Pepe Gutiérrez-Álvarez
Nada más que se mueve la historia, que la gente del pueblo comienza a plantearse alternativas, la cuestión de la religión aparece como una de las más importantes. De un lado, porque resulta evidente que los poderes establecidos saben muy bien de la capacidad que tiene la Iglesia para domesticar a millones de personas, y eso, por más que se encuentre en deterioro, sigue siendo cierto. Por otro, porque no podemos mandar a esa a gente al infierno por ignorante, habrá que discutir. Luego porque entre esa gente y nosotros existe una importante franja de hombres y mujeres que son creyentes, y que de alguna manera son un puente necesario entre ellos y nosotros…
No creo que existan una
corriente importante del socialismo militante que crea que, por ejemplo, no se
puede ser cristiano y marxista, y cosas así. Desde luego, podemos hablar de
contradicciones, pero lo cierto es que las contradicciones están por doquier,
como también lo es que buena parte de la mejor militancia anticapitalista sigue
teniendo su fe, su cultura. De hecho una cultura que hay que reconocer como la
parte más antiguo y más persistente de la tradición socialista, presente ya en
entre los profetas del Antiguo como del Nuevo Testamento. Este diálogo existió
de hecho desde siempre, pero tomó una forma más consciente en los años
sesenta-setenta, y fue una de las claves de la recomposición de los movimientos
sociales surgidos contra el franquismo.
El cristianismo no es
solamente una determinada concepción del mundo, es sobre todo una cultura que
se remonta a la larga fase final del Imperio Romano. Hay un cineasta de los grandes, Roberto
Rossellini, que trató sobre esta cultura en una serie de filmes didácticas, y
hay toda una literatura…De hecho, después de turbulentos y decisivos concilios
ecuménicos y gracias a la configuración de un nuevo aparato conceptual, el
Mundo Antiguo se encauzó por la senda de la religiosidad cristiana. Por fin,
después de varios siglos de descomposición social y de lucha ideológica, el
hombre común podía vivir tranquilamente con una concepción del mundo
sólidamente configurada y operativa. Era una creencia que encarnaba la única
concepción del mundo y de la vida auténticamente funcional, admisible, útil,
una concepción para la cual estaban dadas las condiciones materiales e
intelectuales. A partir de ese momento, el trabajo de artistas, pensadores,
políticos, etc., cambió, en el sentido de que se le imprimió una dirección
definida. La creatividad humana empezó a correr por cauces fijos pero claros.
Una idea mueva se había apoderado del mundo y permeaba el todo de la vida
humana: la idea de un Dios que lo
explica todo y una Ciudad Ideal, que nos recompensaba después de la muerte. No
hay que decir que esta idea, la de la una vida más allá, ha sido inherente a
todas las civilizaciones, y fue una creencia central en la mayor de todas las
conocidas: el antiguo Egipto.
Esta manera de ver las
cosas pues, vienen de muy lejos, y tienen unos valores terapéuticos, le valen
hasta al más descreído cuando se encuentra solo ante la inmensidad y la
hostilidad del mundo. Su historia atraviesan los siglos, y cada período debe
ser estudiado como una unidad irrepetible, autocontenida, sui generis. Empero,
se pueden trazar paralelismos entre diversas épocas hasta llegar a la crisis
del siglo XVIII con las Luces, pero
sobre todo al ambivalente siglo XIX, que puede considerarse como siglo de transición, de ebullición y de
convulsiones en prácticamente todos los dominios de la vida humana. Como
corresponde a todo proceso histórico crucial, el parto decimonónico de la nueva
época de estabilidad tuvo un costo humano sumamente elevado.
En esta fase histórica,
la sociedad europea más avanzada gracias a las crisis sociales que le habían
sacudido del feudalismo más estrecho, impulsada por descubrimientos científicos
aparentemente inocuos, como la máquina de vapor, y sacudida por el tremendo
impacto derivado de la Revolución Francesa y el fenómeno napoleónico,
evolucionó irresistiblemente hacia nuevas y más desarrolladas formaciones
sociales, económicas y culturales. Esto no se hizo sin un pavoroso costo social: millones de niños,
mujeres, hombres y ancianos fueron sistemáticamente sacrificados para hacer
posible el progreso histórico. Muchos trabajadores cayeron destrozados en el
agotador trabajo de las minas, otros exhaustos en la embrutecedora e insalubre
industria, en los astilleros o en el desamparo. Así es: el grandioso progreso
europeo actual se fluida, en última instancia, en el sacrificio realizado el
siglo pasado por una gran parte de la población continental. Pocas cosas son
tan dramáticas como el contraste entre la familia burguesa, bien alimentada y
con la vida asegurada, y la famélica familia proletaria. En muy pocos años,
como prolongación de la gozosa caída del
Ancien Régime, la sociedad se dividió básicamente en dos grandes grupos: el de
los poseedores de los medios de producción y el de aquellos que lo único que
tenían como mercancía era su fuerza de trabajo. La “fosa social” era atroz,
pero el mundo tenía que seguir su marcha. Había, empero, almas sensibles para
las cuales dicho contraste no podía pasar desapercibido, pero que tampoco
podían ser testigos mudos de dicha realidad, de tal injusticia, de los horrores
cotidianos del siglo en que vivían. Conscientes de que no podían, como
individuos, hacer nada para modificar el inundo, aspiraron por lo menos a dejar
plasmados en palabras su dolorosa experiencia y su rechazo moral.
Fue cuando una hornada de
hombres y mujeres desarrollaron los trazos del ideal socialista, trazos que en
el caso de Karl Marx, se inscribe en un proyecto en el que la clase obrera
organizada y consciente debía de poner en pie su propio proyecto, más allá del
horror que presenciaban corno de su incapacidad para anularlo era simplemente
denunciar la crueldad del sistema, criticarlo, ridiculizarlo, tratar de escapar
de él aunque fuera por la vía de la novela y la poesía. Y entonces, en medio de
esa podredumbre social, de esos magníficos banquetes frente a niños muertos de
hambre, surgió el arte romántico. No es por casualidad que al siglo XIX
pertenecen lo que tal vez sean las páginas más conmovedoras de la literatura
universal. El arte romántico, en efecto, no es sino una reacción de
sensibilidad e inconformidad moral frente a un modo de vida en el que los
individuos se veían forzados a vivir en condiciones infrahumanas. La miseria
social entró en la gran literatura, y autores como Charles Dickens, Thomas
Hardy, Víctor Hugo, Emile Zola, y otros, nos dejaron impresionantes frescos que
daban una idea cabal de la crueldad de los tiempos.
Este es un siglo de dolor
y de protesta por el dolor’. Quizá no esté de más señalar que algo muy similar
pasaba en un plano un poco más abstracto de pensamiento, en la filosofía. De lo
que se trataba era siempre de salvar al individuo, ya fuera haciéndole entender
que así es la vida o postulando mejores tipos humanos para el porvenir, pero
ese individuo no era nada por sí mismo, tendría que hacer un individualista
solidario, alguien que está pro su propio proyecto personal como parte de otra
común. Entre estas voces, destaca, entre otras muchas, la del conde-mujik León Nicolaievich
Tolstói, un hombre que entendió que había que rehacer la Creación.
Tolstói no era estrictamente
hablando un filósofo, aunque sí era muchas otras cosas. Era un novelista, un
participante apasionado de las cosas, alguien que dominaba idiomas y que podía
aprender otro con tal de comprender mejor. Pero el piensa en la gente sencilla
que le rodea y a la que admira con todas sus flaquezas. Es cuando interpreta
los Evangelios, tanto es así que se habla de Los Evangelios según León. Fruto
de este encuentra fue un hermoso libro sobre la no violencia intitulado,
significativamente, ‘El Reino de Dios está en Nosotros’, ni en sus grandes
novelas ni en sus cuentos ni en sus escritos auto-biográficos desarrolla
Tolstói un sistema ordenado de ideas y tesis. Si lo que alguien buscara en la
obra de Tolstói fuera un sistema filosófico o por lo menos una filosofía de la
religión sistemáticamente presentada y bien argumentada, podernos asegurarle
que no lo encontrará. Pero quizá ello se deba no tanto a que Tolstói hubiera
carecido de intuiciones geniales acerca de la vida religiosa sino más bien a
que, mejor tal vez que nadie en su época y como muy pocos antes y después de
él, Tolstói había ya logrado aprehender algo esencial de la vida religiosa,
algo que por carecer del instrumental conceptual adecuado ciertamente no habría
podido enunciar. Ese algo es ni más ni menos que la idea de que la transmisión
de pensamientos religiosos no puede lograrse por medio del modo usual, literal
o directo de hablar. Pero antes de que nosotros nos adentremos en el terreno de
la especulación acerca de la religión, sería conveniente verter algunas ideas
sobre los rasgos distintivos del pensamiento toistoniano.
Repasando esta parte de
su obra, se percibe que, a diferencia de lo que pasa con otros autores, muchos de sus personajes
parece carecer de vida propia y haber sido construidos tan sólo para poder
expresar una idea religiosa importante, pero este es también un recurso
literario que Tolstói explota brillantemente. Y es precisamente a través de sus
personajes que son abordados muchos temas relacionados con la religión. Por lo
pronto, podemos distinguir tres grandes áreas de reflexión:
a) la crítica a la
Iglesia ortodoxa rusa y con ella, a toda religión institucionalizada;
b) una interpretación
literal y defensa de Jesucristo no como
hijo de un Dios terno, sino por sus enseñanzas concretas;
c) una intelección
novedosa de la utilidad y el funcionamiento del lenguaje religioso para
expresar sus inquietudes ante los más diversos problemas, sobre todo en
referente a las guerras.
Siendo muy joven. Tolstói
entendió el papel retrógrada de los popes en la Rusia zarista, el dogmatismo
irracional del papado, el parasitismo de las instituciones eclesiásticas, el
cínico engaño y la permanente y despiadada explotación de almas ingenuas, de la
gente sencilla que humildemente pide a Dios, a través de sus supuestos
representantes en la Tierra, cosas tan simples y necesarias para la vida como
que la cosecha sea buena, que no se le mueran los niños de frío o de hambre,
que nos los castigue demasiado cruelmente el amo. Tolstói percibió y exhibió el
paradójico y grotesco espectáculo de la transformación del cristianismo, y ello
por parte de sus propios abanderados, en un auténtico sinsentido. La aversión
por la hipocresía y la superflua pompa litúrgica fue denunciada en sus obras
una y otra vez. La crítica tolstoniana a la religión como conglomerado de
instituciones, edificios, ritos, prácticas mecanizadas y pagadas (bautizos,
bodas, comuniones, confesiones. etc.), de hecho convirtieron a Tolstói en un
precursor de un cierto socialismo libertario de signo cristiano cuya pista nos
lleva muy lejos, por ejemplo a Casaldáliga.
Desde estas concepciones,
Tolstói de buen seguro no habría asistido a la cita de la revolución, desdeñó
la de 1905, y lo habría hecho igual con la de 1917 aunque también habría
denunciado la “Gran Guerra”, a la que ya denunció en sus primeras
manifestaciones. No obstante, muchos de sus discípulos si estuvieron en la
cita, y entre los revolucionarios, todos lo habían leído y habían aprendido de
él. De hecho, tanto Plejanov como Lenin y Trotsky mostraron su interés y su
admiración, obviamente acondicionada desde el marxismo abierto. Su voz clamó
por una reforma agraria integral, contra el compromiso de la Iglesia Ortodoxa
con la nobleza terrateniente rusa, contra los privilegios y por una escuela que
antecede a la de Ferrer i Guardia. En sus diatribas contra la religión
institucionalizada es que le permitió desenmascarar el fraude religioso
cometido por ellas, esto es, la tergiversación del mensaje divino, así como la
aniquilación de una forma de vida humana y su reemplazo por una mera parodia de
ella.
Como buen “hereje”
socialista, Tolstói contrasta el cristianismo oficial con la verdadera
enseñanza de Cristo. Su gran aportación reside en su insistencia por
“naturalizar” dicha enseñanza. No más verdades ininteligibles. No más misterios
que no sirven más que para poner límites al funcionamiento de la inteligencia,
no más seudo-teoría cosmogónica. La religión, por lo menos la asociada con
Cristo, no es una super-teoría acerca del universo, sino un modelo de vida,
algo que fue elaborado para servirnos aquí y ahora. Tolstói entendió que no es posible eludir la terrible verdad de
que la auténtica religión nos lleva inevitablemente por derroteros que no son los
del éxito social, en toda la extensión de la expresión. Antes al contrario: la
verdadera religión, debido al sentimiento de solidaridad y compasión que
infunde por aquellos de nuestros congéneres que sufren, de manera natural nos
aparta de la vida de lisonja, de las aspiraciones usuales de poder, riqueza o
sensualidad a las que los humanos son tan proclives.
Lo dicho: la religión,
por lo tanto, no es una teoría, sino un modo de vida. Ahora bien, todo modo de
vida debe tener un modelo. El modelo tolstoniano es Cristo, pero no el Cristo
paulino, sino el Cristo del Sermón de la Montaña. Ser un hijo de Dios, haber
sido bendecido por El, es ser alguien que, a fuerza de ensayos y errores, se
aproximan cada vez más al ideal encarnado en Cristo. De lo que se trata, por lo
tanto, es de imitarlo. Es función de la religión inducirnos a ello, porque es
en ese esfuerzo por ser como El que encontraremos el Reino de Dios.
Entendámoslo de una vez por todas: el Paraíso no está en el firmamento, sino en
el corazón del hombre caritativo, piadoso, solidario, no perdido en el infierno
del egoísmo, la soberbia, las veleidades de la vida social, la superficialidad
espiritual. Es esto último y no otra cosa el infierno. La degradación de la
religión, su asimilación como religión del Estado, se desarrolló de cara a los
humillados y ofendido que buscaban en ella el consuelo ante este valle de
lágrimas, a través de una forma de “etapismo”, primero había que sufrir
resignadamente las penas de la vida, y la mansedumbre sería garantía para
llegar al Reino de los Cielos, donde todos seríamos hijos de un mismo Dios.
Este debate nos lleva a
una serie de consideraciones básicas, una cosa es la Iglesia como burocracia y
otra muy distinta, la gente de a pie que puede creer total o parcialmente en
ella, siendo lo de parcial seguramente mayoritario. Se trata de establecer con
argumentos que esta Iglesia no es condenable en tanto que cristiana, lo es en
tanto que en la práctica niega y deforma las razones básicas del cristianismo
de amar al prójimo como a ti mismo, y a Dios en todas las cosas. Desde este
punto de vista. Difícilmente podrá haber más anticristiano que un seguidor del
Opus Dei, o que un obispado que alimenta ondas del odio como la COPE…Se trata
de desautorizar a los que en nombre de Cristo contribuyen al dominio de los señores
del Gran dinero que hablan también en nombre de dios para seguir con más de lo
mismo.