
Claudio Katz /
Especial para Gramscimanía
Quiénes votan al gobierno
con expectativas progresistas experimentan sensaciones contradictorias.
Satisfacción por el juicio a los genocidas, la ley de medios, el matrimonio
igualitario o la nacionalización de las AFJP. Desengaño por la destrucción de
los ferrocarriles, la minería con cianuro y la regresividad impositiva. También
hay irritación con los gobernadores que deforestan el monte y con los jerarcas
sindicales que manejan patotas.
Estos votantes habrán
notado, además, que los logros democráticos y las mejoras sociales aparecen
cuando hay conflictos con la derecha. En los momentos de estabilidad prevalece
el reencuentro con el establishment. Todos se preguntan qué curso asumirá el
próximo mandato de Cristina. Los confiados apuestan a la “profundización del
modelo” y los realistas toman nota de las advertencias presidenciales contra
las demandas callejeras.
El contexto es muy
fluido. Ha resurgido la politización de la juventud y los movimientos sociales
cuentan con capacidad de movilización. La derecha no logra reponerse del ánimo
popular que emergió con el bicentenario. Pero se avecinan los nubarrones de la
crisis global, con menos cartuchos oficiales para repetir las acciones del
2008-09. Si irrumpen situaciones más traumáticas, los antecedentes más añejos
no son promisorios. El primer peronismo recurrió al ajuste para lidiar con la
crisis externa (1952) y segundo reforzó esta receta (1975), embistiendo contra
los intentos de radicalización que desafiaban el liderazgo presidencial.
Las circunstancias
actuales son muy distintas. Pero la agenda progresista continuará vacante
mientras no aparezca una fuerza de izquierda, que obligue a considerar ese
temario. La debilidad de este actor limita drásticamente la confrontación con
los dueños del poder.
Algunos piensan que esta
batalla social exige un rotundo triunfo previo de CFK. Pero es evidente que el
oficialismo superará con creces la plataforma de votos que necesitaría para
embarcarse en esa empresa. En el escenario actual más bien falta lo opuesto: un
protagonista capaz de actuar con independencia del gobierno, especialmente en
las circunstancias problemáticas.
Basta recordar cuánto
pesó la autoridad oficial para neutralizar los cuestionamientos que surgieron
durante los asesinatos de los aborígenes en Formosa y de los desamparados en
Jujuy. El mismo desagrado se insinuó recientemente, al calor de la ridícula
causa que un ministro y sus jueces armaron contra el ferroviario Sobrero. Es
evidente que el gran poder acumulado por el Ejecutivo acrecienta la tentación
de regimentar la protesta social.
La gestación de sólidos
referentes de izquierda es indispensable para crear un nuevo eje de
interlocución de las iniciativas gubernamentales. Este cambio determinaría otro
perfil del debate agrario. En lugar de mantener o reducir las retenciones se
discutiría la disminución del IVA y la anulación de los privilegios impositivos
que tienen los banqueros. La pulseada por liberar los precios o dibujarlos a
través del INDEC sería reemplazada por una crítica a la rentabilidad lograda
por los formadores de precios. En vez de optar entre el 82% tramposo de la
derecha y los aumentos gubernamentales a cuentagotas se analizaría el financiamiento
de las jubilaciones con aportes patronales. En este nuevo ordenamiento cobraría
forma una tercera opción económica, superadora del neoliberalismo
agro-exportador y el neo-desarrollismo conservador.
Algunas voces postulan
erigir la agenda progresista mediante un fortalecimiento del centro-izquierda
no oficialista. Pero este alineamiento ya tiene gran influencia y no logró
instaurar el temario que necesita el país. Contra este objetivo conspiraron los
coqueteos con la derecha en el Parlamento y en los medios. También incidió la
elección de aliados más afines a la vieja retórica institucionalista de la UCR
que a la movilización popular. Nunca se entiende, además, cómo se podrían
superar las limitaciones del oficialismo argentino, imitando el sendero más conformista
que ha impuesto la socialdemocracia de Uruguay o Brasil.
El reingreso al Congreso
de la izquierda es la mejor opción que ofrece la coyuntura electoral, para
avanzar en la introducción de drásticas medidas de reducción de la desigualdad
social. La obtención de diputados para este sector es una meta difícil, pero
factible. La multitud de votantes que apuntaló un derecho democrático de
participación en las primarias de agosto debería reafirmar este sostén,
atrayendo un nuevo segmento de electores.
Un avance de la izquierda
también podría generar efectos positivos en las prácticas tradicionales de este
sector. Buenos resultados en los comicios suelen contrarrestar la inercia
sectaria, abriendo posibilidades de construcción de un nuevo espacio de intervención.
El respaldo electoral favorecería, además, la renovación de un discurso forjado
en la militancia, que necesita aproximarse a las audiencias masivas. El impulso
a colocar una ficha en la izquierda no proviene esta vez sólo de las
convicciones y las simpatías. Constituye una lúcida decisión del votante
progresista.
Nota: Este
comentario fue escrito para una publicación pro-oficialista.