
Nueva York no es una ciudad, es una aparición,
un fantasma, una visión
Hamid Dabashi
Ha pasado casi una década
desde ese funesto, desconsolador, colapso de esos dos serenos gigantes del
World Trade Center en la ciudad de Nueva York, una década que acaba de terminar
y una de las principales agencias de calificación crediticia, Standard &
Poor (S&P), rebajó la calificación AAA de EE.UU. a AA, por primera vez en
la historia.
Imperios: ya no los hacen
como solían hacerlos. “¿Qué es peor, los dos gigantescos símbolos fálicos AA de
un imperio cortados profundo y abajo a plena luz del día de la historia, o su
calificación AAA circuncidada de un solo golpe a AA a la vista de todo el
mundo, todo en solo una década? ¿Es tal vez lo que Fareed Zakaria quería decir
con “el mundo post-estadounidense”?
¿Se acordó alguien –o lo
olvidamos todos– del décimo aniversario del 2 de marzo de 2001, cuando los
talibanes comenzaron a dinamitar los Budas gemelos de Bamiyán por orden de su
líder, Mullah Omar? Entre esas dos imágenes espejo de los Budas de Bamiyán y las
torres de Manhattan, cayendo ante el terror del miedo y el fanatismo, ¿cuántos
monumentos, edificios, vidas inocentes más, han perecido en Herat, Kabul,
Kandahar, Bagdad, Basora, Kazmain, Gaza, Beirut, Trípoli, cuántos viudos,
huérfanos, cuántas víctimas de ataques intencionales y accidentales de drones,
cuántos refugiados, cuántas pesadillas? Haber dicho una vez: “No contamos
cuerpos”, es lo que hizo famoso al general estadounidense Tommy Franks. ¿Qué
cuentan los generales? ¿Tendrán que rendir cuentas algún día los imperios?
Cuenten o no los
generales, las cosas no parecen buenas en el frente interior para el imperio
monopolar. Apenas casi dos años después de la severa crisis financiera de 2008
que llevó a Barack Obama a la Casa Blanca, en el décimo aniversario del 11-S,
el imperio estadounidense tiene algo más problemático que al Qaida que temer y
combatir. El plan de reducción del déficit aprobado por el Congreso de EE.UU.
evidentemente no ha ido bastante lejos como para que la agencia mantenga una calificación
AAA de EE.UU. Los melindrosos inversionistas están perdiendo confianza.
Inmensas deudas, desempleo de un 9,1%, temores de una recesión en recaída; el
hombre en el timón, que predicó “la audacia de la esperanza” para llegar allí,
enfrenta ahora un frente interior más débil que en esa terrible mañana de un
martes el 11 de septiembre de 2001.
Imperio en decadencia
El enemigo es interior, y
tampoco es una “célula de topos musulmanes”. Es un producto nacional. Es la
codicia. Es el Partido Republicano que engendra una pesadilla que llama el Tea
Party. Si durante la era de Bush (2000-2008) el mundo estaba amenazado por los
neoconservadores, la era de Obama sufre la plaga de un Tea Party que hace que
los neoconservadores parezcan mininos. Si los neoconservadores fueron
psicópatas que tomaban apuntes de las conferencias de Leo Strauss por la
dominación global, esos sociópatas del Tea Party apuntan al fundamento mismo de
una sociedad civil.
La década marca una
espiral descendente: Los republicanos engendraron a los conservadores, los
conservadores engendraron a los neoconservadores, y los neoconservadores
engendraron el Tea Party. Pensábamos que Newt Gingrich era una antigüedad.
Ahora tenemos que descifrar a Rick Perry. Los ataques criminales del 11-S
desataron el terrorismo contra el mundo auspiciado por el Estado de los
neoconservadores, y el terror del Tea Party amenaza ahora con inhabilitar la
función misma del aparato del Estado y con él la estructura misma de la
sociedad civil.

El imperio, ¿qué imperio?
Olvidad a los terroristas musulmanes, China, a la que EE.UU. debe más de lo que
puede pagarle de vuelta, pide ahora que EE.UU. encare sus “problemas de deuda
estructural”, solicitando incluso supervisión internacional sobre el dólar
estadounidense. El senador Joseph McCarthy (1908-1957) se revuelca en la tumba.
Todo esto le suena a
chino en Nueva York. Nueva York no es una ciudad. Es una aparición, un
fantasma, una visión, un puesto avanzado fronterizo de un territorio que aún no
ha sido conquistado, poseído, nombrado. Los estadounidenses habrán conquistado
y colonizado antes otro planeta que afirmar que Nueva York sea la capital de su
imperio. No lo es. Nueva York es revoltosa –es un caballo de Troya– su barriga
repleta, no de terroristas, sino de inmigrantes insomnes, esclavos del trabajo,
todos con una fuerte dosis de estímulo.
La capital de este
supuesto imperio está en otra parte, un sosia arquitectónico romanesco que se
encuentra torpemente con la desamparada élite sureña, conservado dentro de la
carretera de circunvalación por temor a contaminar el resto del mundo. La
ciudad de Nueva York está más alejada de Washington DC que de la luna.
Washington DC es J Edgar Hoover. La ciudad de Nueva York es Joe Pesci.
La ciudad de Nueva York: en una clase aparte
La ciudad de Nueva York
es la encarnación física de su propia reunión del recuerdo, porque de otra
manera no tendría memoria en absoluto. Está gloriosamente afligida por un corto
período de atención. No recuerda nada. Es drásticamente diferente de Londres,
París, Teherán, El Cairo, Casablanca, Estambul, o cualquier otra cosmópolis. La
mejor manera de comparar la ciudad de Nueva York con otras ciudades importantes
es en la víspera de Año Nuevo. Paris tiene su Torre Eiffel, Londres su Ojo de
Londres, Sydney su Puente del Puente de Sydney, etc. Se convierten en el centro
de las festividades de víspera de Año Nuevo.
¿Y Nueva York? Times
Square es un lugar vacío. No hay nada. Ningún monumento, ninguna estructura,
ningún edificio. Lo único que define a Times Square en la víspera de Año Nuevo
es la gente que se reúne para celebrar. Habiendo hecho sus celebraciones, hecho
saltar sus corchos de las botellas de champán e intercambiado besos, se van a
casa y duermen, y a la mañana siguiente no queda nada, excepto inmensos
anuncios publicitarios que reptan sobre los muros, taxis amarillos y autobuses
turísticos que se arrastran en ambas direcciones por Manhattan. En el centro de
Times Square no hay nada, como en la Plaza Tahrir. La gente la define –la gente
forma un improvisado monumento humano en su centro– y cuando se va, también se
va el monumento, por eso la gente permaneció en Tahrir hasta la partida de
Mubarak. Si fuera a haber una revolución en EE.UU. tendría que comenzar en
Times Square: ¡Silmiyya!, ¡Silmiyya!
Nueva York no ostenta su
carácter. Se ajusta a cualquier carácter. París tiene una actitud de “tómalo o
déjalo”, también Londres, Estambul, Mumbai, o Tokio. No Nueva York. Nueva York
es demasiado grande para ser arrogante de esa manera. Si visitas Nueva York, te
podrá cautivar y provocar –pero no te fastidiará– porque Nueva York es
excesivamente tímida, y ha creado la fachada de todos esos brillantes letreros
publicitarios para cubrir su pudor. Para cubrir su timidez ante extraños,
pretende estar ocupada haciendo otra cosa –siempre otra cosa– pero te observa
atentamente, desde algún sitio arriba en uno de esos rascacielos.
Pero si llegas para vivir
allí, Nueva York te trata de manera diferente, con respeto, se abre ante ti, te
muestra todos sus rincones –tratando todo el tiempo de entenderte– quién eres,
qué quieres, dónde quieres estar, cuándo insomnio ha invertido la suerte en tu
persona. Entonces, antes de que lo sepas, Nueva York te envolverá, se
convertirá en tu ciudad y nunca serás capaz de vivir en algún otro sitio. Nueva
York no pertenece a ningún imperio. Es una ciudad fronteriza compuesta de masas
de millones de inmigrantes insomnes, recuerdos de sus padres y del lugar de
nacimiento de sus hijos, después de haberse formado un cuadro de la imagen
perfecta de sus sueños florecientes que llaman “Nueva York”. Nueva York es el
gorjeo del planeta tierra hacia la posibilidad de vida en nuestra galaxia.
El alma que sale a la
superficie de la ciudad de Nueva York es auto-regeneradora. Muere cada noche y
vuelve a nacer de sus cinco distritos cada mañana, y no recuerda nada. Nueva
York es inmemorial, le importan un pito las historias, porque está ocupada
haciendo y rehaciéndolas. Cuando los sionistas militantes ocupan la Quinta
Avenida para ostentar su poder en el “Día de Saludo a Israel”, a solo unas
pocas calles de distancia del desfile los neoyorquinos miran El tiempo que
queda del principal cineasta palestino Elia Suleiman. Sionistas
frustrados, al ver a Edward Said atrayendo atención global para la causa
palestina desde la Universidad Columbia en la ciudad de Nueva York llamaron a
mi universidad “Birzeit-en-Hudson”.
El cineasta iraní Amir
Naderi, que ahora ha sido neoyorquino durante más de tres décadas, estaba
filmando su exquisito homenaje a Nueva York, Marathon (2002),
precisamente durante el aciago año 2001; una de cuatro cintas que ha hecho en
su querida ciudad, mientras era una inspiración para el tan celebrado cineasta
iraní-estadounidense, Ramin Bahrani, cuyo Man Push Cart [Un café en
cualquier esquina] (2005) y Chop Shop (2007) están entre las primeras
visiones post 11-S de la Ciudad desde el mirador de sus inmigrantes
trabajadores, desde dentro y fuera del Imperio. Entre Amir Naderi y Ramin
Bahrani, Nueva York ha revelado su alma auto-regeneradora a sus inmigrantes
nativos, mientras Zach Snyder y Hollywood imperial estaban ocupados filmando en 300 la
imagen en CHI (interface común de salida) de sus falsas ilusiones juveniles.
Nueva York es algo serio.
Y cómo descubrió del modo más difícil Dominique Strauss-Kahn, te saldrá muy
caro si tratas de falsearlo.
Nosotros, los
neoyorquinos, no recordamos ni perdonamos a la pandilla de criminales que
violaron la física y la poesía de las Torres Gemelas, no puedes perdonar lo que
no puedes recordar, y para esa pandilla la suerte del anonimato es peor que la
ignominia. Nosotros, neoyorquinos, denunciamos categóricamente el abuso
neoconservador de nuestra pena para librar la guerra contra la humanidad. Para
muchos de nosotros en Nueva York, Osama bin Laden y Donald Rumsfeld son la
misma charada con banderas diferentes, un alma perturbada en dos cuerpos
torcidos. Uno de ellos ha encontrado ahora a su creador, al otro deberían
procesarlo por crímenes contra la humanidad.
Rumsfeld hizo a Bagdad
algo cien veces peor que lo que Muhamad Atta hizo a Nueva York, y cien mil
veces peor en el Siglo XXI de lo que el señor de la guerra mongol Hulagu hizo a
Bagdad en el Siglo XIII. Puede haberse salido con la suya, pero no EE.UU. En el
marco de una década, y precisamente debido a la “campaña de conmoción y pavor”
lanzada por Rumsfeld, EE.UU. ha pasado de la presunción de superpotencia al
reconocimiento desalentador de su bancarrota económica, su impotencia política
y su irrelevancia global, con la aparición democrática de la Primavera Árabe
que sacó a la luz por igual la simple banalidad de su poder militar y de su
Estado-guardián de Israel.
Contra la avalancha de
recuerdos e identidades, un neoyorquino es solo un neoyorquino, ciudadano de
una Ciudad-Imperio compuesta de muchas razas, credos, y nacionalidades, judíos,
cristianos, musulmanes y benditos ateos, si no árabes, iraníes, afganos,
paquistaníes, turcos, coreanos, chinos, africanos… y desde todas y cada una de
las salidas del New Jersey Turnpike que puedas contar o imaginar.
En el décimo aniversario
del 11-S, el Memorial y Museo Nacional del 11 de Septiembre ubicado en el lugar
del World Trade Center, en la antigua ubicación de las Torres Gemelas
destruidas en los ataques del 11 de septiembre de 2001, planifica la
inauguración de un importante hito. Un bosque con dos estanques cuadrados en el
centro, diseñado por Michael Arad, un arquitecto israelí, sobre las huellas
de las Torres Gemelas, debe conmemorar los gigantes caídos y las víctimas
que perecieron ese día. El diseño es sombrío y majestuoso.
La política del duelo
¿Pero qué se supone que
recordará exactamente el memorial en una ciudad que crece sobre tantos
recuerdos que evocar cada noche y así se levanta por la mañana después de
olvidarse por completo? Si miraras, estos días, la punta sur de Manhattan,
podrías notar el crecimiento imperceptible de una nueva construcción, de lo que
pronto será la pieza central de la Zona Cero resucitada, de 541 metros de alto,
como el hijo recién nacido de dos padres afganos o iraquíes muertos en la
campaña de “terminar Estados” mediante “conmoción y pavor”.
Poco después de los
horrendos eventos del 11-S, Jacques Derrida presentó una conferencia pública en
la Universidad Columbia, en la cual habló del “duelo de lo político”. El sabio
argelino estaba enseñando a su público ese día, en un auditorio en el que solo
había sitio de pie, que lo que estábamos presenciando en EE.UU. no era solo el
duelo por los que perecieron en 11-S, sino que en realidad estábamos llevando
luto por la noción misma de “lo político” tal como lo hemos conocido. Al
concluir su discurso un curioso miembro del público le preguntó, directa y
públicamente, si pensaba que “la política del duelo” que estábamos presenciando
en la ciudad tal vez se adelantaba al “duelo de lo político”. Consideró la
pregunta, exquisita y públicamente, ni siquiera para su propia satisfacción.
Dijo que no poseía una bola de cristal. Nueva York es una bola de cristal.
Los eventos del 11-S
podrían haber llevado a EE.UU. al seno del mundo si, como había enseñado
Derrida, hubiéramos permitido un duelo adecuado de “lo político” tal como lo
habíamos conocido, y cómo nos ha marcado. Unos días después George W. Bush
estuvo en el lugar del 11-S, su maquinaria bélica aceleraba a full, los
embustes neoconservadores del Proyecto para un Nuevo Siglo Estadounidense
estaban desempolvando sus planes de dominación del mundo, y la política del
duelo (hasta hoy, y marcada por un arquitecto israelí que hace guiños a una
atrocidad musulmana) ha impedido ese duelo de lo político.
El alma herida de Nueva
York fue restaurada en la noche del 11-S, mientras Kandahar, Bagdad, Gaza y
Beirut esperaban a que las quemaran. El miércoles por la mañana, 12 de
septiembre, Nueva York había vuelto a la normal, ronroneando, canturreando,
trabajando, sintiendo, construyendo, inconsciente, como siempre, de la
“historia”. Nueva York muere con la muerte de cada neoyorquino y renace con el
nacimiento de cada niño en sus cinco distritos. Lloramos la muerte de los
neoyorquinos que hemos perdido en y por la bendición de los neoyorquinos que
nos nacen cada día.
Nueva York no es una
ciudad imperial. Es la Ciudad Imperio, un imperio propio. Ninguna otra ciudad
de EE.UU. se le parecey por lo tanto todas quisieran parecérsele. No es EE.UU.
Es lo que EE.UU. quisiera ser pero no puede. Es lo peor respecto a EE.UU., que
siempre existe la esperanza.
Hamid Dabashi es profesor Hagop Kevorkian de
Estudios Iraníes y de Literatura Comparativa Contemporánea en la Universidad
Columbia de Nueva York.
Su próximo libro: The Arab Spring: The End of Postcolonialismdebe ser publicado por Zed en abril de 2012.
Traducido para Rebelión por Germán Leyens
Fuente: http://english.aljazeera.net/indepth/opinion/2011/08/2011817133350139532.html
Su próximo libro: The Arab Spring: The End of Postcolonialismdebe ser publicado por Zed en abril de 2012.
Traducido para Rebelión por Germán Leyens
Fuente: http://english.aljazeera.net/indepth/opinion/2011/08/2011817133350139532.html