
István Mészáros
En fases anteriores del
desarrollo histórico del sistema del capital, muchos de sus aspectos y
tendencias negativos, ocurrieron de tal modo que pudieron ser ignorados con
relativa facilidad, excepto por unos socialistas clarividentes como el mismo
Marx[1]. Por el contrario, en las últimas décadas emergieron movimientos de
protesta desde las más diversas partes de la sociedad. Así, entre ellos,
apareció el ambientalismo en sus más variadas formas, con orientaciones y
valores, a veces lejanos al socialismo. Estos movimientos en varios países
capitalistas, han intentado establecerse en el campo político a través de los
denominados partidos verdes. Han tratado de llamar la atención sobre los
procesos de destrucción ambiental en curso, dejando sin embargo indefinidas las
causas socioeconómicas subyacentes, y sus connotaciones de clase. Hacen esto
precisamente para ampliar su atracción electoral, con la esperanza de intervenir
en procesos de reforma capaces de revertir tan peligrosas tendencias
destructivas.
El hecho de que en un
período relativamente breve estos partidos han venido siendo marginalizados, a
pesar de sus espectaculares éxitos iniciales en diferentes partes del mundo,
debe hacernos reflexionar que las causas que producen la destrucción ambiental
son más profundas que las asumidas por los movimientos de reforma con programas
no clasistas. Incluyendo a quienes imaginan que tales movimientos pueden
constituirse en una alternativa viable al proyecto socialista, e invitan a
cambiarse de De Rojos a Verdes.[2]
De una u otra manera, los
movimientos verdes tratan de articular sus programas de reforma alrededor de
una “reivindicación específica” [single issue] vital, que les permitiría
penetrar en la estructura de poder y en los mecanismos de decisión del orden
establecido. A pesar de que la protección ambiental es un imperativo
incuestionable, ha sido imposible debido a las restricciones que necesariamente
impone el proceso productivo dominante. El sistema del capital ha demostrado
que no es reformable ni siquiera en sus aspectos más obviamente destructivos.
La actual dificultad no
sólo está en que los peligros inseparables del desarrollo sean mayores que los
de antes, sino en que el sistema global del capital ha llegado al cenit
contradictorio de su maduración y saturación. Ahora los peligros se extienden
al planeta entero, y en consecuencia se hace urgente hacer algo para superarlos
antes de que sean demasiado agudos. Para agravar la situación, todo se complica
porque no es posible encontrar soluciones parciales factibles a los problemas
que se confrontan. Por eso ninguna “reivindicación específica” puede ser
considerada una “controversia específica” realista. La misma sorprendente
marginalización del movimiento de los verdes, en cuyo éxito se habían
depositado últimamente muchas esperanzas, incluso por parte de algunos
ex-socialistas, ilustra con fuerza lo dicho.
En décadas anteriores fue
posible arrancar del capital lo que aparecían como significativas concesiones.
Eran las conquistas relativas de los movimientos socialistas (que más tarde se
mostraron reversibles, tanto en cuanto medidas legislativas favorables a la
acción de la clase trabajadora como a las dirigidas al mejoramiento de sus
condiciones de vida), obtenidas a través de organizaciones defensivas de los
trabajadores, tales como sus sindicatos y sus partidos parlamentarios. Tales
conquistas fueron concedidas por el capital, en la medida en que pudieron ser
asimiladas e integradas por el sistema como un todo y convertidas en ventajas
productivas para la autoexpansión del capital. Hoy, por el contrario, luchar
por reivindicaciones específicas con alguna esperanza de éxito, implica la
necesidad de desafiar al sistema del capital en cuanto tal. Es así como en
nuestra época histórica, cuando la autoexpansión productiva no es más una vía
de salida a las dificultades y contradicciones acumuladas (de aquí el mero buen
deseo de superar el hueco negro del endeudamiento por la vía de “ir
aumentándolo”), el sistema global del capital frustra necesariamente todos los
intentos de interferir hasta en lo más mínimo con sus parámetros estructurales.
En este sentido, los
obstáculos a superar son actualmente compartidos por el trabajo —esto es, el
trabajo como la alternativa radical al metabolismo social del orden del
capital— y por los movimientos de “reivindicaciones específicas”. El fracaso
histórico de la socialdemocracia indica claramente que bajo la égida del
capital sólo las ganancias que son integrables pueden tener legitimidad. Por su
naturaleza, el ambientalismo —así como la causa histórica de la liberación
femenina— no son integrables. En consecuencia, ninguna de esas causas podrán
desaparecer dentro del sistema del capital, independientemente de los reveses y
derrotas que las formas de organización política de “reivindicaciones
específicas” puedan tener en el futuro previsible.
Sin embargo, la no
integrabilidad definida en términos históricos o de época, aunque sea muy
importante para el futuro, no puede per se garantizar el éxito. Por lo tanto,
el pasaje de los socialistas desilusionados desde la clase trabajadora a los
llamados “nuevos movimientos sociales” (elogiados en oposición a y con una
renuncia total al potencial emancipatorio del trabajo), debe ser considerado
como prematuro e ingenuo. Los movimientos de “reivindicaciones específicas”,
aunque pelean por causas no integrables, pueden ser divididos y marginalizados
uno por uno, dado que no representan una alternativa integral y coherente al
orden establecido como modo de control social y sistema de reproducción
societal. Es por esto que focalizar el potencial emancipatorio socialista del
trabajo resulta hoy mucho más importante que nunca antes. El trabajo no es sólo
no integrable (en contraste con algunas manifestaciones políticas específicas
históricas, tales como el reformismo socialdemócrata, correctamente
caracterizado como integrable y más aún completamente integrado en las últimas
décadas), sino que él —como la única alternativa estructural viable al capital—
puede proveer el marco de referencia estratégico integral dentro del cual todos
los movimientos emancipatorios de “reivindicaciones específicas” pueden
exitosamente hacer causa común para la supervivencia de la humanidad.
Las condiciones objetivas del metabolismo social del orden del capital
global
Para entender la
naturaleza y la fuerza de las limitaciones estructurales prevalecientes, es
necesario comparar el control del metabolismo social del orden establecido con
sus antecedentes históricos. Al contrario de la mitología autoconstruída por
sus ideólogos, el modo de operación del sistema del capital es la excepción y
no la regla tanto en lo que se refiere al intercambio productivo entre seres
humanos y la naturaleza como entre ellos mismos.
Lo primero que debe ser
enfatizado es que el capital no es una “entidad material” -menos aún un
“mecanismo” racionalmente controlable, como tratan de hacernos creer los
apologistas del supuestamente neutral “mecanismo del mercado” (que fuera
alegremente adoptado por el “socialismo de mercado”)- sino más bien se trata de
un modo de control del metabolismo social que a su vez es en última instancia
incontrolable. La principal razón por la cual este sistema debe escapar a un
grado de control humano significativo es precisamente porque ha emergido en el
curso de la historia como un poderoso -hasta el presente como el más poderoso-
marco de control “totalizante”, dentro del cual todo, incluyendo los seres
humanos, debe ajustarse, y probar su “viabilidad productiva” o perecer si no lo
hicieran. No se puede pensar en un sistema de control más inexorablemente
abarcador -y en este importante sentido “totalitario”- que el sistema del
capital globalmente dominante. Porque este último somete ciegamente a los
mismos imperativos a la seguridad social que al comercio, a la educación que a
la agricultura, al arte que a la industria manufacturera, imponiendo
brutalmente su propio criterio de viabilidad a todo, desde las más pequeñas
unidades de su “microcosmo” a las más gigantescas empresas transnacionales, y
desde las más íntimas relaciones personales a los más complejos procesos de
toma de decisiones de los monopolios industriales, favoreciendo siempre al más
fuerte contra el más débil. Irónicamente (y de manera bastante absurda), sin
embargo, se supone, en la opinión de sus propagandistas, que este sistema es
inherentemente democrático, más aún, que es la base paradigmática de toda
democracia concebible. Es por eso que la dirección y los editorialistas de The
Economist de Londres pueden escribir seriamente que:
No hay alternativa al
libre mercado como forma de organizar la vida económica. La propagación de la
economía de libre mercado debería conducir gradualmente a una democracia
multipartidaria, porque la gente que tiene una libre elección económica tiende
también a insistir en una libre elección política.[3]
El desempleo millonario,
entre las muchas bendiciones de la “economía de libre mercado”, pertenece a la
categoría de “libre elección económica”, al lado de la cual aparecerán, no más
ni menos que los frutos de la “libre elección política” -la “democracia
multipartidaria”-. Y en consecuencia, obviamente, todos viviremos felices para
siempre.
En realidad, sin embargo,
el sistema del capital es el primero en la historia que se constituye a sí
mismo en un totalizador irresistible y sin excepciones, sin importar cuán
represiva deba ser la imposición de su función totalizante, en el momento y en
el lugar donde enfrente resistencia.
Para ser claros, esta
característica hace que el sistema del capital sea más dinámico que la suma de
todos los sistemas anteriores de control del metabolismo social. Pero el precio
que debe pagarse por este inconmensurable y totalizante dinamismo es,
paradójicamente, la pérdida de control sobre los procesos de toma de
decisiones. Esto se aplica no sólo a los trabajadores, en cuyo caso la pérdida
de control —tanto con un empleo remunerado como sin empleo— es ciertamente
obvia (aunque The Economist, viendo el mundo desde una altura que produce
vértigo, puede caracterizar esto con la categoría de “libre elección
económica”[4]); sino también a los más ricos capitalistas. Sin importar cuántas
acciones ostenten controlar en la o las compañías que legalmente poseen como
individuos particulares, su poder de control dentro del marco del sistema del
capital como un todo es insignificante. Deben obedecer los imperativos
objetivos del sistema en su totalidad tal como cualquier otro, o sufrir las
consecuencias y salir del negocio. Adam Smith no tuvo ilusiones al respecto
cuando escogió describir el real poder controlador del sistema con la famosa
expresión de la “mano invisible”. Mientras más se impusieron las condiciones
objetivas del metabolismo social del orden del capital global en el curso de la
historia, más se convirtió en una fantasía de los líderes de la
socialdemocracia la noción de que un “capitalista bondadoso” se encontraba a
cargo de los procesos económicos.
El sistema del capital
como un modo de control del metabolismo social, históricamente específico,
necesariamente se articula y consolida como una única estructura de mando bajo
este sistema. Las posibilidades de vida de los individuos están determinadas de
acuerdo a donde los grupos sociales —a los cuales ellos pertenecen— estén
situados en la estructura de mando jerárquico del capital. Más aún, dada la
única modalidad de su metabolismo socioeconómico, acoplado con un carácter
totalizante que no había tenido en toda su historia anterior, conlleva el
establecimiento de una correlación casi inimaginable entre la economía y la
política. Mencionamos de pasada que el Estado moderno inmensamente poderoso —e
igualmente totalizante— surge a partir de ese engullidor metabolismo
socioeconómico, complementándolo de manera irremplazable (y no solamente
sirviéndolo) en sus aspectos más vitales. Por ello no es accidental que el
sistema del capital de tipo soviético postcapitalista no pudo avanzar ni un
paso infinitesimal en la dirección de “la desaparición del Estado” (más bien lo
contrario), a pesar del hecho que desde el mismo inicio, y por muy buenas
razones, fue ése uno de los principios orientadores seminales y práctica
esencial del movimiento socialista marxista.
Notas
[1] “En el desarrollo de
las fuerzas productivas hay una etapa en la que la fuerzas productivas y los
medios de intercambio que existen entran en contradicción con las relaciones
existentes, y ya no son fuerzas productivas sino destructivas. (…) Estas
fuerzas productivas bajo el sistema de la propiedad privada tienen un desarrollo
unilateral, y para la mayoría se transforman en fuerzas destructivas. Así
ocurren cosas tales que los individuos deben apropiarse de la totalidad de las
fuerzas productivas existentes, no sólo para conseguir su propia actividad,
sino también para simplemente salvaguardar su misma existencia”. Marx y Engels, Collected Works,
Lawrence & Wishart, London, 1975, vol. 5, pág. 52, 73, 87. 98
[2] Ese es el título de un libro de Rudolf Bahro quién alguna vez tuvo convicciones socialistas. Véase en tal sentido un libro anterior de Bahro por el cual recibió en 1979 el Premio Isaac Deutscher: The Alternative in Eastern Europe. N. L. B. Londres, 1978.
[3] The Economist, 31 diciembre 1991. pág. 12.
[2] Ese es el título de un libro de Rudolf Bahro quién alguna vez tuvo convicciones socialistas. Véase en tal sentido un libro anterior de Bahro por el cual recibió en 1979 el Premio Isaac Deutscher: The Alternative in Eastern Europe. N. L. B. Londres, 1978.
[3] The Economist, 31 diciembre 1991. pág. 12.
II
Nota del Editor
Para introducir la segunda y última parte del
capítulo 2 de “Mas allá del capital” debemos recordar que este libro constituye
una monumental crítica al capital y al capitalismo (importante distinción de
Mészáros). El autor penetra y expone la lógica que preside “el sistema de
metabolismo social del orden del capital” para demostrar con fuerza la
actualidad de la alternativa socialista, explicando de paso el fracaso de las
experiencias no capitalistas del siglo XX por su negativa a ir más allá del
capital.
En la primer parte del capítulo (publicado en
Herramienta Nº 5), se comenzó poniendo de relieve las fallas estructurales en
el control del sistema del capital y la revalorización del trabajo como única
alternativa a las mismas. Esta convicción aparece abonada por la exposición de
las características de el capital como forma de control del metabolismo social,
incontrolable porque es totalizante y totalitaria. Toda la sociedad queda
supeditada a los límites estructurales de este modo de control de un sistema basado
en el antagonismo de clases y la radical separación entre la producción y el
control de las decisiones, al que se superpone como fuerza unificadora el
“control abarcativo del Estado”.
Se marca la ruptura radical que existe entre
todas las formas sociales anteriores y la nueva forma de control caracterizada
por la tendencia irrefrenable a romper todas las barreras, pues el capital se
realiza y amplía mediante la circulación, complejizando la relación
producción/consumo e instaurando el crecimiento de la plusvalía como medida
absoluta de eficiencia... hasta que se llegue al choque con sus límites
absolutos.
El capital logra un incremento incomparable de
la productividad, acompañado por la también creciente pérdida del control sobre
la reproducción social, ocultada por un continuo desplazamiento de las
contradicciones. En la raíz de esto se encuentran tres “defectos
estructurales”: la separación entre producción/control de las decisiones, entre
producción/consumo y entre microcosmos productivo del capital/circulación
global, son otros tantos antagonismos estructurales. De allí la obligación de
introducir la acción correctiva del Estado moderno, hipertrofiado para actuar
como “estructura de comando político totalizador” de el capital, y de allí
también la coincidencia entre el agravamiento de la crisis estructural y la
crisis de la política (y el Estado).
Analizando estas “fallas estructurales”, se
pone en evidencia que ante el antagonismo producción (por los
trabajadores)/control (ejercido por la burguesía o los funcionarios
burocráticos) el Estado debe intervenir como garante de la relación de fuerzas
establecida y regulador de los conflictos, pasando así a ser prerrequisito para
la supervivencia del sistema. En cuanto a la compleja relación producción/consumo,
se pone de relieve que el imperativo de la expansión de la producción, lleva
también a la expansión independiente del poder de consumo, generando apetitos
imaginarios y artificiales. Se proclama la “soberanía del consumidor” como
mecanismo que oculta desigualdades estructurales, al mismo tiempo que se
reconoce y manipula el consumo obrero... También a este nivel es necesaria la
acción correctiva del Estado, aunque esta relación implique inevitables
desperdicios y tienda a convertirse en una carga material
insoportable para el propio sistema.
Producción/circulación: el rol del Estado
Con respecto al tercer
aspecto principal que nos interesa -la necesidad de crear la circulación como
empresa global a partir de las estructuras internamente fracturadas del sistema
del capital o, por decirlo de otra manera, en la búsqueda de algún tipo de
unidad entre la producción y la circulación- el papel activo del Estado moderno
es igualmente grande, si no mayor. Al concentrar la atención en él, en
conjunción con las diversas funciones que el Estado está llamado a cumplir en
el terreno del consumo, principalmente dentro de sus propias fronteras
nacionales, resulta que estas relaciones no sólo están “infectadas de
contingencia”,[1] como dijo
Hegel alguna vez, sino también de contradicciones insolubles.
Una de las
contradicciones más rebeldes y en definitiva insolubles es que históricamente
la estructura política de mando y el marco correctivo global del sistema del
capital está articulado bajo la forma de Estados nacionales, aunque como modo
de control metabólico social y de reproducción (con su necesidad imperiosa de
circulación global) es inconcebible que el sistema se vea encerrado en tales
límites. Lo que cabe destacar en el presente contexto es que la única manera en
que el Estado puede tratar de resolver esta contradicción es mediante un
sistema de “doble contabilidad”: un nivel de vida bastante más alto para los
trabajadores -junto con una democracia liberal- en casa (es decir, en los
países “metropolitanos” o “centrales”) del sistema capitalista global, y la
explotación al máximo con un sistema de gobierno implacablemente autoritario
(incluso dictatorial donde sea necesario), ejercido de manera directa o por
intermediarios, en la “periferia subdesarrollada”.
Así, el verdadero
significado de la tan idealizada “globalización” (una tendencia emanada de la
naturaleza del capitalismo desde sus comienzos) es: el despliegue inevitable de
un sistema internacional de dominación y subordinación. En el plano de la
política totalizadora, corresponde a la instauración de una jerarquía de
Estados nacionales (más o menos poderosos) que disfrutan -o padecen- la
posición que les ha asignado la relación de fuerzas prevaleciente (a veces
violentamente cuestionada) en el orden global del capitalismo, donde impera la
ley del más fuerte. Cabe destacar que la operación relativamente sencilla de la
“contabilidad por partida doble” de ninguna manera está destinada a convertirse
en un rasgo permanente del orden capitalista global. En verdad, su duración
está limitada a las condiciones del predominio histórico del sistema, cuando la
expansión y acumulación sin perturbaciones crean el margen de ganancia para
operar una tasa de explotación del trabajo relativamente favorable en los
países “metropolitanos” en comparación con las condiciones de vida del sector
obrero en el resto del mundo.
En este sentido son
sumamente significativas dos tendencias complementarias de desarrollo. En
primer lugar, durante las últimas décadas hemos presenciado una cierta
nivelación de las diferencias en la tasa de explotación[2] bajo la forma
de una espiral descendente que afecta el nivel de vida de los trabajadores en
los países capitalistas más avanzados. En el futuro previsible, esta tendencia
seguramente se afirmará los países “centrales”. En segundo lugar, juntamente
con esta tendencia niveladora de las diferentes tasas de explotación, también
advertimos la aparición de su inevitable corolario político bajo la forma de un
autoritarismo creciente en los Estados “metropolitanos” hasta ahora liberales,
y de un comprensible desencanto con la “política democrática” que cumplió un
papel de primer orden en el giro autoritario del control político en los países
capitalistas desarrollados.
El Estado como agencia
totalizadora, para crear la circulación global a partir de las unidades
socioeconómicas internamente fracturadas del capital debe seguir en sus
acciones internacionales una conducta distinta a la que aplica en el terreno de
la política interior. En este último debe velar -en la medida que ello es
compatible con la cambiante dinámica de la acumulación del capital- para que la
tendencia inexorable a la concentración y centralización del capital no destruya
prematuramente muchas unidades de producción viables (aunque menos eficientes
que sus hermanas mayores), ya que actuar de otro modo en esas circunstancias
afectaría negativamente la fuerza combinada del capital nacional total. Para
eso es necesario tomar algunas medidas legales auténticamente antimonopólicas,
si las condiciones internas lo requieren y las condiciones generales lo
permiten. No obstante, las mismas medidas son derogadas sin más trámite cuando
los intereses cambiantes del capital nacional así lo decretan, con lo cual
creer que el Estado -la estructura política de mando del sistema capitalista-
puede ser el guardián de la “sana competencia” contra los monopolios en general
es no sólo ingenua sino totalmente contradictoria.
En contraste, en el plano
internacional el Estado nacional del sistema capitalista no tiene el menor
interés en limitar el impulso monopólico de sus unidades económicas dominantes.
Al contrario. En el terreno de la competencia internacional, cuanto menos
limitadas y más fortalecida es la empresa económica con apoyo político (y
militar, si es necesario), mayores serán sus probabilidades de triunfar contra
sus rivales presentes o potenciales. Por eso, la relación entre el Estado y las
empresas económicas correspondientes se caracteriza por el hecho de que aquél
asume desembozadamente el papel de colaborador de la expansión externa lo más
monopolista posible. Desde luego que los medios y arbitrios para realizar este
papel se modifican al cambiar las relaciones de fuerzas internas y externas por
obra de las diversas circunstancias históricas. Pero los principios
orientadores monopolistas de todos los Estados que ocupan una posición
dominante en la jerarquía global del capitalismo permanecen invariables a pesar
de las ideas de “libre comercio”, “competencia justa”, etcétera, en las que la
gente como Adam Smith creía al principio, antes de que se las transformara en
camuflaje cínico o jarabe de pico. El Estado del sistema capitalista debe
afirmar por todos los medios los intereses monopólicos de su capitalismo
nacional -por la fuerza, en caso de necesidad- frente a los Estados rivales en
la competencia por los mercados necesarios para realizar la expansión y
acumulación del capital. Así sucede con las más variadas prácticas políticas,
desde el colonialismo moderno inicial (con las funciones que se le atribuyeron
a las empresas comerciales monopolistas)[3] hasta el
imperialismo con todas las de la ley, seguido por el proceso poscolonial de
“desguace de los imperios” e imposición de formas de dominación neocoloniales y
ahora con las agresivas aspiraciones y prácticas neoimperialistas de Estados
Unidos y sus aliados obsecuentes en el flamante “Nuevo Orden Mundial”.
Sin embargo, aunque los
intereses de los capitalismos nacionales se puedan distinguir de otros e
incluso, en el caso de los Estados dominantes, se puedan proteger en gran
medida de sus incursiones, dicha protección no puede eliminar los antagonismos
del capital social total, es decir, la determinación estructural interna del
capital como fuerza de control global. Esto se debe a que en el sistema
capitalista la “armonización” sólo puede tomar la forma de un equilibrio
puramente temporario, no de la resolución de un conflicto. Por eso, no es en
absoluto casual encontrar en la teoría social y política burguesa la exaltación
del “equilibrio de poderes” como ideal insuperable, cuando en realidad sólo
puede ser una manifestación en un momento dado de la imposición/aceptación de
la relación de fuerzas imperante, que a la vez permite visualizar su
trastrocamiento cuando las circunstancias lo permitan. El axioma de bellum
omnium contra omnes es el modus operandi inexorable del sistema capitalista.
Como sistema de control metabólico social está estructurado antagónicamente
desde las unidades socioeconómicas y políticas más pequeñas hasta las más
globales. Además, el sistema capitalista -y en realidad todas las formas
concebibles de control social metabólico global, incluyendo el socialismo- está
sometido a la ley absoluta del desarrollo desigual que bajo la dominación del
capital se impone en una forma en última instancia destructiva debido a su
principio estructural interior destructivo.[4] Así, para
visualizar una auténtica resolución viable de los antagonismos del sistema
capitalista a nivel global, sería necesario creer en el cuento de hadas de la
eliminación de la ley del desarrollo desigual que rige los asuntos humano. Por
eso el “Nuevo Orden Mundial” es una fantasía absurda o un camuflaje cínico
destinado a proyectar los intereses hegemónicos de las potencias capitalistas
predominantes como aspiración moral digna de elogios y universalmente benéfica
de la humanidad. Nada se resolvería con la instauración de un “gobierno
mundial” y el sistema estatal correspondiente, aunque fuera factible. Porque un
sistema global cuya estructura es antagónica hasta la médula. sólo puede ser
explosivo y en última instancia autodestructivo. Dicho de otra manera, un
sistema global de control social metabólico constituido por microcosmos
desgarrados por antagonismos internos debido a los conflictos de intereses
irreconciliables centrados en la separación y enajenación del control de los
productores sólo puede ser inestable y, en última instancia, explosivo. Porque
la contradicción absolutamente insoluble entre la producción y el control se
impondrá inexorablemente en todas las esferas y niveles de intercambio social
reproductivo, incluso en sus metamorfosis en las contradicciones entre producción
y consumo, así como entre producción y circulación.
Las probabilidades de
éxito de la alternativa socialista están determinadas por su capacidad (o
incapacidad) para afrontar las tres contradicciones -entre producción y
control, producción y consumo, producción y circulación- constituyendo un
microcosmos de reproducción social interiormente armónico. Las mayores figuras
de la filosofía burguesa, que visualizaban el mundo desde el punto de vista del
capitalismo en ascenso (o, como diría Marx, “desde el punto de vista de la
economía política”), no podían concebirlo, ya que debían dar por sentado el
microcosmos internamente fracturado del sistema capitalista. En cambio,
ofrecían remedios que soslayaban los problemas en juego presentando al poder de
la Razón como solución genérica y a priori a todas las dificultades y
contradicciones concebibles o elaborando esquemas especiales
muy idealizados mediante los cuales se debían encontrar respuestas
adecuadas a las perturbadoras contingencias históricas. Aquí nos referiremos
solamente a Adam Smith, Kant, Fichte y Hegel.
El concepto de Smith de
“la mano oculta” sigue siendo influyente aún hoy como remedio deseado a los
conflictos y las contradicciones reconocidos, en el plano ideal de un “deber
ser”. Kant tomó la idea de Adam Smith del “espíritu mercantil” y sobre esta
base visualizó la solución permanente de todos los conflictos destructivos y
las conflagraciones internacionales mediante un sistema estatal universalista
que instauraría -como sin duda podría hacerlo, ya que en la filosofía kantiana
“deber implica poder”- la “política moral” de la inminente “paz perpetua”.
Fichte, en cambio, abogaba por el igualmente utópico “Estado comercial cerrado”
(der geschlossene Handelstaat, dependiente de estrictos principios de
autarquía) como solución ideal a las restricciones y contradicciones explosivas
del orden imperante. Fue Hegel quien presentó el análisis más realista de estos
asuntos al reconocer que la contingencia predomina en las relaciones
internacionales de los Estados nacionales y descartar de plano la solución
ideal de Kant al afirmar que la “corrupción en las naciones sería el producto
de una paz prolongada, ni que hablar de ‘perpetua’”. Pero la explicación de
Hegel también está llena de instancias de “deber ser”, aparte de que la
coronación de su sistema ideal es el “Estado germánico” (que, como se dijo
anteriormente, no se identifica con el Estado nacional alemán como sostienen
sus críticos pues incorpora el “espíritu mercantilista” del colonialismo
inglés) como afirmación de “la verdadera reconciliación” que se personifica en
el Estado como imagen y presencia de la razón. Así, en todas las hipóstasis del
Estado como remedio de los defectos y las contradicciones reconocidos -sea el
postulado ideal de Kant como agente de la “paz perpetua”, el “Estado comercial
cerrado” autárquico de Fichte o incluso la concepción hegeliana de la
“verdadera reconciliación” como el Estado que encarna la “imagen y presencia de
la razón”- las soluciones presentadas no hacen más que abogar por un ideal
irrealizable. No podría ser de otra manera, ya que jamás se pone en tela de
juicio el microcosmos antagónicamente estructurado del sistema capitalista, con
su inextirpable bellum omnium contra omnes expresado en la triple contradicción
señalada. Se las subsume en la concepción ideal del Estado y se declara que ya
no representan peligro de trastorno o explosión ya que se ha alcanzado tal o
cual forma de la “verdadera reconciliación” ideal.
En realidad, los
antagonismos explosivos del sistema en su conjunto persisten mientras no se
alteren drásticamente sus microcosmos interiormente desgarrados. Porque en el
sistema capitalista antagónicamente fracturado los conflictos y contradicciones
tienden a ascender de niveles de conflicto más bajos a los más altos
paralelamente a la creciente integración del orden social metabólico del
capital en un sistema global desarrollado. La lógica inexorable de este
desarrollo de los conflictos en grados crecientes de intensidad es la “guerra
ilimitada si fracasan los métodos ‘normales’ de sometimiento y dominación”,
como lo demuestran con dolorosa claridad las dos guerras mundiales del siglo
XX. Así, la institución hipostática de la “paz perpetua” sobre la base material
del microcosmos internamente fracturado del capitalismo no puede ser otra cosa
que una pura expresión de deseos.
No obstante, en nuestra
época el sistema del capital global debe enfrentar una nueva contradicción
estructural superpuesta a todas sus partes constituyentes, por los sucesos
históricos de la posguerra y por el cambio fundamental en la tecnología
bélica. Esta implica la necesidad imperiosa de la paz, que no excluye
guerras parciales (que por fuerza deben existir en el seno conflictivo del
capitalismo) pero sí una nueva guerra total en vista de la inexorable
aniquilación de la humanidad que implicaría. En consecuencia, los antagonismos
explosivos del sistema en su conjunto, lejos de ser eliminados conforme con el
sueño kantiano, se agravan constantemente. Porque el sistema capitalista debe aceptar
el hecho desagradable de que las obligaciones de la paz lo han despojado del
recurso definitivo (antes disponible) de imponerse por la violencia sobre un
adversario de otro modo incontrolable. Para manejar sus asuntos de manera
viable sin ese recurso extremo el sistema del capital debería ser
cualitativamente distinto de lo que es y puede ser en su constitución
estructural más íntima. Así, cuando el capital alcanza su mayor nivel de
globalización mediante la consumación de su ascenso histórico, el microcosmos
socioeconómico que lo compone revela el espantoso secreto de ser responsable
último de su carácter destructivo, en nítido contraste con las idealizaciones
desde Adam Smith y Kant hasta los diversos “Hayeks” y “socialistas de mercado”
del siglo XX. Así se vuelve inevitable confrontar la verdad perturbadora de que
es necesario indagar profundamente en el microcosmos constitutivos para superar
la destructividad incorregible del orden metabólico social del capital. Este es
el desafío que surge de la contradicción entre producción y circulación llevada
a su máxima expresión al consumarse el dominio global del capitalismo.
El Estado, estructura política de mando e integrante de la “base
material” del sistema
Como se advierte en
relación con los tres aspectos principales del control estructuralmente
defectuoso del capitalismo, el Estado moderno como único marco correctivo
viable no surge después de la articulación de las formas socioeconómicas
fundamentales ni más o menos directamente determinado por éstas. No se trata de
la determinación unidireccional del Estado moderno por una base material
independiente. Porque la base socioeconómica del capital y sus formaciones
estatales son totalmente inconcebibles por separado. Por eso es correcto y
justo hablar de “correspondencia” y “homología” sólo en relación con las
estructuras básicas del capital tal como están históricamente constituidas (lo
cual implica un límite de tiempo), pero no de las funciones metabólicas
particulares de una estructura correspondiente a las determinaciones y los
requisitos estructurales directos de otra. Dichas funciones pueden
contradecirse recíprocamente en la medida que sus estructuras subyacentes se
extienden en el curso de la expansión necesaria y la transformación adaptativa
del sistema del capital. La “homología de estructuras” surge paradójicamente en
primer término de una diversidad estructural de funciones realizadas por los
distintos órganos metabólicos (incluyendo el Estado) en el desarrollo histórico
de la división social jerárquica del trabajo. Esta diversidad de funciones
estructural produce la división problemática entre la “sociedad civil” y el
Estado político sobre la base común del sistema del capital en su conjunto, del
cual las estructuras fundamentales (u órganos metabólicos) son partes
constituyentes. Pero a pesar del terreno común de su interdependencia
constitutiva, la relación estructural de los órganos metabólicos del capital
está plagada de contradicciones. Si no fuera así, la empresa emancipadora
socialista estaría condenada a la futilidad. Porque al imponerse la homología
de las estructuras y funciones fundamentales correspondiente plenamente a los
imperativos materiales de control metabólico social del orden del capital, se
crearía una verdadera “jaula de hierro” para todas las épocas -incluyendo la
fase global del desarrollo del capital, con sus graves antagonismos nacionales
e internacionales- de la cual sería imposible escapar, de acuerdo con las
proyecciones de gente como Max Weber, Hayek y Talcott Parsons.
Debemos volver sobre
algunos de estos problemas en el contexto de la crítica socialista de la
formación del Estado -es decir, no sólo del Estado capitalista- en la segunda y
tercera parte. Aquí haremos algunas observaciones sobre la base material y los
límites globales dentro de los que se deben aplicar las funciones correctivas
de la formación estatal históricamente desarrollada bajo el sistema del
capital.
Como se dijo
anteriormente, el capital es una forma singular de control metabólico social y
como tal, lógicamente, es incapaz de funcionar sin una estructura de mando
adecuada. En consecuencia, en este sentido importantísimo, el capital contiene
un tipo histórico concreto de articulación y estructura de mando. Además, la
relación entre las unidades socioeconómicas reproductoras -es decir, el
metabolismo social del microcosmos del capital- y la dimensión política del
sistema no puede ser dominante unilateralmente desde cualquier dirección, como
lo era, por ejemplo, el sistema feudal. Bajo el feudalismo, el factor político
podía asumir una posición dominante -hasta el punto de conferir al señor feudal
el poder de ejecutar a sus siervos si lo deseaba (y si era tan necio como para
hacerlo, ya que su propia existencia material dependía del tributo que pudiera extraerles
en forma continua)- precisamente porque (y mientras) el principio de la
“supremacía política” del señor fuera viable en sus propios términos. El poder
feudal arbitrario formalmente ilimitado se podía mantener porque el modo
imperante de control político se veía sustancialmente limitado por la manera en
que estaba constituido. Esas restricciones -en dos sentidos- correspondían a la
propia naturaleza del sistema feudal.
(1) Su ejercicio era esencialmente local, de
acuerdo con el grado relativamente alto de autosuficiencia de las unidades
sociales metabólicas dominantes, y
(2) debía dejar las funciones fundamentales de
control de la reproducción económica en manos de los productores.
Así, el poder político
era supervisor y externo en lugar de reproductor e interno. Podía sostenerse
sólo mientras las propias unidades metabólicas fundamentales del sistema feudal
conservaran la cohesión interna y las restricciones en los dos aspectos
mencionados, lo cual reducía en un sentido muy real el ejercicio mismo del
poder supervisor feudal. Paradójicamente, fueron la extensión del poder
político feudal desde el encierro local hacia el absolutismo sustancial
(mediante el desarrollo de la monarquía absoluta francesa, por ejemplo)
juntamente con la irrupción de elementos capitalistas disruptivos en las
estructuras reproductoras hasta entonces en gran medida autosuficientes los que
ayudaron a destruir este sistema metabólico social en la cumbre de su poder
político.
En cambio, el sistema del
capital evolucionó históricamente a partir de componentes desenfrenados y de
ninguna manera autosuficientes. Los defectos estructurales de control
mencionados anteriormente requerían la instauración de estructuras concretas de
control capaces de complementar -en el nivel apropiado- los constituyentes
reproductores materiales de acuerdo con la necesidad totalizadora y la
cambiante dinámica expansionista del sistema del capital. Así surgió el Estado
moderno como estructura política de mando global del capital, constituido y
transformado como parte integrante de la “base material” del sistema en la
misma medida que las unidades reproductoras socioeconómicas.
Con respecto a la
cuestión de temporalidad, la interrelación dinámica entre las estructuras
reproductoras materiales directas y el Estado se caracteriza por la categoría
de simultaneidad, no por las de “antes” y “después”. Estas sólo pueden
convertirse en momentos subordinados de la dialéctica de la simultaneidad a
medida que las partes constituyentes del modo de control metabólico social del
capital evolucionan en el curso del desarrollo global, siguiendo su lógica
interna de expansión y acumulación. Asimismo, en relación con el problema de
las “determinaciones”, sólo se puede hablar de codeterminaciones. Dicho de otra
manera, la dinámica del desarrollo no se debe caracterizar bajo la categoría de
“como resultado de” sino en términos de “juntamente con”, cuando queremos
desentrañar los cambios en el control metabólico social del capital que surgen
de la reciprocidad dialéctica entre sus estructuras de mando socioeconómicas y
políticas.
Así, sería engañoso
describir al Estado mismo como una superestructura. Puesto que el Estado
constituye la estructura política de mando totalizadora del capital -que es
absolutamente vital para la sustentabilidad material del sistema en su
conjunto- no se lo puede reducir al grado de superestructura. Antes bien, el
Estado como estructura global de mando tiene su propia superestructura -que
Marx llama correctamente la “superestructura jurídica y política-, así como las
estructuras reproductoras materiales también poseen dimensiones
superestructurales. (Por ejemplo, las teorías y prácticas de las “relaciones
públicas” y las “relaciones industriales” o las de la llamada “gestión
científica”, originadas en la empresa capitalista de Frederic Winslow Taylor).
Asimismo, es inútil perder el tiempo tratando de desentrañar la especificidad
del Estado en términos de la categoría de “autonomía” (sobre todo cuando se la
extiende para significar “independencia”) o de su negación. El Estado como
estructura de mando política global del capital no puede ser en sentido alguno
autónomo del sistema capitalista, ya que uno y otro son inextricablemente el
mismo. Al mismo tiempo, el Estado dista de ser reducible a las determinaciones
derivadas directamente de las funciones económicas del capital. Porque el
Estado históricamente dado contribuye de manera crucial a la determinación -en
el sentido antes señalado de codeterminación- de las funciones económicas
directas al circunscribir o extender la factibilidad de unas contra otras. Por
otra parte, tampoco se puede desentrañar la “superestructura ideológica” -que
no se ha de confundir con la “superestructura jurídica y política”, ni qué
decir tiene con el Estado mismo- si no se comprende que es irreductible a las
determinaciones materiales/económicas directas, aunque también en este caso
cabe rechazar con firmeza el intento de atribuirle una autonomía ficticia (en
el sentido idealista amplio de independencia). Además, el problema de la “autonomía”
en el real sentido del término no sólo interesa para la evaluación de la
relación entre la ideología y la economía, la ideología y el Estado, la “base y
la superestructura”, etcétera. También es esencial para comprender la relación
compleja entre las diversas secciones del capital que participan directamente
en el proceso de reproducción económica a medida que adquieren prominencia -en
distintas épocas y con distinto peso relativo- en el curso del desenvolvimiento
histórico.
El problema de la “superestructura
jurídica y política” de la que habla Marx sólo puede ser inteligible en
términos de la materialidad maciza y la necesaria articulación del Estado
moderno como estructura fundamental de mando sui generis. El terreno común de
la determinación de todas las prácticas vitales en el marco del sistema
capitalista, desde las funciones reproductoras económicas directas hasta las
funciones reguladoras estatales más mediadas, es el imperativo estructural
orientado hacia la expansión del sistema al cual deben adecuarse las diversas
agencias que actúan bajo la dominación del capital. Caso contrario este sistema
singular de control metabólico no podría sobrevivir ni menos aún consolidar la
dominación global alcanzada en el curso del desarrollo histórico.
Considerar las unidades
reproductoras económicas directas del sistema capitalista como la “base
material” sobre la cual se alza la “superestructura del Estado” es una
simplificación contradictoria en sí misma que conduce a hipostasiar a un grupo
de todopoderosos “capitanes de la industria” - expresiones mecánicas
groseramente determinadas de la base material- como controladores efectivos del
orden establecido. Y peor aún, esta concepción no sólo es mecanicista y
reduccionista sino además incapaz de explicar cómo una “superestructura”
totalizadora y cohesionadora puede surgir desde su ausencia total de la base
económica. En lugar de una explicación convincente del funcionamiento del
sistema capitalista, sólo ofrece el misterio de una “superestructura activa” que
se levanta sobre una ausencia material, estructuralmente vital para corregir
con éxito los defectos del sistema en su conjunto, cuando en realidad se supone
que la determina directamente la base material. Si todo esto fuera una
discusión académica centrada en sí misma se la podría ignorar con impunidad.
Desgraciadamente no lo es. Porque la interpretación mecánica de la relación
entre la “base material” y su “superestructura jurídica y legal” puede ser -y
en realidad ha sido- traducida bajo las circunstancias de las sociedades
posrevolucionarias en su opuesto ilusorio, según el cual el control político
voluntarista del orden poscapitalista, después de la transferencia de la
propiedad al “Estado socialista”, representa la superación de la base material
del capital.
Sin embargo, lo cierto es
que el Estado moderno pertenece a la materialidad del sistema del capital,
donde encarna la necesaria dimensión cohesiva de su imperativo estructural de
expansión y extracción de plusvalor. Esto es lo que caracteriza a todas las
formas conocidas del Estado articuladas en el marco del orden metabólico social
del capital. Y precisamente porque las unidades económicas reproductoras del
sistema son de carácter inevitablemente centrífugo -lo cual durante un largo
período histórico es parte integrante del inigualado dinamismo del capital,
aunque en cierta etapa se vuelve problemático y potencialmente destructivo-, la
dimensión cohesiva del metabolismo social global debe constituirse como
estructura política de mando totalizadora separada. Como prueba de la
materialidad sustantiva del Estado moderno, encontramos que en su carácter de
estructura política de mando totalizadora del capital le interesa asegurar las
condiciones de extracción de plusvalor tanto como a las unidades económicas
reproductoras, aunque lógicamente tiene que asegurar el éxito de su acción a su
manera. No obstante, el principio de estructuración del Estado moderno en todas
sus formas, incluidas las variedades poscapitalistas, es la función vital de
asegurar y salvaguardar las condiciones generales de extracción de plusvalor.
Como parte integrante de
la base material del sistema del capital global, el Estado debe articular su
superestructura jurídica y política de acuerdo con sus determinaciones
estructurales intrínsecas y sus funciones necesarias. Su superestructura
jurídico-política puede asumir formas parlamentarias, bonapartistas o incluso
poscapitalistas de tipo soviético, y muchas otras más según lo requieran las
circunstancias históricas. Además, dentro del marco de la misma formación
socioeconómica, por ejemplo la capitalista, puede pasar de una red
institucional jurídico-política democrática liberal a una forma de legislación
y gobierno abiertamente dictatorial, y puede volver luego a la primera. Baste
pensar en Alemania antes, durante y después de Hitler o en los cambios desde el
Chile de Allende a la instauración del régimen de Pinochet y luego a la
“restauración democrática” que dejó el control de las fuerzas armadas en manos
de Pinochet y sus aliados. Estas transiciones serían inconcebibles si el Estado
fuera una mera “superestructura”. Porque tanto en Alemania como en Chile la
base material capitalista permaneció estructuralmente intacta durante estas
transformaciones históricas en uno y otro sentido de las superestructuras
jurídicas y políticas. Estos procesos fueron producto de la crisis del complejo
social global (del cual los respectivos Estados eran un componente de peso) y
sus ramificaciones internacionales (en las cuales, nuevamente, la materialidad
de los Estados fue de singular importancia).
El Estado moderno hace juego con la base metabólica social del capital
La articulación de la
estructura global política de mando en la forma del Estado moderno hace juego y
a la vez se da de patadas con las estructuras metabólicas socioeconómicas
fundamentales.
A su manera totalizadora,
el Estado muestra las misma división estructural-jerárquica del trabajo que las
unidades económicas reproductoras. Cumple una función vital en el control
(aunque de ninguna manera la eliminación) de los antagonismos que surgen
constantemente de la dualidad disruptiva de los procesos decisorios
socioeconómicos y políticos, sin el cual el sistema capitalista no podría
funcionar bien. Al hacer factible -en la medida que sea históricamente posible-
la práctica de asignar trabajo “libre” al cumplimiento de funciones
estrictamente económicas, el Estado cumple a la perfección los requisitos de
este sistema antagónicamente estructurado de control metabólico social. Como
garante último del modo de reproducción inexorablemente autoritario del capital
(la “tiranía en el taller” no sólo bajo el capitalismo sino bajo el sistema de
capital de tipo soviético), el Estado refuerza tanto la dualidad de producción
y control como la división jerárquica estructural del trabajo de la cual él
mismo es la manifestación más evidente.
La imposibilidad de
contenerlos principios constitutivos del capital determina los límites de
viabilidad de este sistema de control metabólico históricamente característico
en términos tanto positivos como negativos. Positivamente, el sistema del
capital puede avanzar en tanto sus estructuras productivas incontenibles
encuentren recursos y salidas para la expansión y la acumulación.
Negativamente, se produce una crisis estructural cada vez que el orden
establecido de reproducción socioeconómica choca con los obstáculos creados por
su propia articulación dualista, de manera que la triple contradicción entre
producción y control, producción y consumo, producción y circulación ya no
puede ser resuelta, y mucho menos utilizada como poderoso motor en el proceso
de expansión y acumulación.
La función correctiva
clave del Estado se define en relación con el imperativo de incontenibilidad.
Aquí interesa destacar que la potencialidad positiva de la dinámica
incontenible del capital no se puede realizar si se toman las unidades
reproductoras fundamentales aisladamente, separadas de su marco sociopolítico.
Porque aunque el impulso interior de los microcosmos productivos es
irrefrenable, su carácter es totalmente indeterminado, es decir, podría ser
totalmente destructivo y autodestructivo. Por eso Hobbes impone el Leviatán
como correctivo necesario -bajo la forma de un poder de control absoluto- en su
mundo de bellum omnium contra omnes. Para que prevalezca la potencialidad
productiva del impulso irrefrenable del capital, las múltiples unidades
reproductoras interactuantes deben convertirse en un sistema coherente cuyo
principio rector y objetivo orientador globales son la mayor extracción posible
de plusvalor (en este sentido no importa si la extracción de plusvalor es
regulada política o económicamente o por cualquier combinación o proporción de
ambos). Sin una estructura política de mando totalizadora adecuada -orientada
firmemente hacia la extracción de plusvalor- las unidades del capital no
constituyen un sistema sino una acumulación más o menos azarosa e insostenible
de entidades económicas expuestas a los peligros del desarrollo desviado o la
supresión política lisa y llana. (Por eso ciertos comienzos capitalistas
prometedores en la historia europea fueron detenidos e incluso revertidos. La
Italia posrenacentista es un ejemplo notable de ello).
Sin el surgimiento del
Estado moderno, el modo de control social metabólico espontáneo del capital no
puede transformarse en un sistema con un microscosmos socioeconómico claramente
identificable, es decir, productor y extractor dinámico de plusvalor
debidamente integrado y viable. Tomadas por separado, las unidades
socioeconómicas reproductoras del capital no sólo son incapaces de lograr la
coordinación y totalización espontáneamente, sino que se oponen diametralmente
a ellas si se les permite seguir su curso de acuerdo con la determinación
estructural centrífuga de su naturaleza. Paradójicamente, es esta total
“ausencia” o “falta” de cohesión fundada en el microcosmos socioeconómico
constitutivo del capital -debido sobre todo al divorcio entre el valor de uso y
las espontáneas y manifiestas necesidades humanas- lo que hace surgir la
necesaria dimensión política en el control social metabólico del capital en la
forma del Estado moderno.
La articulación del
Estado, en conjunción con los más profundos imperativos metabólicos del
capital, significa simultáneamente la transformación de las fuerzas centrífugas
destructivas en un sistema de unidades productivas desenfrenado, que posee una
estructura de mando viable tanto dentro de los microcosmos productores
como más allá de sus fronteras. Será desenfrenado mientras se mantenga su
ascenso histórico porque la estructura de mando está adaptada para maximizar la
potencialidad dinámica de los propios microcosmos materiales reproductores,
cualesquiera que sean sus implicaciones y consecuencias en una escala temporal
más prolongada. Así, no hay necesidad del Leviatán de Hobbes mientras se
mantenga la dinámica expansiva. John Stuart Mill y otros sueñan -con cierta
ingenuidad- con la permanencia de su Estado liberal idealizado aún cuando
contemplan la aparición del “estado estacionario de riqueza” y los controles
que la sociedad debe “aceptar” debido a los límites inevitables de la economía.
Son ingenuos, porque no se debe temer las consecuencias catastróficas de las
unidades sociales metabólicas centrífugas del capital en tanto los recursos y
las salidas disponibles para la acumulación creen márgenes suficientes para
“resolver” los conflictos de las fuerzas enfrentadas mediante la elevación
constante de las apuestas, a la manera del jugador de ruleta imaginario cuyo
“método imbatible” de duplicar la apuesta después de cada pérdida está
acompañado por fondos inagotables. Así el enfrentamiento final entre los
jugadores dominantes se puede postergar aumentando la escala de las operaciones
y permitiendo al mismo tiempo que el sistema en su conjunto “supere las
dificultades y disfunciones experimentadas” (como se supone que debemos hacer
con respecto no sólo al astronómico endeudamiento sino también al vacilante
proceso de acumulación). Así se redefine el bellum omnium contra omnes
hobbesiano en una forma manejable dentro del sistema capitalista con la
hipótesis de que no habrá límites a la expansión global. Esta redefinición se
mantendrá en tanto no se imponga la sencilla verdad de que no existen fondos
inagotables.
Sin embargo, sería
equivocado poner un signo igual entre el Estado por si solo y la estructura de
mando del sistema capitalista. El capital es históricamente un modo específico
de control cuyo metabolismo social debe tener una estructura de mando apropiada
en todas las esferas y niveles, porque no puede tolerar la existencia de nada
por encima de sí mismo. Una de las razones principales del derrumbe inexorable
del sistema soviético fue que la estructura de mando político de su formación
estatal se extralimitó.Trató en vano de sustituir toda la estructura de mando socioeconómica
del sistema del capital postrevolucionario, asumiendo de manera arbitraria la
regulación política de todas las funciones productivas y distributivas para las
cuales era totalmente inapto. En The power of ideology, escrito mucho antes del
fracaso de la “perestroika” de Gorbachov y la implosión catastrófica del
sistema soviético, dije que:
El Estado capitalista es totalmente incapaz de asumir las funciones reproductoras sustantivas de las estructuras reguladoras materiales salvo en medida mínima y en una situación de emergencia extrema. Pero tampoco se espera que lo haga en circunstancias normales. En vista de su constitución intrínseca, el Estado no podría controlar el proceso laboral aunque sus recursos se centuplicaran, dada la ubicuidad de las estructuras productivas particulares que habría que poner bajo su poder necesariamente limitado de control. En este sentido, trágicamente, el fracaso de las sociedades poscapitalistas en la esfera de la producción debe atribuirse en medida muy grande a su intento de asignar funciones metabólicas de control a un Estado político centralizado, cuando en realidad el Estado como tal no es apto para la realización de la tarea que afecta, de una u otra manera, la actividad cotidiana de cada individuo.
El Estado capitalista es totalmente incapaz de asumir las funciones reproductoras sustantivas de las estructuras reguladoras materiales salvo en medida mínima y en una situación de emergencia extrema. Pero tampoco se espera que lo haga en circunstancias normales. En vista de su constitución intrínseca, el Estado no podría controlar el proceso laboral aunque sus recursos se centuplicaran, dada la ubicuidad de las estructuras productivas particulares que habría que poner bajo su poder necesariamente limitado de control. En este sentido, trágicamente, el fracaso de las sociedades poscapitalistas en la esfera de la producción debe atribuirse en medida muy grande a su intento de asignar funciones metabólicas de control a un Estado político centralizado, cuando en realidad el Estado como tal no es apto para la realización de la tarea que afecta, de una u otra manera, la actividad cotidiana de cada individuo.
Aquí lo que se discute es
que el capital en tanto tal es su propia estructura de mando, de la cual la
dimensión política es parte integrante, aunque en modo alguno subordinada.
Nuevamente, vemos aquí la manifestación práctica de una reciprocidad
dialéctica.
El Estado moderno -como
estructura política de mando totalizadora del capital- es tanto la premisa
necesaria para la transformación de las unidades inicialmente fragmentarias del
capital en un sistema viable como el marco global para la plena articulación y
el mantenimiento de éste como sistema global. En este sentido fundamental se ha
de concebir al Estado -debido a su función constitutiva y sustentadora
permanente- como parte integrante de la base material misma del capitalismo.
Porque contribuye de manera sustancial no sólo a la formación y consolidación
de todas las grandes estructuras reproductoras de la sociedad sino a su
funcionamiento constante.
Sin embargo, la estrecha
interrelación es válida también cuando se la visualiza desde el otro lado.
Porque el Estado moderno es totalmente inconcebible sin el capital como base
metabólica social. Esto hace que las estructuras reproductoras materiales del
sistema capitalista sean la condición necesaria no sólo para la constitución
original sino también para la supervivencia (y las transformaciones históricas
adecuadas) del Estado moderno en todas sus dimensiones. Estas estructuras
reproductoras extienden su impacto sobre todo, desde los instrumentos
estrictamente materiales de represión y las instituciones estatales jurídicas
hasta las teorías ideológicas y políticas más mediadas de su razón de ser y su
presunta legitimidad.
Debido a esta
determinación recíproca debemos decir que el Estado moderno como estructura
política de mando totalizadora hace juego con la base metabólica social del
sistema del capital. Para los socialistas es una reciprocidad problemática
y un desafío. Pone de manifiesto el hecho de que toda acción en el terreno
político -aún cuando apunte al derrocamiento radical del sistema del capital-
sólo puede tener un efecto limitado sobre la realización del proyecto
socialista. Y el corolario de ese hecho es que, precisamente porque deben
enfrentar el poder de la reciprocidad autosustentadora del capital bajo sus
dimensiones fundamentales, los socialistas jamás deben olvidar o desconocer que
no hay posibilidad de superar el poder del capital sin ser fiel a la concepción
marxista de la “extinción” del Estado, aunque la tragedia de setenta años de la
experiencia soviética es que se lo ha ignorado.
Desacople entre las estructuras reproductivas materiales del capital y
su formación estatal.
Sin embargo, el círculo
vicioso de esta reciprocidad no será siempre imbatible. Como se mencionó,
podemos identificar un desacople estructural mayor entre el Estado moderno y
las estructuras reproductivas socioeconómicas del capital: desacople que
resulta ser el más relevante para valorar la perspectiva de los acontecimientos
futuros. Ello se refiere en primer lugar al ser humano -sujeto social- en el
control en relación con el funcionamiento del sistema del capital.
Como forma de control del
metabolismo social, el sistema del capital es único en la historia, también en
el sentido que es propiamente hablando un sistema de control sin sujeto. Las
determinaciones objetivas y los imperativos del capital deben prevalecer
siempre sobre los deseos subjetivos -las reservas críticas potenciales- del
personal de control, cuya única tarea es convertir tales imperativos en
directivas prácticas. Esta es la razón por la cual el personal al máximo nivel
de la estructura de mando del capital -tanto si pensamos en los capitalistas
privados como en los burócratas del partido- puede ser solamente considerado
como la “personificación del capital”, con independencia de cuán
entusiastamente ellos deseen o no llevar adelante los dictados del capital en
cuanto personas individuales. En este sentido, a través de la estricta
determinación de los márgenes de acción los seres humanos como “controladores”
del sistema son de hecho controlados, y por tanto en el último análisis ningún
ser humano autodeterminado puede tener el control del sistema.
El modo peculiar del
control sin sujeto en el cual el controlador se encuentra realmente controlado
por los requerimientos fetichistas del capital es inevitable, dada la separación
radical de la producción y el control en el corazón del sistema. Ahora, aún
cuando la función del control toma una existencia separada debido a los
imperativos de sojuzgar y mantener permanentemente sometidos a los productores
pese al status formal del “trabajo libre”, los individuos controladores del
microcosmos reproductivo del capital deben ser sometidos al control del sistema
mismo, dado que el fracaso en hacerlo destruiría su cohesión como sistema
reproductivo viable. Lo que está en juego al hacer funcionar el modo de control
del metabolismo social del capital es demasiado grande para permitir que la
“personificación del capital” esté realmente en el control de la estructura de
mando y realice su tarea admitiendo otras posibles alternativas. Más aún, lo
que se juega no sólo es grande sino que se hace cada vez mayor, en la medida
que el sistema se mueve desde las pequeñas y fragmentadas unidades productivas
de los primeros pasos del sistema del capital a las gigantescas corporaciones
transnacionales con una completa articulación global. Dado que la escala de las
operaciones se expande en el curso de la integración de las unidades
productivas, las dificultades para asegurar el dominio del capital sobre el
trabajo a través de la estructura de mando sin sujeto crecen también.
El sistema del capital
está basado en la alienación del control por parte de los productores. En este
proceso de alienación, el capital degrada el sujeto real de la producción, el
trabajo, a la condición de un objeto material (reified objectivity) -un mero
“factor material de la producción”-, trastornando de ese modo, no precisamente
en teoría sino en la práctica social más palpable, la relación real
sujeto/objeto. Sin embargo, el problema para el capital es que “el factor material
de producción” no puede dejar de ser el sujeto real de la producción. Para
ejercer sus funciones productivas con la conciencia requerida por el proceso
productivo -sin el cual el capital deja de existir como tal- el trabajo debe
ser condicionado para reconocer otro sujeto sobre sí mismo, aún cuando en
realidad sea sólo un pseudosujeto. A tal efecto el capital necesita
personificaciones para mediar (e imponer) sus objetivos imperativos como
mandatos concientemente ejecutables en los sujetos reales del proceso
productivo potencialmente más resistentes (las fantasías acerca del
advenimiento del proceso capitalista de produccción totalmente automatizado y
sin trabajadores son generadas como imaginaria eliminación del problema).
El rol del Estado en
relación a esta contradicción es de la mayor importancia, en cuanto provee la
garantía última para que la resistencia de los productores y su rebelión
potencial no se escape de las manos. Con el objeto de que esta garantía sea
efectiva -específicamente en la forma de disuación político/legal y (para
mitigar las peores consecuencias del mecanismo socioeconómico productor de
pobreza) a través de los recursos del sistema de seguridad social- el Estado
moderno y el orden reproductivo del metabolismo social del capital deben
acoplarse entre sí. No obstante, la alienación del control y los antagonismos
generados pertenecen a la verdadera naturaleza del capital. La resistencia es
reproducida diariamente a través de las operaciones normales del sistema y ni
los esfuerzos mitificadores por establecer “relaciones industriales” ideales -a
través de la “ingeniería humana” o la “gerencia científica”, o inducir a los
trabajadores a comprar acciones y que se transformen en “co-propietarios” o
“socios” en el sentido del “capitalismo del pueblo”, etc.- ni la garantía
disuasiva del Estado contra la potencial rebelión política pueden dejar de lado
las aspiraciones emancipatorias (auto-controladoras) del trabajo. En
definitiva, la cuestión será decidida por la factibilidad (o no) de este orden
auto-controlado del metabolismo social basado en la alternativa hegemónica del
trabajo, en oposición al del orden del capital con su control autoritario y sin
sujeto. La idea de la “paz perpetua” entre el capital y el trabajo,
independientemente de cuan diligentemente haya sido promovida en todos los
tiempos, resulta no ser más realista que los sueños de Kant en cuanto a la “paz
perpetua” entre Estados nacionales que se suponía emanaba del “espíritu
comercial” capitalista.
De hecho, con relación a
la cuestión del control, existe una dimensión importante en el desarrollo de
los acontecimientos socioeconómicos que escapa a la habilidad combinada de la
personificación del capital en las unidades de producción y al potencial de
intervención del Estado como estructura de mando político del sistema. En ese
sentido, encontramos una gran y objetiva intensificación de la contradicción
entre los imperativos materiales del capital y su capacidad para mantener el
control donde es preciso tenerlo: esto es, en el proceso de producción mismo.
La base de esta
contradicción es la tendencia a una creciente socialización de la producción en
el terreno global del capital. Este proceso transfiere objetivamente ciertas
potencialidades de control a sus productores -aún si dentro del marco del
metabolismo social del orden establecido adquiere un sentido negativo- y se
abren posibilidades de que la incontrolabilidad del sistema capitalista sea más
aguda. Lo que queremos enfatizar aquí tiene que ver con el desacoplamiento
entre las estructuras reproductivas materiales del capital y su formación de
Estado. El Estado -a pesar de su gran fuerza represiva- se encuentra sin poder
para corregir tal situación, sin importar cuán autoritario puedan ser sus
intentos. No puede concebirse una acción política que corrija los fundamentos
socioeconómicos del capital. Las complicaciones e incontrolables
contradicciones debidas a la creciente socialización de la producción afectan
la esencia del capital como sistema reproductivo. Provienen, paradójicamente,
de los mayores activos del sistema del capital: un proceso productivo dinámico
al cual el capital no puede renunciar sin que resulten socavados sus poderes
productivos y su concomitante legitimidad. Dado que esto es así, el
desacoplamiento estructural se mantendrá mientras exista el sistema
capitalista.
En tal sentido, es digno
recordar -como advertencia que puede ser un anticipo del futuro- que una de las
principales contradicciones que hizo que explotara el sistema soviético del
capital fué la pesada dependencia en tal Estado buscando la inalcanzable acción
correctiva. Ello empujó al Estado soviético a mejorar vigorosamente la
socialización de la producción -para poder maximizar la extracción de
plustrabajo políticamente- y al mismo tiempo, trató de reprimir con todos los
medios a su disposición, como si nada hubiese sucedido desde 1917, las
consecuencias necesariamente surgidas de la creciente socialización para una
potencial emancipación del trabajo. De esta manera, en lugar de corregir los
defectos productivos del sistema del capital soviético poscapitalista, a través
de una tasa de producción impuesta políticamente, este terminó con una mayor
tasa de socialización de la producción impuesta, que no pudo ser sostenida
tanto por su fracaso estructural en controlar la resistencia del trabajo como
por el bajo nivel de productividad que lo acompañaba. El derrumbe del sistema
soviético ocurrió bajo el peso insoportable de tales contradicciones.
El capital global carece de un estado mundial propio
El desacoplamiento
estructural también se puede reconocer en las relaciones contradictorias entre
el mandato totalizador del Estado y sus capacidades para lograrlo. El Estado
cumple exitosamente su rol solamente si puede mejorar el potencial productivo
inherente al desenfreno de las unidades reproductivas particulares cuando ellas
constituyen un sistema. En otra palabras, lo que está en definitiva en juego no
es simplemente la efectividad del apoyo que provee el Estado a tal o cual
fracción. Más bien, es la habilidad de asegurar el avance del “todo” en la
cambiante dinámica de expansión y acumulación. En efecto, el respaldo
preferencial que puede ser dado por un Estado determinado a las secciones
dominantes del capital -hasta de facilitar los mayores éxitos monopolísticos-
es parte de la lógica del avance del “todo” (que en la práctica significa: el
capital nacional total del Estado en cuestión), sujeto a la necesidad de
respetar a los límites mismos del sistema del capital.
Aquí es donde aparece una
gran contradicción. Para el sistema del capital -tal cual se ha venido
constituyendo históricamente- el “todo” vigorosamente respaldado por el Estado
no puede abarcar globalmente a las unidades reproductivas socioeconómicas
existentes. No es preciso decir que el surgimiento y consolidadción de los
capitales nacionales es un hecho histórico completamente consumado. Tampoco
puede haber dudas acerca de la realidad de las interacciones de los Estados
nacionales -frecuentemente desastrosas y conflictivas-. Pero esto también significa
que los capitales nacionales, en todas las formas de articulación conocidas,
estan inextricablemente entrelazadas con los Estados nacionales y dependen de
su respaldo, ya sean imperialismo dominantes o cuando ellos son sometidos a la
dominación de otros capitales nacionales y sus respectivos Estados.
El capital global, por el
contrario, está desprovisto de formación propia, a pesar de que el sistema
del capital afirma su poder -de forma extremadamente contradictoria- como
sistema global. Así el Estado del sistema del capital demuestra su incapacidad
de conducir la lógica objetiva desenfrenada del capital hasta su conclusión.
Una multiplicidad de Estados modernos fueron constituidos sobre las bases
materiales que tenía el sistema del capital en la evolución histórica, desde
las primeras formaciones estatales a las coloniales, bonapartistas,
burgueses-liberales, imperialistas, fascistas, etc. Todas estas variedades del
Estado moderno pertenecen a la categoría de “Estados capitalistas”. Por otro
lado, los diverso Estados poscapitalistas también se constituyeron en la
materialidad del capital -de manera modificada- y esta base persistió en las
sociedades postrevolucionarias, desde el Estado soviético a las llamadas
“democracias populares”. Más aún, nuevas variantes no sólo son teóricamente
factibles en el futuro, sino de hecho ya son identificables en nuestros días,
en particular como producto de la explosión del ex sistema soviético. Los
Estados que surgieron de sus ruinas no pueden ser calificados simplemente como
“Estados capitalistas”, al menos hasta la fecha. Si en el futuro se podrán
describir o no de esa manera, dependerá del éxito que tengan los esfuerzos para
reestablecer el capitalismo. Quienes en el pasado caracterizaron a la Unión
Soviética como una sociedad “Capitalista de Estado” deberán ahora repensarlo, a
la luz de lo que ha ocurrido recientemente. Aún hoy, más de doce años después
que Gorbachov inició su trabajo de restauración capitalista al ser promovido a
Secretario General, los sucesivos líderes estalinistas encontraron inmensas
dificultades para completar dicho proceso. A pesar del impreciso discurso de
moda sobre “conservadores” y “reformadores”, las verdaderas dificultades no
provenían de lo que se decía. Los “conservadores” de hoy, los “reformadores” de
ayer, así como sus corruptos sucesores -los diversos “Yeltsins” a quienes poco
antes se había celebrado con un incalificable entusiasmo en la prensa
capitalista occidental- son acusados (por The Economist, nada menos)por sus
“actos de gran irresponsabilidad”.[5] En verdad lo
que fue demostrado con el fracaso de la completa restauración del capitalismo
en Rusia (al igual que en las ex repúblicas soviéticas) es que los intentos de
revertir un sistema reproductivo social a través de la acción política a
cualquier nivel, son incapaces de rasguñar siquiera la superficie del problema,
cuando las bases mismas del metabolismo social del sistema capitalista (para el
caso, las del sistema del capital postcapitalista soviético) ponen obstáculos
reales a las transformaciones previstas.
No es factible restaurar
el Estado capitalista solamente a través de un cambio político, y menos aún el
instituir la “economía de mercado” capitalista sin introducir cambios
fundamentales (junto con todos sus prerrequisistos materiales) en el orden del
metabolismo social de las sociedades postrevolucionarias, en relación con el
profundamente transformado modo de regulación de la extracción de plus-trabajo
-primariamente político y no económico- bajo setenta años del poder político.
La carnada de la “ayuda económica” capitalista occidental puede ayudar al
máximo en el trabajo de restauración política, como realmente ha hecho, pero es
casi risible en los términos del monumental cambio del metabolismo social
necesario. Tal ayuda se reparte según el modelo de la “ayuda a los países
subdesarrollados”, atada a condiciones políticas con abierto cinismo y total
desconsideración por las humillaciones que deben tragar los “receptores de la
ayuda”. Así The Economist no titubea en defender abiertamente el uso del “gran
garrote de las sanciones económicas” expresando de manera estruendosa (en el
mismo tono con que se censuró a Yeltsin antes de que éste disolviera el
Parlamento ordenando a un regimiento de tanques disparar a los edificios con
gente adentro dando así una prueba concluyente de sus credenciales acorde con
las “expectativas democráticas” de Occidente) que “no debería ser enviada más
ayuda”[6] hasta que
el Presidente ruso se pusiera en línea, expiase sus “gruesas
responsabilidades”, expulsara “la dirección del Banco Central” y respaldara
al favorito del mes, “el reformista ministro de las finanzas Boris
Fyodorov”, etc.
Lo que resulta olvidado o
ignorado en esos enfoques de la “ayuda” es que los países del llamado “Tercer
Mundo” fueron subordinados como parte integral de los imperios capitalistas
antes de que trataran de entrar -con muy poco éxito- al camino de la
“modernización” post-colonial. Así -a diferencia de Rusia, donde la cuestión en
juego es el gran cambio que va desde la postcapitalista extracción política del
plustrabajo al anterior modo económico capitalista de extracción de plusvalor-
los países postcoloniales no tuvieron que hacer ningún esfuerzo para ser una
parte dependiente del sistema capitalista global dado que fueron totalmente
dependientes del mismo desde el principio. No debieron pelear por la
restauración del capitalismo dado que ya lo tenían -independientemente de cuán
subdesarrollados hayan sido- y en tal sentido, cuando los impactos
potencialmente perjudiciales producidos por los “vientos de cambio” aconsejados
por los maestros imperialistas se concretan (según el famoso discurso de
MacMillan), ya estaban en condiciones de manejar las nuevas formas de
dominación “neo-capitalista” y “neo-colonial”. En los países de la Unión
Soviética -precisamente porque estuvieron bajo el dominio del capital en una de
sus formas postcapitalistas- prevalecieron (y en cierto sentido todavia
prevalecen)muy diferentes condiciones. A esto se debe que la “ayuda económica”
del capitalismo occidental cien veces mayor (cuya magnitud repetidamente
prometida pero nunca realmente entregada a Gorbachov y a Yeltsin, es risible
aún en comparación con la que haría falta para convertir a Albania en un país
capitalista próspero) sigue siendo insignificante en relación al tamaño real
del problema al medirlo en la escala del cambio que es necesario en el
metabolismo social.
Los Estados del sistema
del capital -tanto en las variedades capitalistas como las postcapitalistas-
imponen (con mayor o menor éxito) los intereses de los Estados nacionales. En
completo contraste, “el Estado del sistema del capital como tal” constituye
hasta el día de hoy solamente una “idea regulativa” de tipo Kantiana sin signos
de realización futura, sin que sea ni siguiera discernible como una débil
tendencia histórica. Y ello no es nada sorprendente. La concreción de tal “idea
regulativa” presupondría la superación exitosa de todos los grandes antagonismos,
de las oposiciones constituyentes del capital global.
Así, la incapacidad del
Estado para proveer completamente lo que le requieren en definitiva las
determinaciones internas totalizantes del sistema capitalista, representa un
gran problema para el futuro. La seriedad de este problema se ilustra por el
hecho de que aún el Estado capitalista de la potencia hegemónica privilegiada
-los Estados Unidos de hoy- fracasará en su intento de cumplir con el mandato
de maximizar el desenfreno global del capital como tal, e imponerse como el
incontrovertible Estado dirigente del sistema global del capital.
Necesariamente sigue estando nacionalmente restringido en sus iniciativas
políticas y económicas -y su posición de poder hegemónico es potencialmente
amenazada como resultado de las cambiantes relaciones de fuerza al nivel de los
intercambios socioeconómicos y de las confrontaciones internacionales- sin
importar cuán dominante pudiera ser como poder imperial.
La incapacidad para
llevar el interés del sistema capitalista hasta sus últimas conclusiones
lógicas se debe al desacople estructural entre los imperativos que emanan del
proceso del metabolismo social del capital, y el Estado como estructura
política de mando comprensiva. El Estado no puede ser comprensivo y totalizante
al grado en que “debería serlo”, dado que en nuestros días no está siquiera de
acuerdo con los niveles ya alcanzados de integración del metabolismo social, y
menos con los requeridos para liberar al orden global de sus crecientes dificultades
y contradicciones. Al día de hoy, no hay ninguna evidencia de que este profundo
desacople pueda remediarse con la formación de un sistema de Estado global
capaz de eliminar los antagonismos presentes y potenciales del metabolismo del
orden global establecido. Las soluciones alternativas intentadas -bajo la forma
de dos guerras mundiales iniciadas con el objetivo de rediseñar las líneas de
las relaciones de los poderes hegemónicos prevalecientes- hablan sólo de
desastres.
El sistema capitalista es
un modo de control del metabolismo social irrefrenablemente orientado hacia la
expansión. Dadas las determinaciones internas de su naturaleza más esenciales,
las funciones políticas y materialmente reproductivas deben ser radicalmente
separadas -produciéndose de esa manera el Estado moderno como la estructura de
alienación por excelencia-, tal como se encuentran radicalmente divorciadas la
producción y el control en el Estado mismo. Pero “expansión” en este sistema
sólo puede significar expansión del capital a lo que debe subordinarse todo, y
no el logro de las aspiraciones humanas positivas y el suministro coordinado de
medios para su satisfacción. Esto se debe a que en el sistema capitalista los
criterios fetichistas totalizantes de la expansión deben imponerse en la
sociedad como una separación radical y alienación del poder de decisión
construido por todos -incluyendo la “personificación del capital” cuya
“libertad” consiste en imponer a otros los imperativos del capital- a todos los
niveles de la reproducción social, desde el dominio de la producción material
hasta los más altos niveles de la política. Los objetivos de la existencia
social son definidos por el capital a su manera, subordinando inexorablemente
todos los valores y aspiraciones humanas al logro de la expansión del capital,
y no puede haber espacio para la toma de decisiones diferente a la que
estrictamente concierne a encontrar los instrumentos mejor situados para
alcanzar la meta predeterminada.
Pero aún si se está
dispuesto a ser indiferente al carácter desolador de la acción humana confinada
a los estrechos márgenes de la búsqueda de la materialidad fetichistica, las
perspectivas de éxito no son brillantes a largo plazo. Como modo de control del
metabolismo social orientado a la expansión irrefrenable, el sistema
capitalista solo puede mantener el rumbo exitoso con la acumulación y tarde o
temprano estallará, como lo hizo el sistema capitalista del postcapitalismo
soviético. No había -no podía haberlo- una vía para derrocar desde afuera al
sistema capitalista soviético sin correr el riesgo del aniquilamiento de la
humanidad por medio de una guerra nuclear global. El dar una mano a Gorbachov y
sus amigos (con quienes aún Margaret Thatcher y compañia podían “hacer
negocios”) facilitó el estallido del sistema, y resultó una apuesta mejor. De
igual manera está fuera de cuestión “derrumbar desde afuera” al sistema
capitalista como tal, dado que no tiene “lado externo”. Ahora, la gran
mortificación de los apologistas del capital, el mítico “enemigo externo” -el
“imperio del diablo” de Ronald Reagan- también desapareció. Pero incluso el
dominio del sistema capitalista más o menos absoluto en nuestros días se
encuentra lejos de estar inmunizado contra las amenazas de inestabilidad. El
peligro no viene del mítico “enemigo interno”, asociado en los corazones de
Reagan y la Thatcher como al “enemigo externo” en la forma del “imperio del
diablo”. Reside, más bien, en la prospectiva de que la expansión y la
acumulación del capital lleguen un día a un parate total. El “Estado
estacionario” -que John Stuart Mill esperaba fuese materialmente sustentable y
políticamente liberal/democrático-, no es más que una auto-contradicción y el
sueño de un día, al que puede corresponder en realidad la pesadilla
absoluta de un autoritarismo global. Una forma de autoritarismo en comparación
con la cual, la Alemania Nazi de Hitler podría brillar como un modelo de
democracia.
Notas
[1] Véase Hegel.,
Filosofía del Derecho.
[2] Véase Mészáros, I., La necesidad de control social, The Merlin Press, 1971.
[3] Es digno de recordar que el monopolio comercial de la British East Indian Company sólo terminó en 1813, bajo las presiones del vigoroso desarrollo de los intereses de los capitalistas británicos, y que el monopolio de comercio chino sólo concluyó en 1833.
[4] La ley del desarrollo desigual mantiene validez bajo cualquier modo de control humano posible del metabolismo social. Es gratuita la suposición de su total desaparición en las condiciones de una sociedad socialista. Además no hay nada de malo en ello. El desarrollo desigual puede ser instrumental y positivo para el avance de la productividad. La verdadera preocupación de los socialistas debe ser que la ley de desarrollo desigual no ejerza su poder de manera ciega y destructiva, lo cual no ha podido se evitado hasta el momento. El desarrollo desigual en el sistema del capital se encuentra íntimamente ligado con la ceguera y la destrucción. Debe imponer su poder ciegamente debido a que necesita excluir a los productores de del control de las decisiones. Al mismo tiempo en el desarrollo del sistema del capital existe una dimensión destructiva. Las unidades socioeconómicas deben ser devoradas en el curso de la concentración y centralización del capital, aunque las figuras más relevantes de la economía política burguesa sólo logran ver su lado positivo hablando del “avance a través de la competencia”. Además, la destrucción, como parte de la normalidad del sistema de capital, se evidencia claramente durante las crisis cíclicas, manifestadas como sobreacumulación de capital. Más aún, la encontramos también de manera distinta en el creciente despilfarro del sistema en los “países del capitalismo avanzado”, orientando la creación y satisfacción de necesidades artificiales, a menudo celebradas por los apologistas del capital como la prueba autoevidente del “avance a través de la competencia”. Sin embargo, el poder destructivo del capital asume formas más graves con el paso del tiempo. De hecho la destructividad última del sistema aflora con particular intensidad -amenzando la sobrevivencia de la humanidad- cuando el ascenso histórico del capital, como orden del metabolismo global, se termina. Llega entonces el momento en que el “desarrollo desigual” no podrá ser mitigado en sus consecuencias devastadoras bajo este sistema.
[5] The Ecomomist, Yeltsin devaluated, 31 de julio - 6 de agosto de 1993.
[6] Ibíd.
[2] Véase Mészáros, I., La necesidad de control social, The Merlin Press, 1971.
[3] Es digno de recordar que el monopolio comercial de la British East Indian Company sólo terminó en 1813, bajo las presiones del vigoroso desarrollo de los intereses de los capitalistas británicos, y que el monopolio de comercio chino sólo concluyó en 1833.
[4] La ley del desarrollo desigual mantiene validez bajo cualquier modo de control humano posible del metabolismo social. Es gratuita la suposición de su total desaparición en las condiciones de una sociedad socialista. Además no hay nada de malo en ello. El desarrollo desigual puede ser instrumental y positivo para el avance de la productividad. La verdadera preocupación de los socialistas debe ser que la ley de desarrollo desigual no ejerza su poder de manera ciega y destructiva, lo cual no ha podido se evitado hasta el momento. El desarrollo desigual en el sistema del capital se encuentra íntimamente ligado con la ceguera y la destrucción. Debe imponer su poder ciegamente debido a que necesita excluir a los productores de del control de las decisiones. Al mismo tiempo en el desarrollo del sistema del capital existe una dimensión destructiva. Las unidades socioeconómicas deben ser devoradas en el curso de la concentración y centralización del capital, aunque las figuras más relevantes de la economía política burguesa sólo logran ver su lado positivo hablando del “avance a través de la competencia”. Además, la destrucción, como parte de la normalidad del sistema de capital, se evidencia claramente durante las crisis cíclicas, manifestadas como sobreacumulación de capital. Más aún, la encontramos también de manera distinta en el creciente despilfarro del sistema en los “países del capitalismo avanzado”, orientando la creación y satisfacción de necesidades artificiales, a menudo celebradas por los apologistas del capital como la prueba autoevidente del “avance a través de la competencia”. Sin embargo, el poder destructivo del capital asume formas más graves con el paso del tiempo. De hecho la destructividad última del sistema aflora con particular intensidad -amenzando la sobrevivencia de la humanidad- cuando el ascenso histórico del capital, como orden del metabolismo global, se termina. Llega entonces el momento en que el “desarrollo desigual” no podrá ser mitigado en sus consecuencias devastadoras bajo este sistema.
[5] The Ecomomist, Yeltsin devaluated, 31 de julio - 6 de agosto de 1993.
[6] Ibíd.
La traducción que presentamos fue realizada para
Herramienta por Daniel Acosta.
Fuente: Revista Herramienta Nº 5 / http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-5/la-reproduccion-del-metabolismo-social-del-orden-del-capital-primera-parte / http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-6/la-reproduccion-del-metabolismo-social-del-orden-del-capital-segunda-parte
Fuente: Revista Herramienta Nº 5 / http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-5/la-reproduccion-del-metabolismo-social-del-orden-del-capital-primera-parte / http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-6/la-reproduccion-del-metabolismo-social-del-orden-del-capital-segunda-parte