
Me había propuesto filmar
un corto en Nueva York en el décimo aniversario del 11-S y cuando llegó el día
no sabía qué grabar ni si tenía algo interesante que decir. José Guerrero, un
amigo fotógrafo que se ha cruzado el país a lo Robert Frank y que creo sabe
bastante sobre trabajar al aire libre, me empujó hacia la puerta de casa en
busca de un taxi: “Enciende la cámara y algo saldrá”. La improvisación, tan
denostada, es la única forma que conozco de documentar la realidad sin añadirle
todas esas pequeñas ideas sucias concebidas en el salón de casa.
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El día estaba gris, desapacible. Llegamos al barrio de DUMBO y junto al East River grabé un par de panorámicas de la zona baja de Manhattan donde estaban las torres. Me sentía muy incómodo con la cámara en las manos, sin ganas de hablar con nadie y con miedo de estropear la tarde de domingo a los que disfrutaban tranquilamente de un paseo. En el muelle, una pareja y sus respectivas familias se hacían las fotos de boda.
Los planos de los rascacielos huérfanos del Lower Manhattan me parecieron demasiado evidentes y de una luz muy plana y no los usé en el montaje final. Tampoco lo que grabamos minutos después en el puente de Brooklyn. Había una chica mirando hacia Staten Island y solo pude fijar el encuadre unos segundos antes de que se girara y me cazara. Di un brinco del susto y estropeé una buena toma. He descubierto que para filmar en la calle hay que calentar, como antes de un partido con los amigos. Si estás frío, te lesionas y te vas a casa hundido y sin sudar la camiseta.
En la salida del puente y
cerca del ayuntamiento un chico tocaba un tambor decorado con un par de
banderitas americanas. El ritmo muy castrense y lúgubre, como el de un último
arreón en la batalla de Gettysburg. Días más tarde, otro amigo me convenció
para que usara la cancioncilla con la bandera del principio del corto, una
bandera que parece la falda de una diosa agitada por los vientos mediterráneos.
La idea me gustó al instante.
Ya plantados en Broadway,
entramos por la calle Vessey y experimenté, como siempre que he caminado por
aquí, la misma anticipación. Uno está en la Zona Cero mucho antes de llegar a
ella, atraído por el vacío que dejan las cosas y las personas en el lugar que
una vez ocuparon. En el particular neoyorquino del solar enorme al otro lado de
las vallas, uno imagina un abismo y una ciudad que cuando parecía despeñarse
por él se aferró al borde con uñas y dientes. No entiendo porqué lo han tapado
todo con una estúpida lona opaca.
El memorial de los
atentados, ya abierto al público, con los dos pozos que hurgan en la huella de
las torres, es una excepción en la ofensiva institucional contemporánea y en la
dictadura celestial de los monumentos. Dos ojos que miran hacia el centro de la
Tierra o, en la ilustración de Ana Juan en la portada del New Yorker, dos
rascacielos huecos que se estiran hacia abajo y guardan un huracán perpetuo de
papeles y hombres que caen. Todo, aquel 11 de septiembre, se hundió mucho más
abajo de lo que vimos en televisión. Las láminas metálicas del World Trade
Center se incrustaron en esta tierra tan dura como raíces malditas y ahí, junto
con la ceniza y los cuerpos, se quedaron para agitar el sueño de los vivos.
En las verjas de la
iglesia de St. Paul, los vivos habían atado unas cintas con la leyendaRemember
to love, recordar para amar, y muchos se paraban a hacer fotos de los mechones
de tela al viento. Un hombre arrodillado protegía con cinta adhesiva su
ofrenda. Estaba muy concentrado en la tarea y pareció no molestarle que me
acercara a grabar. Dejó un papel atado a la verja y se fue de allí como si en
él hubiera escrito un secreto terrible. No me atreví a preguntarle nada.
La esquina de Fulton y Church
había sido tomada por una muchedumbre, vigilada por unos diez policías con cara
de no haber echado una siesta en su vida, que ensayaba una de las
manifestaciones culturales más puras de América: el culto a la conspiración. El
grupo, informe, excéntrico y desarticulado como extras de una película de serie
B a las puertas del casting, portaba carteles, camisetas y demás aparataje para
denunciar que los atentados habían sido obra de Bush y sus secuaces. Trataban
de explicarle a cualquier iluso que se parara a hablar con ellos cómo la CIA,
el Mossad o Cheney habían volado todo meticulosamente por los aires y cómo, en
las cenizas de las Gemelas, se habían evaporado todas las verdades de la
Tierra, desde Sión hasta Lee Harvey Oswald. Me sorprendió mucho la relajación
con la que se manejaba todo por parte de la autoridad, de los paseantes y de
los proscritos. Unas vallas de madera para separarlos de los civiles, unos
metros cuadrados de asfalto al aire libre y listo. A menos de veinte metros, la
taquilla para el memorial de los atentados estaba inundada de turistas que no
podían creerse la estampa o la fotografiaban con cara boba de This is
America. Pensé en grabar desde fuera del cordón, pero al salir un policía me
dijo: “Si está en la manifestación, métase dentro. Si no, despeje la acera”. Me
pareció la fórmula definitiva para acabar con todos los problemas de todas las
manifestaciones del planeta y obedecí encantado. Volví al rebaño y me quedé un
rato ahí, en mitad de las voces que hablaban de cosas incomprensibles.
Cualquier diálogo con ellos era imposible, una trampa infinita repleta de
estupideces. ¿Por qué aparecen en el corto? Porque estaban allí.
Dejamos atrás el bullicio
y empezamos a caminar el perímetro gigante de la Zona Cero, bordeando la
cortina azul. En la entrada de la nueva estación de metro de World Trade
Center, donde antes reposaban las torres, había mucha policía y algunos
soldados. No me atreví a grabarlos, pero giré la cabeza y vi a José con la
mirada perdida en la gigantesca Freedom Tower a medio hacer –es el tipo
desgarbado y lampiño y tranquilo-. Pensé, ya lo tengo, personas mirando hacia
arriba, una pose repetida millones de veces en este lugar, de una belleza parca
y con un significado evidente que me es imposible demostrar. Diría que no
miraban al presente, sino más bien al pasado. El que más me impresionó fue el
señor de pelo blanco y ojos azules en el minuto 2 y 39 segundos. Parecía
perdido, pero en control de la situación, como si no quisiera inquietar al
personal. Me recuerda a las fotos que he visto de Samuel Beckett.
Ya estaba atrapado en el
voyeurismo y a pleno rendimiento. Lo siguiente fue cazar a los curiosos que
asomaban el ojo por agujeros, grietas y esquinas inverosímiles. ¿Qué buscaban?
No lo sé. Supongo que nada puede detener la curiosidad cuando te ponen un velo
delante. Sé que sabían que les estaba grabando y aún así, a pesar de todas las
miradas de ira fuera de plano, yo me mantuve refugiado en el visor de la
cámara, un lugar muy cómodo, una actitud de pretendida profesionalidad que
nadie se atreve a profanar.
A los pies del Hilton un
hombre mayor, gordo y con chaleco de camuflaje, recibía la atención y los
flashes de no menos de veinte personas. Otro conspiranoico que manejaba grados
fahrenheit, trayectorias y datos imposibles de contrastar. El corrillo asistía
extasiado al despliegue de sandeces, seguros de estar accediendo a una verdad
superior que su gobierno tiene enterrada en alguna base militar perdida en
Arizona o algo así. José dijo algo acerca de la Edad Media, de los buscavidas
que andaban por ahí contando milongas y me pareció exacto, pero con
electricidad, vacunas y teléfonos móviles con muchos megapíxels.
Nos fuimos.
En el puente Manhattan
nos dimos cuenta de que habían encendido los focos de luz hacia la noche
infinita. Pareciera que dos Bartlebys, cansados sobre un montón de papeles,
ultimaran la jornada sobre una mesa en la última planta de dos rascacielos
invertidos que siguen buscando al corazón de la Tierra. Un camión pasó y fundió
a negro.
Pablo Mediavilla Costa es periodista. Además de
alimentar el blog El cuaderno automático, sus últimas contribuciones a
FronteraD han sido La puerta fantasma Seeing again (Volver a ver) y Los papeles WikiLeaks
Fuente: http://www.fronterad.com/?q=la-tarde-del-11-de-septiembre
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