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Plaza Djema, en Marrakech |
Miguel Muñoz
1. En una ciudad árabe con más de un millón de habitantes, sin
industria, sin puerto y con un clima semidesértico poco agraciado para la
agricultura y la ganadería es difícil convertirse en ese tipo de turista que se
mezcla entre la población y pasa inadvertido: las hordas de visitantes que las
compañías aéreas de bajo coste inyectan en Marrakech son la principal y casi
única fuente de ingresos de sus habitantes, y éstos se lanzan a exprimirla sin
pudor. En el turismo a la europea, la tendencia natural es callejear por las
tiendas, visitar los lugares, y detenerse en algo que atrape el interés. Lo que
choca de frente con el planteamiento de los marraquechíes, que parten de la
premisa de que al turista le interesa todo aunque él no lo sepa. Pasear por el
casco histórico consiste, esencialmente, en esquivar a vendedores de ropa o
alhajas, ser increpado por media docena de escanciadores de zumo de naranja a
la vez, quitarte de encima los monos y serpientes que los buscafotos te echan
encima, repetir media docena de veces en cada zoco o palacio que no necesitas
un guía, y desprenderte de las tatuadoras de henna que tratan de pararte
tirándote de las mangas, con la esperanza de que quizá, aunque hayas pasado por
delante de su puesto y lo hayas visto, quieras un tatuaje pero no habías
reparado en ello.
2. La Plaza de Djema el Fnaa debe estar en baja forma. Antes del
viaje, las guías de bolsillo me prometían bailarinas de danza del vientre,
danzadores travestis, cuentacuentos y encantadores de serpientes bajo el sello
de calidad Patrimonio Oral de la Humanidad de la UNESCO, que no sé si será muy
importante, pero desde luego suena bien. Lo que me encuentro es que entre los
trabajadores callejeros de la plaza no impera la meritocracia. Los artistas no
hacen nada demasiado vistoso: hay tipos con un gorro coloreado que le dan
vueltas a una carraca con una mano mientras piden dinero con la otra. Hay
presuntos encantadores que tocan continuamente la misma chirriante melodía de
flauta mientras su serpiente duerme apaciblemente la siesta. Hay adiestradores
de monos que, cuando no están persiguiendo a los caminantes para ponerles al
simio sobre el hombro y cobrarles por la foto, están apaleando al pobre animal
porque intenta echar a correr y escapar de su gris existencia de atracción de
feria. De los cuentacuentos, los travestis y las bailarinas ni rastro, aunque
hay un par de trazas del folclore marroquí que a las listas de curiosidades de
las guías de viajes les encantan: los aguadores, cuyo trabajo tradicional dejó
de ser útil hace tiempo y ahora se ganan la vida cobrando por posar para las
fotografías; y los dentistas, que se dedican a exponer montañas de dientes
sobre una mesa con mantel en mitad de la plaza. Cuenta la leyenda que los
marraquechíes los seleccionan para hacerse dentaduras a medida. No quiero saberlo,
nunca me han gustado los dentistas.
3. Es Ramadán. Con los cincuenta grados de calor que llegan a
marcar los termómetros, pasarte el día vendiendo comida y agua en la calle sin
poder probar ni un bocado ni beber una gota debe ser, cuanto menos, molesto. A
lo que hay que sumar que en Marruecos fumar es una extendida moda masculina, y
tampoco está permitido a lo largo del mes sagrado mientras brille el sol. Hay
quien lleva la penuria con resignación, pero otros ceden al mal humor. Una
pareja de homosexuales españoles camina de la mano, mientras uno de ellos bebe
un largo trago de una botella de agua mineral. Un autóctono en bicicleta se los
cruza y les grita: “¡Ramadán!” —es la forma que tienen de pedirte discreción al
comer o beber en público, para respetar su ayuno—. La pareja le grita: “¡Que te
calles!”. El hombre da la vuelta, baja de la bicicleta y trata de separarles
las manos entrelazadas. Ellos gritan, hay zarandeos y el hombre finalmente se
decide a irse con su enfado a otra parte. Horas más tarde, sufro los gritos de
una tatuadora de henna que me descubre haciendo una foto de la plaza en la que
ella aparece. Solo borrarla delante suya la disuade de su intención de llamar a
la policía o, peor aún, a su marido. A las siete y media de la tarde suena una
alarma, retransmitida por toda la ciudad a través de los altavoces de las
mezquitas, que me recuerda a esos avisos que suenan en las películas bélicas
cuando los aviones se acercan a bombardear la ciudad. Pero la noticia que
transmiten es mucho más alegre: se acabó el ayuno. En los diez minutos mágicos
que vienen después, los marraquechíes se olvidan de los turistas y se reúnen en
corros para comer. Es el único momento en el que se puede callejear
tranquilamente. A las nueve y media, toda la ciudad se dirige a la Koutoubia,
la principal mezquita cuyo alminar es el único punto de referencia con el que
puedes orientarte en el skyline de la ciudad, plagado de antenas parabólicas y
edificios bajos de altura y color —añil— estándar. Pasada la ira del ayuno, los
hombres, mujeres y niños forman riadas humanas en las calles para acudir al
rezo. Hay parejas de amigos, y descubro que casi todos van de la mano: pero con
la leve diferencia de que agarran a su compañero por la muñeca. El
entrelazamiento de manos habitual les resulta escandaloso en dos hombres. Unos
centímetros de diferencia desatan la intolerancia.
4. El palacio Badia es un monumento a la envidia humana. Lo
construyó en el siglo XVI el sultán Ahmed al-Mansour, y los documentos
oficiales de la época hablan de lujosas estancias revestidas de oro, turquesas
y cristal. Los documentos oficiales de entonces son el equivalente a los
actuales gabinetes de comunicación política: hay que concederles una
credibilidad limitada. Puede que el palacio fuese espectacular, pero no hay que
imaginarse la exagerada opulencia que los cronistas árabes, que siempre han
sido muy dados a la poesía, le concedieron. En cualquier caso, los rivales del
sultán lo saquearon y lo arrasaron setenta años después de su construcción. Una
práctica habitual entre oponentes políticos —las tumbas de los saadíes, por
ejemplo, corrieron una suerte algo más benévola: tras la caída de la dinastía
saadí, sus rivales políticos optaron por tapiarlas, hasta que, en el siglo
pasado, unas fotografías aéreas las redescubrieron—. Así que hoy, además de un
símbolo de la envidia, el palacio es poco más que un solar rodeado de muros
medio derruidos por el que pagar una entrada. Por algo más de dinero, ingenuo
de mí, pago una visita extra a “las escaleras de la mezquita”, esperando poder
subir a un alminar y contemplar las vistas. Lo que me encuentro es un cuartucho
vigilado por tres guardias —uno dormido y dos que escuchan pop árabe hortera en
un transistor— que contiene un púlpito: las escaleras de madera que usa el imán
de una mezquita para subirse cuando llama a la oración. Profusamente decorado,
eso sí, por artistas cordobeses de la época del reino nazarí de Granada. Que me
perdonen los aficionados a las escaleras de madera ornamentadas, pero pocas
veces en mi vida me he sentido tan idiota.
5. Marrakech es la ciudad de las motos. Scooters y Vespinos son un
peligro que acecha en cualquier rincón. Salen de las puertas de las casas, se
abren paso a pitadas entre los ríos de gente, e incluso algunos motoristas
impetuosos se bajan de la moto en plena calzada y se enzarzan en peleas a
puñetazos. La escena de una moto pasando a toda velocidad por las callejuelas
de los zocos y los comerciantes y transeúntes gritándoles maldiciones se repite
con frecuencia. Para los marraquechíes motorizados a dos ruedas la diferencia
entre zonas para peatones y zonas para vehículos es una frontera muy difusa, y
un bocinazo es para ellos una exención de toda responsabilidad posterior.
Sorprendentemente, pese a la temeridad de los conductores, no presencio un solo
accidente, ni siquiera un amago.
6. En pleno callejeo me interrumpe una escena de color local. Un
chico y una chica, poco más que adolescentes, pelean en plena calle como
fieras. Él le propina patadas altas, ella le da bofetadas y le tira de la
camiseta hasta que consigue desgarrársela. Cuando sus respectivos amigos
intervienen no es para separarlos, sino para discutir entre ellos cuál de los
dos tiene la razón mientras los otros siguen dejándose caer algún golpe ocasional.
Al final gana ella tras lanzarle un jarrón que no le acierta por centímetros y
rematar con un sonoro bofetón que deja al perdedor con la cara roja. A mí,
mientras observo la escena, me invade una secreta alegría interior. Me gustan
las mujeres peleonas, y más en terreno hostil para ellas. Pero el episodio
también me sirve para fijarme que en Marrakech las peleas deben ser deporte
olímpico —aunque quizá tenga algo que ver el mal humor del Ramadán—. Basta un
sencillo experimento: subir a una terraza de la plaza Djema el Fnaa y otear la
marea humana en busca de conflictos privados. En apenas dos horas llego a
contar seis. Entre ellos dos niñas de apenas diez años que se lían a puñetazos
hasta que empiezan a aparecer hermanos y hermanas mayores —o primos, quizá—
hacia los que deriva la pelea. Toda la situación me resulta más auténtica que
los aguadores, las serpientes, los vendedores de naranjas y las tatuadoras de
henna que la rodean. Es lo único que no está hecho a medida de turistas.
7. Ahmed está casado —con una sola mujer, recalca— y tiene cuatro
hijos. Es el conductor de una furgoneta que traslada a turistas desde Marrakech
hasta Zagora. Un recorrido por carreteras estrechas de más de 400 kilómetros,
que atraviesa el Alto Atlas por puertos que casi llegan a los 3.000 metros de
altura, para luego bajar al árido valle del Draa, una de las puertas de entrada
al norte del Sáhara. Para los quince turistas que viajamos en la furgoneta,
cada trozo de camino es algo maravilloso. Para Ahmed es un paisaje que está
harto de ver, y que en agosto, a 50 grados de calor y sin poder tomar nada por
el Ramadán debe resultar especialmente odioso. Por si fuera poco, una pareja de
españoles —fieles a nuestra imagen de gente que se toma más confianza de las
que debe— empieza a hacerle preguntas sobre por qué es musulmán y por qué no se
deja de chorradas, se cambia de religión y se pone a beber cerveza y a comer
jamón en vez de tener que ayunar. Él no responde nada. Ni siquiera borra la
media sonrisa que mantiene constantemente. Tampoco se inmuta cuando un grupo de
argentinos le pide que quite el cassette de pop árabe bailón, que hace un rato
nos ha puesto con orgullo para que conozcamos los éxitos de su país, y les deje
a ellos poner cumbia argentina en su móvil con mp3. Ahmed hace bromas y juega
con los niños que nos acompañan, pero evita cualquier tema comprometido. El
islam, la política de su país, las costumbres familiares... Probablemente nos
considere un grupo de turistas estúpidos que llegamos a Marruecos con prejuicios
y dinero y que volvemos con los mismos prejuicios y menos dinero. Probablemente
tenga razón.
8. Ahmed nos para en varios puertos de montaña mientras atravesamos
el Atlas. Diez minutos para hacer fotos y, si da tiempo, mirar hacia la
inmensidad de las montañas y los barrancos pensando algo profundo. En cada
mirador se repite el mismo cuadro. Varias furgonetas paradas y un vendedor que
ofrece sobre una alfombra sus tesoros: piedras que trata de hacer pasar por
valiosos minerales. Todas las guías de viajes advierten que, salvo excepciones,
suelen ser falsificaciones o, directamente, pedruscos de montaña sin ningún
valor. Lo que no impide que siempre caiga algún incauto. La misma pareja de
españoles que animaba a Ahmed a comer jamón compra una. Ella le regaña a él por
ser tan fácil de engañar, pero él asegura que es auténtica. Es la tercera que
compra en los pocos días que lleva en Marruecos. Viendo cómo los vendedores
recorren a pie kilómetros de carretera con su alfombra llena de “minerales” al
hombro para desplazarse desde sus pueblos hasta los miradores turísticos, me
siento culpable por no estar contribuyendo a la economía local, aunque ésta
consista en la venta de piedras inútiles. Algo más de mérito tienen que esos
mendigos que aprovechan la limosna que impone el Ramadán para recorrer
Marrakech poniendo la mano.
9. Zagora, ya en pleno desierto y cerca de la frontera con Argelia,
fue el punto de partida de los saadíes para la conquista de Tombuctú y parada
habitual de las caravanas que atravesaban el Sáhara con las alforjas de sus
camellos cargadas de seda y especias. Es el primer lugar de Marruecos que
conozco en el que los camellos están integrados en la estampa de la ciudad.
Están atados en las puertas de las casas y caminando a sus anchas por las calles.
Años después de que las caravanas desapareciesen, el turismo ha traído a la
ciudad un revival camellero y varios hoteles de lujo. La imagen de aventura de
este oasis verde en mitad de las dunas es irresistible. Desde allí, los
pasajeros de Ahmed formamos una caravana de camellos guiada por tres bereberes.
Cabalgamos durante dos horas que la mayoría pasa quejándose de lo incómodo que
es montar sobre una joroba y haciendo bromas sobre la tendencia que tienen los
animales a escupir. El atardecer sobre el desierto me anima a intentar
abstraerme buscando mi momento de misticismo, pero una cumbia argentina que
comienza a sonar interrumpiendo el silencio trunca mis propósitos. Un móvil con
mp3, ese invento de Satán, va soltando canciones de Los Redondos. El argentino
orgulloso de su música patria posa mientras sus amigos le graban en vídeo,
gritando a la cámara que están escuchando cumbia en el Sáhara. Que me perdonen
los lectores argentinos que sepan utilizar auriculares, pero ahora odio a Los
Redondos.
10. Tras dos horas de travesía en camello, llego con mi grupo a un
campamento entre dunas donde vamos a pasar la noche. En una gran jaima donde
hace un calor infernal, cinco bereberes de la zona atienden al medio centenar
de turistas que hemos llegado buscando la aventura del desierto. Tras ofrecer
una sesión de bailes y percusión al aire libre, el más joven de ellos, Mohamed,
se dedica a charlar con los visitantes. Habla cuatro idiomas: árabe, amazigh,
francés e inglés. Estos dos últimos los ha aprendido a base de conversar con
los turistas. A diferencia de la mayoría de sus compatriotas, Mohamed sí se
muestra dispuesto a contar cosas sobre los aspectos menos idílicos de la
sociedad marroquí. Nació y creció en un pueblo de las montañas del Atlas donde
sufrió el abandono que padecen los bereberes en Marruecos: “No había escuelas,
porque nadie quería pagarlas. Yo nunca he ido al colegio”. Confiesa que ahora
se gana la vida organizando tours por el desierto porque le resulta mucho más
sencillo que pastorear ganado por el monte, su anterior oficio. Además, aunque
le gusta el estilo de vida tradicional de su pueblo, disfruta de pequeñas
ventajas de la globalización, como tener un teléfono móvil moderno. Aunque le
encuentra una pega a su nuevo trabajo: odia con toda su alma a los camellos.
“Apestan, escupen y no paran de gemir. Son animales asquerosos”, afirma.
Posdata
“Me gusta hacer este tipo de viajes porque conoces culturas diferentes
y no sé, como que sales enriquecido”. Lo dice, bajo la luz de la luna del
desierto, el mismo turista que se ha pasado la travesía en camello del desierto
poniendo a todo volumen cumbia argentina, y que reconoce que se ha gastado
cerca de 100 euros en baratijas.