
Peter Handke
Este libro corresponde casi por completo a las
anotaciones posteriores a dos visitas mías a la Yugoslavia en guerra. Al leer
las pruebas del texto (en diciembre de 1999), he tachado, añadido o cambiado,
como mucho, palabras sueltas, nunca una frase completa. Había transcurrido
medio año desde el final de la guerra y, naturalmente, estuve tentado de añadir
algunos comentarios; sin embargo, no lo hice, salvo la nota al pie en la página
42. Y algún que otro punto se convirtió en interrogante.
La víspera de la partida
estoy en una brasserie de Versailles, con un matrimonio yugoslavo amigo cuya hija
de doce años va a un colegio francés. El primer día de la guerra de la OTAN
contra Yugoslavia toda la clase se solidarizó con la compañera y envió una
carta de protesta al presidente francés. En la actualidad, transcurridos cinco
días desde el comienzo de los cada vez más intensos ataques con misiles y
bombas, la televisión ya no muestra otra cosa que refugiados albaneses; se
habla casi exclusivamente de la “guerra en Kosovo” en lugar de la “guerra
contra Yugoslavia”, y los compañeros de clase de la niña yugoslava empiezan a
avergonzarse de su protesta contra la guerra. El padre quiere quedarse aquí, en
Europa occidental, donde podría luchar mejor por la causa de su país; la madre
quiere regresar a su casa en Yugoslavia, por un lado porque su hijo vive allí,
pero también porque sí.
El día siguiente (martes,
31 de marzo), en el aeropuerto de Roissy, en el embarque para Budapest, caras
familiares que, al mismo tiempo, en este entorno, resultan extrañas: son los
miembros de la embajada de Yugoslavia en París. Por algún lado, dentro del
grupo más bien pequeño, está el embajador; todos abandonan Francia. Algunos ya
se fueron el día anterior. Un solo hombre se queda para los asuntos consulares;
ha acompañado a los otros y ahora espera medio apartado, al fondo. Es Jovan K.,
serbio del Kosovo rural, hijo de campesinos, juez de formación, luego
diplomático –más bien contra su voluntad–, primero en Belgrado y finalmente en
París, donde se queda con la familia; su mujer no quería seguirlo más allá de
la frontera de Kosovo. Ahora, él solo, un hombre muy esbelto, bastante alto,
aquejado de una dolencia de la cadera, guardará toda la embajada yugoslava.
Tiene los ojos almendrados, muy oscuros y brillantes, como la gente
representada en los frescos de Ohrid, Dečani, Pec, y una voz quebrada se diría
que desde su nacimiento, pero al mismo tiempo sonora; indiferente e insistente
a la vez.
Durante el vuelo, la pila
de periódicos bélicos europeos: a la llegada masiva de habitantes de Kosovo a
las fronteras albanesas, macedonias y montenegrinas (=yugoslavas) todavía la
llaman “éxodo”, y no “expulsión” o “deportación”. El principal titular, de
Londres a Madrid, reza: “Confirmado” por el portavoz de la OTAN en Bruselas,
Mr. J. S., el “asesinato” de dos líderes albano-kosovares a manos de “los
serbios”; foto grande de uno de los asesinados, un poeta, en la portada del
Süddeutsche Zeitung, junto con un largo obituario de las dos víctimas.
Únicamente en el Figaro francés aparece una escueta nota en la que se dice que,
simultáneamente a la noticia de su muerte, se había visto al poeta subiendo a
un autobús en Priština. (Unos días más tarde, más escueta todavía y en las
últimas páginas de los periódicos, la rectificación de la noticia de las dos
muertes. Una de las presuntas víctimas comentaba, “con mucho sentido de humor”,
en una “conferencia de prensa en Londres”: “Yo mismo me creí la noticia de mi
muerte”.) En el diario español El País, comentario del escritor V. M. F. sobre
las protestas y manifestaciones contra la guerra de la OTAN –que el
comentarista considera “inevitable” – por parte de los futbolistas yugoslavos
que juegan en la liga española: “Lo que no puede tolerarse es que un grupo de
niños mimados cuya única seña de identidad consiste en golpear habilidosamente
una pelota, tenga a su disposición todos los medios, y, lo que es más grave,
los noticieros de la televisión pública, para dar mítines fascistas… El jugador
Mijatovic, a quien yo conocía más por sus amoríos célebres que por sus goles,
dijo una frase memorable: ‘Kosovo; eso es nuestro’. Ayer le vi envuelto en su
bandera genocida marchando codo con codo junto a los líderes de Izquierda
Unida... Parece razonable que esta escuadra hoy militarizada –no sabía que
hubiera tanto infiltrado serbio en el fútbol español– luzca un brazalete negro
o se niega a jugar. Como tienen contratos millonarios...”. El País: érase una
vez un periódico. En la portada de Le Monde, el principal comentario acerca de
la expulsión de Yugoslavia de los periodistas de los países en guerra (ahora
vuelven a estar admitidos) insistía en el leitmotiv: “La primera víctima de la
guerra es la verdad”. Es decir, los periodistas occidentales son los guardianes
de la verdad. Otro leitmotiv, que esta vez tomo prestado de la moraleja de una
fábula china: cuando el sabio señala un objeto con la vara, el necio mira la
vara en lugar del objeto. El necio lector de periódicos se pregunta: ¿Y qué
ocurre si el objeto es señalado de tal modo que el espectador o lector, sea
necio o no, no pueda evitar mirar la vara cimbreante, batiente, gesticulante,
golpeadora, en lugar de lo que se pretende señalar? Y una segunda ocurrencia,
mía del todo: esta expulsión fue una estupidez “típicamente serbio-yugoslava”;
la medida debería haberse tomado mucho antes, hace años, pero ahora, en plena
guerra mundial contra el país, al contrario, se debería hacer volver a los
periodistas, o se deberían hacer venir a otros periodistas distintos, muy
distintos; pero, ¿dónde están? Y si viniesen, ¿sabrían ver e informar sin hacer
aspavientos? ¿Cuándo ocurrirá eso? Sobre los Alpes el cielo está despejado;
abajo, entre Salzburgo y Berchtesgaden, el “mar de piedra”, un Tíbet blanco,
sin fisuras, sin rastro humano; en el Times, “The night sky in April”: “Mars
reaches 1.6 magnitude, much the brightest object in the eastern sky, as it
moves westward against the stars from Libra back into Virgo”. ¿Europa, Europa?
Maniobras de aterrizaje
sobre Budapest, adonde llegamos desde el oeste, sobrevolando la ciudad. ¿No
habrá algún cementerio por aquí?, pensé. Y había uno allí mismo, cerca de la
pista de aterrizaje, grande como un campo de trigo en Kansas o Illinois.
Solo caras desconocidas
entre la multitud apretujada que espera en la terminal del aeropuerto húngaro,
reluciente de dinero occidental. Entre esas caras desconocidas y distantes, hay
algunas que, sin embargo, me resultan extrañamente familiares. Como supe luego
por éste y aquél, eran los rostros –a la vez remotos y en primer plano– de
serbios o yugoslavos venidos de de Novi Sad, de Belgrado, de Niš, de Priština,
etc., para recoger a familiares y amigos que regresan de Europa occidental.
Apartado de los que
esperan, Zlatko me da un golpe por detrás con el dedo; sus ojos parecen
cansados, inusualmente quietos, y es que su país está siendo atacado; ha
conducido de un tirón de Salzburgo hasta Budapest. Nos dirigimos hacia el
coche; guarda mi mochila –que con más de más de veinte años a cuestas se está
haciendo trizas– en el maletero, junto a dos grandes bidones de gasoil. El
maletero, al contrario de nuestros anteriores viajes por Yugoslavia, está más
bien vacío; Zlatko ha dejado en casa su habitual maleta gigante, llena de
camisas bien planchadas y trajes con botones de metal. (Como de tácito acuerdo,
apenas nos cambiaremos de ropa en los próximos cuatro días).
Al caer la tarde partimos
hacia el sur, a través de la Puszta húngara, avanzando la mayoría del tiempo
por una autopista recién asfaltada. Escaso tráfico, casi todo matrículas
húngaras. De vez en cuando miramos al cielo brumoso, donde todavía luce un
tenue sol: Hungría acaba de entrar en la OTAN y los aviones bombarderos podrían
utilizar su espacio aéreo para vuelos de aproximación. Luego, encapotamiento y
llovizna: ¿¡el peligro ha disminuido!? En la autopista apenas transitada hacia
Szeged, unos diez kilómetros antes de la frontera yugoslava, un bulto brilla
con destellos malva: un faisán arrollado; Zlatko quiere llevárselo para comerlo
al otro lado de la frontera; ¿quién sabe cómo está allí el tema de los víveres?
En Horgos, en la aduana,
el crepúsculo. Nada de tráfico, sólo unos cuantos camiones en un aparcamiento,
que parecen vacíos (después, las siluetas mudas de los conductores en las
cabinas). La frontera nos resulta familiar, para Zlatko más que para mí: desde
hace veinte años éste ha sido su trayecto de vuelta a casa, a Porodin, el
pueblo de sus padres, cerca del Velika Morava. Pero esta vez no encontramos el
paso franco; las barreras están bajadas en todas partes. Finalmente, un puesto
con un aduanero húngaro en su garita. Nos pregunta adónde vamos, respondemos
que a Subotica, Novi Sad... El aduanero: ¡Pero si por aquí no se va a
Yugoslavia, sino a Rumanía! ¿Tanto nos habíamos perdido? También Zlatko, que ha
pasado por aquí tal vez unas cincuenta veces, está confuso, casi trastornado.
Entonces, el aduanero ríe: nos ha gastado una broma; por supuesto que éste es
el paso fronterizo a Yugoslavia; “aviones bombarderos”, dice, mientras sigue
riendo.
La aduana yugoslava está
unos pocos metros más adelante; no hay muchos coches aparte del nuestro, y son
de la cercana Subotica. Esta noche todavía hay más policía de frontera que
soldados (a la vuelta, la relación sería la inversa). ¿¡Hay que pagar aduana
por el combustible que llevamos en los bidones de atrás!? Cuestión sin
resolver. El siguiente turno de noche la aclarará, pues el actual ya se está
retirando. Mientras esperamos abonamos la tasa de entrada. Después aguardamos
sentados en el bar de la frontera. Unos pocos clientes aquí y allá, todos en
silencio, sentados en las mesas pulcramente dispuestas, ven la televisión. Las
noticias se emiten primero en húngaro y solo a continuación en serbio; en el
paso fronterizo de Horgos empieza Voivodina, de minoría serbia. Pančevo
bombardeada, Priština bombardeada, Kragujevac bombardeada (fue allí donde, en
la Segunda Guerra Mundial, los alemanes, como represalia por los asaltos
partisanos, organizaron un fusilamiento masivo de estudiantes adolescentes). Y
de pronto la televisión empieza a emitir lo que, conforme a los cánones
occidentales, se entiende por “propaganda”: secuencias de soldados y bailarines
folklóricos, de ríos, montañas, llanuras, chimeneas y barcas, todo al son de
una dulce y reiterada canción patriótica yugoslava. Al parecer, es así todos
los días, como mínimo cada hora. Allí se me ocurrió por primera vez que a lo
mejor existía un tipo de “propaganda” que no es premeditada o intencionada,
sino que, al contrario, es algo orgánico, perceptible como “propaganda”
únicamente por el hecho de ser difundido, es decir, propagado. Fantasía: este
país se ve amenazado, rodeado, asediado por unas fuerzas invenciblemente
superiores, ¿y qué hace? Se viste con su mejor y más antiguo traje de fiesta
–¿y por qué no vestirse con su traje folklórico más hermoso? – y se pone a
bailar sus danzas tradicionales más ancestrales. Canta. Muestra, amenazado como
está, las imágenes más pacíficas e inocentes de sí mismo; y si bien éstas
mienten a menudo, aquí y ahora, en esta situación de emergencia, producto de la
opresión, por una vez no lo hacen. El país muestra a quienes lo protegen (si es
que son capaces de ello...): los soldados, su bandera, los colores patrios,
todos bajo un cielo despejado, amplio, sin aviones. (También en Las uvas de la
ira, de John Ford, los emigrantes, asediados por todos lados por sus enemigos,
hacen su baile de ronda, a lo mejor ridículo y obsoleto en otras
circunstancias). Sí, propaganda. ¡Este tipo de propaganda sí, por una vez, sí!
Incluso a la manida fórmula propagandística que habla de la “agresión fascista
de la OTAN” le dice uno que sí, por una vez sí. ¿Así que verdades
propagandísticas en lugar de mentiras propagandísticas? No. Este tipo de
propaganda, en los tiempos que corren, con semejante situación en el país
(Jugoslavija), es solo una secuencia de imágenes, palabras y sonido más allá de
la mentira y la verdad (que en este caso no puede ser otra cosa que la cara
visible de la mentira), algo que ha crecido orgánicamente y desde la penuria,
que no necesita una forma propagandística deliberada, sino que simplemente se
difunde a nivel nacional. Un tipo de propaganda sin simulacros: el espectador u
oyente, por su parte, añade de todos modos las verdades o los hechos omitidos.
En cambio, la propaganda de las grandes potencias bélicas occidentales y de los
medios que les siguen la corriente despliega, para mi consternación, un
bombardeo de supuestas informaciones que merecen sin duda la gastada expresión
de “mentiras propagandísticas”, juntamente con el par de verdades que saltan a
los ojos (véase arriba). Hablo, pues, de una propaganda sin información alguna,
por el lado de la potencia impotente; y, por el lado de las superpotencias, de
una propaganda disfrazada de superinformación, o más bien de una especie de
bombardeo paralelo de palabras e imágenes, que, aunque solo simulan la
“información”, aciertan a endosarla con absoluta eficacia. (Me pregunto qué
harán los medios occidentales con los enormes ingresos adicionales que les
procura su guerra contra Yugoslavia). “Masacres”, “campos de concentración”,
“genocidio”, “limpieza étnica”, “violaciones masivas”, “soldadesca”,
“carnicero”, “proverbio”, y junto a todo ello, primeros planos de “manos sobre
alambre de espino” (aunque sin espinas), “ojos lacrimosos”, “anciana con los
ojos vidriosos”. ¿Las imágenes de Bosnia publicadas en su día se parecen a las
de ahora en la frontera macedonia, albanesa, montenegrina? No, se parecen los
encuadres, los ángulos, la forma de ser presentadas. ¿Qué verdades son esas que
consisten sobre todo en primeros planos y consignas de guerra?
Desde el bar volvimos a
la garita de los aduaneros para pagar el impuesto por importar combustible (40
litros). El jefe del turno de noche: “No paguen nada”. Primera ventaja de ser
proserbio, o filoserbio, o, como se dice en el país, “prijatelj srpskoga
Baroda”, amigo del pueblo serbio. Una fórmula propagandística esta última con
la que yo, por una vez, puedo estar de acuerdo. Oh, lengua. ¿”La primera
víctima de la guerra es la verdad”? No, es la lengua. Oh, lengua.
Un instante al aire
libre, todavía en zona fronteriza, antes de subir al coche y continuar el
viaje. Ningún coche más. Esto fue una vez la ruta altamente transitada de los
“trabajadores extranjeros” yugoslavos; desde la frontera austro-húngara hasta
la húngara-yugoslava, por lo menos cada kilómetro había una o varias
prostitutas abanicándose con la mano, que invitaban a parar con ese
característico gesto de sus dedos (hoy, en todo el trayecto desde Budapest,
apenas dos). Aire suave de la llanura de Voivodina. El cielo se va
despejando... Una calma extraña tras un día ajetreado y como fragmentado,
primero en el suburbio parisino, después al avión, para cruzar Europa, luego el
viaje a la Hungría meridional: calma, pues “al menos (y eso lo decíamos Zlatko
y yo casi simultáneamente) estamos aquí, en Yugoslavia”. Una calma extraña.
Ningún ruido en la frontera, salvo un estridente concierto de ranas que llega
de la parte occidental, donde fluye el Danubio formando otra frontera, la de
Croacia.
Pasamos la noche en
Palić, el pueblo vinícola antes de llegar a Subotica, junto a uno de los pocos
lagos naturales de Serbia. En el hotel, situado en las cercanías del lago,
junto a una vereda del bosque, la puerta de la habitación no se puede cerrar
con llave. En la recepción hay una cesta de manzanas; como unas cuantas antes
de acostarme, y más tarde, cuando suena la sirena de alarma de bombas, otra, y
después otra, coincidiendo con otro toque de sirena al amanecer (solo después
averigüé que era el cese de alarma). Pero no oímos ninguna detonación; no
alcanzamos a oír ninguna en prácticamente todo el viaje. Antes, hasta casi la
medianoche, una larga sobremesa en el único restaurante abierto del lago, cuyo
comedor tiene el tamaño y la forma de una sala de espera de estación de
autobuses. Pronto somos los únicos clientes, y sin embargo el comedor parece
preparado (incluso más que el local de la frontera) para una comitiva festiva,
con las mesas puestas con manteles blancos, las primeras lilas en los floreros
y las servilletas dobladas y colocadas con esmero. El dueño, al poco rato, se
sienta en nuestra mesa y empieza a hablar: no podrá mantener por mucho tiempo
el local, casi todos los demás hoteles junto al lago están ya abandonados, los
húngaros ya no vienen, ni los naturales del lugar...Y luego también se sientan
con nosotros la camarera y la cocinera: una es de Niš, en el sur de Serbia, y
antes era dispatcher, dispačerka, en la compañía del ferrocarril; la otra es
oriunda de la zona, su lengua materna es el húngaro, tiene a su marido en el
paro y los niños la esperan con el padre en Subotica; ella es católica, la
dispačerka, ortodoxa. Hace dos semanas, Predrag Mijatović todavía estuvo
entrenándose aquí –Palić es el campamento de entrenamiento del equipo yugoslavo
de fútbol, igual que Clairefontaine lo es para el equipo nacional francés–,
para un partido que no llegó a celebrarse. Y el gran jugador
montenegrino-yugoslavo estuvo también aquí, en el local. La cocinera, el dueño,
la camarera, Zlatko, yo: ¿quién abrazaba a quién al despedirnos por la noche?
Ahora siento como si todavía estuviésemos sentados juntos allí, los cinco.
Sweet illusion. Al amanecer, con el toque de la sirena, enciendo la televisión.
Es el primero de abril de 1999 y las noticias llegan vía satélite de cadenas
francesas, alemanas, luxemburguesas y de la CNN. En medio de la luz grisácea de
la madrugada que, filtrada por el bosque, entra por la ventana, destacan los
colores chillones de la pantalla, con locutores bronceados o maquillados, a
pesar de la hora. Primakov, tras su conversación con Milošević, ha continuado
el viaje hasta Bonn; allí, “atmósfera gélida” con el canciller alemán Schröder;
éste dice: “¿Cesar los ataques y después negociar? ¡Inaceptable!”. Las voces
alemanas suenan broncas; las francesas, aduladoras; las norteamericanas, que
acaparan el espacio (hasta el último rincón del sistema planetario), suenan
como el parloteo del pato Donald transformado en la jerga de un cazador de
cabezas. Fragmentos: “Helicópteros de combate APACHE... disparan sobre tanques
serbios”. Poco después, Zlatko comenta al respecto: “Primero exterminan a los apaches
y luego dan a sus máquinas asesinas el nombre del pueblo que exterminaron”.
Paseo matutino en
solitario, primero a orillas del lago, después por el bosque. Huellas de cascos
de caballo. (Recuerdo el chacoloteo de cascos frente a la ventana, durante la
noche, junto al repetitivo toque de la sirena). Sol, el azul del cielo. El lago
está vacío, sin barcas. En el bosque todavía hay anémonas silvestres. En la
carretera lejana, de vez en cuando un tractor o un autobús rumbo a la frontera
húngara (YUGOTRANS, ¿emigrantes?, ¿van a recoger a alguien?). Ciclistas que
bordean el lago, solitarios y ociosos. Una mujer con un cochecito para niños.
Un niño solo. Ningún ruido. Ninguna voz. El lago ondea, agitado por una nutria.
¿Paisaje de una humanidad a punto de perecer? ¿Última etapa? ¿El fin del mundo
como un infinito y silencioso dar vueltas por el lago vacío, resplandeciente
bajo el cielo azul, infinitamente hermoso y azul?
Partimos rumbo a
Belgrado, en dirección hacia el sur; todavía quedan más de 200 kilómetros.
Pronto llegamos al primer desvío. Durante un rato, en la autopista, dejando de
lado Subotica, silos y torres, allí, al oeste; la mirada tiende a dirigirse
hacia el oeste antes que adelante. Y también hacia arriba. A pesar de ser
mediodía, apenas se ve tráfico en Voivodina, y el que hay va casi
exclusivamente en dirección contraria. Durante un rato nos parece que somos los
únicos que nos dirigimos a la capital yugoslava. En los extensos campos –en
cuyos márgenes destacan los aislados cortijos panonios, fabulosamente
intrincados, bordeados de huertos y árboles frutales– se realizan labores
primaverales, con máquinas o a mano. Y, al mismo tiempo –a lo mejor a causa
también de la intensa calima sobre la cuenca, una seminiebla brumosa que todo
lo engulle–, la sensación de que la tierra ha quedado sin labrar, de que sería
imposible labrarla, y de que desaparece a medida que vamos conduciendo, que se
disuelve en este baño de ácido brumoso que lo cubre todo. La impresión que
predomina, sin embargo, es la de que todo este país, tanto detrás como
alrededor nuestro, permanece tendido entre dos toques de sirena, tendido bajo
el cielo invariablemente azul, invariablemente vacío; tendido para rezar. Todo
el país de Serbia, toda Yugoslavia (la Yugoslavia “medular”, según el actual
lenguaje bélico, un país que será pronto el resto del resto de Yugoslavia) se
ha vuelto una gran y silenciosa oración, en estos días de marzo y abril del año
1999. Es culpa de ellos. ¿De ellos? El culpable, los culpables, ¿son la gente
de aquí, del país? ¿Qué dice el país, tal como está tendido en oración, como
una oración alrededor nuestro en color marrón, en azul –las vías acuíferas– y,
sobre todo, en verde (exactamente como en la película de propaganda), a la
espera del fuego de los misiles, lanzados a su viaje ígneo desde detrás de las
siete veces siete montañas, en el lejano Mediterráneo? ¿Es culpa de ellos? ¿La
culpa es de los de aquí? ¿Qué dice el país? El país no dice nada, permanece
tendido cada vez más silencioso, se ensancha en silencio; y aunque nada diga
–permaneciendo así por mucho más tiempo–, es como si gritara: ¡No!, ¡no es
culpa nuestra! ¡No soy culpable! (¡Ojo: mística antirracional!).
Más adelante, el
siguiente: salimos de la autopista, de la autoput, rumbo al oeste, giramos de nuevo
hacia el oeste y después, por fin, nos encaminamos otra vez rumbo al sur, por
la stara cesta, la carretera vieja, que al comienzo discurre paralela a la
autoput, entre pueblos y aldeas, atravesándolos en miles de curvas. En uno de
estos pueblos hacemos una primera parada; al adentrarnos en él, lentamente,
curva tras curva, casi nos da la impresión de meternos en una gran ciudad. El
nombre del pueblo es Indjija, en las estribaciones orientales de la Fruška
Gora. Desde siempre, en todos los viajes anteriores, me ha atraído este pueblo,
simplemente por su nombre en los letreros de señalización. Y ahora estoy en
Indjija gracias a la guerra (Clausewitz: “La guerra es el terreno de la
incidencia”). ¿Y? ¿Había vacas sagradas en la carretera vieja, paralela al Ganges?
Sí, había vacas en la stara cesta, no muy lejos del gran río, del Danubio, del
Ganges, que acabamos de cruzar por uno de los maravillosos y magistrales
puentes de Novi Sad (una semana después, solo había de quedar uno en pie; otra
semana más, y ya no quedaría ninguno).
Sentado al sol más bien
tibio en la terraza de un café llamado Getto. La camarera –¿somos sus primeros
clientes en varios días? – ni siquiera tiene un dinar de cambio, no tiene nada
de dinero. El café está situado en la calle mayor (aunque cualquier calle es
aquí calle mayor y al mismo tiempo calle de pueblo), entre dos funerarias con
coronas en los frontispicios. ¿Habrá aquí, en medio del pueblo, un gran
cementerio? Pero no encontré ninguno, luego.
Más desvíos, rumbo al
oeste, y nuevamente rumbo al oeste. Estamos cerca de la frontera con Croacia,
abundan los letreros de ZAGREB. Cerca de Ruma, sin embargo, nos dirigimos de
nuevo hacia el sur, tomamos la autopista que unía antiguamente las dos
capitales, y ponemos finalmente rumbo al este, hacia BEOGRAD.
A primera hora de la
tarde –el cielo se ha despejado, lo mismo que las llanuras serbias– dejamos a
la izquierda el aeropuerto militar de Batajnica; después, a la derecha, el
aeropuerto civil de Surčin. Conforme a la lógica de la guerra, que se ciñe tan
estrechamente a la “logística” los dos aeropuertos han sido bombardeados y
atacados con misiles repetidas veces, pues los dos son igualmente objetivos
militares; se trata de la misma lógica según la cual se pueden bombardear
también los maizales y los gallineros, puesto que el maíz, la carne de pollo y
los huevos sirven para abastecer a la soldadesca (por lo mismo, se puede matar
a los pasajeros del tren en el puente de Grdelička Klisura, ya que el tramo
Belgrado-Tesalónica forma parte de la línea de “abastecimiento”; se puede matar
a los trabajadores de la fábrica Zastava de Kragujevac, ya que allí, además de
coches, se fabrican supuestamente “pistolas”). Surge en ese momento mi
propósito de aprenderme de memoria todos los nombres de los pueblos
bombardeados e incendiados por los “europeos” y los norteamericanos
impacientes: Batajnica, Pančevo, Surčin, Priština..., como un poema; sólo que
este poema se ha hecho ahora demasiado largo para aprenderlo de memoria. ¿No
más poemas después de Auschwitz? Pero si el poema es la “estructuración de un
grito”, ¡entonces sí, poemas y nada más que poemas después de Auschwitz, poemas
sobre Yugoslavia!
Justo antes de Belgrado,
hacemos una parada en una cuña de terreno entre la autopista y las carreteras
de acceso y de salida. Estas salidas nos conducen una y otra vez –como ocurre
no pocas veces en Yugoslavia– en círculo, mientras los accesos nos desvían de
nuestro destino. Hacemos nuestras necesidades en un bosquecillo lleno de
basuras donde florece el espino blanco; al día siguiente, en todas las colinas
de la Serbia oriental, el país aparecerá cubierto de un blanco impoluto. Y en
medio de este terrain vague, un restaurante, como abandonado, con un hotel al
lado, sin coche alguno aparcado delante. Sin embargo, el local está abierto, y
en su interior hay todo un personal de servicio esperando a los clientes; o
quizá simplemente se han reunido para continuar jugando, como niños
impertérritos, a la vida cotidiana. El personal de servicio –hombres y mujeres,
la mayoría refugiados de Bosnia y de Krajina, de la guerra anterior– se muestra
muy solícito. Nos llevan una mesa afuera, al aire libre, y nos sirven una
merienda de lo más hospitalaria y sabrosa, con vino montenegrino de Krstac
incluido. Y allí, de nuevo, mi perplejidad ante el abuso, por parte de los
viajeros de toda Europa, de la incomparable hospitalidad balcánica. Estos
intrusos, por decirlo de alguna manera, ahora habituales debido a la guerra,
siempre han sido fabulosamente agasajados, pero no muestran una sola pizca de
agradecimiento, aceptando con el ceño fruncido, como usurpadores que son, esta
milagrosa y sofisticada hospitalidad de los Balcanes, como si se tratase de un
diezmo, de un óbolo a la fuerza. Ellos, los intrusos, consideran los Balcanes
“nuestra tierra” (así el presidente francés Ch. en su bramido de guerra), y el
actual lanzamiento de fuego es para ellos –alemanes, franceses, españoles y
británicos– la respuesta que dan a la hospitalidad de los eslavos del sur (si
tuviera que nombrar un derecho constitucional, el de la hospitalidad sería el
primero, el primigenio, del que derivan todos los demás).
Damos aún otro rodeo más,
antes de entrar en la capital yugoslava, como si los desvíos anteriores nos
hubiesen animado a dar rodeos, alcanzar la meta dando el mayor número posible
de vueltas. Y así llegamos al gran suburbio de Zemun, a orillas del Danubio
(pocos días después también sobre él cayeron las primeras bombas, en medio de
la calle mayor, y más hacia las afueras, sobre una hípica; “Zemun”, un verso
añadido a aquel largo, larguísimo poema): sigue sin verse ningún barco en el
río, que fluye hacia el este, pasando por Belgrado, hacia Smederevo, haciéndose
allí más ancho todavía, y silencioso. Seguirá fluyendo cuando, días después,
las fábricas petroquímicas de Smederevo eclosionen bajo el fuego (¡ojo!: poesía
bélica); “Smederevo”, otro verso del poema. Un buen rato de pie, junto al agua,
en Zemun. ¿”Estar a la orilla de los ríos será la paz”?
Llegamos a Belgrado
justamente a la breve hora del crepúsculo meridional, pasando por la “gacela”
(nombre de uno de los puentes del Sava; gracias, OTAN, que lo salvaste).
Sorpresa frente a la silueta intacta de la metrópoli sobre la colina entre dos
ríos; “especialmente intacta”, “luminosamente intacta” (no solo a causa de las
cúpulas doradas de las iglesias).
Me hallo en una pequeña
habitación de la planta superior del hotel Moskva con vistas al poniente. El
televisor está puesto; ya no hay emisiones por satélite, al menos no aquí en el
hotel; ya no llega la propaganda occidental, solo canales del país; las voces,
al menos, no son voces occidentales; el efecto de esta carencia es una delicia.
Imágenes de gente en refugios aéreos; después, albaneses de Kosovo cruzando la
frontera hacia el norte. ¿En dirección adónde? ¿A Serbia? ¿Huyen a Serbia? En
Belgrado viven desde hace mucho tiempo unos cien mil yugoslavos albaneses. ¿Por
qué? Muy sencillo, o al menos muy evidente: huyeron de las bombas de la OTAN.
¡Propaganda! Pese a lo cual, surge cansinamente la pregunta: por qué en todos
esos gráficos de los medios occidentales con que se ilustran las direcciones en
que huyen las poblaciones en fuga o expulsadas, con todas esas flechas en
dirección siempre a Macedonia, Albania, Montenegro, por qué no se añade una
flecha más, aunque sea menos gruesa, en dirección al norte, en dirección a
Serbia? A continuación, las imágenes, igualmente monótonas, de los “impactos”
de las bombas en todo el país; los damnificados, generalmente sin habla, a
menudo de espaldas a la cámara. Y como me ha ocurrido no pocas veces en la
vida, yo me quedo dormido unos instantes, ante la impotencia frente a la
miseria ajena; recuérdese, en el evangelio de san Lucas, el pasaje de los
discípulos en el Monte de los Olivos: “Y se quedaron dormidos de tristeza”. ¿Y
qué decir de la tristeza frente a las “masacres”, las “violaciones masivas”, el
“genocidio”? ¡Ojo, parcialidad! Pero compárese esto con cualquiera de los
millares de caricaturas de Slobodan Milošević, en la portada de Le Monde, en
las que aparece representado, indefectiblemente, como un cerdo carnicero, con
la sangre de niños asesinados chorreando de sus manos; o con tantas otras
parecidas en las que se representa a “el serbio” por antonomasia, desdentado y
con barba de tres días, abriendo en canal, día tras día, a gente menuda que
suele llevar un pañuelo en la cabeza. En un dibujo antes aludido del
caricaturista Pl. se muestra una balanza: en uno de sus platillos, las bombas y
los misiles disparados contra Serbia (nunca “Yugoslavia”), un montón bastante
considerable, incluso para este caricaturista tan parcial; en el otro, los
niños y las consabidas mujeres de pañuelo en la cabeza, masacrados “sin duda”
(“sans doute”, la nueva palabra de moda, como “con razón”, “à juste titre”) por
“los serbios”. El dibujo (¿dibujo?, ¿pero cómo denominar un producto así?) fue
publicado al día siguiente al del “golpe aéreo” propinado por un héroe de la
lucha a distancia de la OTAN sobre un tren de pasajeros, junto a Leskovac.
Adivina adivinanza: ¿Y qué hace la balanza? Comparado con el peso de las
mujeres y niños masacrados y deportados, el del montón de bombas y misiles es
tan ligero que en el dibujo de Pl. se eleva hacia arriba, como si no pesara
casi nada. El dibujo encaja con otros del mismo Pl. en la portada del mencionado
diario universal: en ellos, y por mucho que se encuentren en medio de una
ciudad, los edificios demolidos por las bombas en Yugoslavia –objetivos
cuidadosamente escogidos de antemano para su destrucción– aparecen siempre
aislados, sin nada a su alrededor, como no sea el cielo amplio y, todo lo más,
unos coches (vacíos) al lado. ¿Parcialidad? ¡Ponderación! La tendencia del
diario universal y de la totalidad de los otros diarios universales está
perfectamente marcada, trazada en estas imágenes.
Cae la noche. O digámoslo
con una palabra inglesa, para variar: nightfall. Paulatino enmudecimiento de la
ciudad de dos millones de habitantes. No se produce un apagón, pero hay muy
pocas luces, al menos en las viviendas. (Una de las belicosas reporteras del Spiegel,
llegada días después a Belgrado desde la seguramente más oscura Priština,
comparará el aspecto de la ciudad con el de Las Vegas). La recepción y el bar
del hotel Moskva están a oscuras. El bar cerrará enseguida. Casi todos los
empleados se disponen a emprender el camino a casa. Pero durante un rato nos
mantenemos reunidos allí abajo; ahora somos tres: se ha unido a nosotros Boris
Iljenko, un amigo de Belgrado, escribiría, si esta palabra –amigo– no hubiese
quedado invalidada por tanta solidaridad fingida e hipócrita. Boris Iljenko es
desde hace años delegado cultural de Yugoslavia en el extranjero, director de
un instituto equivalente al que los alemanes llaman Goethe Institut; los
franceses, Centre Culturel...; los españoles, Instituto Cervantes, etc.
Solíamos comunicarnos preferentemente en francés, el idioma extranjero que
Boris domina mejor. Sin embargo, esta noche del 1 de abril de 1999, noveno día
de la guerra contra Yugoslavia, Boris apenas consigue pronunciar una palabra en
francés, y tampoco en alemán o en inglés (a pesar de saber estos idiomas
bastante bien), y no es intencionadamente como le ocurre esto, sino porque,
tras esta semana de bombardeos, se le han olvidado todos los idiomas
extranjeros. Como mucho consigue balbucearlos. Extraño balbuceo el de este
robusto sesentón. Entre risas se suelta la corbata: a la camisa le faltan los
botones de arriba. Su famoso y bregado portafolios de agregado cultural está
hecho trizas. Boris Iljenko procede de Voivodina. Su padre –nótese el apellido–
procedía de Ucrania, su madre era serbia. Está casado, tiene una hija y un
hijo, ambos todavía estudiantes. Desde que las bombas caen, la familia apenas
ha pasado una noche reunida: la de ayer, por ejemplo, la pasó su mujer en el
sótano; la hija, con una familia amiga en el refugio de otro barrio de
Belgrado; el hijo estuvo toda la noche escuchando música con otros chicos en el
piso de unos amigos; y él, Boris, se quedó a solas en el piso familiar, a pesar
de las bombas, etc.
Mi vieja aversión a la
palabra paseo. Por una vez, sin embargo, la palabra era adecuada para esa forma
de andar de nosotros tres, primero, después fuimos cuatro y cinco, por el
Belgrado nocturno, casi vacío y extrañamente desprovisto de “planes”, siguiendo
la Ulica Knez Mihajlova hacia el fuerte de Kalemegdan. El McDonalds está sin
cristales, tapado con tablas de madera, el rótulo destrozado. (En relación a
esto, días más tarde, en un periódico francés, holandés, español, otra
aguerrida reportera escribía sobre los conciertos que se celebraban en la plaza
de la República, adonde la periodista acudió únicamente, al parecer, para
buscar indicios acusatorios contra la obcecada juventud de Belgrado: “Después
de los conciertos contra Estados Unidos la plaza se ve cubierta de latas de
Coca-Cola”. Respecto a esto, no es cierto, me permito asegurar por una vez. No
me lo creo. Al menos una cosa han conseguido las bombas: que la juventud de
esta parte del mundo esté curada de Coca-Cola y de McDonalds. ¡Ojo, antiamericano!).
También las ventanas del instituto de cultura francés y del alemán están sin
cristales; dentro, los Mac, los Microsoft, etc., están desconectados, apilados
unos sobre otros, pero intocados, al menos esta noche; los locales no han sido
saqueados: viva imagen de un desprecio impotente, de una impotencia que vuelve
tanto más perceptible el desprecio: “Para nosotros, vuestros trastos a la
última no son más que chatarra”. (Ojo, rebelión cultural).
Lento paseo nocturno
esperando vagamente oír detonaciones; extraño callejear por la capital serbia y
yugoslava, ahora bombardeada por tercera vez en este siglo; los escasos
transeúntes llevan sobre el pecho pegatinas con una diana dibujada; son algo
más grandes –ostentosas– de lo habitual para una insignia; en el centro de las
dianas, suele haber un corazón o un signo de interrogación.
Cena muy tardía al otro
lado del Sava, en Novi Beograd, en el restaurante de un hotel internacional,
presumiblemente seguro (es uno de los pocos en toda la capital que está todavía
abierto). Aquí tiene lugar mi único encuentro con un político, aunque en
realidad es dramaturgo y director de teatro, Ljubiša Ristić, que lleva años
transformando una antigua fábrica de azúcar junto al Sava en un complejo
teatral; ha empezando por el interior, de modo que por fuera todavía se ve la
fábrica en ruinas, mientras que a medida que uno se adentra en el edificio
accede a espacios recién terminados y pintados, anfiteatros de lo más moderno;
incluso hay un hotel en el corazón de la ruina. Entretanto, Ristić es
presidente (o predsednik) del partido yugoslavo de izquierdas, JUL, tal vez por
aquello tan marxista de que todo el mundo tiene que saber de todo: “En
Yugoslavia, todo el mundo puede llegar a ser todo”. Ljubiša es un hombre
menudo, enjuto, ágil, a quien el enorme bigote le pega tanto como el teléfono
móvil que suena constantemente; se mueve con la misma familiaridad en Berlín,
Viena, París, Nueva York o Madrid que en México D.F. o en Ciudad de Guatemala.
Un peculiar aire de apátrida lo rodea esta noche, que nada se parece a la de
nuestro primer encuentro, durante el otoño anterior a la guerra, el 12 de
octubre de 1998, cuando las bombas que iban a caer sobre Yugoslavia todavía
pudieron ser desviadas (seguramente gracias a los esfuerzos del enviado
especial norteamericano R. H.); hoy el aire de apátrida de este hombre de
teatro parece deberse menos a su aceptación de los bombardeos que a su casi
infantil incomprensión. ¡Pero si su generación era la del 68! ¡Él conoce
personalmente a muchos de los protagonistas de aquellos años! Eran –¿o son?–
sus amigos (en la medida en que los del 68 eran “amigos”), y él era tan
conocido aquí en Belgrado como ellos lo eran en Berlín, Los Ángeles o París.
Evoca con entusiasmo el recuerdo de F., el editor italiano, otro amigo que,
como él, se hizo revolucionario y terminó saltando por los aires al intentar
volar una torre de alta tensión. Son aquellos saboteadores, aquellos
revolucionarios, aquellos manifestantes que compartían barricada con Ljubiša,
los asesinos que ahora, vestidos de verde, convertidos en hombres y mujeres de
Estado, y en nombre de los derechos humanos y de la ética, vuelan los puentes,
las refinerías, las escuelas (por equivocación), las zonas residenciales
(muertos accidentales, víctimas colaterales) de su país, Yugoslavia. Es posible
que Ljubiša Ristić piense: “Conforme a la ética contemporánea, todo el mundo
puede decir, montar y desmontar de todo –postmodernidad en vez de marxismo–;
montar las cosas, montarse su propio tinglado, pero el derecho es otra cosa. El
derecho es el derecho es el derecho”. No obstante, el gospodin Ristić, o el
compañero Ristić, no dice nada de esto. También él, con su teléfono móvil,
finge ser un hombre de Estado, como sus lejanos amigos europeos, sigue
fingiendo ser amigo de los sesentayochistas, y ser él mismo un
supersesentayochista abanderado; sigue fingiendo su entusiasmo por las Brigadas
Rojas, sus amigos presos en cárceles italianas, mientras aquí, en el hotel de
Belgrado, los pocos europeriodistas que se han quedado en el país observan
desde lejos nuestra mesa (¡ojo, paranoia!) y no sospechan lo más mínimo la
particular condición de apátrida de este hombre menudo.
Me despierto con la
primera luz de la madrugada, en el piso principal del hotel Moskva; lo hago por
cuarta vez en esta noche, y no por las explosiones (esto fue antes y después),
sino por un aullido extraño que se deja oír a los lejos, alrededor de la enorme
ciudad: no son sirenas (parece que me encontraron dormido, me perdí mi «bautizo
de fuego», del que me entero después, en los periódicos de mi lengua
¿materna?), sino más bien un sonido como de miles de reactores, un estruendo
generalizado, retumbante, cada vez más agudo, que termina por entumecer los
oídos. En medio de este aullido, bajo a los bulevars (en serbio) prácticamente
desiertos. ¡Sale el sol, el cielo está azul, hace un tiempo bombástico! Bajo
hacia el Zeleni Venac, el gran mercado de verduras balcánico: los puestos están
casi vacíos, ya no hay naranjas ni plátanos, como el otoño pasado; aquí y allá,
sólo unos montoncitos de manzanas y patatas. Únicamente las peceras, con sus
grandes peces del Danubio y del Sava, (¿o del Drina?) están como siempre a
rebosar. Compro un par de ovillos de pasta fresca, de un amarillo peculiar, y
sigo andando cuesta arriba por la capital, en el frío matutino. Muchos
escaparates están cubiertos con anchas cintas autoadhesivas para protegerlos de
las ondas de detonación, igual que muchos pisos. Afirmación de una propietaria:
“Vale morir de un bombazo, pero sería muy estúpido morir por esquirlas de
cristal”. Un ginkgo biloba está brotando en el parque entre el parlamento
serbio y el yugoslavo. Intento comprar un peine en uno de los quioscos de la
calle: estoy hojeando mi dictionnaire en busca de la palabra cuando una transeúnte
se dirige a mí: “¿Qué hace usted aquí? ¡Nos es más útil quedándose en casa!”.
Yo: “Antes que nada necesito un peine, estoy buscando la palabra en serbio”. La
mujer (habla alemán con acento suizo; ha trabajado hasta ahora para la
SWISSAIR; antes ha estado empleada en una empresa de Frankfurt y hablaba con el
acento de Hesse): “Quizá yo lleve encima un segundo peine, pero siga usted
buscando tranquilamente, a ver si encuentra la palabra”. La encontré:
“¡Cesalj!”. La mujer: “Exacto”. Yo, al hombre del quiosco: “¿Imate cesalj,
molim?”. El hombre: “Nemam”. Y solo entonces hurga la mujer en su bolso para
buscar su otro peine, y me lo regala. Su nombre: Svetlana Vrbaski. Me da un
número de teléfono al que llamarla en caso de emergencia; en este momento no vive
en su propio piso, es demasiado alto; quienes padecen los bombardeos envidian a
los que viven en una planta baja o en un sótano.
Durante la mañana ando
varias horas por las calles de Belgrado con la sensación de hallarme en una
ciudad moribunda. Los escasos transeúntes parecen agotados y hartos de vivir;
Zlatko, con quien me reúno más tarde, me dice: “Se nota que están pasando
hambre”. Así es a pesar de que los colmados se ven repletos; pero, ¿quién puede
todavía comprar estos jamones montenegrinos?
¿Ciudad moribunda? Hacia
el mediodía, bajo el sol, se produce un cambio, y no solo a consecuencia del
toque de sirena que avisa del cese de alarma (esto no parece aliviar en lo más
mínimo a ningún transeúnte): la ciudad moribunda parece resucitar, volver a la
vida. ¿Lo hace de forma pasajera, igual que esos moribundos que, en medio de la
agonía, conocen una súbita mejoría, aunque su vida penda de un hilo? “Sea como
sea”, “wie auch immer”, el giro alemán preferido de Zlatko, con el que quiere
demostrar con qué soltura maneja el idioma extranjero, hay más transeúntes, en
el céntrico Terazije-Bulevar, o “donde sea”, y parecen más animados; también su
aspecto exterior parece transformarse: es como si todos, incluso los que están
en las últimas, los desharrapados con que me cruzaba de buena mañana, se
hubiesen mudado de ropa y puesto sus mejores galas. Acicalados, aunque sin
adornos, los miles de transeúntes que ahora invaden las aceras, anchas como
calzadas, desfilan cada uno a lo suyo, a su propio ritmo (de repente se vuelve
un ritmo masivo, miserable, de gente pobre, cuando en uno de los quioscos
entregan de repente el más escaso de los bienes de la guerra, los cigarrillos).
Muchos llevan puestos trajes de fiesta que parecen haber estado esperando
durante décadas la ocasión de ser lucidos. ¿Qué hace toda esa gente allí, bajo
el cielo azul? ¿Por qué en un día laboral, el 2 de abril de 1999 (en Occidente,
Jueves Santo), fingen “obstinadamente” que se trata de un día festivo? Posible
respuesta: ¡están haciendo propaganda! Cada uno de ellos, como si se tratara de
uno de esos reportajes que emite continuamente la televisión estatal, está
haciendo propaganda de su país, sin que nadie se lo haya pedido ni nadie lo
esté filmando. ¡Cada cual hace propaganda por su cuenta! Y también la hacen
quienes se hallan recluidos en los pisos, los que no se dejan ver en público,
en las calles, los que permanecen en las habitaciones y cuartos de la gran
urbe. Como, por ejemplo, la anciana a la que visitamos Zlatko y yo para
entregarle los billetes de marcos alemanes que le enviaba su hijo, que vive y
trabaja en Colonia. Ella, que en tiempos normales no hubiera permitido que una
visita se despidiera sin antes haberla agasajado de mil maneras, aceptó que nos
fuésemos enseguida apenas le entregamos el dinero; ni siquiera nos ofreció las
tradicionales confituras balcánicas. Su deseo era notorio: volver a estar a
solas con su miseria y sus padecimientos de guerra; permanecer sentada a solas
en su oscuro piso del pequeño callejón, y así seguir haciendo propaganda, para
sí misma y para su país. Ni siquiera quería estar con sus parientes más
cercanos, ni con su hijo en Alemania, ni con su otro hijo en Canadá, y tampoco
con su amada nieta en el campo serbio: “¡No quiero huir, necu da bezim!”. Es
decir, quiero hacerme la heroína de guerra y la vieja partisana aquí a solas.
Primera hora de la tarde
en la Trg Republike, la Plaza de la República, en uno de los conciertos al aire
libre que entonces todavía se celebraban a diario. ¿Seguirán siendo diarios en
la actualidad? (anoto esto tres semanas más tarde). El concierto de hoy es de
un grupo ucraniano, que llegó de Kiev ayer por la noche. Durante las horas
siguientes no consigo percatarme de que en Belgrado la “juventud baila bajo las
bombas” –¿me habré dormido otra vez con los ojos abiertos? –, no veo las
bombas, ni a gente bailando, y además distingo entre los asistentes unos
cuantos adultos entrados ya en años y gente de mediana edad (como yo). Por otro
lado, la supuesta acusación no es del todo desatinada. Esta forma que tiene el
público de estar de pie en la suave pendiente de la plaza de la República, esta
manera de dar vueltas, de subirse a los árboles, de sentarse en sus ramas,
tiene algo de baile, de pies y de manos en movimiento, por mucho que no sea un
movimiento acompasado, poseído por un ritmo común. La impresión surge más bien
de la forma en que todos escuchan, tranquilamente, al menos a esta hora; de su
modo de intercambiar miradas, de abrirse paso o de buscar sitio, de permanecer
ensimismados. Un Woodstock muy distinto, sin el “make love not war” de aquel
otro. Uno de esos periodistas de escaparate que escriben para la prensa
internacional deduce de todo esto una especie de legitimación de la guerra de
bombas: y puesto que los actuales combatientes, B. C., T. B., G. S., J. F.,
etc., no son “estrategas de la guerra fría”, sino hijos del “flower power”, sus
motivos resultan “creíbles”. Ir de un lado para otro, pararse, mirar al cielo,
pisar el adoquinado: un baile extraño el de estos jóvenes, muchos de los
cuales, probablemente, hace dos años y medio, allí mismo, estuvieron
manifestándose, acalorados y airados, contra el “tirano” y “dictador” local, y
ahora, gobernados por el mismo hombre, tan violentamente impugnado, tal vez
tengan que morir por su país. Un baile desgarrador. En Le Monde, un crítico de
televisión dice al respecto: también las tribus africanas, antes de enviar a
sus jóvenes a sus guerras asesinas, los excitaban con bailes y música; así el
rock en Belgrado. Le Monde: érase una vez un periódico. En Die Zeit, otra pluma
fangosa escribe al respecto: según el “etnólogo X”, nos hallamos ante un
novedoso fenómeno de suicidio en masa, una patológica y colectiva disposición a
morir, perceptible especialmente en la juventud de Belgrado. Die Zeit: érase
una vez... Independientemente de que en el concierto no solo se tocaba rock
sino también folk (¿peor aún?), baladas, blues. Puede ser que alguno que otro
de los asistentes estuviese “dispuesto a morir”, que algunos aisladamente
pensaran en el suicidio. Pero una patológica disposición al suicidio en masa es
cosa muy distinta, y de ella no se percibía ni la más leve sombra aquel día en
la Trg Republika de Belgrado, ni en Podgorica, ni en Niš, ni en ningún otro
lugar de la Jugoslavija de estos días. Disposición a morir tal vez, quizá había
algo de eso, pero, desde luego, ni rastro de la mirada siniestra de los
suicidas en masa; si hubo un baile, fue un baile luminoso. Otro instilador de
veneno, éste con una actitud beligerante sostenida desde tiempo atrás, escribe
en el Observador de Frankfurt: “Macabra fiesta de la autocompasión”, “difícil
de aguantar”, “ataques aéreos de Occidente solo después de un largo titubeo
(¡sic!)”, “se pasa factura por los crímenes cometidos por los serbios en los
últimos años”, “¿por qué no conciertos de rock en contra?”, etc.
Preguntando entre
lágrimas. Apuntes sobre Yugoslavia bajo las bombas y en torno al Tribunal de La
Haya, de Peter Handke, con prólogo y traducción de Cecilia Dreymüller, llegará
a las librerías en los próximos días, publicado por la nueva editorial Alento