
Un breve
repaso de las turbias relaciones entre la oligarquía colombiana y los Estados
Unidos
Renán Vega Cantor
“El suelo de Colombia fue teñido de sangre para complacer las arcas
ambiciosas del oro americano. Desgraciada patria aquella cuyos destinos están
regidos por gente de tal índole (…) y dolorosamente sabemos que en este país el
gobierno tiene para los colombianos la metralla homicida y una temblorosa
rodilla en tierra ante el oro americano”: Jorge Eliécer Gaitán, 1929.

El acuerdo militar
firmado en octubre de 2009 entre el gobierno colombiano y los Estados Unidos
fue la continuación del mal llamado Plan Colombia, que se inició hace un poco
más de una década. Este fue escrito originalmente en inglés en los Estados
Unidos y luego se dio a conocer en Colombia. Fue presentado como un acuerdo
encaminado a luchar contra el narcotráfico, puesto que desde hace varias
décadas Colombia es el primer productor mundial de cocaína y produce en menor
escala marihuana y amapola, a partir de la cual se fabrica la heroína. Este
plan fue concebido desde un principio con un doble propósito estratégico: como
un proyecto contrainsurgente encaminado a fortalecer el aparato bélico del
Estado colombiano, el cual había recibido duros golpes militares de la
guerrilla; y controlar la región amazónica, una zona geopolítica esencial para
los Estados Unidos. Tanto el gobierno colombiano como el de Estados Unidos
reafirmaron de manera reiterada que el Plan Colombia era un proyecto para
luchar de manera exclusiva contra la producción de narcóticos, pero era
evidente, como se ha demostrado después, que su finalidad era contrainsurgente
y para eso se necesitaba financiar y rearmar al Ejército. En ese contexto,
mientras el gobierno de Andrés Pastrana desarrollaba unos diálogos de paz con
las FARC, Estados Unidos financiaba y reorganizaba a las Fuerzas Armadas, mediante
el Plan Colombia.
El gobierno de los
Estados Unidos se presentaba con ese plan como un adalid de la lucha contra los
narcóticos en las zonas de producción, pero sin enfrentar el problema del
consumo doméstico, privilegiando la militarización de Colombia como forma de
combatir la generación de cocaína, formula compartida por la oligarquía de este
país. Para ello nada mejor que poner en práctica una política de tierra
arrasada en las regiones productoras de hoja de coca, mediante la realización
de costosas e infructuosas fumigaciones aéreas, que han devastado miles de
hectáreas de pequeños campesinos en diversas regiones del país, en especial en
las zonas selváticas del sur, lo que también ha afectado a países fronterizos,
como Ecuador. Pese a eso, la lucha contra las “drogas ilícitas” sólo era un
pretexto para afianzar la presencia directa de Estados Unidos en la región
andino-amazónica, como ha quedado suficientemente claro.
Hoy puede apreciarse con
claridad que entre uno de los objetivos del plan Colombia estaba el de
fortalecer la capacidad bélica del Estado colombiano, no sólo para enfrentar al
movimiento insurgente sino también para contar con uno de los ejércitos mejor
armados del continente, como lo es en la actualidad. Eso se puede mostrar con unos
pocos datos, de por sí muy reveladores: entre 1998 y 2008, unos 72.000
militares y policías de Colombia fueron adiestrados por personal de los Estados
Unidos, lo que hace que Colombia sea el segundo país del mundo, después de
Corea del Sur, en recibir este tipo de entrenamiento; a fines de la primera
década del siglo XXI se encontraban operando en territorio colombiano 1.400
militares y contratistas (un eufemismo de mercenarios) de los Estados Unidos,
cuando a comienzos del Plan Colombia se había dicho que solamente iban a operar
unos 400; la Embajada de los Estados Unidos ha crecido de tal manera en
cantidad de personal administrativo, militar y de espionaje que es la quinta
más grande del mundo; el Plan Colombia ha costado hasta el 2008 66.126 millones
de dólares, incluyendo el aporte de Estados Unidos y el dinero dado por el
gobierno de Colombia.
Esa fue la primera fase,
el Plan Colombia propiamente dicho. La segunda fase consistió en llevar la
guerra interna de Colombia más allá de nuestras fronteras para involucrar a los
países vecinos, como en efecto ha sucedido. Y la tercera fase es la de la
guerra preventiva, la típica doctrina nazi-estadounidense posterior al 11 de
septiembre, que se ha puesto en práctica en los últimos años, y cuyo hecho más
resonante fue el ataque aleve y criminal en el Ecuador en marzo de 2008 por
parte de Fuerzas Armadas de Colombia.
Algunas cifras ayudan a
sopesar la magnitud de la transformación militar que ha significado el Plan
Colombia: el gasto militar de Colombia representa el 6,5 del PIB, una de las
cifras más altas del mundo, mientras el de los países de Sudamérica oscila
entre el 1,5% y el 2%; las Fuerzas Armadas de Colombia son las que más han
crecido en el continente, y quizá en el mundo, en la última década, pues hoy ya
tienen cerca de medio millón de efectivos, contando todos los contingentes de
aire, mar y tierra, así como la policía, que en Colombia es un cuerpo armado y
depende directamente del Ministerio de Defensa; en el 2008, el ejército de
tierra tenía 210.000 miembros, mientras que el de Brasil contaba con 190.000,
el de Francia con 137.000, el de Israel con 125.000; la relación de efectivos
del ejército colombiano está en proporción de seis a uno con Venezuela y de
once a uno con Ecuador.
Como contraprestación a
esta “ayuda militar” de los Estados Unidos, estimada en 5.525 millones de
dólares entre 2001 y 2008, –que convierte a Colombia el tercer país del mundo
en recibir asistencia militar de los Estados Unidos, después de Israel y
Egipto- el Estado colombiano ha respaldado cuanta aventura bélica o agresión
realiza el imperialismo estadounidense: fue el único de América del Sur que
apoyó abiertamente la criminal guerra y ocupación de Irak, llegando hasta el
extremo de felicitar a George Bush por su “éxito” y solicitar, que tras el
proclamado fin de la guerra en mayo de 2003, fueran enviados los bombarderos
yanquis a Colombia a combatir a las organizaciones guerrilleras; de este país
han salido contingentes militares para participar como miembros de las tropas
de ocupación en Afganistán, o como mercenarios privados en Irak; el régimen de
Uribe apoyó el golpe de Estado en Honduras (junio del 2009) y fue el primer
presidente en visitar al ilegítimo Porfirio Lobo, quien sustituyo al gobierno
de facto. Incluso, el Vicepresidente de Colombia llegó a decir el 12 de enero
de 2010 en Tegucigalpa, ante empresarios hondureños, que con el derrocamiento
del presidente Manuel Zelaya Honduras "dio un ejemplo de dignidad a
América Latina y el mundo". Y expresó sin reticencias: "Mi admiración
es personal e institucional para el pueblo hondureño que estoicamente aguantó
las presiones internacionales, la injerencia externa y todo tipo de asaltos a
su soberanía para no permitir que un modelo anacrónico se implantara en este
país", y remató diciendo que "la lección de dignidad que Honduras dio
a América Latina y al mundo merece ser aplaudida y respaldada... y, en ese
sentido, Colombia está a las órdenes de los hondureños".
¡Tanto cinismo no merece
muchos comentarios! Más recientemente, el régimen de Juan Manuel Santos ha sido
el único de Sudamérica en negarse a apoyar el reconocimiento del Estado
Palestino y respaldar en la práctica al sionismo genocida, con el pueril
argumento de que sólo apoyará la creación de dicho Estado cuando se reanuden
los diálogos entre Israel y la autoridad Palestina. En este caso, Juan Manuel
Santos lo único que hizo fue obedecer a su amo, Barack Obama, quien anunció
públicamente que si la discusión se traslada al seno del Consejo de Seguridad
de la ONU, Estados Unidos vetaría al Estado Palestino, en lo cual, por
supuesto, es secundado por el Estado colombiano, que tiene un puesto temporal
en ese Consejo, y en el cual se ha portado como un perro servil del
imperialismo porque, entre otras cosas, ha apoyado abiertamente la agresión
criminal contra Libia.
En conclusión, podemos
decir con Stella Calloni que “el Plan Colombia, y sus otros anexos, es el mayor
proyecto geoestratégico que se haya trazado para recolonizar América Latina” y
la militarización ha sido “el mecanismo prioritario de Estados Unidos para
ejercer su dominio económico y geopolítico”.
Sin embargo, tampoco el
asunto se agota en el corto plazo, siendo necesario escudriñar un poco en lo
acontecido en los últimos 60 años, para entender en un contexto más amplio los
entretelones de la postración de la oligarquía colombiana con respecto a
Estados Unidos.
2. En el mediano plazo: el período de la Guerra Fría
La estrecha colaboración
militar de los Estados Unidos con la oligarquía colombiana no empezó con el
Plan Colombia, puesto que en realidad había cobrado fuerza desde la década de
1950, cuando se desató la Violencia política, tras el asesinato del caudillo
liberal Jorge Eliécer Gaitán. Incluso, puede tomarse como referencia de la
creciente intromisión de Estados Unidos en la vida nacional la fecha
emblemática del 9 de abril, porque sobre los escombros humeantes que había
dejado la rebelión popular y la subsecuente represión oficial en las calles de
Bogotá y en las principales ciudades del país, nació la Organización de Estados
Americanos (OEA), bien llamada el Ministerio de Colonias de los Estados Unidos,
y porque con ese hecho se entronizó el anticomunismo como aspecto distintivo de
la política interior y exterior de Colombia. No por casualidad el primer
presidente de la OEA fue el político colombiano Alberto Lleras Camargo, un
feroz anticomunista y servidor incondicional de los Estados Unidos, el mismo
que participó en forma directa en la redacción del Tratado Interamericano de
Asistencia Reciproca (TIAR), en 1947, instrumento jurídico con el que se
subordinó a los ejércitos del continente a la tutela de Washington.
En plena violencia
bipartidista, las clases dominantes de Colombia debían buscar un pretexto para
justificar tanto su adscripción al bando occidental en la Guerra Fría como para
no resolver los grandes problemas que asediaban a nuestra sociedad,
principalmente los relacionados con el monopolio terrateniente del suelo. Ante
la creciente ola de inconformidad de los labriegos y colonos pobres, que se
organizaron en ejércitos de autodefensa campesina para protegerse de las
Fuerzas Armadas del Estado y de los sicarios privados, el régimen conservador
reforzó su dependencia de los Estados Unidos. La coyuntura propicia se presentó
durante la Guerra de Corea (1950-1953), con la creación de un contingente que
fue bautizado con el nombre de Batallón Colombia y el envío de soldados
nacionales a pelear a tan lejanas tierras. A cambio de ese hecho, avalado por
su abierto anticomunismo, Estados Unidos y el gobierno colombiano sellaron una
tenebrosa alianza militar, que se manifestaría en lo sucesivo en la conversión
de nuestro país en un peón incondicional del imperialismo.
Ese hecho propiciaría un
cambio drástico en las relaciones de Colombia con los Estados Unidos y también
modificaría el Ejército colombiano, porque a partir de ese momento se
establecieron unos estrechos nexos militares que se mantienen, notablemente
incrementados como se vio más arriba, hasta el día de hoy. Esa dependencia se
percibe en términos de armas, equipos, manuales de instrucción, formas de
operar, personal asesor de los Estados Unidos, grupos de militares que van a
adoctrinarse en ese país, misiones militares permanentes con carácter de
agregados diplomáticos y, sobre todo, en la ideología anticomunista que
penetraría a fondo en la mentalidad de los miembros del Ejercito colombiano y
fue difundida principalmente por la vía estadounidense, desde la década de
1950.
A partir de ese momento,
los gobiernos colombianos actuaron siempre en consonancia con los intereses
imperialistas de Estados Unidos, como se demostró con algunos hechos, que
destacamos de manera sintética. El principal de ellos fue la expulsión de Cuba
de la OEA a comienzos de 1962. Para empezar, el 9 de diciembre de 1960 Colombia
fue uno de los primeros países de América Latina en romper relaciones con Cuba,
lo cual no sorprende si se recuerda que el presidente era el proimperialista
Alberto Lleras Camargo, socio incondicional de los Estados Unidos. Así mismo,
desde Colombia se propaló un infundio sobre Fidel Castro que ha hecho carrera
durante mucho tiempo y constituye una verdadera calumnia, repetida como una
letanía por ciertos medios periodísticos de este país cada 9 de abril: Fidel
Castro fue culpabilizado de haber participado en el asesinato de Gaitán, y
presentaron como prueba una foto suya en Bogotá, cuando como dirigente
estudiantil participaba en una reunión continental de estudiantes que sesionaba
en forma paralela a la Conferencia Panamericana, en abril de 1948.
La acción colombiana con
relación a Cuba en el seno de la OEA para lograr la expulsión de la isla
irredenta fue tan vergonzosa que todavía en algunas páginas de los periódicos
latinoamericanos y de Internet se pueden leer comentarios de este tenor:
El 9 de noviembre de 1961, en uno de los momentos más tensos de la Guerra Fría, Colombia solicitó una reunión de ministros de Exteriores de Latinoamérica para analizar “las amenazas a la paz y a la independencia política de los Estados" del continente. Colombia aludió a "la intervención de potencias extracontinentales, encaminadas a quebrantar la solidaridad americana(…).
En esa indigna reunión,
llevada a cabo en Punta del Este, Uruguay, en enero de 1962, una mancha
indeleble en la historia de la postración de la oligarquía colombiana con
respecto a Estados Unidos, fueron adoptadas cuatro resoluciones contra Cuba y
uno de los más beligerantes propulsores de la expulsión de Cuba fue el
canciller colombiano quien argumentaba que la estabilidad democrática de la
región estaba en riesgo por “la ofensiva subversiva de Gobiernos comunistas,
sus agentes y las organizaciones controladas por ellos”.
En el plano interno, otro
elemento que debe ser destacado de este período es el relativo a la aplicación
de la Doctrina de Seguridad Nacional y de contrainsurgencia de estirpe
estadounidense por los sucesivos gobiernos colombianos desde la década de 1960.
Sobresale la aplicación del llamado Plan Lasso (Latin American Security
Operation) contra grupos de campesinos en la región de Marquetalia. Se desató
una feroz campaña en la que participaron 16 mil soldados, que usaron armas y
aviones proporcionados por los Estados Unidos. De esa acción emergieron las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
A comienzos de 1962,
miembros de la Escuela de Guerra Especial de los Estados Unidos visitaron a
Colombia y el general Yarborough, director de investigaciones de la Escuela de
Guerra Especial de Fort Bragg, Carolina del Norte, recomendó:
"Debe crearse ya mismo un equipo en dicho país, para seleccionar personal civil y militar con miras a un entrenamiento clandestino en operaciones de represión, por si se necesitaren después. Esto debe hacerse con miras a desarrollar una estructura cívico militar que se explote en la eventualidad de que el sistema de seguridad interna de Colombia se deteriore más. Esta estructura se usará para presionar los cambios que sabemos, que se van a necesitar para poner en acción funciones de contra-agentes y contra-propaganda y, en la medida en que sea necesario, impulsar sabotajes y/o actividades terroristas paramilitares contra los conocidos partidarios del comunismo. Los Estados Unidos deben apoyar esto".
En pocas palabras, los
Estados Unidos están involucrados en la promoción de grupos paramilitares desde
hace medio siglo, como un medio de lucha contrainsurgente, lo cual ha cobrado
una magnitud criminal, que se proyecta hasta nuestros días.
Para terminar este punto,
es bueno referirse a la postura del gobierno colombiano ante la guerra de las
Malvinas en 1982, porque ello indica el comportamiento tránsfuga ante otros
países de la región y su postración incondicional al servicio de las grandes
potencias.
En esa ocasión,
Argentina, que había ocupado las islas, solicitó la aplicación del TIAR,
invocando una agresión extracontinental, una de las razones que habían motivado
la creación de ese instrumento, manejado a su antojo por los Estados Unidos. En
forma textual su artículo 3 señala: "Un
ataque armado por parte de cualquier Estado americano será considerado un
ataque contra todos los Estados americanos".
La solicitud argentina
fue respaldada por la mayor parte de países miembros del TIAR, pero no fue
apoyada por Colombia, Chile, Trinidad Tobago y, por supuesto, el dueño del
circo, los Estados Unidos, país que, como es apenas obvio, respaldó a Gran
Bretaña. Chile tenía litigios fronterizos con Argentina, que casi los llevan a
la guerra, y en plena dictadura de Pinochet no iba a apoyar la solicitud hecha
por su incomodo vecino al TIAR. Trinidad Tobago se abstuvo por sus vínculos
históricos con el Reino Unido, de la que fue colonia durante mucho tiempo. Pero
Colombia, ¿qué podía argüir para oponerse a la solicitud de la Argentina? Nada
sustancial, sólo su postración a los intereses de los Estados Unidos, que se
alinearon sin titubear con el gobierno inglés de Margaret Thacher. Por tal
actitud, en ese momento a Colombia le fue aplicado, con toda razón, el
calificativo de “El Caín de América Latina”.
3. En el largo plazo: entre la firma del tratado de 1846 sobre Panamá y
la Segunda Guerra Mundial
Si en el mediano plazo,
después de la Segunda Guerra Mundial, la hegemonía estadounidense en Colombia
se expresa en establecer unos vínculos estrechos con la oligarquía colombiana
en el terreno militar y económico, rubricada con un anticomunismo feroz y la
aplicación de la doctrina de la seguridad nacional, en el largo plazo, que nos
remite hasta mediados del siglo XIX, se perfilan los comienzos de la
subordinación ante la naciente potencia del norte, en momentos en que dominaban
en el plano mundial metrópolis europeas, encabezadas por Inglaterra.
Desde el mismo momento de
la lucha por la independencia de las colonias españolas, la postura de Estados
Unidos favorecía en forma directa los intereses de la monarquía ibérica, pues,
como en 1817, pese a su “neutralidad” declarada, envía armas a los españoles o
se las vende en sus puertos, con lo cual en la práctica se oponía a las luchas
independentistas que se libraban contra España, si se recuerda que los Estados
Unidos ni siquiera reconocieron la beligerancia de los ejércitos patriotas
durante la independencia. Refiriéndose a esa pretendida neutralidad de los
Estados Unidos, Bolívar en pleno fragor de los combates contras las tropas
realistas decía en agosto de 1818: “Negar a una parte los elementos que no
tiene y sin los cuales no puede sostener su pretensión cuando la contraria
abunda en ellos es lo mismo que condenarla a que se someta, y en nuestra guerra
con España, es destinarnos al suplicio, mandarnos exterminar. El resultado de
la prohibición de extraer armas y municiones califica claramente esta
parcialidad”. Con razón, decía el historiador ecuatoriano Manuel Medina Castro
que Estados Unidos desde su existencia como país “industrializó la neutralidad,
e hizo de ella fuente primera de enriquecimiento y poder”, al referirse al
hecho que a los yanquis les interesaba no tanto el apoyo a los procesos
independentistas sino a las ganancias que les pudiera dejar el estimulo
comercial que suscitaban esas luchas, vendiéndole, por ejemplo, armas a España.
La independencia sólo va
a ser reconocida por los Estados Unidos cuando ya era un hecho cumplido e
irreversible y España anunciaba su pretensión de organizar un ejército de
reconquista en 1822. Fue en estos momentos cuando se anunció la Doctrina Monroe
y Estados Unidos consideraba como una interferencia en sus asuntos la presencia
de potencias europeas en el continente americano, que sus círculos
expansionistas empezaron a considerar como un territorio de su exclusiva
incumbencia. Incluso, es bueno recordar que Estados Unidos siempre se opuso a
la independencia de Cuba y Puerto Rico, pregonando por boca de John Quince
Adams la doctrina de la “fruta madura” –era preferible que esas islas siguieran
siendo colonias de España hasta que estuvieran maduras la manzanas para caer
del árbol hispánico en el regazo estadounidense- y rechazó los planes de
Bolívar de organizar un ejército que fuera a pelear directamente con los
españoles en suelo antillano. Al respecto, el 27 de abril de 1825 Henry Clay,
Secretario de Estado de la administración de Quince Adams, afirmó: “Los Estados
Unidos prefieren que Cuba y Puerto Rico permanezcan dependientes de España…
están satisfechos con la condición actual de estas islas en manos de España y
sus puertos abiertos a nuestro comercio como ahora lo están. Este gobierno no
desea ningún cambio político que afecte la actual situación”.
Era tan evidente la
oposición de Washington a que las repúblicas recién independizadas de España
organizaran una fuerza militar para liberar a Cuba que el general José Antonio
Páez recordaba con amargura en sus Memorias, muchos años después: “El gobierno
de Washington, lo digo con pena, se opuso de todas maneras a la independencia
de Cuba (…) ninguna potencia, ni aun la misma España, tiene en todo sentido un
interés tan alto como los Estados Unidos en la suerte futura de Cuba”.
Desde un primer momento
los dirigentes de los Estados Unidos no vieron con buenos ojos el proyecto
bolivariano de integración de las antiguas colonias y manifestaron su oposición
a las conclusiones del Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826, certamen al que
Bolívar nunca pensó en convidarlos, pero por iniciativa de Francisco de Paula
Santander finalmente se les cursó invitación. Aunque los delegados de los
Estados Unidos no participaron en forma directa en el evento, su agenda estaba
encaminada a sabotear el congreso porque en ella “se rechaza toda idea de un
consejo anfictiónico investido con poderes para decidir las controversias entre
los Estados americanos o para regular en cualquier forma su conducta”; y porque
señalan que van a mantener la neutralidad en la disputa entre España, en
compañía de la Santa Alianza, y los países recién independizados de nuestra
América. En ese mismo sentido, se debieron haber sentido muy felices por la
disolución de la Gran Colombia en 1830, lo cual favoreció en el largo plazo sus
intereses en el continente americano y también los de las potencias
europeas.
En la década de 1840 el
gobierno de la Nueva Granada (actual Colombia), bajo la presidencia de Tomas
Cipriano de Mosquera, decide firmar con los Estados Unidos el Tratado
Mallarino-Bidlack, que se convirtió en la puerta de entrada de los intereses
expansionistas de aquel país en territorio colombiano. Esto se justificó en su
momento por el temor de que nuestro territorio, que por entonces se extendía
por el norte hasta predios de la actual Costa Rica, fuera a caer en manos
británicas, puesto que hacia poco tiempo Inglaterra se había apoderado de la
mosquitia nicaragüense. Lo sorprendente estribaba en creer que con Estados
Unidos se iba a obtener protección desinteresada. En esa época, a Estados
Unidos casi lo único que le interesaba de Colombia era Panamá, un lugar
estratégico de transito comercial y de comunicación entre los dos océanos, como
quedó demostrado con el descubrimiento de oro en California en 1848. Mientras
que los gobernantes de Estados Unidos entendían la posición estratégica de
Panamá, las clases dominantes de Colombia lo veían como un distante pedazo de tierra
selvático y aislado, al que era muy difícil llegar desde el interior del país.
En esas condiciones, el gobierno de Tomas Cipriano de Mosquera cometió el
terrible error de firmar con Estados Unidos un “Tratado de Paz, Amistad,
Navegación y Comercio” el 12 de diciembre de 1846, cuyos aspectos más negativos
para la Nueva Granada estaban consignados en el malhadado artículo 35, en su
primer inciso, que vale la pena citar con detalle:
(…) Los ciudadanos, buques y mercancías de los Estados Unidos disfrutarán en los puertos de la Nueva Granada, incluso los de la parte del territorio granadino generalmente denominada Istmo de Panamá, desde su arranque en el extremo del Sur hasta la frontera de Costa Rica, todas las franquicias, privilegios e inmunidades, en lo relativo a comercio y navegación, de que ahora gocen y en lo sucesivo gozaren los ciudadanos granadinos, sus buques y mercancías; y que esta igualdad de favores se hará extensiva a los pasajeros, correspondencia y mercancías de los Estados Unidos que transiten al través de dicho territorio, de un mar a otro. El Gobierno de la Nueva Granada garantiza al Gobierno de los Estados Unidos que el derecho de vía o tránsito al través del Istmo de Panamá, por cualesquiera medios de comunicación que ahora existan o en lo sucesivo puedan abrirse, estará franco y expedito para los ciudadanos y el Gobierno de los Estados Unidos y para el transporte de cualesquiera artículos de productos o manufacturas o mercancías de lícito comercio, pertenecientes a ciudadanos de los Estados Unidos; que no se impondrán ni cobrarán a los ciudadanos de los Estados Unidos, ni a sus mercancías de lícito comercio, otras cargas o peajes, a su paso por cualquier camino o canal que pueda hacerse por el Gobierno de la Nueva Granada o con su autoridad, sino los que en semejantes circunstancias se impongan o cobren a los ciudadanos granadinos (…) Para seguridad del goce tranquilo y constante de estas ventajas (…) los Estados Unidos garantizan positiva y eficazmente a la Nueva Granada (…) la perfecta neutralidad del ya mencionado Istmo, con la mira de que en ningún tiempo, existiendo este tratado, sea interrumpido ni embarazado el libre tránsito de uno a otro mar; y por consiguiente, garantizan de la misma manera los derechos de soberanía y propiedad que la Nueva Granada tiene y posee sobre dicho territorio.
Con este tratado se
abrían de par en par las puertas del Istmo a los Estados Unidos, lo que
significaba algo así como dejar la casa al cuidado del ladrón, si se tienen en
cuenta los nefastos antecedentes de expansión agresiva de aquel país, que había
arrebatado importantes franjas de tierra a México antes de la firma del tratado
Mallarino-Bidlack.
Tras el descubrimiento de
oro en California, a principios de 1848, se consolida la presencia estadounidense
en el istmo de Panamá, que se convierte en una especie de protectorado, a pesar
de que formalmente hacia parte de Colombia. En Panamá se establecen compañías
marítimas de los Estados Unidos en los puertos de Colón y Panamá, allí se
trasladan a vivir aventureros de ese país que se comportan como colonizadores y
fomentan el racismo, típico de los estados esclavistas del sur de la Unión
Americana contra los afrodescendientes de Panamá, se publican periódicos en
ingles y no se respetan a las autoridades locales. La presencia de Estados
Unidos se afianza con la construcción del Ferrocarril en la década de 1850, por
parte de una compañía de ese país, que en su momento llegó a ser, por el
volumen de pasajeros y carga transportada, la vía férrea más importante del
mundo.
Los conflictos no se
hicieron esperar entre habitantes locales y los aventureros del norte y dieron
pie a muchos incidentes diplomáticos, el primero de ellos la “guerra de la
sandia” en 1856, cuando un grupo de istmeños, hastiados por el racismo de los
estadounidenses, se rebelan, lo que origina una batalla campal, como resultado
de la cual mueren 15 estadounidenses y 2 panameños. Esta trifulca dio paso a la
primera intervención armada de Estados Unidos en territorio panameño, bajo el
pretexto de resguardar la seguridad y libre transito por el Istmo, en
aplicación del tratado de 1846. Este hecho marcaría el comienzo de reiteradas
intervenciones armadas de Estados Unidos en Panamá, puesto que entre 1856 y
1903, las botas militares de los marines del norte mancillaron el territorio
del istmo en 15 ocasiones, con los más diversos pretextos, pero siempre
enarbolando la pretendida aplicación del artículo 35 del Tratado
Mallarino-Bidlack, en lo relativo a mantener el “libre transito” por la
estrecha franja de tierra que separa al Atlántico del Pacífico.
El hecho culminante para
Colombia de ese funesto Tratado y de la injerencia de los Estados Unidos fue la
perdida definitiva de Panamá en noviembre de 1903, en una maniobra orquestada
desde Walt Street, como ya está demostrado documentalmente, con la complicidad
de las elites de Panamá y la actitud pusilánime de los gobernantes y clases
dominantes de Colombia. En esa ocasión, ni el Estado ni el Ejército de este
país fueron capaces de salvaguardar la soberanía ni de Panamá ni de Colombia, y
ni siquiera dispararon un tiro para enfrentar a los marines de Estados Unidos
que propiciaron la aventura separatista, de la cual emergió un nuevo país, que
no era más que un protectorado yanqui hecho a la medida de sus tenebrosos
propósitos de apropiarse del canal transoceánico.
Theodoro Roosevelt,
representante prototípico del agresivo imperialismo estadounidense, le aplicó
con Colombia la política del Gran Garrote. Dicha política se basaba en la
combinación de la Doctrina Monroe, con la cual Estados Unidos proclamaba su
dominio sobre todo el continente americano, con el Corolario Roosevelt,
anunciado en el discurso ante el Congreso de los Estados Unidos el 6 de
diciembre de 1904, donde el belicoso presidente yanqui sostiene con todo el
cinismo del caso:
Toda nación cuyo pueblo se conduzca bien puede contar con nuestra cordial amistad. Si una nación muestra que sabe cómo actuar con eficiencia y decencia razonables en asuntos sociales y políticos, si mantiene el orden y paga sus obligaciones, no necesita temer la interferencia de los Estados Unidos. Un mal crónico, o una impotencia que resulta en el deterioro general de los lazos de una sociedad civilizada, puede en América, como en otras partes, requerir finalmente la intervención de alguna nación civilizada, y en el hemisferio occidental, la adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe puede forzar a los Estados Unidos, aun sea renuentemente, al ejercicio del poder de policía internacional en casos flagrantes de tal mal crónico o impotencia.
Los hechos truculentos de
Panamá demostraron en la práctica que en adelante Estados Unidos iba a
controlar los territorios de todo el continente americano para beneficiar a las
compañías e inversionistas de ese país e iba a intervenir, cuando fuera
necesario, en la defensa de esos intereses, abrogándose el papel del “policía
del barrio”, a nombre de su pretendida superioridad como “nación civilizada”.
En este proyecto
expansionista, el istmo de Panamá era un lugar estratégico, puesto que el
control del futuro canal aseguraría el predominio en gran parte de los mares
del mundo. Por eso, Estados Unidos no dudó ni un instante en hacer lo que fuera
necesario para lograr su objetivo de apoderarse del Istmo, como evidentemente
lo hicieron mediante una maniobra truculenta: inventarse un país, con el
auspicio de los círculos financieros de Walt Street, y dando la impresión de
apoyar un legitimo sentimiento separatista, que en realidad expresaba los
deseos de una oligarquía de arrabal, la panameña, que cedió a los Estados
Unidos el canal por un puñado de monedas de oro.
En realidad, la perdida
de Panamá se inscribía dentro de la política del naciente imperialismo
estadounidense, cuyos voceros anunciaban la realización del “Destino Manifiesto”
y clamaban porque ese país tomara el control de zonas estratégicas para su
dominio mundial, como eran los territorios insulares del Caribe, la franja
territorial de Centroamérica, México, Hawai y Filipinas en el Pacífico. Gran
parte de ese proyecto se consumó desde 1898 con el rápido triunfo en la guerra
contra España. Todas estas acciones se materializaron a través del Big Stick o
Gran Garrote, a nombre del cual se realizarían una veintena de intervenciones
de los marines en Centroamérica y el Caribe antes de la Primera Guerra Mundial.
Aunque los trágicos
sucesos de Panamá originaron un sentimiento antiestadounidense en importantes
sectores de la población colombiana en las tres primeras décadas del siglo XX,
sentimiento similar al suscitado en otros lugares de nuestra América por el
expansionismo de los imperialistas del norte, las clases dominantes de Colombia
muy rápido aceptaron la pérdida del Istmo e incluso lo aprovecharon para su
propio beneficio al negociar las concesiones del petróleo, recurso prioritario
para los Estados Unidos desde las primeras décadas del siglo XX. Además del
petróleo, algunas compañías estadounidenses también mostraron interés por el
negocio del banano. En concreto, la United Fruit Company se asentó en la zona
noroeste de Colombia donde implantó un enclave bananero y la Tropical Oil
Company, propiedad de la Standard Oil Company de Rockefeller, se apropió de una
extensa franja petrolera en el Magdalena Medio, donde estableció un enclave que
se mantuvo hasta comienzos de la década de 1960.
Con la pérdida de Panamá
se demostró que Colombia ya formaba parte del patio trasero de los Estados
Unidos, lo que se va a reafirmar en el período que se extiende desde 1903 hasta
1945, cuando termina la Segunda Guerra Mundial. Las clases dominantes de
Colombia, pese a la perdida de Panamá, con una indignidad sin par aceptan y se
pliegan a la hegemonía estadounidense. Los diferendos con Estados Unidos se
arreglaron mediante una maniobra diplomática, consistente en la firma del
tratado Urrutia Thompson en 1914, pero sólo ratificado en 1921 por el Congreso
de los Estados Unidos, con el objetivo de apropiarse de nuestro petróleo.
Después de 1903, todos
los presidentes de Colombia y sus principales dirigentes bipartidistas
(liberales y conservadores) fueron partidarios de la modernización por la vía
de la dominación imperialista de los Estados Unidos. Algunos de esos personajes
llegaron a expresar su admiración por los Estados Unidos, el mismo que nos
arrebató un pedazo de nuestro territorio. Rafael Reyes (presidente-dictador
entre 1904-1909) manifestaba unos años antes del robo de Panamá que a los
estadounidenses no hay que "temerlos como conquistadores ni como
expoliadores. Ellos han plantado el estandarte de la libertad y del progreso en
Cuba, Puerto Rico y Filipinas: ellos son la humanidad seleccionada". Marco
Fidel Suárez (presidente conservador entre 1918-1921) sostuvo que el destino de
Colombia se encontraba en el norte del continente: "La fórmula ’Respice
Polum’ que me he atrevido a repetir para encarecer la necesidad de mirar hacia
el poderoso norte en nuestros votos de prosperidad, deseando que la América
Latina y la América Sajona armonicen en justicia e intereses, es una verdad que
se impone por su claridad y necesidad". En realidad, la formula planteada
por Marco Fidel Suárez de mirar piadosa y resignadamente hacia la “Estrella
Polar” (Estados Unidos) y aceptar sus designios, se convirtió en la pauta de
conducta de todos los gobiernos colombianos durante el siglo XX, sin excepción
alguna, y sin importar el color político al que pertenecieran. Y rápidamente se
iban a sentir los cambios en la política colombiana que provocó la “Estrella
Polar”, porque hasta 1926 los presidentes criollos fueron nominados en la sede
del Vaticano, después de 1930 y hasta el día de hoy los presidentes se designan
en Washington.
Una de las primeras
muestras del poder asumido por los Estados Unidos en los destinos de Colombia,
se pone de presente con el caso de Enrique Olaya Herrera, embajador en los
Estados Unidos, entre 1921 y 1930. Éste fungió como un defensor incondicional
del imperialismo estadounidense, hasta el punto que actuando en representación
del gobierno colombiano en la VI Conferencia Panamericana, celebrada en la
Habana en 1928, se convirtió en el principal corifeo en avalar el
intervencionismo yanqui en los países de América Central y el Caribe. Luego,
como premio a su abyección, es elegido presidente con el decisivo apoyo de los
Estados Unidos, y se convierte en el principal vocero de los intereses petroleros
de las compañías de los Estados Unidos durante su administración (1930-1934) en
la que se aprueba por el Parlamento una leonina legislación petrolera, que
había sido elaborada por los abogados de las compañías imperialistas.
La implantación del dominio
de Estados Unidos sobre la economía y la política colombianas se basó en el
impulso al proceso de modernización económica que requería del mejoramiento de
la infraestructura, la adecuación del Estado y la configuración del sector
financiero. Esto último era necesario para garantizar las inversiones de
capitales estadounidenses y abrirle paso al endeudamiento externo, que en
Colombia se dispara en la década de 1920, cuando fluyen los créditos de bancos
estadounidenses tras la aprobación del tratado Urrutia-Thompson, y al mismo
tiempo se impulsa la construcción de puertos, ferrocarriles, carreteras,
edificios públicos y se reciben misiones técnicas de economistas de los Estados
Unidos para adecuar las instituciones del Estado a los requerimientos del imperialismo
estadounidense. Entre esas misiones se destacan las del economista Edwin
Kemmerer, famoso “médico financiero” de la época apodado el “doctor dinero”,
encargado de curar “enfermos económicos”, como se referían ya desde entonces a
las economías de los países dependientes, con lo que simplemente se quería dar
a entender que era necesario ajustar esas economías a los intereses del capital
internacional, a las inversiones extranjeras y a los empréstitos. Kemmerer
visitó en dos ocasiones a Colombia, en 1923 y 1931, y sus recomendaciones
fueron decisivas en la modernización del Estado, el cual fue acondicionado para
servir a los intereses del capital, tanto nacional como extranjero.
En gran medida durante el
período que se extiende hasta la Segunda Guerra Mundial, los intereses de
Estados Unidos en Colombia estuvieron determinados por la importancia que se le
atribuía a las inversiones en petróleo, banano, platino, oro y a otros recursos
naturales. Como clara expresión de la dependencia de las clases dominantes de
Colombia con respecto a los Estados Unidos debe destacarse que en la década de
1920, los gobiernos conservadores reprimieron de manera brutal las protestas de
los trabajadores de los enclaves imperialistas, pertenecientes a compañías de
los Estados Unidos. Al respecto son tristemente celebres las masacres de que
fueron victimas los obreros petroleros en enero de 1927 y, sobre todo, los
obreros de las Bananeras en diciembre de 1928. En ambas ocasiones, el gobierno
de Colombia, cumpliendo los dictámenes de la Tropical Oil Company y de la
United Fruit Company respectivamente disparó a mansalva contra indefensos
obreros. Aunque en los dos casos fueron asesinados humildes jornaleros
colombianos, la masacre de las bananeras se constituyó en uno de los episodios
más sangrientos de que han sido victimas los trabajadores de América Latina,
puesto que, según los propios informes de los diplomáticos de los Estados
Unidos, fueron más de 1000 los muertos, aunque es posible que esa cifra hubiera
sido sensiblemente mayor, cercana a las 3000 victimas. Con razón, al referirse
a esta masacre, el caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán manifestó: “El suelo
colombiano fue teñido en sangre para complacer las arcas ambiciosas del oro
americano” y dolorosamente “sabemos que en este país el gobierno tiene para los
colombianos la metralla homicida y una temblorosa rodilla en tierra ante el oro
americano”.
Luego de este necesario
paréntesis, podemos decir que en el largo plazo las relaciones del Estado
colombiano con los Estados Unidos se van a caracterizar en un primer momento,
durante la segunda mitad del siglo XIX, por el establecimiento de vínculos de
una forma miope, pretendiendo que esa potencia protegiera el territorio
panameño, cuando era la más interesada en subordinarla a sus intereses, lo cual
les posibilita organizar la secesión del istmo. Ese hecho en lugar de generar
un sentimiento nacionalista en las clases dominantes de este país, conduce a un
mayor sometimiento ante los Estados Unidos, postración en la que incurren todos
los gobiernos colombianos del período que va de la separación de Panamá hasta
la época de la Segunda Guerra Mundial, con la entrega de los recursos naturales
(en especial bananos y petróleo) a poderosas compañías imperialistas que
establecen enclaves en varias regiones de Colombia. Esa postración fue
claramente expresada por Marco Fidel Suárez cuando formuló la “doctrina”, plena
de sumisión y servilismo, de plegarse ante la Estrella Polar. De la misma
manera, el proceso de modernización económica hacia el capitalismo que se
impulsó en el país desde la década de 1920 se hizo bajo la tutela
estadounidense, tanto por los prestamos desembolsados para realizar obras de
infraestructura como por las misiones económicas que diseñaron un aparato
institucional, hecho a la medida de sus intereses, como lo hicieron las sendas
misiones Kemmerer de 1923 y 1931. Los empréstitos aseguraron una dependencia
financiera permanente con respecto al capital estadounidense, que se ha
preservado hasta el día de hoy y que ha facilitado las condiciones para la
nueva conquista, que se rubricó el 12 de octubre de 2011, con la aprobación del
mal llamado Tratado de Libre Comercio por parte de los amos imperialistas de
Washington, lo cual ha sido aplaudido en forma abyecta por los cipayos criollos
(de Juan Manuel Santos hacia abajo), y presentado como el camino hacia el
“progreso” y la “modernización del país”, algo que nos vienen anunciando desde
hace 150 años, cuando se firmó el tratado sobre Panamá, que finalmente nos hizo
perder ese territorio.
Con todo lo anterior,
puede concluirse que cuando se habla de la historia de las relaciones de
Colombia con los Estados Unidos siempre se repite la misma tragedia de dolor y
muerte para los habitantes pobres de nuestro país. Desde luego, ahora con el
TLC las cosas no van a ser diferentes, aunque se quiera convencernos de lo
contrario. Por si hubiera dudas, sólo basta con observarnos en el espejo
mexicano, tras casi dos décadas de vigencia del nefasto Tratado de Libre
Comercio de América del Norte, a través del cual podemos ver todas las
“bellezas” de las nuevas formas de colonialismo.
Notas
Notas
[1]. Diego
Otero Prada, El papel de Estados Unidos en el conflicto armado colombiano.
De la Doctrina Monroe a la cesión de siete bases militares, Ediciones
Aurora, Bogotá, 2010, pp. 129 y ss.
[2]. José Fernando Isaza Delgado y Diógenes Campos Romero, "Algunas consideraciones cuantitativas sobre la evolución del conflicto en Colombia", en Revista de Economía Colombiana, No. 322, febrero de 2008, pp. 3 y ss.; Fabián Calle, La crisis Venezuela-Colombia: las capacidades militares que esconden las palabras, enwww.nuevamyoria.com; Raúl Zibechi, Crisis militar en Sudamérica: Los frutos del Plan Colombia, en www.lafogata.org/zibechi/raul.21.4.htm
[3]. Vicepresidente colombiano elogia a Honduras, en www.newstin.com.mx/tag/mx/168183509
[4]. Stella Calloni, Expansión militar de Estados Unidos: Golpe en Honduras y bases en Colombia, en “http://www.terrorfileonline.org/es/index.php/Stella_Calloni._Expansi%C3%B3n_militar_de_Estados_Unidos:_Golpe_en_Honduras_y_bases_en_Colombia.”
[5]. Hernando Calvo Ospina. Colombia debería pedir perdón a Cuba, en www.kaosenlared.net/noticia/colombia-deberia-pedir-perdon-cuba.
[6].Arturo Gómez Alarcón, La expulsión de Cuba de la OEA, (a partir de Diario La República, de Lima), en fichasdehistoria.blogspot.com/.../la-expulsion-de-cuba-de-la-oea.html
[7]. Citado en H. Calvo Ospina, op. cit. (Énfasis nuestro).
[8]. Citado por Javier Giraldo, en Cronología de hechos reveladores del Paramilitarismo como política de Estado, en www.javiergiraldo.org/spip.php?article75
[9]. “El pacto que se quebró en Malvinas”, en La Nación, septiembre 15 de 2001.
[10]. Manuel Medina Castro, Estados Unidos y América Latina siglo XIX, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 27. La cita de Bolívar es de una carta a Irvine, citado en este mismo libro en la página 33.
[11]. Citado en Philip Foner, Historia de Cuba y sus relaciones con Estados Unidos, Instituto Cubano del Libro, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, Tomo 1, p. 169.
[12]. José Antonio Páez, Memorias del general José Antonio Páez, autobiografía, Editorial América, Madrid, 1916, pp. 455-456.
[13]. Citado en Germán A. de la Reza, “El Congreso Anfictiónico de Panamá. Una hipótesis complementaria sobre el fracaso del primer ensayo de integración Latinoamericana”, en Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, No. 10, segundo semestre de 2004.
[14]. “Tratado general de paz, amistad, navegación y comercio. Bogotá, 12 de diciembre de 1846. Canjeadas las ratificaciones en Washington el 10 de junio de 1848. Promulgado el 16 de agosto de 1848”, en Gaceta Oficial, No. 1.001, agosto 27 de 1848 (texto bilingüe).
[15]. Ver: Renán Vega, Sandra Jauregui y Luis Carlos Ortiz, El Panamá colombiano en la repartición imperialista, Ediciones Pensamiento Crítico, Bogotá, 2003.
[16]. Ovidio Díaz Espino, El país creado por Wall Street. La historia no contada de Panamá, Editorial Planeta, Bogotá, 2003; Olmedo Beluche, La verdadera historia de la separación de 1903. Reflexiones en torno al Centenario, Editorial ARTICSA. Panamá, 2003.
[17]. Citado en Carlos Pereyra, Breve historia de América, Editorial Aguilar, Madrid, 1930, pp. 662. (Énfasis nuestro).
[18]. Citado en José Fernando Ocampo, Estados Unidos y Colombia: raíces de la actual injerencia norteamericana, en www.moir.org.co › Blogs
[19]. Citado por Jorge Sánchez Camacho, Marco Fidel Suárez, biografía, Imprenta del Departamento, Bucaramanga, 1955, p. 125.
[20]. Jorge Eliécer Gaitán, La masacre de las bananeras, Editorial Pepe, Bogotá, s-f.
[2]. José Fernando Isaza Delgado y Diógenes Campos Romero, "Algunas consideraciones cuantitativas sobre la evolución del conflicto en Colombia", en Revista de Economía Colombiana, No. 322, febrero de 2008, pp. 3 y ss.; Fabián Calle, La crisis Venezuela-Colombia: las capacidades militares que esconden las palabras, enwww.nuevamyoria.com; Raúl Zibechi, Crisis militar en Sudamérica: Los frutos del Plan Colombia, en www.lafogata.org/zibechi/raul.21.4.htm
[3]. Vicepresidente colombiano elogia a Honduras, en www.newstin.com.mx/tag/mx/168183509
[4]. Stella Calloni, Expansión militar de Estados Unidos: Golpe en Honduras y bases en Colombia, en “http://www.terrorfileonline.org/es/index.php/Stella_Calloni._Expansi%C3%B3n_militar_de_Estados_Unidos:_Golpe_en_Honduras_y_bases_en_Colombia.”
[5]. Hernando Calvo Ospina. Colombia debería pedir perdón a Cuba, en www.kaosenlared.net/noticia/colombia-deberia-pedir-perdon-cuba.
[6].Arturo Gómez Alarcón, La expulsión de Cuba de la OEA, (a partir de Diario La República, de Lima), en fichasdehistoria.blogspot.com/.../la-expulsion-de-cuba-de-la-oea.html
[7]. Citado en H. Calvo Ospina, op. cit. (Énfasis nuestro).
[8]. Citado por Javier Giraldo, en Cronología de hechos reveladores del Paramilitarismo como política de Estado, en www.javiergiraldo.org/spip.php?article75
[9]. “El pacto que se quebró en Malvinas”, en La Nación, septiembre 15 de 2001.
[10]. Manuel Medina Castro, Estados Unidos y América Latina siglo XIX, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 27. La cita de Bolívar es de una carta a Irvine, citado en este mismo libro en la página 33.
[11]. Citado en Philip Foner, Historia de Cuba y sus relaciones con Estados Unidos, Instituto Cubano del Libro, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, Tomo 1, p. 169.
[12]. José Antonio Páez, Memorias del general José Antonio Páez, autobiografía, Editorial América, Madrid, 1916, pp. 455-456.
[13]. Citado en Germán A. de la Reza, “El Congreso Anfictiónico de Panamá. Una hipótesis complementaria sobre el fracaso del primer ensayo de integración Latinoamericana”, en Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, No. 10, segundo semestre de 2004.
[14]. “Tratado general de paz, amistad, navegación y comercio. Bogotá, 12 de diciembre de 1846. Canjeadas las ratificaciones en Washington el 10 de junio de 1848. Promulgado el 16 de agosto de 1848”, en Gaceta Oficial, No. 1.001, agosto 27 de 1848 (texto bilingüe).
[15]. Ver: Renán Vega, Sandra Jauregui y Luis Carlos Ortiz, El Panamá colombiano en la repartición imperialista, Ediciones Pensamiento Crítico, Bogotá, 2003.
[16]. Ovidio Díaz Espino, El país creado por Wall Street. La historia no contada de Panamá, Editorial Planeta, Bogotá, 2003; Olmedo Beluche, La verdadera historia de la separación de 1903. Reflexiones en torno al Centenario, Editorial ARTICSA. Panamá, 2003.
[17]. Citado en Carlos Pereyra, Breve historia de América, Editorial Aguilar, Madrid, 1930, pp. 662. (Énfasis nuestro).
[18]. Citado en José Fernando Ocampo, Estados Unidos y Colombia: raíces de la actual injerencia norteamericana, en www.moir.org.co › Blogs
[19]. Citado por Jorge Sánchez Camacho, Marco Fidel Suárez, biografía, Imprenta del Departamento, Bucaramanga, 1955, p. 125.
[20]. Jorge Eliécer Gaitán, La masacre de las bananeras, Editorial Pepe, Bogotá, s-f.