
Immanuel Wallerstein
No hay Estado en el mundo
moderno sin minorías. O para ponerlo de otra manera, hay en todos los
estados algún grupo que es definido socialmente como el de estatus alto, sea
que esto lo defina la raza, la religión, el lenguaje, la etnicidad o alguna combinación
de estos atributos. Y siempre hay otros que no comparten estos atributos. Casi
siempre las minorías han tenido menos acceso a los derechos
económicos, políticos y socioculturales. Son, en ese elemental sentido,
oprimidos, y sienten que están oprimidos. Es común que, de un modo u otro,
busquen obtener un estatus igual que sienten merecer como ciudadanos de dicho
Estado. Una minoría no es una concepto numérico. Hay
algunas minorías que constituyen la mayor parte de la ciudadanía.
Cualquier lector de la prensa
mundial conoce los casos famosos: los kurdos en Turquía, los católicos en el
Ulster, los vascos en España, los pueblos indígenas en los estados andinos, los
afroestadunidenses en Estados Unidos, los intocables en India, los tibetanos en
China, los sudaneses del sur en Sudán, los saharauis en Marruecos. Y la lista
continúa. Con mucha frecuencia han recurrido a la violencia, especialmente en
los últimos 40 años, frustrados en su búsqueda de mayores derechos –acceder a
mejores empleos, utilizar su lenguaje o practicar su religión, establecer
instituciones autónomas o ser representados adecuadamente en la legislatura-.
Cuando dicha minoría se agrupa geográficamente en una zona relativamente
compacta, ha buscado la secesión en algunos casos.
Por lo general los
gobiernos han sido reticentes a la idea de conceder derechos colectivos a
las minorías. La mayoría de los estados son jacobinos en espíritu. El
Estado reivindica el derecho moral de lidiar directamente con cada individuo,
sin pasar por grupos o instituciones que intermedien. La cuestión es qué hace
el Estado cuando se enfrenta a minorías organizadas políticamente que
buscan conseguir sus objetivos mediante un levantamiento violento.
Por lo común el instinto
inicial es utilizar la fuerza del Estado para reprimir al grupo que se levante.
Y es común que al principio esto funcione. Los estados cuentan, con mucho, con
gran cantidad de fuerza a su disposición y rara vez son renuentes en utilizarla
para mantener el orden del Estado. Pero en algunos casos, el grupo
que se ha rebelado tiene la capacidad de ser lo suficientemente aglutinador
como para persistir. Y en ese caso, entramos en una situación de guerra civil
que puede durar por mucho tiempo.
A fin de cuentas, el
Estado tiene la opción. Puede intentar arreglar el conflicto políticamente, o
no hacerlo. Resolver el conflicto políticamente significa en esencia un
arreglo, un compromiso, conceder una proporción suficiente de los derechos
exigidos, que con frecuencia incluye autonomía regional, a cambio de que el
grupo minoritario renuncie a la idea de la secesión.
Arribar a
este compromiso requiere una combinación de varios factores: un
relativo empate militar, algún grado de apoyo geopolítico exterior a
la minoría en cuestión, y el relativo desgaste de ambos lados. Esto
es lo que parece haber ocurrido en el Ulster. Esto es lo que puede suceder en
Turquía y en España. En Sudán, el gobierno sobrevaloró sus cartas y Sudán del
Sur pudo separarse. Esto es lo que el gobierno chino está resuelto a que no
pase en su territorio.
Pese a que la situación
política es diferente de modos importantes en todas partes, es claro que los
reclamos que los grupos minoritarios hacen en pos de más derechos
colectivos está ganando fuerza a escala mundial en la geocultura del sistema-mundo.
El jacobinismo es una ideología que ya tuvo su día. Sería bueno que los estados
consideraran los posibles marcos de referencia para llegar a
un compromiso político en estos asuntos.
Traducción: Ramón Vera Herrera
© Immanuel Wallerstein
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2011/09/10/opinion/026a1mun
© Immanuel Wallerstein
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2011/09/10/opinion/026a1mun