
David Brooks
“Si ves algo, di algo”. El mensaje oficial
antiterrorista del gobierno estadunidense se repite en carteles, anuncios en
las estaciones de metro, en los medios, mientras cada vez más cámaras graban
los movimientos de ciudadanos, y en los aeropuertos los pasajeros son sometidos
a múltiples inspecciones y una ley permite a las autoridades espiar a la
población.
Pero a lo largo de estos
10 años después del 11-S, al parecer nadie vio ni dijo nada (oficialmente) de
otra amenaza que ha causado más destrucción que ese atentado terrorista: la
crisis económica. El “terrorismo” ha sido sustituido por la inseguridad
económica como el asunto nacional de mayor preocupación en este país.
Sin embargo, poco ha
cambiado en el discurso oficial (a fin de cuentas aún tienen que justificar
varias guerras y medidas de seguridad). El clima de temor generado por los
atentados del 11-S alcanzó toda esquina del país, nutrido por la cúpula
política y por los grandes medios, y transformó el panorama político y social.
El 11-S justificó la
creación de una nueva secretaría, tal vez la más grande burocracia federal
después del Pentágono, que lleva el nombre ominoso de “Departamento de
Seguridad Interna”. Su titular, Janet Napolitano, emitió un comunicado hace un
par de días que resume la retórica oficial actual: “a medida que se acerca el
décimo aniversario de los ataques terroristas del 11 de septiembre, la
seguridad de la población estadunidense sigue siendo nuestra principal
prioridad”. Por ahora, reportó, aunque no se cuenta con información de que
terroristas “estén planeando ataques en Estados Unidos para coincidir con el
décimo aniversario del 11 de septiembre, seguimos en un máximo estado de
vigilancia, con medidas de seguridad listas para detectar y frustrar ataques
contra Estados Unidos, si surgieran”. Concluyó: “Les recordamos a nuestros
socios locales, estatales y federales, y al público, que se mantengan atentos e
informen de cualquier actividad sospechosa a las autoridades locales y agentes
de la ley”.
Con el 11-S, el tema de
“seguridad” se convirtió en el objetivo supremo de los gobernantes y se usó
tanto para promover una política bélica internacional como para controlar, si
no suprimir, la disidencia. La retórica oficial desde el 11-S hasta ahora es
una combinación de convocatoria a “la unidad” patriótica con lo anunciado por
George W. Bush: “o están con nosotros o están con los terroristas”.
Las consecuencias
políticas del 11-S, dentro y fuera de Estados Unidos, fueron justo las
pronosticadas por Noam Chomsky en entrevista con La Jornada tres días
después del ataque, cuando expresó que los atentados son “un regalo a la
derecha dura jingoísta estadunidense, y también a la de Israel... Ésta será una
oportunidad maravillosa para imponer más reglamentación, más disciplina,
promover los programas que desean aquí…” Y advirtió que los gobernantes
“esperarán –tal vez fracasarán– poder aplastar a la disidencia interna. En
general, las atrocidades y la reacción ante ellas fortalecen a los elementos
más brutales y represivos en todas partes”.
En los primeros meses
después del 11-S se atacaba a opositores de la política oficial casi como
traidores. En ese clima se aprobó la Ley Patriótica, que otorgó nuevos poderes
al Ejecutivo para espiar a la población y la FBI, entre otras agencias, empezó
a usar esta ley para incrementar su vigilancia de diversas agrupaciones, sobre
todo las musulmanas, pero también las que se oponen a la guerra. El llamado
“gobierno secreto” multiplicó sus presupuestos y personal tanto para misiones
internacionales como para la seguridad interna.
Diez años después, la
opinión pública está dividida sobre las políticas antiterroristas que se
impulsaron después del 11-S. Sólo una cuarta parte piensa que las guerras en
Irak y Afganistán han disminuido las posibilidades de atentados terroristas en
Estados Unidos; las mayorías creen que esas guerras han incrementado el riesgo
de ataques terroristas o no han cambiado en nada ese riesgo, según un nuevo
sondeo del Centro de Investigación Pew.
Con el paso del tiempo,
cada vez menos estadunidenses piensan que es necesario ceder libertades civiles
para frenar el terrorismo en el país; ahora el 40% piensa que sí es necesario,
comparado con 55% de poco después de los atentados en 2001. Ahora, una
mayoría, 68% contra 29%, se opone a la vigilancia de llamadas personales y
correos electrónicos por parte del gobierno (www.pewresearch.org).
Pero todo está bajo
vigilancia, o por lo menos ésa es la impresión que se quiere dar. Además de
militares, policías y agentes del gobierno, hay más de un millón de guardias
privados –muchos veteranos de guerra– en Estados Unidos, más del doble que hace
una década, para vigilar desde campos de golf hasta malls y casas de
ricos, reporta el Washington Post. Las videocámaras de seguridad
están por todas partes (dicen). A tal grado que, una empresa de modas, Kenneth
Cole, tenía una campaña de publicidad que sugería que como el ciudadano es
fotografiado decenas de veces cada día, es importante vestirse y verse bien.
El temor como eje central
de la vida política no es nada nuevo en este país, y la “amenaza” externa es
columna vertebral del discurso estadunidense, incluida la “amenaza” de esos
“otros” dentro del mismo país, donde juega una parte clave el asunto de la raza
y los inmigrantes, como las “ideologías” ajenas. Ese temor se sigue nutriendo
con menciones de “alertas máximas” repetidas hasta el cansancio.
Para el veterano
comentarista Frank Rich, en un artículo en la revista New York, lo
que sucedió después del secuestro de los aviones que perpetraron el 11-S fue
“otro secuestro: el del 11-S por aquellos que lo explotaron por motivos grandes
y pequeños, tanto ideológicos como abiertamente comerciales”, incluido el uso
del ataque para lanzar una guerra contra un país que no había atacado a Estados
Unidos, como para fines político-electorales.
Pero Rich afirma que al
revisar la última década, “tal vez el suceso más consecuente de los últimos 10
años podría no haber sido el 11-S o la guerra en Irak, sino el saqueo de la
economía estadunidense por los que están en el poder en Washington y Wall
Street. Esto ocurrió a plena vista, o por lo menos así lo podemos ver ahora
desde cierta distancia. En su momento, estábamos tan enfocados en la amenaza
externa de Al Qaeda a Estados Unidos que no prestamos la atención apropiada a
las amenazas más prosaicas dentro del país”.
Y es que una década
después, otra amenaza ha sustituido a la del “terrorismo” como máxima
preocupación nacional: la peor crisis económica desde la gran depresión que ha
destruido las vidas de millones de familias en este país. La década que comenzó
con el derrumbe de las Torres Gemelas, causado por el primer ataque externo a
Estados Unidos, está concluyendo con los escombros económicos y sociales de una
crisis económica que no fue provocada por “terroristas” extranjeros, sino por
políticos y banqueros estadunidenses.