A partir de la correspondencia entre el
filósofo alemán y su mujer, Alain Badiou y Barbara Cassin retoman la “cuestión Heidegger” y
analizan su relación con la política y las mujeres.
Pablo Chacón
A mediados de los 80 del
siglo pasado, “la cuestión Heidegger” ocupó buena parte de las discusiones del
revisionismo histórico europeo debido a la adhesión del pensador a la causa
nacionalsocialista; rector en 1932 de Friburgo, desplazó, silenciosamente, al
candidato para ese cargo, Edmund Husserl. Casi setenta años después, las
mutaciones en la producción y la información son notables; el muro de Berlín se
resquebrajaba tanto como el “socialismo real”. En pocos años, la URSS no
existía más, ni sus satélites; la reunificación alemana, pilotada por Helmut
Kohl, repuso discusiones entre intelectuales (Habermas, Nolte) sobre el pasado
mediato e inmediato y cómo construir –con ese pasado– una ciudad futura. El
fantasma de Heidegger atravesó la discusión: ¿se trató de un colaboracionista,
un cobarde, alguien que escuchó en los tambores el advenimiento de las
condiciones para el develamiento del ser, “olvidado” y recuperado por la lengua
alemana, supuesta heredera de la griega? La controversia atravesó fronteras, y
repercutió en Francia, donde Emmanuel Faye y el chileno Víctor Farías
descartaban, sin revisar a fondo, la importancia de la filosofía del alemán, en
contraposición a un grupo que no ignoraba su posición política pero que produjo
un trabajo de deconstrucción de su obra, concluyendo que no existía una
relación axiomática entre la vida del filósofo con su filosofía –o con lo que
esa filosofía autoriza como práctica. Ese grupo estaba compuesto por algunos de
los discípulos de Jacques Lacan, fallecido en 1981. Derrida, Nancy, Bourdieu,
Lacoue-Labarthe, Lyotard, los filósofos Alain Badiou y Barbara Cassin, fueron
de la partida. Al contrario de Pound, Drieu La Rochelle, Brasilach, Céline, o
Montherlant, escritores, Heidegger era un filósofo, y había sido funcionario;
en consecuencia, su responsabilidad no se reducía sólo a la caricatura que
construyó Thomas Bernhard: “un ridículo burgués nacionalsocialista en
pantalones bombachos”.
Pero el tema,
periódicamente retorna. Y retorna porque esos escritores tuvieron contactos más
o menos asiduos con los nazis, como los tuvieron Jung, Sibelius, Hamsun o
Karajan, aunque decían despreciar esa ideología milenarista y esoteroide. Pero
deducir de un pensamiento una acción política que le corresponde
automáticamente, supondría, por ejemplo, que la “dictadura del proletariado” de
Lenin, es capaz de anular el análisis del capital de Marx. El alma bella piensa
por generación espontánea, sin historia ni determinaciones. Pero ni Badiou ni
Cassin, autores de Heidegger. El nazismo, las mujeres, la filosofía, son almas
bellas.
Elfriede y otros amores
En 2005 se encontraron
que Gertrud Heidegger, autoriza la publicación de la correspondencia entre sus
abuelos, Martin y Elfriede, que dio a conocer, se supone, purgada de ciertas
cartas. Enterada por Elfriede que Jorg, su tío, no era hijo del filósofo sino
de una amante de su abuela, Gertrud pide a Jorg un posfacio, que éste accede a
escribir, donde cuenta que Elfride (protestante, jamás aceptada entre los
Heidegger, a los 14 años lo había enterado hijo de quién era). En el prólogo,
es Gertrude quien se hace eco de las conversaciones con la nona, una matrona
antisemita que a pesar de todo, se acercaba más de lo que creía a las cocottes de los años locos: un amor
menos atado a la tradición, cuya representación soberana compusieron Sartre y
Simone de Beauvoir, o Zelda y Scott Fitzgerald.
Pero París era la capital
del desenfreno. Y un pueblo alemán, una especie degradada, provinciana y
conservadora. Elfride estaba al tanto de la relación de su esposo con Hannah
Arendt y con una cantidad de alumnas, algunas lo visitaban en la cabaña de la
Selva Negra, donde el hombre, al parecer, no sólo se dedicaba a la tarea del
pensar sino también a la práctica del fornicio, cuando la esposa dormía. El
culebrón, sin embargo, sólo es un culebrón.
La pregunta que genera
Heidegger… es: ¿qué importancia filosófica y política tienen las cartas para
dedicarles un libro, después del prólogo pedido por Gertrud y prohibido por
ella misma? El tiempo de correspondencia es extenso (de 1915 a 1970). En las
cartas, la historia parece no existir. Se nombra a “los judíos” un par de
veces, sin carácter despectivo. A los nazis, como “obtusos”. El rectorado, un
logro académico antes que político. Durante la “revolución alemana” (palabras
de Heidegger) se recupera la meritocracia antes que la obediencia debida, de la
que el profesor es un exponente ejemplar. ¿Sería? La misión redentora sólo duró
un año.
El trabajo saca a
Heidegger de la depresión, hasta que es rehabilitado para dar clases: los
aliados no encuentran razón para juzgarlo. Como profesor se ocupa de los
presocrátricos, Platón, Parménides, y de los poetas, Holderlin, Celan, Trakl. Y
de las alumnas, jamás sospechadas en su buena fe. Según Jorg son muchas,
bellas, brillantes. Escriben Badiou y Cassin –como si se tratara de otros-:
“Cassin y Badiou elaboraron entonces un prefacio titulado ‘De la correlación
creadora entre lo Grande y lo Pequeño’, donde se ocupaban no sólo de la
paradoja del gran filósofo extraviado en el nazismo, sino también de un aspecto
muy llamativo de esa correspondencia, a saber: la relación con las mujeres. Con
su mujer, Elfride, naturalmente, pero también con muchas otras de quienes, en
el transcurso de su larga vida, había sido amante. Teníamos allí la figura de
una pareja atormentada e indestructible”.
La palabra clave acaso
sea indestructible. Como la selección incluye cartas del período 33-38, podría
decirse que este libro es una suerte de llamado a pie de página que pone en
juego, no sólo a Arendt sino a otras y al amor santo del filósofo por Elfride.
El matrimonio como sacramento es menos importante que la fidelidad (y que las
verdades contingentes). En ese punto, Heidegger se toca con Sartre y Elfriede
con De Beauvoir. Ambos pensadores hacen existir la Unidad (o La Mujer) como un
Amo que habilita la multiplicidad. La bendición con que sostienen a sus hombres
representa la cara menos amable del amor.
La autorización de
Elfride para publicar las cartas es tan “auténtica” como una burla a la
inmutable verdad del ser encarnado en el Volk alemán, casi tanto como el
testimonio del Castor en La ceremonia del adiós: Sartre, último dique contra el
estructuralismo, es un títere incontinente, alcohólico, ciego. El semblante del
poder intelectual sobrevive, pero entretanto el hombre esté vivo será también
un lastre del cual mejor distraerse con jovencitas o megalómanos para los
cuales el estado de Israel no hubiera existido nunca sin la shoah, sin una
filosofía política precedida por un genocidio.
Este libro demuestra que
la filosofía y la política lejos de complementarse, se suplementan: casi como
el hombre y la mujer.