embargo, y ese es el crédito
inicial que merece Calasso, merece actualizarse y adquiere sentido en función
de la cronología, individual y colectiva.
Tengo muchos recuerdos de
la Universidad, fueron años divertidos en los que me dieron una base que luego
exploté a mi antojo. Tuve la desgracia, transformada en suerte porque soy un
tipo positivo, de suspender cuatro veces la asignatura de francés, y quizá por
ello dediqué un verano a recrearme en la literatura del Hexágono. Stendhal fue
el primero que cayó en el saco y luego ya me aventuré con Baudelaire, con quien
sufrí un flechazo que me instigó a investigar sus circunstancias biográficas,
igual de importantes que su legado escrito. En sus observaciones se percibe una
clara conciencia de finitud, por eso la decadencia es una visión de los que aún
no han entendido que el alba está por aparecer y luce colores insólitos.
Esa insólita irradiación
enlaza con lo general. El esplendor del pensamiento baudeleriano coincide con
los estertores de la Monarquía de Luis Felipe y la era del Segundo Imperio de
Napoleón III. Un modelo se agotaba, tanto en lo artístico como en lo social. El
romanticismo fue una resaca dieciochesca que bebía del pasado sin sepultarlo.
Los hombres de mediados del Ochocientos se transformaban en obreros y la
ciudad, pieza central del tablero, se preparaba para alterar los hábitos de las
personas enfocándolos al consumo bajo la apariencia de un ocio alcanzable. Los
pasajes y el Bois de Boulogne anunciaban una revolución de dos caras bien
marcadas, para que dos relojes se compenetraran entre la ferocidad del
capitalismo y la Arcadia campestre a dos pasos de casa. Baudelaire, más agudo
que todo eso y también más pretencioso, da en el clavo al percibir lo que se
avecina desde la crítica pictórica. Los cuadros del salón de 1846 habían
abandonado las togas, pero vestían a los retratados con prendas medievales,
renacentistas y barrocas. ¿Y lo contemporáneo? Nulo, inexistente. Con esa
apreciación, de una lucidez desarmante resume sin querer el motivo de su
condena y de los demás componentes del clan de figuras malditas que recorre
Calasso con precisión quirúrgica. Un arte que no aborde las dinámicas palpables
en la superficie es nimio, inútil por naturaleza, fantástico para que los
burgueses sin autocrítica se relaman en el engaño perpetrado al imponer un
cómodo canon que no haga temblar los cimientos del edificio y sirva para decorar
el salón.
Manet, quien merecía
mucho más que Constantin Guys ser el pintor de la vida moderna, padeció un
verdadero suplicio por su osadía al atreverse a presentar Olympia en el Salón
de 1865, dos años después de dar la última pincelada al lienzo. Era un desnudo
filosófico sí, filosófico y provocador por prescindir de la mitología y apuntar
con el dedo hacia la hipocresía, que más tarde Zweig reflejaría en El mundo de
ayer, de esos señores casados que disfrutaban con cortesanas de lujo que
marcaban la pauta en París, chicas de rompe y rasga con un poder infalible que
debían permanecer en la invisibilidad, por eso la mirada de Olympia es una
amenaza que atenta contra el orden, porque desde su ausencia de ropajes desvela
intangibles de lo putrefacto.
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Gustave Courbet / Un entierro en Ornans |
Otro gran aficionado a
plasmar el cuerpo femenino fue Ingres. Su inclusión en el elenco puede
desconcertar casi tanto como la exclusión de Courbet, quien debería estar por
compromiso y sagacidad en el desafío, y no lo decimos por su Origen del mundo,
sino más bien por El entierro de Ornans, gran tela, algo reservado para temas
clásicos, de un sepelio rural con curas borrachos y una larga fila de
caracteres que resumen todo el tejido social del villorrio en una descarnada
metáfora de la realidad francesa a mediados del siglo XIX. Sin embargo Courbet
goza de aceptación absoluta en su papel transgresor, no así el autor del Baño
turco, despreciado por su amor a la línea que tanto contrasta con la apuesta
por el color de Delacroix, favorito de Baudelaire.
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Paul Cézanne / Las bañistas |
¿En qué quedamos? ¿Por
qué Ingres? La respuesta esencial llegó a principios con las bañistas de
Cézanne y las prostitutas de Picasso, deudoras innegables de un abuelo al que
se consideró trasnochado por ir contracorriente por su pretendido apego a la
herencia de David. Calasso hila aún más fino y proporciona un dato demoledor,
una de esas casualidades que la Historia de las artes depara entre cajones y
catálogos incompletos. Hace poco se encontraron en el secrétaire de Ingres cuatro daguerrotipos. Uno de ellos muestra un
cuadro desaparecido donde el retrato de una mujer desnuda con fondo negro
deslumbra por un efecto óptico que da a la epidermis una densidad muy atrevida,
masa que avanza hacia nosotros, abstracción de lo real que esperaba su instante
de revelación, como si nosotros fuéramos el retrato de Madame Moitessier que se
alza insolente tras el caballete. Ella ya sabía las prestaciones del estudio y
la obsesión que entroncaba la labor de Ingres con los paseos de Kant para
ejercer de reloj de cuco en el desierto de Konigsberg. Esas caminatas
despojaron a todas las construcciones de lo superfluo y centraron el
pensamiento en la esencia, siembra que tenía su reverso en la exaltación del
ego por parte de Giacomo Casanova. La primera tendencia nutre a Ingres, recibe confirmación
con Degas mediante sus bailarinas y llegará a la vanguardia, sin importar que
esta sea picassiana o vienesa. La segunda semilla, más mundana, flotará con
Stendhal, impregnará la paleta de los impresionistas y proseguirá su marcha sin
perder nunca la referencia de lo mental, sin lo que sería utópico narrar el
transcurso de lo cotidiano, pues hasta la descripción de pequeñísimas
efemérides son subjetivas.
Ambas confluyen en
Rimbaud, quien abre la puerta de una modernidad a otra, porque el dichoso
vocablo tiene eso, es unitario aún descomponiéndose en mil pedazos a cada
segundo que pasa. Alienta y se metamorfosea cuando ha cumplido su pacto con una
fase, ave fénix que siempre resurge de sus cenizas para instalarse en una
monarquía de advertencia en la incomprensión. Sus apóstoles emiten la buena
nueva y topan con un sordo muro que recupera su audición cuando el tiempo ya
está maduro para nuevos frutos. Rimbaud tuvo una breve fase poética, tres años
en los que arrasó literalmente con la tradición al corromper la forma y dotar
al cuerpo del justo puñal para matar a los dioses pocos minutos antes de
Nietzsche. En el caos de la orfandad, cuando los homínidos vagan desorientados,
es cuando podemos disparar las balas que destrocen la panorámica y le confieran
nuevos bríos. Con su misión finiquitada Arthur optó por recorrer mundo y
redundar en lo de ser pionero instalándose en Harar, donde devoró libros de
cualquier materia que no fuera literaria, como si así se contradijera con el
universo que él mismo contribuyó a despeñar con lentitud depositando su bomba
programada para que otros la activaran.
Rimbaud no fue,
exactamente, el hijo poético de Baudelaire, clásico en sus alejandrinos y
pretencioso en sus aspiraciones de figurar, de otro modo no se hubiese aspirado
a un sillón de la Academia y de suceder a Diderot en su rol fundacional. El
autor de El rosa Tiepolo sugiere que Ducasse y Laforgue estaban dotados de la
genética del padre, le eran congeniales sin calcar su lírica, de la que
avistaron más una actitud para picar una piedra inaugural que prescindiera de
la ruina y el ocaso.
Roberto Calasso se ha
adentrado sin miedo en un burdel repleto de cuadros, libros desperdigados y
estancias con polvo acumulado por desidia. Al penetrar en él ha certificado que
un dandi llevaba las llaves, actuando de catalizador para la clientela,
dándoles una energía que lanzó con coraje con la esperanza de esparcirla para
que calara hondo y propiciara una revolución que trascendiera la estética.
Consiguió sus objetivos y ahora, en pleno 2011, debemos reflexionar sobre si su
cometido puede trasladarse a nuestra época desde otros parámetros adaptados a
la misma. Por lo pronto el término moderno ha sucumbido y es una parodia de lo
que fue, mal augurio cuando quizá urja más que nunca un replanteamiento general
que desde el presente entierre tanto plato efímero y propicie solidez crítica
que ensanche miras. No hay que ser exhibicionista para dar puñetazos en la
mesa.
La Folie Baudelaire
Roberto Calasso
Traducción de Edgardo Dobry
Anagrama
Roberto Calasso
Traducción de Edgardo Dobry
Anagrama