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Edward Said por David Levine |
Anthony Alessandrini
La fecha de hoy [25 de
septiembre] marca el octavo aniversario del fallecimiento de Edward Said. Es un
aniversario que sigue desbordándome de un profundo sentimiento de melancolía,
compartido, me consta, por tantos admiradores de su trabajo y de su ejemplo.
Los aspectos por los que
echamos de menos hoy en día a Edward Said, y son tantas las veces en nos hemos
visto añorándole en el curso de esta sangrienta década, son innumerables. Algún
consuelo puede encontrarse en el excelente trabajo inspirado por el legado de
Said en estos años, incluido el excelente e inclusivo nuevo volumen “Edward
Said: A legacy of Emancipation and Representation”. Pero como señala
Noam Chomsky en su contribución a dicho volumen: “Su muerte fue una pérdida enorme para la vida intelectual
internacional, para el sufrimiento de los oprimidos de todo el mundo y para los
principios universales de justicia y libertad”. Parte del trabajo de
proseguir desarrollando ese legado consiste, precisamente, en el deber mismo de
continuarlo, pero esto no nos libra de la necesidad de llorarle.
Nunca tuve la ocasión de
reunirme personalmente con Edward Said, por eso me vuelvo hacia el recuerdo de
dos oportunidades perdidas de las que voy a hablar en relación con importantes
corrientes de su legado. La primera se produjo durante mi breve estancia (un
año) como estudiante de postgrado en Columbia. Francamente, me sentía demasiado
intimidado como para elegir el seminario de postgrado que Said ofrecía ese
curso. Pero casi tuve mi oportunidad una fría tarde de otoño, cuando me
encontraba en una mesa en el paseo del campus ayudando a distribuir información
en apoyo del mal retribuido personal de Columbia que estaba considerando la
posibilidad de hacer una huelga. Vi que Said se dirigía decididamente hacia la
mesa; al mismo tiempo, un señor mayor con barba se estaba aproximando desde la
dirección opuesta. Este último llegó primero, por lo que dirigí mi atención
hacia él, dándome cuenta casi de inmediato de que era un charlatán en busca de
audiencia en vez de alguien hambriento de información sobre las negociaciones
laborales. Said esperó pacientemente un minuto, y después, echando una mirada a
su reloj, se alejó dando zancadas con los mismos andares resueltos.
La segunda oportunidad
perdida fue del todo culpa mía. Se produjo años después, tras una sesión
plenaria en la Convención de la Asociación de Lenguas Modernas, un panel de
discusión donde Said había sido uno de los oradores. Yo acababa de escribir un
capítulo para una próxima antología de estudios postcoloniales relacionado con
la obra de Said y Frantz Fanon, y quería darle una copia, no porque esperara
que la leyera sino debido sobre todo a un sentimiento de respeto (aunque, por
supuesto, dentro de mí confiaba en que la leyera). Esperé al final del montón
de gente que se había acercado a hablar con Said, lo que me dio la posibilidad
de observarle interactuar: abrazar y estrechar la mano de algunos, escuchar
cuidadosamente, reír, mostrar desacuerdo en ocasiones y discutir, pero
implicándose siempre con todos. Entonces llegó mi turno, avancé y me quedé
paralizado. No puedo recordar exactamente lo que dije, pero sé que me quedé
allí, sujetando fuertemente el sobre con mi manuscrito y que me puse a musitar
algo acerca de lo mucho que admiraba su trabajo. Me miró, asintió con ironía
pero con amabilidad, y volvió su atención hacia su siguiente interlocutor
mientras yo intentaba escapar por una puerta lateral.
Confío que se me perdone
el carácter anecdótico de todo eso, porque lo que trato de subrayar son unos
cuantos aspectos del legado de Said que creo que pueden deducirse de estas dos
historias de mis oportunidades perdidas. El primero es su legado de solidaridad
sin límites: una de las razones por las que Said se paró ante la mesa aquel día
fue porque formaba parte del puñado de gente de la facultad de Columbia que
había públicamente apoyado a los trabajadores en huelga. Debido a su posición y
visibilidad institucional, ese apoyo era muy importante. El legado de Said
insiste en la necesidad de la solidaridad y de vincular las diversas formas de
lucha. Pero es también el que profundiza en nuestra comprensión de la
solidaridad señalando que solidaridad y crítica, que algunas veces se toman
como opuestos, están en realidad profundamente vinculados; como escribió en su
ensayo “Secular Criticism”: “La historia del pensamiento, por
no decir ya de los movimientos políticos, es extravagantemente ilustrativa de
cómo el dictum “solidaridad antes que crítica” significa el fin de la
crítica. Me tomo la crítica tan en serio como para creer que, incluso en el
centro mismo de la batalla en la que uno está sin lugar a dudas situado en un
lado frente a otro, debería haber crítica, porque si hay cuestiones, problemas,
valores, incluso vidas por las que luchar, debe haber también una crítica
consciente”.
El segundo aspecto de su
legado puede apreciarse en mis perdidas oportunidades: su insistencia en el rol
del intelectual como un rol público. “Edward Said fue el gran intelectual
público de finales del siglo XX en los Estados Unidos de América”, declaraba
recientemente Cornell West, y pocos (excepto los oponentes más groseros e
ignorantes de Said) protestarían contra esta sugerencia. La disposición de Said
a implicarse seriamente en todo, en vez de simplemente escapar de las
aglomeraciones una vez dada su conferencia, es revelador del modelo de intelectual que era (que Joseph
Massad explica con todo detalle en un excelente ensayo; Massad es una
de las personas que ha trabajado duro para adelantar el legado de compromiso
público de Said y, como él, pagando un considerable precio personal por su
compromiso). Said aborrecía el modelo de trabajo intelectual “como algo que
haces para vivir, entre las nueve y las cinco, con un ojo en el reloj y el otro
en lo que se considera debe ser una adecuada conducta profesional, sin
complicarte mucho la vida, sin desviarse de los paradigmas aceptados ni de los
límites, convirtiéndote en comercializable y sobre todo, presentable, por tanto
no controvertido, no político y ‘objetivo’. En cambio, el trabajo del modelo de
intelectual público de Said considera al intelectual como un miembro pensante,
y preocupado, de una sociedad, que tiene derecho a plantear cuestiones morales
en el núcleo mismo incluso de la actividad más técnica y profesionalizada en la
que un país puede verse involucrado respecto a su poder, a su modo de
interactuar con sus ciudadanos y con otras sociedades”.
Pero no quiero perder el
tercer aspecto del legado de Said que puede también hallarse en mis dos
anécdotas: sería lo que llamaría el legado de la impaciencia saidiana. En ambos
casos, hay una magnífica dialéctica entre el impulso hacia la solidaridad y el
trabajo intelectual público, por una parte, y, por otra, un fuerte sentido de
impaciencia –mirada al reloj, breve inclinación de cabeza- que debe impregnar
ambos. Algo de esto aparecía profundamente enraizado en el carácter de Said,
como en su conmovedora aceptación en su recuerdo “Out of place” que desde que era niño le haría sentirse
angustiado, en algún momento del final de la mañana o principio de la tarde,
por el sentimiento de que ya había desperdiciado el día. Igualmente conmovedora
es la forma con la que Mahmoud Darwish retrató este aspecto de la personalidad
de Said en la elegía que escribió para él en “Tibaq” [“Contrapunto”]:
“Nueva York. Edward
despierta a un lento amanecer. Toca una pieza de Mozart. Corretea por la cancha
de tenis de la universidad. Piensa en la emigración de los pájaros por encima
de las fronteras y los puestos de control. Lee el New York
Times. Escribe un comentario lleno de tensión. Condena a un orientalista
que guía a un general hacia la debilidad en el corazón de una mujer del
Oriente. Se ducha. Elige un traje que le haga aparecer con la elegancia de un
gallito de corral. Bebe su café con crema. Y grita al amanecer: ¡Ven, no te
demores!”
Esa impaciencia jugó un
papel profundo tanto en el impulso hacia la solidaridad como hacia el trabajo
intelectual público: después de todo, si uno va a intentar seguir el modelo de
trabajo intelectual comprometido defendido por Said, hay poco tiempo que
perder. Tal urgencia da lugar a una especie de necesaria impaciencia. Pero era
también parte de su atracción por el papel de la crítica, que suavizaba y
determinaba las formas de solidaridad que podrían resultar más útiles. Ese
papel no implica tener que soportar alegremente a los tontos: A Said no le asustaba
describir a sus oponentes intelectuales y políticos como “estúpidos”, al igual
que Theodor Adorno, que fue quien tuvo una gran influencia en los últimos
trabajos de Said y que nunca tenía miedo de lanzar invectivas contra la
“estupidez musical”.
Hay algo de la
irascibilidad de Adorno (uno podría decir simplemente irritabilidad) que corre
por toda la obra de Said. Además de expresar la impaciencia saidiana de la que
actualmente necesitamos cada vez un poquito más, significa que Said nos legó un
modelo de crítica que, aunque insiste en el rigor y en el análisis cuidadoso,
nos anima también a ser desmedidos, incluso extravagantes, en nuestra
argumentación. La propia inclemencia de Said (utilizo la palabra como un
cumplido) era desde luego bien conocida y puede encontrarse en algunas de sus
líneas más famosas, como en la última entrevista con Haaretz,
donde explícitamente invoca (y afirma) a Adorno: “Soy el último intelectual
judío. No conocéis a nadie más. Todos vuestros intelectuales judíos son ahora
escuderos aburguesados. Desde Amos Oz a toda esa gente de aquí en EEUU. Por
tanto soy el último. El único y auténtico seguidor de Adorno. Déjeme expresarlo
de esta forma: Soy un judío-palestino”.
Tal intemperancia e
impaciencia evitó que su obra cayera en esa especie de piedad y formas de
sentimentalismo fáciles que tan a menudo pueden aquejar al trabajo intelectual
progresista. Eso es lo que le hizo tan valioso como defensor de palabras clave
asediadas y pasadas de moda, tales como humanismo (una palabra que explicó de
una forma provechosamente excéntrica, fundamentada por su profundo conocimiento
y estrecho compromiso con el post-estructuralismo), crítica (comparándola con
la monstruosidad institucionalizada conocida como “pensamiento crítico”) y
multiculturalismo. En efecto, como Akeel Bilgrami sugiere en su prefacio al
libro de Said publicado póstumamente“Humanism and Democratic Criticism”, es precisamente porque
Said rechazó las celebraciones simplistas de “diversidad” y “pluralidad”
encontradas en el multiculturalismo institucionalizado, a favor de un concepto
más riguroso e intelectualmente trabajado de esas virtudes, por lo que el
“Multiculturalismo no ha tenido una defensa más noble y sabia que la ofrecida
en ese libro”.
Esta intemperancia
también le permitió a Said en ocasiones mantener y expresar puntos de vista
aparentemente contradictorios, de una forma que abrió sus temas más allá de lo
que anteriormente había considerado como únicas posibles posiciones a adoptar.
Por ejemplo, como Bruce Robbins ha sugerido convincentemente, en su
influyente ensayo “Traveling Theory”, Said pudo diagnosticar y condenar de
modo simultáneo las formas en las que las teorías radicales, que surgen en
medio de las luchas políticas directas, se transforman con demasiada facilitad
en temas académicos áridos y abstractos una vez que entran en la universidad, y al
mismo tiempo insiste en que la misma universidad puede ser sin embargo un
lugar de contestación política, y no simplemente un corral donde las ideas
radicales van a morir para resucitar tan solo en forma de disertaciones y
monografías académicas. La academia, para el intelectual saidiano, es tanto un
lugar de peligro como de oportunidad, que es por lo que el legado de Said nos
impulsa insistentemente a la lucha. Las ideas no pueden etiquetarse formalmente
como liberatorias o regresivas, que es por lo que, como R. Radhakrishnan ha escrito recientemente: “A Said
nunca le importaron realmente los orígenes de una teoría”. En efecto, insiste
Radhakrishnan, el modelo intelectual y político de Said es uno “que lucha en
nombre de cierto principio cuya legitimidad no es absoluta sino inmanente al
terreno de la lucha… Precisamente porque como intelectual crítico abrazó la
tarea mundana de vivir y hacer elecciones en un mundo sintomático de
contradicción, inspira nuestra admiración y emulación”.
Parece que mi tributo a
Edward Said en el aniversario de su muerte se aparta del homenaje y se encamina
hacia el análisis. Esa es exactamente mi intención. Aunque apenas tengo derecho
a decirle a nadie como debe llorar su pérdida, debería mantener, con lo que
confío sea un toque de intemperancia saidiana, que hay de hecho formas de echar
de menos a Edward Said que dejan pasar sus puntos de vista. Una de esas formas
sería ofrecer recuerdos sentimentales del hombre mientras se permite que se
olvide su trabajo. Siempre hay ese peligro con las personalidades intelectuales
y políticas cuyas carreras, y vidas, se ven interrumpidas por muertes
tempranas, dejándonos con el sentimiento de que se han ido en medio de una
frase. Con demasiada facilidad se transforman de interlocutores intelectuales y
políticos en estatuas: San Fanon, San Foucault, San Malcolm, San Martin.
Necesitamos resistirnos a ofrecer simplemente devociones al altar de San Edward
y después proceder como si las difíciles cuestiones que plantea su trabajo no
existieran o no tuvieran ya razón de ser.
En la actualidad es muy
necesaria una forma renovada de impaciencia e intemperancia saidiana,
especialmente teniendo en cuenta el actual estado de la izquierda,
especialmente de la izquierda intelectual y particularmente en los Estados
Unidos. Parece a veces como si el trabajo principal a hacer fuera señalar las
contradicciones e hipocresías, como si esto fuera ya una forma de trabajo
político en sí mismo. Gran parte (aunque no todo en absoluto) del discurso
alrededor de la Primavera Árabe entre la izquierda estadounidense ha adoptado
esa forma. Se nos dice que es hipócrita que EEUU afirme estar apoyando los
movimientos democráticos en la región mientras asume un papel activo en la
brutal supresión de los movimientos democráticos populares en Bahrein y en el
Yemen. Es hipócrita que el Consejo de Seguridad de la ONU diga que autoriza
ataques aéreos para proteger a la población civil en Libia, cuando no da (y no
dará) los mismos pasos para proteger a los civiles en Gaza. Es hipócrita que el
Presidente Obama afirme que apoya la estatalidad palestina y después se oponga
al intento palestino de conseguir ese reconocimiento en la ONU.
Ante lo cual, las únicas
respuestas posibles son: sí, y sí, y sí. Pero una pizca de la intemperancia
sardiana nos llevaría a continuar esos síes con: ¿Y entonces? ¿Qué se deriva de
esta identificación de tales momentos de contradicción e hipocresía? Eso está aún
por determinar; pero lo que es cierto que eso implicará un largo proceso de
debate y lucha que requerirán tanto de la virtud de la solidaridad como de la
crítica, y tanto del análisis paciente que necesita el trabajo del intelectual
público como de la impaciencia nacida de la urgencia. Todo eso es muy
necesario.
Creo que si Said
estuviera encaminándonos hacia un primer paso, ese paso tendría que ver con la
importancia de hacer cuanto podamos para cambiar el marco de los análisis
existentes y transformar los términos de los debates actuales. Y esto referido
especialmente a las actuales conversaciones alrededor de la propuesta palestina
de estatalidad en las Naciones Unidas. He escrito recientemente sobre la pobreza de los análisis
dominantes en EEUU. Ahí hay otro escenario en el que echamos mucho de menos a
Said. Pero tenemos su obra, que está llena de sorpresas. Aquí va, por ejemplo,
un pasaje que acabo de encontrar en una entrevista que le hicieron a Said en
1989, y que apareció publicada en el volumen “Edward Said: A Critical Reader”. Confío en que pueda
perdonárseme por citarle con tan gran espacio de tiempo, pero me emocionó mucho
cuando hace más de veinte años, Said consiguió trazar brillantemente la que
continúa siendo una de las cuestiones más importantes del momento, así como la
conexión que hizo entre situaciones políticas e históricas aparentemente
dispares:
En el mundo
descolonizado, e incluso en el mundo que avanza en sus esfuerzos por la
liberación, hay restos de lo que yo llamo la dialéctica de la independencia y
la liberación. Es decir, la dinámica del nacionalismo sin una verdadera
liberación, una dinámica cuyo claro objetivo es la independencia nacional en la
forma de un estado convencional o semi-convencional… Pero contra eso, creo que
el proyecto que continúa es el que aparece insinuado en Fanon aquí y allá pero
no sistemáticamente en las obras de Cabral o James… Lo que Fanon llama la
conversión, la transformación de la conciencia nacional en conciencia política
y social, no se ha producido aún. Es un proyecto inacabado y es en eso donde
creo que he empezado a trabajar.
Para mí,
el locus más urgente en esa problemática es la cuestión palestina.
Durante la historia de mi propia implicación política directa, evolucionamos
desde el objetivo de un estado democrático laico, a la inmensa transformación
que tuvo lugar en Argel en noviembre de 1988, en la cual participé. Cambiamos
de un movimiento de liberación a un movimiento por la independencia. Hablamos
de dos estados, un estado israelí y un estado palestino. Ahora la principal
lucha política se refiere al precio de habernos comprometido voluntariamente
con la independencia nacional. Es la tragedia, la ironía, la paradoja de todas
las luchas antiimperialistas o descolonizadoras porque la independencia es el
estadio a través del cual debes intentar pasar: para nosotros, la independencia
es la única alternativa ante los continuados horrores de la ocupación israelí,
cuyo objetivo es el exterminio de la identidad nacional palestina. Por tanto,
la pregunta para mí es: ¿qué precio vamos a pagar por esta independencia –si es
que podemos conseguirla- y cuántos objetivos de la liberación vamos a dejar
atrás? No me estoy refiriendo a “liberar” Israel o la totalidad de Palestina;
estoy hablando de nosotros mismos como movimiento, como pueblo. ¿Qué precio
vamos a pagar por diferir la liberación? Esto implica problemas muy concretos.
¿Qué vas a hacer, por ejemplo, con los tres millones de palestinos en la
diáspora que no son de Cisjordania? ¿Qué fórmula tenemos para eso? ¿Cuál es el
precio que vamos a pagar en compromisos políticos con nuestros vecinos:
Jordania, Israel, Siria, Egipto, etc.? ¿Y con el super-socio de todos ellos,
Estados Unidos? Este, después de todo, es un momento dominado por Estados
Unidos.
Lo que resulta llamativo
en este análisis no es simplemente su exactitud o su capacidad para prever una
serie de problemas que continúan definiendo la cuestión de la liberación
palestina (debería señalar que ciertamente no estoy tratando de otorgar a Said
el tipo de estatus de “profeta” que algunas veces se le ha concedido a Fanon
gracias a sus predicciones acerca del futuro de los estados-nación africanos
post-coloniales, aunque es sorprendente, y aleccionador, que tanto Fanon como
Said resultan “proféticos”, es decir, muy certeros en sus predicciones cuando
están dando malas noticias acerca del futuro que vendrá). Es la forma en que
Said redefine la cuestión de Palestina como una cuestión de descolonización y,
por consiguiente, no sólo de independencia sino de liberación. Esto es, por una
parte, un movimiento radicalmente simplificador políticamente, ya que le fuerza
a uno a tomar posición: a favor o en contra del colonialismo, a favor o en
contra de la descolonización. Por otra parte, no es un
movimiento simplista, ya que abre toda una serie de preguntas
controvertidas y complicadas, preguntas que aún no se han abordado de forma
satisfactoria.
Como ocurre con gran
parte de su obra, Said nos proporciona aquí la oportunidad de cambiar los
términos de la conversación: en este caso, de refundir el discurso sobre
Israel-Palestina en uno, que es primero y ante todo el de la colonización y
descolonización. Pero para desarrollar actualmente este trabajo, necesitamos
movernos más allá de los marcos aceptados y avanzar hacia nuevas formas de
análisis y acción. Así, en el aniversario de la muerte de Said, en medio de
toda una variedad de nuevas formas y lugares de lucha, desde El Cairo a Ramala
a Wall Street (sobre todo lo cual Said habría encontrado tiempo para escribir),
consideren esto como un llamamiento a revitalizar las virtudes saidianas:
solidaridad y crítica, análisis paciente e impaciencia con
la stupidez, compromiso intelectual público y arrebatos de
intemperancia. Lo necesitamos todo. No hay tiempo para perder ninguna oportunidad
más.
Anthony Alessandrini es profesor adjunto de inglés
en el Kingsborough Community College de la Universidad de Nueva York en
Brooklyn, y miembro afiliado del Middle East and Middle Eastern American Center
del CUNY Graduate Center. Ha editado Frantz Fanon: Critical Perspectives;
recientes artículos suyos han aparecido en Foucault
Studies, Journal of French and
Francophone Philosophy y Reconstruction.
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Fuente: http://www.jadaliyya.com/pages/index/2759/missing-edward-said
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Fuente: http://www.jadaliyya.com/pages/index/2759/missing-edward-said