
Miguel Manzanera /
Especial para Gramscimanía
Hace ocho
años la invasión de Irak provocó una ola de indignación en el mundo entero. Hoy
la destrucción de Libia nos deja estupefactos ante el cinismo de la política
mundial, e inermes frente al poder mortífero de los ejércitos imperialistas.
¿Qué ha sucedido mientras tanto durante estos años?, ¿qué es lo que ha cambiado
en la coyuntura histórica para que se admita con tranquilidad la destrucción de
un país?
El crimen
contra la población iraquí continuada desde la Guerra del Golfo, mediante el
bombardeo sistemático del territorio con uranio, las carencias que los iraquíes
tuvieron que sufrir, el millón de muertos causado por el bloqueo americano, la
impudicia de una guerra de rapiña para apropiarse de los recursos petrolíferos
de la zona, crearon la conciencia de estar viviendo una bajo un régimen
político inaceptable. Las mentiras de la propaganda oficial de la Casablanca
quedaron en evidencia, y de alguna manera se visualizó el montaje del aparato de
dominación. La destrucción de un país en vías de desarrollo, enviándolo de
nuevo a la Edad Media –como dijo el presidente de los EE.UU., George Bush-,
para poder apoderarse de su petróleo.
En aquella época había resistencias a la
dominación imperialista: el integrismo islámico entre los árabes y el
nacionalismo en los países musulmanes, el socialismo del siglo XXI y las
victorias de la izquierda entre los americanos, la revolución maoísta en
Asia, incluso en los países
imperialistas había el movimiento contra la globalización, por citar los más
conocidos. Parecía que se estaba preparando algo que podía eclosionar en estos
años, una alternativa al capitalismo neoliberal.
Todo eso ha
cambiado radicalmente en el último lustro, y la prueba más clara viene ofrecida
por la guerra de Libia. No sólo resulta que la OTAN ha podido repetir la
operación de Irak una vez más, sin que podamos impedirlo; es que además lo hace
sin levantar la más mínima protesta de la ‘ciudadanía democrática’. Hoy en día
los generales del ejército más poderoso del mundo pueden organizar un
genocidio, tomando como excusa la salvación de unos ‘civiles demócratas’, sin
que la opinión pública caiga en la cuenta de que algo no encaja en ese cuento.
La guerra de Libia se antoja así el preámbulo de futuras agresiones y una
generalización de la violencia militar en los próximos años.
En primer lugar, parece que esa escalada de
la violencia significa que la OTAN ha ganado la llamada ‘guerra contra el
terrorismo’ –es decir, la lucha contra la rebelión de al Qaeda. En realidad el
terrorismo ha constituido una táctica bélica utilizada ampliamente por el
imperialismo europeo desde hace siglos, por lo que la expresión ‘guerra contra
el terrorismo’ empleada por Bush era meramente eufemística y su objetivo
consistía en justificar la ‘guerra de civilizaciones’.
Lo que ha sucedido estos años es que a una
década de los atentados del 11S, la inteligencia militar de las democracias
liberales ha vuelto a controlar las organizaciones del integrismo islámico,
gracias al apoyo inestimable de las monarquías del golfo pérsico y la península
arábiga. Ha vuelto, porque no olvidemos que al Qaeda y su dirigente Ben Laden,
son una creación de la inteligencia de la OTAN, que en algún momento, como el
monstruo de Frankenstein, se volvió contra su creador. Sin embargo, la
ocupación de Irak y Afganistán ha servido entre otras cosas para que el comando
imperialista tenga de nuevo bajo control al integrismo islámico –y ahora se nos
aclaran los atentados masivos contra la población civil chií de esa
organización terrorista teledirigida por el departamento de inteligencia
estadounidense.
Como en la guerra civil de Afganistán en los
años 80 –que sirvió de apoyo para derrotar a la extinta U.R.S.S.-, ahora los
integristas vuelven a ser utilizados contra los regímenes progresistas
musulmanes con la creación de un falso ejército rebelde apoyado por las armas
occidentales. Los ‘hermanos de la libertad’, que pelearon contra la República
laica aliada a los comunistas, se han transformado en los ‘revolucionarios
libios’ sin perder sus esencias integristas –se llevan bien con los dirigentes
de la OTAN, auténticos integristas del libre mercado.
Como la historia se repite siempre dos veces,
lo mismo que en los años 80, algunos sectores de la ultra-izquierda han apoyado
el intervencionismo liberal imperialista y le prestan cobertura, en nombre de
esos ‘civiles demócratas’, oprimidos por la ‘dictadura socialista’. Esos
civiles demócratas ayer eran terroristas peligrosos, pero en virtud de los
milagrosos efectos de la alquimia política, hoy son luchadores por la libertad.
La historia de la humanidad está llena de esas conversiones asombrosas, que no
cambian el fondo del asunto, sino la superficie de los problemas.
En segundo
lugar, el imperialismo ha optado por incrementar su control de la escena
internacional sobre la base del desarrollo militar. En su explicación de la
guerra de Libia, Ahmadineyad, presidente de Irán, daba en el clavo hace un par
de días en una entrevista a la TV portuguesa: occidente tiene problemas
económicos y ha decidido resolverlos con la guerra de Libia para bajar el
precio del petróleo. Una sencilla constatación que liquida como inútiles los
ríos de tinta y las miles de imágenes que nos han servido para justificar esa
campaña bélica. La causa de la guerra son los problemas del modo de producción
capitalista en decadencia, que habiendo alcanzado el ‘pico del petróleo’, se
encuentra sumido en una auténtica crisis de materias primas que pospone hacia
el futuro en una huida hacia delante. El secreto de la crisis financiera está
en el precio de la destrucción del planeta por la industria capitalista.
El siglo XXI
verá el final de la era del petróleo y los combustibles fósiles; no es
previsible que el desarrollo de las energías alternativas pueda suplir la
aportación de esos combustibles a la opulencia actual. Y no parece que las
poblaciones del mundo desarrollado vayan a renunciar por las buenas a esa
opulencia. Por tanto, con el final de la energía barata se acabará también el
capitalismo liberal, pero lo que vendrá puede ser peor todavía. La alternativa
que enfrentamos es la que ya mostró Rosa Luxemburgo hace un siglo: ‘socialismo
o barbarie’.
El factor
clave de la coyuntura actual es la crisis ecológica y ambiental, que la
civilización capitalista industrial ha generado a nivel planetario. La
conciencia de ese problema está cada vez más extendida entre la población
mundial; sin embargo, esa conciencia no genera una crítica del capitalismo
liberal, que es la causa del problema. La ilusión de poder mantener los niveles
de consumo de la civilización actual, en equilibrio con el medio ambiente, está
entre las tontas aspiraciones de muchos ecologistas ‘verdes’. Como ese nivel de
consumo se identifica con los derechos humanos, los países pobres son
identificados inmediatamente con dictaduras. Pero al lector inteligente de los
datos, no se le puede ocultar el peligro de esa identificación que abre las
puertas al fascismo.
El dato más
preocupante de la coyuntura es la completa indiferencia de la opinión pública,
añadido a la ignorancia de esos intelectuales al servicio del imperio que se
permiten pontificar sobre el destino de la humanidad con cuatro ideas en la
cabeza. Ciertos sectores mayoritarios de la opinión pública occidental, que se
tragan las informaciones de la prensa occidental, aceptan que la libertad es
tener las tiendas llenas de bienes consumibles; para ellos cualquier crimen es
válido si permite mantener su nivel de vida. La mayoría de las poblaciones del
mundo desarrollado ha abrazado ese credo sin dudarlo, apoyando con su voto a
partidos y dirigentes que cabría calificar de extrema derecha como el Popular
español y el Tea Party norteamericano, Bush y Obama, Sarkozy o Berlusconi.
Pero lo más
ridículo y paradójico es observar que los prejuicios difundidos por la
propaganda oficial del imperialismo contamina la conciencia de los
hiper-críticos, no ya a la opinión pública de las democracias de consumidores
satisfechos, votantes de partidos semi-fascistas; esos prejuicios liberales se
han extendido ampliamente entre las poblaciones del mundo desarrollado, que han
alcanzado altos niveles de cualificación profesional. Ni siquiera se libran
sesudos analistas admirados por todos, cuyo único argumento es la ausencia de
una vanguardia anticapitalista, varita mágica con la que resolver todos los
males de la humanidad. Es claro que esos intelectuales no son agentes del
capital, pero se comportan como si lo fueran. Creo que detrás de esa actitud no
hay sino la amargura del derrotado y la desesperación del arrogante.
Es peligroso
disminuir de ese modo la capacidad racional de las gentes, prepara su
conversión al fascismo y conlleva al fracaso de las aspiraciones emancipatorias
convertidas en meras ilusiones de sectarios. Quizás se trate de una estrategia
de sobrevivencia para gentes que no pueden aceptar las realidades humanas. Ayer
mismo un anarquista de larga militancia me decía que la República de Cuba es
una dictadura, lo que es motivo suficiente para echarse a temblar por el futuro
del pueblo cubano. Quizás este hombre se refería a la política homofóbica de la
República cubana en los años 60 –crítica que puede ser correcta si se toman en
cuenta los factores culturales y sociológicos de América Latina-; pero ignora
que eso ha cambiado ya, que el Estado cubano ha rectificado y los propios
dirigentes se han hecho una autocrítica. Porque si en realidad nuestro
anarquista quería referirse a las ‘damas de blanco’, nos estaba mostrando sus prejuicios
más lamentables.
En
definitiva, ¿a qué se debe ese giro en la coyuntura mundial en el último
lustro? Un vistazo al conglomerado de movimientos sociales de principios de
siglo XXI nos permite comprobar su enorme heterogeneidad, que constituye un
serio obstáculo para la integración en una acción histórica común por
transformar el sistema mundial en dirección hacia el socialismo. Sin duda, la
palabra ‘socialismo’ significaba cosas muy distintas para todos ellos, y
algunos miembros de ese frente anti-imperialista ni siquiera aspiraban a éste.
Esas diferencias no supondrían mayor obstáculo, si se ponen los medios para el
diálogo y existe la voluntad de llegar a acuerdos sobre la base del compromiso
colectivo. Es claro, por tanto, que resulta vital para la estrategia
imperialista evitar la posibilidad de ese diálogo, ahondando en las divisiones
en el bloque que se le oponía. El primer paso, desde el punto de vista
diplomático ha sido controlar la ONU como foro mundial de diálogo político.
Desde la perspectiva militar, ha conseguido recuperar el integrismo islámico,
que es el hijo natural del imperialismo.
La OTAN ha
conseguido imponerse de nuevo a través del poder mortífero de la violencia que
ahora posee. Las enormes inversiones estadounidenses y demás países miembros,
en armamento e investigación bélica, han creado un poderosísimo ejército que no
puede ser resistido por nadie en la actualidad. La OTAN ha vencido en
Palestina, donde el Estado de Israel se asienta como realidad indestructible, y
quizás permita una Autoridad palestina subordinada como concesión graciosa. Han
destruido Irak, Afganistán y Libia, y casi medio Pakistán también. Explotan las
riquezas africanas sin freno, después de haber creado un enjambre de Estados
fallidos y permitido varios genocidios. Han conseguido que China y Rusia se
conviertan en países capitalistas –aunque el primero todavía sigue controlado
por un aparato de Estado dominado por el partido comunista. El miedo a la
intervención militar en América está comenzando a revertir la situación con el
golpe de Estado en Honduras y la victoria de la extrema derecha en las
elecciones chilenas, además de la política de moderación de los países
gobernados por la izquierda en Bolivia, Ecuador y Venezuela, y también en el
Brasil de Dilma Roussef, la heredera de Lula da Silva.
El movimiento contra la
globalización se ha transformado en una movilización de jóvenes sin futuro. Las
protestas en Europa muestran un carácter defensivo que no tenían hace años, si
bien hoy parecen mucho más extendidas, alcanzando a nuevas capas de la
población. Ese es otro índice de que la situación ha cambiado desde hace cinco
años, y el impulso revolucionario de aquellos años de principios de siglo ha
sido frenado en seco por las amenazas del poder imperial.