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Charles Baudelaire |
Baudelaire le proponía a
su madre Caroline encuentros clandestinos en el Louvre: «No hay otro lugar en París donde se pueda conversar mejor; hay
calefacción, se puede esperar sin aburrirse y por otra parte es el lugar de
encuentro más decente para una mujer.» El miedo al frío, el terror del
aburrimiento, la madre tratada como una amante, la clandestinidad y la decencia
sumados en el lugar del arte: sólo Baudelaire podía combinar estos elementos
casi sin darse cuenta, con completa naturalidad.
Era una invitación
irresistible, que se hace extensiva a quienquiera que la lea. Se puede
responder a esa invitación vagando por Baudelaire como por uno de los Salons
sobre los que escribió –o incluso como por una Exposición Universal–.
Encontrando de todo, lo memorable y lo efímero, lo sublime o la baratija; y
pasando continuamente de una sala a otra. Pero si entonces el fluido
aglutinante era el aire impuro de su tiempo, ahora lo será una nube opiácea, en
la que esconderse y recuperar fuerzas antes de volver al aire libre, en las
vastas superficies, letales y pululantes, del siglo XXI.
«Todo lo que no es inmediato es nulo» (Cioran, una vez, conversando).
Incluso sin hacer concesiones al culto de la expresión silvestre, Baudelaire
poseyó como pocos el don de la inmediatez, la capacidad de no excluir palabras
que enseguida corren en la circulación mental de quien las encuentra y allí
permanecen, a veces en estado latente, hasta que un día vuelven a resonar intactas,
dolorosas y encantadas. «En voz baja, ahora conversa con cada uno de nosotros»,
escribe Gide en su introducción a Les Fleurs du mal de 1917. Frase que debe
haber impactado a Benjamin, pues la encontramos en los materiales para el libro
sobre los passages. Hay algo en
Baudelaire (como más tarde en Nietzsche) tan íntimo como para anidar en esa
selva que es la psique de cualquiera, sin volver a salir. Es una voz «apagada como el rumor de los coches en la
noche de los boudoirs acolchados», dice Barrès, repitiendo las palabras de
un oculto apuntador, que es el propio Baudelaire: «No se oye otra cosa que el
rodar de algún coche de punto tardío y extenuado.» Es un tono que sorprende
«como una palabra dicha al oído en un momento en que no se la esperaba», según
Rivière.

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