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Foto: Louis Althusser |
Santiago Castro-Gómez
Desde hace meses, cuando algunas personas se enteran de que estoy leyendo de nuevo a Louis Althusser y de que me gusta lo que leo, he venido escuchando comentarios que oscilan entre la perplejidad y el desasosiego. ¿Althusser? –!Sauve qui peut, sálvese quien pueda! - Pocos filósofos han tenido el “honor” de ganar tantos enemigos con su obra como Louis Althusser. Los casos pueden contarse con los dedos de una mano: Maquiavelo, Spinoza, Marx, es decir, aquellos justamente a quienes el mismo Althusser recurrió una y otra vez durante su carrera. ¿Para qué leer a un autor identificado con la mácula de un pasado político que muchos quisieran no tener que recordar? ¿Qué tiene que decirnos hoy día un filósofo hipersensible, admirador de Lenin, militante incondicional del partido comunista, homosexual, por lo menos, en El porvenir es largo el propio Althusser no confiesa ser homosexual; era todo lo contrario, salvo que se hable de una homosexualidad latente que buscaba ansiosamente una entrevista con el Papa y que terminó estrangulando a su mujer en un ataque de locura? ¿No tendrá, más bien, algo de necrofílico este interés por resucitar a un “perro muerto”, sobre todo cuando este perro tiene un inconfundible color rojo?
Ciertamente no son sus
concesiones teóricas a la ortodoxia del partido, ni su convencimiento en la
cientificidad del marxismo, ni tampoco sus repetidas y paradójicas
“autocríticas” lo que me interesa rescatar de Althusser. Más interesante
resulta examinar su figura en el contexto de las relaciones
Nietzsche-Freud-Marx durante los años cincuenta y sesenta en Francia, con el
objeto de profundizar en su crítica al humanismo y a las ciencias humanas. Pero
éste no será el tema de mi exposición de hoy. Lo que quisiera resaltar es la
asimilación del legado de Althusser por los Estudios Culturales británicos,
pero no para mirarla como una simple curiosidad histórica, sino porque estoy
convencido de que ese legado puede servirnos todavía para repensar lo que
significan los Estudios Culturales a comienzos de siglo en un país como
Colombia.
Partiré del hecho de que
mucho de lo que hoy se publica o se escribe bajo la rúbrica de “estudios
culturales” parece ignorar que, en tiempos de globalización, su objeto de
estudio, la cultura, se ha convertido en un bien de consumo gobernado por los
imperativos del mercado. Esto quiere decir que sin una consideración seria de
los vínculos entre la cultura y la economía política, los estudios culturales
corren el peligro de ser estudios de nada, o mejor dicho, de perder de vista su
objeto. Si los estudios culturales quieren ser, como pretenden, un paradigma
innovador en el área de las ciencias sociales y las humanidades, entonces deben
reconocer que la cultura se halla vinculada a un aparato de producción y
distribución que, ya desde Marx, recibe un nombre propio: el capitalismo.
Quisiera defender la tesis de que la tarea más urgente de los estudios
culturales es plantear los lineamientos para una crítica de la economía
política de la cultura, tarea para lo cual no se halla inerme. A su disposición
se encuentra toda una tradición de pensamiento crítico elaborada durante el
siglo pasado, a la cual la obra de Althusser contribuyó de manera significativa.
Obviamente, esta tradición deberá ser repensada y reelaborada según las nuevas
necesidades de la sociedad contemporánea.
Mi exposición estará
organizada de la siguiente forma: primero examinaré la historia del proyecto de
los estudios culturales británicos a partir de su relación con Althusser,
tratando de encontrar la razón por la cual éste proyecto empezó a perder sus
vínculos con la economía política. Luego me detendré en el concepto de
ideología desarrollado por el último Althusser, presentándolo como una
alternativa a la noción de ideología criticada por pensadores como Foucault,
Lyotard y Baudrillard. Finalmente, y de manera breve, intentaré mostrar la
utilidad de este concepto de ideología para reconstruir los puentes entre los
estudios culturales y la economía política, sobre todo en lo que tiene que ver
con el análisis de la cultura medial.
1. El espectro del
humanismo: los estudios culturales antes y después de Althusser
Plantear la importancia
del pensamiento de Althusser para los estudios culturales no es ninguna
novedad. De hecho, la historia del proyecto de los estudios culturales en
Birmingham puede dividirse en dos épocas bien definidas: antes y después de su
relación con Althusser.
Durante la década de los
sesenta la relación de los padres fundadores de los estudios culturales con el
marxismo fue ambigua, pero sirvió para establecer algunas de las líneas
metodológicas que señalarían el rumbo del proyecto. Richard Hoggart, primer
director del famoso Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la
Universidad de Birmingham entre 1964 y 1968, jamás tuvo una relación directa
con el marxismo. Su interés por el socialismo no venía marcado por una agenda
ideológica específica, sino por la simpatía vital que, como hijo de una familia
de clase trabajadora en la ciudad de Leeds, tuvo siempre interés por la
situación de los obreros. En su libro The Uses of Literacy (1958), Hoggart
describe la vida de la clase obrera en el período anterior a la segunda guerra
mundial y la compara con la cultura de masas vigente en la Inglaterra de la
posguerra. El tono de esta comparación es claramente nostálgico: la industria
cultural ha “colonizado el mundo de la vida” de las clases populares inglesas y
desarticulado su carácter orgánico. El cine, la televisión y las revistas de
entretenimiento han desarraigado a los obreros de su propia cultura,
exponiéndolos a la perversa influencia de la sociedad de consumo (Turner
45-46).
A diferencia de Hoggart,
Raymond Williams sí estuvo influenciado por el marxismo durante sus años de
formación e incluso fue miembro del Partido Comunista durante un breve tiempo.
Pero su posición frente al marxismo estuvo marcada por el distanciamiento
crítico. Williams opina que el marxismo trabaja con un concepto doblemente
reducido de cultura: de un lado, la convierte en un reflejo distorsionado de la
infraestructura económica; del otro, la limita a las manifestaciones de la
cultura letrada: arte, filosofía, literatura. La “cultura” por la que Williams
se interesa no es la de los productos simbólicos de las elites, sino la de la
“experiencia vivida” por las clases trabajadoras inglesas en el seno de las
grandes ciudades industriales. Williams entiende la cultura como expresión
“orgánica” de formas de vida y valores compartidos que no pueden ser reducidas
a ser epifenómeno de las relaciones económicas. Los estudios culturales deben
concentrarse en el análisis de las culturas populares urbanas, descubriendo
cuál es la “sensibilidad particular” que atraviesa todas sus estructuras sociales.
Edward Thompson, por su
parte, también fue miembro del Partido Comunista y compartió con Williams su
rechazo al determinismo económico y a toda visión “superestructuralista” de la
cultura. Como Hoggart y Williams, insistió en la importancia de estudiar las
formas culturales “vivas”, ancladas en la experiencia subjetiva de las clases
populares inglesas, que compiten ferozmente con la cultura capitalista de masas
y le oponen resistencia. Thompson se muestra partidario de un socialismo
humanista, al estilo de Sartre, que pueda garantizar a las clases populares la
capacidad de ser sujetos de su propia vida.
Si tomamos estas tres
posiciones juntas veremos que los padres fundadores de los estudios culturales
trabajaban todavía con un concepto humanista y tradicional de cultura. Utilizan
el término “cultura” para referirse a la existencia de un “espíritu popular”,
de carácter orgánico, vinculado con la experiencia de las clases trabajadoras
inglesas, y que es necesario potenciar para que ofrezca resistencia a los
embates de la naciente cultura de masas. Como Horkheimer y Adorno, consideran
la cultura de masas como un producto mecánico y artificial, vinculado con los
intereses expansivos del capitalismo, pero, a diferencia de estos, advierten
que la industria cultural no ha logrado “cosificar” todavía por completo la
consciencia de los trabajadores. Aún es tiempo de vindicar los elementos
orgánicos y emancipatorios de la cultura popular, y esta es, precisamente, la
tarea política de los estudios culturales.
Sin embargo, hacia
finales de los años sesenta el proyecto original de los estudios culturales
empieza a experimentar un cambio de orientación política y metodológica. El
movimiento estudiantil del 68 y la creciente importancia de la cultura visual
en el imaginario popular hacía necesaria una revisión de los presupuestos
teóricos establecidos por Hoggart, Williams y Thompson. Esta fue justamente la
labor emprendida por Stuart Hall, quien asumió la dirección del Centro en 1972.
Como hijo de trabajadores emigrantes jamaiquinos, Hall ya no podía mirar con
nostalgia hacia el pasado de una Inglaterra impoluta frente al impacto de la
massmediatización. Su preocupación no era “recuperar” valores culturales del
pasado, sino entender el presente en sus propios términos con el fin de
articular una crítica de sus patologías. Por eso, la irrupción de la sociedad
de consumo y la incidencia de los medios de comunicación en el imaginario
colectivo, que Hoggart, Williams y Thompson percibían todavía como amenazas
contra los valores de la cultura popular, es tomada por Hall como punto de
partida de los estudios culturales. Su contribución radicó en haber mostrado la
necesidad de plantear un diálogo creativo con la teoría social más avanzada de
su tiempo: el estructuralismo. Con Hall entramos, pues, en la etapa propiamente
althuseriana de los estudios culturales.
En efecto, con la llegada
de Stuart Hall a la dirección del Centro podemos hablar de un “cambio de
paradigma” en la orientación de los estudios culturales: del paradigma humanista,
inspirado en los estudios literarios, al paradigma estructuralista inspirado en
el psicoanálisis y la teoría social marxista. Esta contraposición podríamos
conceptualizarla de la siguiente forma: mientras que en el paradigma humanista
la cultura es vista como anclada en la subjetividad de los actores sociales, en
su “experiencia vivida” como decía Raymond Williams, en el paradigma
estructuralista la cultura es un producto anclado en “aparatos” institucionales
y que posee, por tanto, una materialidad específica. El punto de arranque de
los estudios culturales ya no son los valores, las expectativas y los
comportamientos de los obreros o de cualquier sujeto social en particular, sino
los dispositivos a partir de los cuales los “bienes simbólicos” (la cultura)
son producidos y ofrecidos al público como mercancía. El análisis de la cultura
se convierte de este modo en una crítica del capitalismo.
Ahora bien, no cabe duda
que en este cambio de paradigma, la influencia teórica más relevante fue la del
filósofo francés Louis Althusser. El interés de Hall por Althusser se debió
sobre todo a su forma de abordar el problema de la ideología. De hecho,
“ideología” se convirtió en la categoría analítica más importante de los
estudios culturales en los años setenta, lo cual permitió a Hall y sus
colaboradores entender la cultura como un dispositivo que promueve la
dominación o la resistencia. Los estudios culturales empiezan a ver la sociedad
como una red de antagonismos en la que instituciones como el Estado, la familia,
la escuela y los medios de comunicación juegan como mecanismos de control
disciplinario sobre los individuos. .. Los productos simbólicos son entonces un
“campo de batalla” en el que diferentes grupos sociales disputan la hegemonía
sobre los significados.
Sin embargo, con la
popularización de los estudios culturales en los Estados Unidos durante la
década de los ochenta podemos hablar del fin de la “edad heroica” y el comienzo
de una tercera etapa, más “light” y celebratoria, marcada por su creciente distanciamiento
de la teoría crítica marxista. Me aventuraría a decir que la gran aceptación
curricular que han tenido los estudios culturales en universidades
norteamericanas de elite, así como su correspondiente éxito editorial, corren
paralelos a este proceso de “limpieza” de sus elementos marxistas. Esta tercera
etapa (post-althusseriana) está marcada por la influencia que empiezan a tener
filósofos como Baudrillard, Lyotard y Derrida y, muy a pesar de estos autores,
por un retorno insospechado del humanismo metodológico.
En efecto, la influencia
que tuvieron algunas corrientes de la filosofía posmoderna en los estudios
culturales contribuyó a marginalizar el concepto de ideología y,
concomitantemente, a posibilitar el divorcio que hoy se observa entre los estudios
culturales y la economía política. Lyotard, por ejemplo, desconfía de todas las
teorías que, como el marxismo, pretenden disponer de un criterio de verdad que
les permita saber cuáles son las contradicciones de la sociedad y cómo
resolverlas. En este contexto, la crítica de las ideologías pertenecería al
orden de los metarelatos y compartiría con ellos su carácter totalitario. En
vista de la complejidad de las sociedades contemporáneas, ya no resulta posible
hablar de un criterio único de verdad que sirva para todos los jugadores, sino
de una multitud de juegos de lenguaje que definen inmanentemente sus propias
reglas y que, en muchos casos, resultan inconmensurables. Sólo a través del
ejercicio de un poder autoritario sería posible decretar, como lo hace
Althusser, qué es ciencia y qué es ideología. Para Lyotard, la ciencia es tan
solo un juego más en la multiplicidad de juegos de lenguaje, o, dicho de otra
manera, una “ideología” tan válida como cualquier otra.
Baudrillard, por su
parte, argumenta que la sociedad de consumo marca el paso hacia una nueva fase
del capitalismo, en la que el valor signo – y ya no el valor de cambio y mucho
menos el valor de uso - regula la producción de mercancías. En este sentido, la
crítica marxista de la ideología pierde toda su fuerza explicativa de los
social, puesto que ya no existe ninguna realidad última que develar. La
sociedad entera se ha convertido en un simulacro escenificado por los media; en
un intercambio regulado de signos donde no resulta posible distinguir la
ficción de la realidad. Si toda la realidad social es un sistema de signos,
entonces no es posible ya “salir” de la ideología a través de la ciencia, como
planteaba Althusser. La ciencia ya no conoce realidades, sino interpretaciones
mediadas por los códigos vigentes en la sociedad. La ciencia misma es para
Baudrillard un simulacro, como también lo son todos los sistemas de creencias
que usualmente denominamos “ideología”. Así las cosas, la ideología, entendida
como simulacro, es un a priori de la vida en la sociedad contemporánea y, como
tal, resulta irrebasable.
La celebración posmoderna
de la diferencia y el rechazo de los metarelatos totalizantes provocaron de
este modo un resecamiento de la noción de ideología en el ámbito de los
estudios culturales. La consecuencia más inmediata de esto es que la cultura
deja de ser vista como un espacio de lucha por el control de los significados
para ser considerada como “objeto” de estudio, casi de una forma positivista.
La vinculación que Hall había establecido entre cultura y economía política
empieza a desvanecerse y los estudios culturales se convierten en un ejercicio
teórico y apolítico: en estudios sobre la cultura. Douglas Kellner habla en
este sentido de un populismo cultural que celebra los supuestos efectos
“democratizadores” de la sociedad de consumo (Media 33). En esta nueva
orientación culturalista y acrítica quisiera destacar las siguientes
características:
a) Los estudios
culturales pretenden convertirse en una ciencia social rigurosa, tal como la
entendían Weber y Durkheim. El analista cultural, como el científico social,
debe poner entre paréntesis sus valoraciones personales y describir el objeto
de estudio – la cultura - tal como “es”. En una palabra: los estudios
culturales deben ser moralmente neutros. Utilizando la terminología de
Horkheimer diríamos: los estudios culturales dejan de ser “teoría crítica” para
convertirse en “teoría tradicional” de la cultura (Castro-Gómez 2000).
b) La industrial cultural
es vista como una función necesaria e indispensable en el seno de una sociedad
compleja, sometida a procesos intensos de racionalización. Los productos de la
industria cultural son una especie de sustitutos de la religión y los mitos,
que satisfacen “necesidades básicas” de la población. Por esta razón, el
analista cultural no debería dejarse guiar por sus preferencias personales en
materia de música rock, “enlatados” o telenovelas, por ejemplo, sino que debe
contemplar todos los productos simbólicos como igualmente válidos y
funcionales.
c) La cultura visual es
vista como fuente de “entretenimiento”, que libera a la gente del inevitable
“stress” que representa el trabajo en una sociedad compleja. Al menos ésto, era
lo que comentaba una financista paisa, cuando en una reunión social, criticábamos
las telebobelas, modo despectivo al que referíamos al hablar de telenovelas. El
analista debe entonces contemplar el consumo cultural como algo perteneciente a
la “esfera privada” de los actores sociales.
d) Desde el punto de
vista del análisis cultural, entendido como ciencia social rigurosa, no existen
criterios para evaluar cuáles productos culturales son buenos o malos, mejores
o peores, ideológicos o emancipadores. El único criterio evaluativo es la
maximización de la funcionalidad. Por eso las industrias culturales no deben
ser miradas teniendo en cuenta sus “códigos ocultos”, como pretende la crítica
de la ideología, sino tan solo examinando la calidad de su gestión. Lo que
importa es mirar las dinámicas internas de producción, presentación y distribución
de los bienes simbólicos, con el fin de aumentar su eficiencia y competitividad
en el mercado. En última instancia, la rentabilidad de lo que vende.
Por supuesto, no estoy
diciendo que todos los practicantes de los estudios culturales en los Estados
Unidos han tomado este rumbo. Basta recordar nombres como Jameson, Spivak,
Ahmad, Zizek, Kellner, Mignolo y otros muchos para probar lo contrario. Lo que
quiero decir es que el abandono de la categoría de ideología por parte de
algunos teóricos de la cultura ha contribuido a debilitar el potencial crítico
y político que tenían los estudios culturales en lo que aquí he denominado su
“edad heróica”. Mucho de lo que hoy se produce y se publica en los Estados
Unidos bajo la rúbrica de “estudios culturales” posee un carácter facilista y
acrítico, destinado, como las hamburguesas y los perros calientes, al consumo
rápido de “administradores culturales” o de estudiantes que deben absolver
materias obligatorias en sus currículos de lenguas. Incluso en Colombia, los
estudios culturales tienden a confundirse en algunos sectores académicos con el
problema de la “gestión cultural” o con su vinculación a las “políticas
culturales” del Estado.
En vista de todo lo
anterior nos enfrentamos entonces a dos cuestiones: ¿Por qué se hace necesario
reintroducir en los estudios culturales los vínculos con la economía política?
Y, en caso de mostrarse tal necesidad, ¿cómo hacerlo? Para responder a la
primera pregunta, quisiera partir del siguiente diagnóstico: en tiempos del
capitalismo tardío, la “cultura” – es decir, el mercado de bienes simbólicos -
se ha convertido en la columna fundamental para la reproducción del capital.
Esto significa que el trabajo reviste ahora la forma en que individuos o grupos
generan información capaz de movilizar a otros individuos o grupos. La
producción, transformación y circulación de información son el objeto de la
mayor parte de las tecnologías importantes que se introducen en la economía.
Dicho en otras palabras: la creación de riqueza ya no se basa tanto en la
explotación de recursos naturales ni en la producción de bienes industriales de
consumo, como pensaba Marx, cuanto en la producción de bienes simbólicos
llevados al mercado en forma de imágenes y “conocimientos”.
Este diagnóstico tiene
varias implicaciones para los estudios culturales. La más importante de ellas
es, quizás, la imposibilidad de desvincular el análisis cultural de la crítica
de la economía política, pero ya no en la forma “clásica” mostrada por Marx. Si
el capitalismo tardío está convirtiendo al mundo en una “villa global” basada
en la producción de bienes simbólicos, las premisas del trabajo industrial, la
lucha de clases y el carácter superestructural de la cultura ya no pueden
seguir funcionando como elementos inamovibles de la teoría crítica. Que la
cultura se haya convertido en fuerza productiva significa que la nueva
formación global ya no obedece a lo que Marx creía que eran las leyes del
capitalismo clásico, esto es, la primacía de la producción industrial y la omnipresencia
de la lucha de clases. Hoy en día, es imposible elaborar una teoría de la
dominación si se toma en cuenta sólo el punto de vista de la actividad laboral
en las fábricas o del sujeto que actúa sobre la materia prima para producir
objetos industriales. Los estudios culturales deberían ser capaces de mostrar
que la cultura, mirada todavía por Marx como un “efecto de superficie”, se
halla imbricada en prácticas materiales que tienen como característica primaria
la consolidación del dominio de unos grupos sobre otros.
2. Althusser contraataca
o el carácter agonístico de las ideologías
En esta sección procuraré
responder el segundo interrogante formulado más arriba: en caso de mostrarse la
necesidad de vincular los estudios culturales con la crítica de la economía
política, ¿cómo hacerlo? Mi tesis es que tal vinculación debe pasar, a nivel
conceptual, por una recuperación de la categoría de ideología, pero ya no en la
forma en que Marx hizo uso de ella en el siglo XIX. Considero que la teoría de
las ideologías desarrollada por Althusser hacia el final de su vida podría
darnos algunas luces al respecto. A continuación examinaré brevemente el modo
en que Althusser desarrolla una noción de ideología que escapa a las críticas
de Foucault, Lyotard y Baudrillard.
En opinión de Althusser,
ni Marx, ni Engels ni Lenin elaboraron jamás una teoría general de la
ideología, sino que se limitaron a esbozar fragmentariamente unos principios
teóricos que es necesario sistematizar y desarrollar (“Práctica teórica” 42).
Marx definió la ideología como un “sistema de representaciones” que acompaña y
legitima el dominio político de una clase social sobre otras. Pero Althusser
piensa que se hace necesario completar la obra iniciada por Marx a través de
una agenda de trabajo que incluye dos puntos: en primer lugar, se hace
necesario examinar la función estructural de ese sistema de representaciones en
el conjunto de la sociedad; y en segundo lugar, se debe estudiar la relación de
las ideologías con el conocimiento.
Althusser afirma que toda
formación social puede ser analíticamente dividida en tres niveles articulados
orgánicamente entre sí: el nivel económico, el político y el ideológico. Cada
uno de estos niveles es visto como una estructura dotada de materialidad
concreta, independiente de la subjetividad de los individuos que participan en
ella y de sus configuraciones históricas. Estos tres niveles de los que habla
Althusser no son “reales” porque su estatuto no es ontológico sino teórico;
tienen el carácter de “construcciones teóricas” que sirven para conceptualizar,
a nivel abstracto, los diferentes tipos de relación que entablan los individuos
en todas las sociedades históricas. Así, mientras en el nivel económico los
individuos son parte de una estructura que les coloca en relaciones de
producción, en el nivel político participan de una estructura que los pone en
relaciones de clase. En el nivel ideológico, en cambio, los individuos entablan
una relación simbólica en la medida en que participan, voluntaria o involuntariamente,
de un conjunto de representaciones sobre el mundo, la naturaleza y el orden
social (“Práctica teórica” 49). El nivel ideológico establece así una relación
hermenéutica entre los individuos, en tanto que las representaciones a las que
estos se adhieren sirven para otorgar sentido a todas sus prácticas económicas,
políticas y sociales.
Las ideologías cumplen
entonces la función de ser “concepciones del mundo” (Weltanschauungen) que
penetran en la vida práctica de los hombres y son capaces de animar e inspirar
su praxis social. Desde este punto de vista, las ideologías suministran a los
hombres un horizonte simbólico para comprender el mundo y una regla de conducta
moral para guiar sus prácticas. A través de ellas, los hombres toman conciencia
de sus conflictos vitales y luchan por resolverlos. Lo que caracteriza a las
ideologías, atendiendo a su función práctica, es que son estructuras asimiladas
de una manera inconsciente por los hombres y reproducidas constantemente en la
praxis cotidiana. Se puede decir entonces que las ideologías no tienen una
función cognoscitiva (como la ciencia) sino una función práctico-social, y en
este sentido son irremplazables. “Las sociedades humanas” – escribe Althusser –
“secretan la ideología como el elemento y la atmósfera indispensable a su
respiración, a su vida histórica” (La revolución 192).(2)
En este punto se plantea
el problema de la relación que guarda la teoría de las ideologías desarrollada
por Althusser con la noción de ideología presente en los escritos de Marx. Como
se sabe, el concepto de ideología posee en Marx un sentido fundamentalmente
peyorativo. La ideología es equiparada por Marx con la “falsa conciencia”, es
decir, con la imagen distorsionada que un grupo social en particular se hace de
la realidad en un momento histórico determinado. Polemizando con la filosofía
clásica alemana, Marx afirma que su deformación radica en tomar los contenidos
de conciencia como si se tratara de entidades autónomas, punto de partida y fin
último de la realidad. La “ideología alemana” – y en particular la filosofía de
Hegel – genera una visión invertida del mundo: confunde las ideas con los
hechos sociales, sin encontrar la esencia de los mismos. Las ideologías son,
entonces, fantasmas cerebrales, ilusiones epocales, visiones quiméricas del
mundo que ocultan a la conciencia de los hombres la causa verdadera de su
miseria terrenal (Marx, 41-43). En Marx tendríamos entonces una teoría de la
deformación ideológica, mas no una teoría general de las ideologías, que es la
que se propone desarrollar Althusser.
En efecto, Althusser
elabora una teoría general -es decir “ampliada”- de las ideologías en donde
estas no aparecen simplemente como deformadoras sino como posibilitadoras de
sentido.
Ciertamente las
ideologías se definen por su capacidad de asegurar la ligazón de los hombres
entre sí (el “lazo social”), pero la función de este lazo es mantener a los
individuos “fijados” en los roles sociales que el sistema ha definido
previamente para ellos. Lo cual significa que las ideologías son mecanismos
legitimadores de la dominación y que por tanto no pueden, a partir de sí
mismas, generar ningún tipo de verdad. Pero esto no quiere decir que el papel
de la ciencia sea reemplazar a la ideología, como pretendía el marxismo
ortodoxo. No se trata de que algo “falso” (la ideología) sea sustituida por
algo “verdadero” (la ciencia), de tal modo que el conocimiento científico se
convierta en garante de la desideologización de la conciencia y de la
inevitabilidad de la revolución. Para Althusser, en el terreno de la ideología
la verdad y la falsedad no juegan ningún papel, puesto que su función práctica
no es generar verdades, sino “efectos de verdad”. Las “ilusiones” y las
“quimeras” que según Marx produce la ideología no pueden ser “falsificadas” por
la ciencia, sencillamente porque la ideología no es asimilable al “error” ni al
“engaño”. En la ideología, los hombres no expresan su relación real con el
mundo, sino la voluntad de relacionarse con el mundo de una manera determinada.
Las ideologías son, en última instancia, voluntad de poder.(3)
En contra de la visión
según la cual, las ideologías son fenómenos de conciencia (falsa o verdadera),
Althusser afirma que se trata de una estructura inconsciente. Las imágenes, los
conceptos y las representaciones que se imponen a los hombres conforman un
“sistema de creencias” que no pasa necesariamente por la conciencia. Los
hombres no “conocen” su ideología sino que la “viven”. Ésta, por decirlo así,
permanece siempre a sus espaldas (como la Lebenswelt de Husserl) y se
constituye en la condición de posibilidad de toda acción práctica. Las
ideologías son “objetos culturales” que actúan realmente que se les sobre los
hombres mediante un proceso escapa (La revolución 193).
En efecto, las ideologías
son capaces de dotar a los hombres de normas, principios y formas de conducta,
pero no de conocimientos sobre la realidad. La ideología no nos dice qué son
las cosas sino cómo posicionarnos frente a ellas y, desde este punto de vista,
no proporciona “conocimientos” sino únicamente “saberes”. Ahora bien, lo que
caracteriza a un “saber” es que plantea problemas cuya solución se encuentra
producida por instancias exteriores a él mismo. La respuesta a sus preguntas
viene ya codificada de antemano por intereses de tipo moral, religioso,
político o económico. Así las cosas, un saber no produce conocimientos sobre el
mundo sino tan solo “efectos de conocimiento” (Para leer 74).
Sintetizando lo dicho
podríamos afirmar que para el último Althusser, las ideologías no son el
espacio donde se establece el juego del error y la verdad, sino el terreno de
la lucha por el control de los significados. Si tomamos en cuenta esto, veremos
que la teoría de las ideologías desarrollada por Althusser no es afectada
directamente por las críticas de Lyotard, Foucault y Baudrillard. Lo que estos
filósofos critican es la tesis de la deformación de la conciencia, mientras
que, como queda dicho, Althusser no utiliza una noción “negativa” sino
“agonística” de ideología. Quisiera enfatizar la diferencia entre estos dos
términos.
El concepto de ideología,
entendido en sentido negativo, presupone una “realidad real” que imprime
indefectiblemente su sello en la conciencia. Si entre el individuo y la
realidad no mediaran las relaciones sociales, lo único que habría que hacer
sería “mirar” al mundo para descubrir su verdad intrínseca. Pero como nuestra
mirada se encuentra perturbada por intereses de clase, la verdad del mundo
social queda muchas veces oculta a la conciencia. En esta situación, se hace necesario
recurrir a un conocimiento especializado – la ciencia – que sea capaz de
separar la verdad y el error, para mostrarnos aquello que no podemos ver por
causa de nuestra inmersión en las contradicciones sociales. El cientista social
juega entonces la función del hermeneuta: parte de un texto superficial que
considera “sintomático” de una realidad más profunda, que se revela como su
verdad última. Este es el modelo de crítica de la ideología desarrollado por
Marx y por el mismo Althusser durante los años mil novesccientos cincuenta y
sesenta.
Pero en los setentas
Althusser se aparta de esta noción “negativa” y de este modelo de “crítica”
para adoptar lo que hemos llamado una noción “agonística” de ideología. Aquí
las ideologías son vistas como un “sistema de creencias” que no tienen
necesariamente una adscripción de clase y que sirven para imputar “sentido” al
mundo y a nuestra praxis en el mundo. Nótese que en este caso las ideologías no
son síntomas de una verdad más profunda, puesto que aquello que los actores
sociales tienen por “verdadero” es un asunto de simple y llana imputación o
voluntad de verdad. Este desplazamiento teórico tiene por lo menos cuatro
consecuencias importantes, que describiré brevemente:
a) Se rompe con la visión
de Marx según la cual, las ideas dominantes expresan posiciones fijas de clase
al interior de la estructura social. Lo que se destaca ahora es el hecho de que
una ideología no se hace dominante por el simple hecho de “reflejar” los
intereses de una clase, sino que su ascendencia es un proceso contingente de
lucha por el poder de imputar sentido.(4) En otras palabras, y como también lo
diría Gramsci, para Althusser la ideología es el campo de lucha por la
conquista de la hegemonía en el terreno de las representaciones simbólicas –es
decir, de la cultura.
b) No se puede establecer
una contraposición entre la ciencia y la ideología puesto que, en sí misma, la
ciencia es una estructura discursiva que procede mediante la imputación de
sentido. Es decir que el problema de la “verdad científica” se define, en
últimas, en el terreno de las políticas del conocimiento. Qué tipo de sentido
se imputa a la realidad no es algo que dependa exclusivamente de criterios
intracientíficos, sino que, en ello, intervienen criterios de orden moral,
económico y político. También la ciencia, en tanto que socialmente preformada,
se encuentra preñada de ideología y es objeto de la lucha por la hegemonía.
c) La crítica de la
ideología no utiliza el código binario verdad-error, ¿La de Karl Popper? puesto
que una visión del mundo sólo puede ser interpelada desde otra visión del
mundo. Algo más dialéctico. Es decir que la crítica se hace siempre desde un
“sistema de creencias” diferente, que no es más o menos verdadero que el que se
critica, sino más o menos fuerte. La fortaleza o la debilidad de este sistema
de creencias viene dada por la conquista de posiciones de poder en el terreno
de la política.
d) El intelectual deja de
ser visto como el “experto” que, en virtud de la autoridad de su saber, posee
algo que el pueblo llano jamás ha poseído: la llave del acceso a la verdad. El
problema no es que las masas se encuentren desposeídas de conocimientos que les
permitan interpretar su propia praxis, sino que han sido determinadas políticas
de la verdad las encargadas de deslegitimar ese conocimiento y de investir a
los “expertos” con la prerrogativa de ser los únicos intérpretes autorizados de
la verdad social.
Si tuviéramos que
sintetizar estos cuatro puntos en una sola fórmula que vincule lo dicho con el
problema de los estudios culturales, diríamos lo siguiente: aquello que
“estudian” los estudios culturales no es algo que se encuentre por fuera de la
ideología, ni tampoco algo que pueda ser visto desde una posición
desideologizada. Los estudios culturales expresan, por el contrario, una
voluntad de intervención activa en la lucha contra las prácticas sociales de
dominación y subordinación, haciendo énfasis en el modo particular en que estas
prácticas se manifiestan en el terreno de las representaciones simbólicas. Con
Jameson podríamos decir, entonces, que los estudios culturales no pueden ser
otra cosa sino partidistas, porque toda posición frente a la cultura es,
necesariamente, una toma de posición política frente a la naturaleza y los
efectos del capitalismo transnacional actual (El posmodernismo 14).
3. La guerra de las
imágenes: hegemonía audiovisual y aparatos ideológicos
En los dos apartados
anteriores he defendido la tesis de que, en tiempos de globalización, los
estudios culturales se enfrentan al desafío de retomar sus vínculos con la
economía política. He procurado mostrar que para asumir este desafío, los
estudios culturales deberían elaborar un concepto de ideología lo
suficientemente amplio como para servir de instrumento crítico de la
dominación, pero que les permita, al mismo tiempo, escapar a las críticas
realizadas por pensadores como Foucault, Lyotard y Baudrillard. Apelando a los
últimos textos de Louis Althusser he querido descubrir allí una noción
“agonística” de ideología que, a mi juicio, podría servir para cumplir esta
tarea. Lo que puede pensarse desde la dialéctica hegeliana del Amo y del
Esclavo. En esta última sección mi argumento estará dirigido hacia el modo en
que este concepto agonístico podría resultar útil para una lectura de los
mensajes simbólicos que circulan por los medios.
Quisiera comenzar de
nuevo con Althusser haciendo referencia a su famosa teoría de los aparatos
ideológicos. Al igual que Marx, Althusser piensa que las “ideas” y las
“representaciones” mentales no tienen existencia espiritual sino material, en
tanto que se encuentran ancladas en instituciones específicas que él denomina
“aparatos”. Un aparato es una estructura que funciona con independencia de la
“conciencia” de los individuos vinculados a ella, como Automatón en el sentido
lacaniano y que puede configurar la subjetividad de esos individuos.(5) Algo
transubjetivo en el sentido del psicoanálisis de las configuraciones
vinculares. Althusser utiliza la palabra francesa dispositif para enfatizar el
hecho de que las motivaciones ideológicas de los individuos se encuentran
siempre ligadas a un conjunto anónimo de “reglas” materiales (“Ideología” 135,
137).
Este carácter simbiótico
entre las normas materiales de un aparato y las motivaciones ideológicas de los
sujetos es, precisamente, el que explica por qué razón los aparatos ideológicos
no poseen un carácter represivo. El individuo asume, sin conflicto, en un estado
de alienación, según el concepto que da a esta Piera Aulagnier, el sistema de
creencias que lo circundan. El proceso de desalienación y de toma de conciencia
es algo que podemos ver muy a las claras en las películas de Raúl de la Torre
Crónica de una señora y en La historia oficial de Luis Puenzo. Louis Althusser
establece una diferencia clara entre los aparatos represivos y los no
represivos, mostrando que los primeros crean perfiles de subjetividad a través
de la coacción, mientras que los segundos no necesitan de la violencia
coactiva. Aquí, los individuos han internalizado de tal manera las reglas
anónimas del aparato, que ya no experimentan su sujeción a ellas como una
intromisión en su vida privada.
En su texto Ideología y
aparatos ideológicos del Estado (116) Althusser menciona ocho tipos de
instituciones que, a diferencia de los aparatos represivos, no “sujeta” a los
individuos a través de prácticas violentas sino a través de prácticas
ideológicas:
• Aparatos religiosos
(iglesias, instituciones religiosas)
• Aparatos educativos (escuelas, universidades)
• Aparatos familiares (el matrimonio, la sociedad familiar)
• Aparatos jurídicos (el Derecho)
• Aparatos políticos (partidos e ideologías políticas)
• Aparatos sindicales (asociaciones de obreros y trabajadores)
• Aparatos de información (prensa, radio, cine, televisión)
• Aparatos culturales (literatura, bellas artes, deportes, etc.)
• Aparatos educativos (escuelas, universidades)
• Aparatos familiares (el matrimonio, la sociedad familiar)
• Aparatos jurídicos (el Derecho)
• Aparatos políticos (partidos e ideologías políticas)
• Aparatos sindicales (asociaciones de obreros y trabajadores)
• Aparatos de información (prensa, radio, cine, televisión)
• Aparatos culturales (literatura, bellas artes, deportes, etc.)
Nos interesa en este
momento analizar aquello que Althusser denomina los “aparatos de información”
porque, como ya se dijo, en el capitalismo tardío la cultura medial se ha
convertido en el lugar de las batallas ideológicas por el control de los
imaginarios sociales. Por su radio de alcance y por su formato visual, los
medios contribuyen en gran manera a delinear nuevas formas de subjetividad,
estilo, visión del mundo y comportamiento. La cultura medial es el aparato
ideológico dominante hoy en día, reemplazando a la cultura letrada en su
capacidad para servir de árbitro del gusto, los valores y el pensamiento. La ventaja
de la cultura medial sobre los otros aparatos ideológicos radica, precisamente,
en que sus dispositivos de sujeción son mucho menos coercitivos. Además de que,
como lo señala Jen Baudrillard penetran en el espacio íntimo del sujeto,
incluso en su alcoba. Diríamos que por ellos no circula un poder que “vigila y
castiga”, sino un poder que seduce. No estamos, por tanto, frente al poder
disciplinario de la modernidad, criticado por Foucault, sino frente al poder
libidinal de la globalización.(6)
Aplicando lo dicho en el
apartado anterior al tema de la cultura medial podríamos decir que, en tiempos
de globalización, los medios son el terreno para el establecimiento del dominio
de unos grupos sobre otros, pero también son, al mismo tiempo, el terreno apropiado
para la resistencia contra ese dominio. En una palabra, los medios son el lugar
de lucha por la hegemonía cultural. Siendo los medios la principal fuente
generadora de ideologías en la sociedad contemporánea, su control se constituye
en una clave fundamental para la consolidación del dominio político. Los medios
producen y fortalecen “sistemas de creencias” a partir de los cuales unas cosas
son visibles y otras no, unos comportamientos son inducidos y otros evitados,
unas cosas son tenidas por naturales y verdaderas, mientras que otras son
reputadas de artificiales y mentirosas.
La pregunta que quisiera
formular en este punto es la siguiente: ¿de qué modo puede hacerse valer el
concepto agonístico de ideología para reconstruir el puente entre los estudios
culturales y la economía política, atendiendo al caso específico del análisis
de los medios? Estoy convencido de que una ampliación del concepto de
ideología, tal como ha sido sugerida por Althusser, podría resultar muy valiosa
para entender cómo las imágenes, figuras y narrativas simbólicas que circulan
por la televisión construyen representaciones que sirven para reforzar el
dominio de unos grupos sobre otros. Estas representaciones ideológicas no son,
por supuesto, unitarias, como pensaba el primer Althusser. A través de los
medios se construyen no solo las grandes ideologías económicas y políticas,
sino también ideologías de género, raza, sexualidad y posición social que no
son necesariamente reducibles unas a otras. Con todo, si hay algo que estructuralmente
las unifica es su vinculación al aparato de producción y, por tanto, el modo en
que tales representaciones ideológicas se inscriben en la competencia de unos
medios con otros por “seducir” a los consumidores.
Tomemos como ejemplo el
modo en que los medios han servido como escenarios para la construcción
ideológica de problemas tales como la corrupción y la guerra. El proceso 8000
reveló una polarización ideológica de los medios jamás vista en Colombia. Allí
se mostró de forma clara que la lógica del mercado – que en tiempos de
globalización podría traducirse como la “lógica de la imagen” - no se encuentra
regida por una mano invisible, sino por voluntades encontradas que luchan por
escenificar su propia visión del mundo. Los noticieros de televisión en
Colombia no son mentes abstractas que, como el cogito de Descartes, sirven para
trasmitir a los televidentes ideas “claras y distintas”, sino que sus
pertenencias terrenales resultan evidentes. Los dueños de las programadoras más
grandes del país no son ni siquiera individuos particulares – pues nadie, ni
siquiera Pablo Escobar, tendría el poder para escenificar sus intereses de este
modo(7) - sino monopolios económicos locales, que a su vez se vinculan con
otros monopolios de carácter global. Bastaba cambiar el canal para darse cuenta
de que la versión sobre un mismo evento cambiaba según el noticiero que
informaba. Y este “cambio” puede explicarse aplicando la noción de ideología
arriba esbozada. Lo que se estaba escenificando en el proceso 8000 era una
encarnizada lucha ideológica por parte de los grupos económicos, que vieron
amenazada su hegemonía cuando el incidente de los dineros calientes salió de su
control.
Me parece, por tanto,
equivocado interpretar el proceso 8000 como si los medios estuviesen
denunciando una corrupción que se encontraba por fuera de ellos, en el espacio
ilustrado de la política o de los partidos políticos. Insistamos en que la
globalización ha cambiado el lugar de la economía política, desplazándola hacia
el reino de la imagen y los símbolos. Por ello, la llamada “corrupción de la
política” no era algo que estuviese ocurriendo más allá o más acá del espacio
de los medios, sino que los medios mismos estaban generando unas políticas de
la representación respecto al sentido que había que imputársele a esa
“corrupción”. El juego de poderes y contrapoderes se estaba jugando en los
medios y no por fuera de ellos. Ampliando la reflexión diríamos que la
corrupción de la que hablan los medios no es algo “en-sí”, sino que es una
representación ideológica de segundo grado. Los códigos morales vigentes en una
sociedad - o en un sector de ella – crean un juicio respecto de una conducta a
la que denominan "corrupción" y lo convierten en naturaleza segunda,
como es propio de toda ideología. Los medios, a su vez, escenifican la lucha
por imputar un sentido adicional a ese juicio moral, convirtiéndolo en
naturaleza ya no segunda sino tercera.
Algo parecido podría
decirse respecto al manejo que los medios están dando al problema de la guerra
en Colombia. La opinión generalizada es que las imágenes de los cuerpos
mutilados transmitidas por los medios “hablan por sí mismas” y son, por ello,
capaces de horrorizarnos. Esto es cierto solamente en parte. Que un cuerpo
mutilado produzca en nosotros un sentimiento denominado “horror” y que
valoremos esa visión como algo “repugnante e indigno”, es un juicio ideológico
que, gracias a un largo proceso de decantación histórica, ha llegado a
convertirse en naturaleza segunda. Pero de ser plausible lo dicho
anteriormente, podríamos afirmar que los cuerpos mutilados que vemos por
televisión no hablan por sí mismos. Ellos son obligados a hablar de uno u otro
modo, según los intereses económicos y políticos de las programadoras. Todo
depende del modo en que es escenificada la noticia. En una situación puramente
ideal, la imagen televisiva de un cuerpo mutilado podría ser interpretada por
un personaje entrevistado como un “acto terrorista”, como una “acción represiva
del estado” o como una prueba de que el país necesita de “mano dura” para
terminar con el conflicto. Hablo de una “situación ideal” porque, en realidad,
el entrevistado es casi siempre un miembro del gobierno o un general del
ejército, aunque últimamente las autodefensas están recibiendo bastante
“pantalla” por parte de los medios.
Lo que quiero decir es
que el significado de un cuerpo mutilado ya no se juega hoy en día en el ámbito
cotidiano del “mundo de la vida”, sino en el escenario “sistémico” de los
medios, para utilizar las categorías desarrolladas por Habermas. Y en este
ámbito sistémico, lo que cuenta no es la “acción comunicativa”, sino el modo en
que una representación ideológica es producida, montada, seleccionada y
presentada como “naturaleza tercera”, de acuerdo a dispositivos globales de
poder. La guerra de las imágenes sobre la guerra será ganada por aquel grupo
que utilice mejor el poder libidinal para imputar sentido, es decir, que ponga
en marcha todos los mecanismos seductores de la imagen para lograr el
consentimiento no coercitivo de los consumidores.
Teniendo en cuenta todo
lo anterior, discrepo con la opinión de algunos analistas culturales, para
quienes los medios de comunicación han servido para ampliar considerablemente
el espacio de lo público y se convierten, por tanto, en instrumentos de la
democracia. Los medios serían algo así como el ágora posmoderna, en donde es
posible debatir todas las opiniones, discutir todos los intereses e interactuar
con todas las posiciones ideológicas. Los medios aparecen de este modo como
espacios neutros para la formación de la ciudadanía. Me parece que esto es
justamente lo que ocurre cuando los estudios culturales abandonan el concepto
de ideología. Entonces se muestran incapaces de tender los lazos con la
economía política y de mostrar que la información es precisamente eso:
in-formar, esto es, dar forma ideológica a una materia preexistente. Una forma
ideológica que, como he procurado demostrar, se encuentra vinculada con
imperativos estructurales de carácter global.
Notas
1) Instituto de Estudios
Sociales y Culturales PENSAR, de la Pontificia Universidad Javeriana - Bogotá.
2) Esto significa que la ideología cumple una función social que no puede ser reemplazada por la ciencia. No es posible imaginar una sociedad en la que no existan ideologías – ni siquiera la sociedad sin clases de la que hablaba Marx -, ya que sin representaciones simbólicas la vida de los hombres carecería de sentido práctico (La revolución 192). Por eso, Althusser afirma que las ideologías “no tienen historia”, lo cual no quiere decir que la historia de las ideologías acontezca por fuera de ellas, como afirmaba Marx, sino que su función social no está ligada a ninguna clase y a ninguna formación histórica en particular. Lo que cambia con el tiempo no es la ideología como tal, sino las configuraciones históricas de la ideología. Esto permite a Althusser defender la osada tesis de que la ideología, como el inconsciente, es “eterna”: “Creo poder afirmar que la ideología en general no tiene historia, y esto no en un sentido negativo (su historia acontece fuera de ella) sino en uno completamente positivo. Este sentido es positivo si es verdad que lo propio de la ideología es el estar dotada de una estructura y de un funcionamiento tales que la convierten en realidad no histórica, es decir, omnihistórica en el sentido de que esta estructura y este funcionamiento están bajo una misma forma inalterable, presentes en lo que se llama la historia entera [...] Si eterno significa no lo trascendente a toda historia sino lo omnipresente, lo transhistórico y por tanto inmutable en toda la extensión de la historia, tomo entonces palabra por palabra la expresión de Freud y escribo: la ideología es eterna tal como el inconsciente” (“Ideología” 130-131).
3) Paul Ricoeur señala que en la teoría althusseriana de las ideologías existe un fuerte componente nietzscheano. La ideología es irremplazable porque los hombres necesitan dar algún sentido a sus vidas y este sentido no lo puede proporcionar la ciencia. En otras palabras: necesitamos ilusiones que nos permitan soportar la dureza de la vida. Las ideologías cumplen entonces una importante función vital, pues son intentos de dar sentido a los accidentes de la vida y a los aspectos más penosos de la existencia humana. Las ideologías son ilusiones necesarias para la supervivencia (Ricoeur 56).
4) Esto significa, a su vez, que la “unidad” de un grupo de personas no es construida por su pertenencia a un “modo de producción”, como pensaba Marx, sino al modo particular en que asumen una ideología.
5) Como bien lo anota Paul Ricoeur en sus comentarios al concepto de ideología en Althusser: “For Althusser the concept of action is too anthropological; practice is the more objective term. Finally, it is only the material existence of an ideological apparatus which makes sense of practice. The apparatus is a material framework, within which people do some specific things” (Ricoeur 63).
6) Este argumento lo he desarrollado con amplitud en otro lugar (Castro-Gómez 2000).
7) Bourdieu ha mostrado que el poder no depende solo de la posesión de capital económico, sino también del acceso privilegiado al capital social y cultural.
2) Esto significa que la ideología cumple una función social que no puede ser reemplazada por la ciencia. No es posible imaginar una sociedad en la que no existan ideologías – ni siquiera la sociedad sin clases de la que hablaba Marx -, ya que sin representaciones simbólicas la vida de los hombres carecería de sentido práctico (La revolución 192). Por eso, Althusser afirma que las ideologías “no tienen historia”, lo cual no quiere decir que la historia de las ideologías acontezca por fuera de ellas, como afirmaba Marx, sino que su función social no está ligada a ninguna clase y a ninguna formación histórica en particular. Lo que cambia con el tiempo no es la ideología como tal, sino las configuraciones históricas de la ideología. Esto permite a Althusser defender la osada tesis de que la ideología, como el inconsciente, es “eterna”: “Creo poder afirmar que la ideología en general no tiene historia, y esto no en un sentido negativo (su historia acontece fuera de ella) sino en uno completamente positivo. Este sentido es positivo si es verdad que lo propio de la ideología es el estar dotada de una estructura y de un funcionamiento tales que la convierten en realidad no histórica, es decir, omnihistórica en el sentido de que esta estructura y este funcionamiento están bajo una misma forma inalterable, presentes en lo que se llama la historia entera [...] Si eterno significa no lo trascendente a toda historia sino lo omnipresente, lo transhistórico y por tanto inmutable en toda la extensión de la historia, tomo entonces palabra por palabra la expresión de Freud y escribo: la ideología es eterna tal como el inconsciente” (“Ideología” 130-131).
3) Paul Ricoeur señala que en la teoría althusseriana de las ideologías existe un fuerte componente nietzscheano. La ideología es irremplazable porque los hombres necesitan dar algún sentido a sus vidas y este sentido no lo puede proporcionar la ciencia. En otras palabras: necesitamos ilusiones que nos permitan soportar la dureza de la vida. Las ideologías cumplen entonces una importante función vital, pues son intentos de dar sentido a los accidentes de la vida y a los aspectos más penosos de la existencia humana. Las ideologías son ilusiones necesarias para la supervivencia (Ricoeur 56).
4) Esto significa, a su vez, que la “unidad” de un grupo de personas no es construida por su pertenencia a un “modo de producción”, como pensaba Marx, sino al modo particular en que asumen una ideología.
5) Como bien lo anota Paul Ricoeur en sus comentarios al concepto de ideología en Althusser: “For Althusser the concept of action is too anthropological; practice is the more objective term. Finally, it is only the material existence of an ideological apparatus which makes sense of practice. The apparatus is a material framework, within which people do some specific things” (Ricoeur 63).
6) Este argumento lo he desarrollado con amplitud en otro lugar (Castro-Gómez 2000).
7) Bourdieu ha mostrado que el poder no depende solo de la posesión de capital económico, sino también del acceso privilegiado al capital social y cultural.