
Umberto Eco
A raíz de las declaraciones del primer
ministro italiano Silvio Berlusconi, quien aseguró ante la prensa que la
cultura occidental era superior a la oriental, el escritor y filósofo piamontés
publicó hace algunos meses en La República el ensayo que aquí
reproducimos. Ahora que se cumple el primer aniversario del 11 de septiembre, y
que a lado y lado del planeta se reavivan los llamados a la guerra santa,
conviene oír de nuevo sus doctas y sabias observaciones.
Que alguien en días
pasados haya pronunciado palabras inoportunas sobre la superioridad de la
cultura occidental sería un asunto secundario. Es secundario que alguien diga
algo que considera correcto, aunque en el momento equivocado, y es secundario
que alguien crea en algo incorrecto, o a todas luces equivocado, ya que el
mundo está lleno de gente que cree en cosas injustas y equivocadas, incluyendo
a un señor que se llama Bin Laden, que quizá es más rico que nuestro Primer
Ministro y además estudió en mejores universidades. Lo que no es secundario, y
lo que nos debe preocupar a todos —políticos, líderes religiosos, educadores—
es que ciertas expresiones, o incluso apasionados artículos completos que de
alguna manera las han legitimado, se vuelvan materia de discusión general,
ocupen la mente de los jóvenes y a lo mejor los induzcan a sacar conclusiones
apasionadas, provocadas por la emoción del momento. Me preocupo por los jóvenes
en vista de que a los viejos ya no les cambia nadie la cabeza.
Todas las guerras de
religión que han ensangrentado el mundo durante siglos nacieron de adhesiones
apasionadas a contraposiciones simplistas, tales como Nosotros y los Otros,
buenos y malos, blancos y negros. Si la cultura occidental ha resultado fecunda
(no sólo desde la Ilustración, sino desde antes, cuando el franciscano Roger
Bacon invitaba a estudiar idiomas porque tenemos mucho que aprender incluso de
los infieles), esto se debe también a que se ha esforzado por “disolver”, a la
luz de la investigación y del espíritu crítico, las simplificaciones dañinas.
Naturalmente no lo hizo siempre, porque forman parte de la cultura occidental
también Hitler, que quemaba libros, condenaba el arte “degenerado”, mataba a
quienes pertenecían a razas “inferiores”, o el fascismo que en la escuela me
enseñaba a recitar “Dios maldiga a los ingleses” porque eran “el pueblo de las
cinco comidas” y por lo tanto unos glotones inferiores a los parcos y
espartanos italianos.
Pero tendrían que ser los
aspectos mejores de nuestra cultura los que deberíamos discutir con los
jóvenes, aspectos de todo tipo, si no queremos que se derrumben otras torres en
los días que ellos van a vivir, cuando nosotros ya no estemos. Un elemento de
confusión consiste en que a menudo no conseguimos captar la diferencia entre la
identificación con las propias raíces, la comprensión de quienes tienen otras
raíces, y los juicios sobre lo que es bueno o malo. En cuanto a las raíces, si
me preguntan dónde prefiero pasar los años de retiro, si en un pueblecito del
Monferrato, en el marco majestuoso del parque nacional de Abruzo o en las
dulces colinas de Siena, escogería el Monferrato. Pero esto no implica que yo
juzgue que otras regiones italianas son inferiores al Piamonte.
Por lo tanto si, con sus
palabras (pronunciadas para los occidentales, pero borradas para los árabes),
el presidente Berlusconi quería decir que prefiere vivir en Árcore y no en
Kabul, y hacerse tratamientos en un hospital milanés más bien que en uno de
Bagdad, estaría dispuesto a suscribir su opinión (prescindiendo de Árcore).
Esto a pesar de que me dijeran que en Bagdad acaban de fundar el hospital mejor
dotado del mundo; en Milán me sentiría más en mi propia casa, y esto influiría
en mis posibilidades de recuperación. Las raíces pueden ser también más amplias
que las regionales o nacionales. Preferiría vivir en Limoges, por poner un
ejemplo, antes que en Moscú. Pero cómo así, podrían decirme, ¿no es Moscú una
ciudad maravillosa? Claro que sí, pero en Limoges entendería la lengua.
Resumiendo: cada cual se identifica con la cultura en la que ha crecido, y los
casos de trasplante radical, aunque existen, son una minoría. Lawrence de
Arabia se vestía incluso como los árabes, pero al final volvió a su propia
casa.
Pasemos ahora a la
comparación de las civilizaciones, ya que éste es el punto fundamental.
Occidente ha sentido curiosidad por las otras civilizaciones, así haya sido
muchas veces por puros motivos de expansión económica. En ocasiones las ha
liquidado con desprecio: los griegos llamaban bárbaros, es decir balbucientes,
a aquellos que no hablaban su lengua y por lo tanto era como si no hablaran en
absoluto. Pero algunos griegos más maduros, como los estoicos (tal vez porque
algunos eran de origen fenicio), se dieron cuenta muy pronto de que los bárbaros
usaban palabras distintas a las griegas, pero con ellas se referían a los
mismos pensamientos. Marco Polo intentó describir con inmenso respeto los usos
y costumbres de los chinos; los grandes maestros de la teología cristiana
medieval trataban de hacerse traducir los textos de los filósofos, médicos y
astrólogos árabes; los hombres del Renacimiento llegaron incluso a exagerar en
su intento por recuperar las perdidas sabidurías orientales, desde los caldeos
hasta los egipcios; Montesquieu intentó comprender de qué manera un persa podía
ver a los franceses, y antropólogos modernos condujeron sus primeros estudios
basándose en informes de los salesianos, que si bien se internaban en las
tierras de los bororo, de ser posible para convertirlos, también lo hacían para
entender cuál era su forma de pensar y de vivir, tal vez porque recordaban a
los misioneros de algunos siglos atrás, los cuales no habían conseguido
entender las civilizaciones amerindias y por lo mismo habían auspiciado su
exterminio.
He mencionado a los
antropólogos. No estoy diciendo nada nuevo si recuerdo que, de mediados del
siglo XIX en adelante, la antropología cultural se desarrolló como un intento
por curar el remordimiento de Occidente con relación a los Otros, y
especialmente con esos Otros que habían sido definidos como salvajes,
sociedades sin historia, pueblos primitivos. Occidente no había sido
propiamente tierno con los salvajes: los había “descubierto”, había intentado
evangelizarlos, los había explotado, muchas veces los había sometido a
esclavitud, entre otras cosas con la ayuda de los árabes, porque los barcos
negreros eran descargados en Nueva Orleáns por refinados hidalgos de origen
francés, pero cargados en las costas africanas por traficantes musulmanes. La
antropología cultural (que pudo prosperar gracias a la expansión colonial)
intentaba reparar los pecados del colonialismo mostrando que esas “otras”
culturas eran, precisamente, culturas, con sus propias creencias, sus propios
ritos, sus propias costumbres, muy razonables en el contexto en que se habían
desarrollado, y absolutamente orgánicas, es decir, que se fundaban en una
propia lógica interna. La tarea del antropólogo cultural consistía en demostrar
que existían lógicas distintas a la occidental, y que debían ser tomadas en
serio, no despreciadas ni reprimidas.