
Esta vez, para variar, el
presidente Barack Obama no decepcionó. Está terminando la participación militar
norteamericana en Irak, de verdad y muy pronto. ¡Al fin!
A menudo la izquierda ha
criticado (con justeza) a Obama por múltiples promesas de campaña no cumplidas,
como promulgar los servicios universales de salud, aprobar una reforma
migratoria total, cerrar Guantánamo en un año y terminar con los recortes de impuestos
de Bush para los ricos. Desafortunadamente, lo precedente es una lista muy
incompleta de promesas no cumplidas, y la mala noticia es que lo peor puede que
esté por venir. Los progresistas se preparan para más concesiones en temas
clave tales como la Seguridad Social, Medicare y Medicaid, además de la
probable aprobación por parte de Obama de una propuesta de construir un
oleoducto destructor del medio ambiente para transportar petróleo de esquisto
bituminoso desde Canadá a Texas. Esto sería el equivalente de abandonar el
intento de detener el calentamiento global y ceder ante la industria de los
combustibles fósiles. La consiguiente desilusión de la base demócrata es una
posición embarazosa y políticamente peligrosa para un presidente cuya elección
se debe en gran medida al activismo de grupos progresistas como moveon.org y un
abrumador apoyo electoral por parte de negros y latinos.
Pero hay al menos una
promesa que el presidente, desde la semana pasada, está obligado a cumplir: la
retirada de Irak para fin de año de todas las tropas norteamericanas, menos 150
soldados. Hasta convocó una conferencia de prensa para anunciar la decisión, y
prometió que los soldados norteamericanos estarían en casa para las fiestas. No
hay forma de que pueda echarse atrás en esto, en especial porque los
norteamericanos ya están cansados de esta guerra interminable –y eso incluye a
muchos miembros de las fuerzas armadas.
Sin embargo, los
republicanos y la derecha han atacado con fiereza al presidente no solo por
cumplir una promesa que hizo al pueblo norteamericano, sino por respetar un
acuerdo que George W. Bush firmó hace años con el gobierno iraquí acerca de un
calendario para la retirada de EE.UU.
Es cierto que la
administración y el gobierno iraquí habían estado negociando durante algún
tiempo para encontrar la manera de modificar el acuerdo, a fin de permitir que
unos 3 000 soldados norteamericanos permanecieran en Irak más allá de la fecha
de retirada.
La razón de que las
conversaciones hayan fracasado es indicio de dos cosas. Una es que los iraquíes
realmente quieren que les devuelvan su soberanía. La condición que Maliki
exigió para conceder una prórroga a la presencia de EE.UU. es que los soldados
norteamericanos no disfruten más de inmunidad ante las leyes iraquíes. Tiene
mucha razón el primer ministro iraquí para demandar tal condición. Han habido
muchas instancias en que fuerzas norteamericanas han asesinado, torturado o
detenido, y con pocas excepciones, el castigo por esos crímenes ha sido mínimo
o inexistente. Hasta un agente del servicio secreto italiano que escoltaba al
aeropuerto a un rehén liberado fue muerto a tiros por tropas norteamericanas.
La reacción de EE.UU.: en esencia, fue culpa del italiano; las tropas estaban
siguiendo de manera apropiada “las reglas de enfrentamiento”. Hace unos pocos
meses, surgió un video ampliamente mostrado en los medios y la Internet acerca
de un grupo de periodistas extranjeros destrozados por los disparos de un
helicóptero norteamericano. Como de costumbre, la explicación de las fuerzas
armadas de EE.UU. fue justificativa.
En cuanto al tema de la
inmunidad/impunidad, Maliki no sucumbió a la presión de EE.UU. y se negó a
ceder. Algunos informes sugieren que él no fue capaz de convencer a asociados
en su gobierno de coalición a que cedieran. La negativa es abrumadoramente
popular entre los iraquíes, los cuales están cansados de la impunidad de la
cual se han beneficiado no solo los norteamericanos, sino hasta los
contratistas privados, lo que prácticamente les ha dado carta blanca, y de la
trágica pérdida que muchas familias iraquíes han tenido que sufrir por esto.
Pero más allá de
consideraciones políticas y humanitarias, Maliki es lo suficientemente sagaz
como para comprender que los norteamericanos nunca accederían a su condición,
lo cual implica que el primer ministro iraquí, o una parte importante de su
gobierno, realmente desean que las tropas norteamericanas se retiren pronto y
por completo. Tampoco es totalmente improbable que Maliki et al estuvieran
entregando a Obama un pretexto perfecto para la retirada.
Lo segundo que demostró
el impasse en las negociaciones apenas es una sorpresa, pero puede decirse que
tanto bajo Obama como bajo Bush, Estados Unidos insiste en funcionar como una
ley en sí mismo.
Esa fue la razón para la
fiera oposición de la administración Bush a un Tribunal Penal Internacional
(TPI). Fue una política sabia, aunque malévola, para una administración que
alardea de no tener que pedir permiso a Naciones Unidas antes de atacar a otra
nación soberana. Es más, no es inconcebible que si Estados Unidos hubiera sido
miembro del TPI, Bush y otros altos funcionarios de la administración pudieran
haber sido procesados por realizar una guerra ilegal y utilizar la tortura al
autorizar el “submarino”.
El problema de que los
militares norteamericanos juzguen a otros militares norteamericanos por
crímenes contra –por ejemplo – iraquíes o afganos es evidente. No puede existir
ni un viso de imparcialidad en un juicio tal, en especial si los políticos y el
público se ponen de parte del norteamericano acusado, independientemente del
crimen.
Es demasiado pronto para
tener un registro completo de los crímenes perpetrados durante la conducción de
la guerra al terror y en los conflictos de Irak y Afganistán, así como el
castigo impuesto como respuesta. Pero la experiencia de Viet Nam nos da un
indicio.
La masacre de My Lai en
la que soldados norteamericanos se desataron en una orgía de asesinato que,
según el reportero Seymour M. Hersh, quien reveló el caso en 1968, provocó la muerte
de más de 500 civiles vietnamitas, incluyendo a muchos niños y mujeres, tuvo
como resultado una condena. De los 26 soldados acusados, solo el teniente
William Calley fue considerado responsable. Fue juzgado por un tribunal militar
en 1970 y declarado culpable del asesinato de 22 civiles. En 1971 fue condenado
a cadena perpetua. Al día siguiente, el presidente Richard Nixon ordenó que
Calley fuera sacado de la prisión militar y colocado bajo arresto domiciliario
mientras apelaba. La condena fue reducida a veinte años y posteriormente a
diez. Finalmente solo cumplió tres y medio años de arresto domiciliario. En
1974, en medio de protestas por parte de partidarios de Calley, incluyendo al
entonces gobernador de Georgia Jimmy Carter, Nixon le concedió la amnistía,
dejando en libertad a Calley tan solo seis años después de perpetrar crímenes
dignos de Pol Pot.
Después de ocho años de
guerra y un astronómico desembolso de dinero (oficialmente más de $800 mil
millones de dólares y seguimos gastando), un enorme derroche de vidas –unos 4
500 norteamericanos muertos y 30 000 heridos y una cifra multiplicada varias
veces de iraquíes muertos o heridos –, la decisión de Obama de sacar a las
tropas es sabia y bienvenida, incluso si es provocada en parte por el aserto de
soberanía por parte de Irak y la insistencia de EE.UU. en ser juez, jurado y
verdugo cuando se trate de supuestas fechorías norteamericanas.
Esta no es la visión de
la jauría de republicanos que aspira a la nominación presidencial por su
partido. A pesar del deseo de la abrumadora mayoría de retirarnos de Irak,
todos los candidatos atacaron al presidente. “Aspirantes republicanos a la
presidencia se unen en su oposición a retirada de Irak” decía el titular en The
Washington Post. Mitt Romney la calificó de “sorprendente fracaso”; Rick Perry
expresó su profunda preocupación de que Obama había colocado “la conveniencia
política por encima de un juicio sólido en materia militar y de seguridad”.
Herman Cain, cuya experiencia en política exterior es desconocida, simplemente
dijo que era “estúpido”.
Como era de esperar, las
palabras más divertidas e indignantes provinieron de Michelle Bachmann. Al
aparecer el domingo en el programa “Face the Nation” de CBS, Bachmann declaró
que si ella fuera Obama no aceptaría las demandas iraquíes de que EE.UU. se
marchara. En otras palabras, Bachmann estaba dispuesta a pisotear la soberanía
iraquí que supuestamente Estados Unidos restauró con tal pompa y ceremonia.
“Nos están expulsando los mismos que liberamos”, se quejó amargamente Bachmann.
“Creo que Irak debe reembolsar por completo a Estados Unidos por la cantidad de
dinero que hemos gastado para liberar a esa gente”, agregó. Bachmann quiere que
Obama regrese a la mesa de negociaciones o, en otras palabras, quiere que el presidente
presione y amenace a los iraquíes para que acepten las condiciones de EE.UU.
Pero la pregunta que debe
hacerse a Bachmann y a todos los otros contendientes republicanos es ¿quién
invitó a Estados Unidos a “liberar” Irak invadiéndolo, destruyendo gran parte
de su infraestructura, permitiendo el saqueo de invalorables tesoros
culturales, creando las condiciones para el caos y la violencia al desmantelar
el ejército y la burocracia del país y al ocupar de manera indefinida la
nación, incluso en contra de la voluntad de su pueblo?
Fuente: Red Hermes