Noam Chomsky
Nos estamos aproximando
al décimo aniversario de las horrendas atrocidades acaecidas el 11 de
septiembre de 2001, unos hechos que, según se considera a amplios niveles,
cambiaron el mundo. El pasado 1 de mayo un equipo de los comandos de elite
estadounidenses, los SEAL de la Marina, asesinaron al presunto cerebro del
crimen, Osama bin Laden, después de capturarle, desarmado e indefenso, a través
de la Operación Jerónimo.
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Noam Chomsky por David Levine |
Un grupo de analistas ha
observado que aunque finalmente se haya acabado con Bin Laden, éste consiguió,
no obstante, algunos éxitos importantes en su guerra contra EEUU. “Afirmó
repetidamente que el único camino para sacar a EEUU del mundo musulmán y
derrotar a sus sátrapas era involucrar a los estadounidenses en una serie de
pequeñas pero onerosas guerras que les llevaran finalmente a la bancarrota”,
escribe Eric Margolis. “‘Sangrar a Estados Unidos’, en sus propias palabras”.

A EEUU, primero bajo George W. Bush y después con Barack Obama, le faltó tiempo para precipitarse en la trampa… Resulta grotesco que los inflados desembolsos militares y la dependencia de la deuda… puedan ser el legado más pernicioso del hombre que pensaba que podía derrotar a EEUU”, especialmente en unos momentos en que la extrema derecha está cínicamente explotando el tema de la deuda, con la connivencia del establishment demócrata, para socavar lo que queda de programas sociales, educación pública, sindicatos y, en general, las barreras que aún resisten ante la tiranía de las corporaciones.

A EEUU, primero bajo George W. Bush y después con Barack Obama, le faltó tiempo para precipitarse en la trampa… Resulta grotesco que los inflados desembolsos militares y la dependencia de la deuda… puedan ser el legado más pernicioso del hombre que pensaba que podía derrotar a EEUU”, especialmente en unos momentos en que la extrema derecha está cínicamente explotando el tema de la deuda, con la connivencia del establishment demócrata, para socavar lo que queda de programas sociales, educación pública, sindicatos y, en general, las barreras que aún resisten ante la tiranía de las corporaciones.
Que Washington se inclinó
por cumplir los más fervientes deseos de bin Laden fue algo que se puso en
evidencia de inmediato. Como expuse en mi libro “9-11”, escrito poco después de
que ocurrieran los ataques, nadie con conocimiento sobre la región fue capaz de
reconocer “que un ataque masivo contra una población musulmana era la respuesta
a las plegarias de bin Laden y sus socios, y que conduciría a EEUU y a sus
aliados hacia una ‘trampa diabólica’, como señaló el ministro francés de
Asuntos Exteriores”.
El importante analista de
la CIA responsable desde 1996 de seguirle el rastro a Osama bin Laden, Michael
Scheuer, escribió poco después que “bin Laden le ha precisado muy bien a EEUU
las razones por las que está emprendiendo la guerra contra nosotros. [Él] está
decidido a cambiar drásticamente las políticas estadounidenses y occidentales
hacia el mundo islámico”, y en gran medida lo ha conseguido: “Las fuerzas y
políticas de EEUU están completando la radicalización del mundo islámico, algo
que Osama bin Laden trató de conseguir con un éxito sustancial aunque
incompleto desde los primeros años de la década de 1990. Como consecuencia,
pienso que es justo concluir que los EEUU de América siguen siendo el único
aliado indispensable de bin Laden”. Y bien podría decirse que así sigue siendo
incluso después de su muerte.
El primer 11-S
¿Había alternativa? Hay
muchas posibilidades de que el movimiento yihadista, gran parte de él muy
crítico hacia bin Laden, se hubiera dividido y debilitado tras el 11-S. “El
crimen contra la humanidad”, como fue justamente denominado, podría haberse
considerado como tal crimen y haber llevado a cabo una operación internacional
para apresar a los posibles sospechosos. Pero aunque en aquel momento se
reconoció tal posibilidad, ni siquiera se pasó a considerar la idea de hacerlo
así.
En “11-9”, citaba la
conclusión de Robert Fisk de que el “horrendo crimen” del 11-S se cometió de
forma “perversa y con una crueldad impresionante”, una valoración certera. Es
útil tener en mente que los crímenes podrían haber sido incluso peores.
Supongamos, por ejemplo, que el ataque hubiera llegado hasta a bombardear la
Casa Blanca, matar al presidente, imponer una dictadura militar brutal que
asesinara a miles y torturara a decenas de miles mientras establecía un centro
internacional de terror para ayudar a imponer estados similares de tortura y
terror por todas partes y desarrollar una campaña internacional de asesinatos;
y como estímulo adicional, hubieran traído un equipo de economistas
–llamémoslos “los chicos de Kandahar”- para hundir velozmente la economía en
una de las mayores depresiones de su historia. Eso, francamente, hubiera sido
mucho peor que el 11-S.
Lamentablemente, este no
es un pensamiento experimental. Sucedió. La única inexactitud en ese breve
relato es que las cifras se habrían multiplicado por 25 para producir los
equivalentes per capita en la medida apropiada. Desde luego, me estoy
refiriendo a lo que en Latinoamérica se llama a menudo “el primer 11-S”, el 11
de septiembre de 1973, cuando EEUU consiguió tras intensos esfuerzos derrocar
al democrático gobierno de Salvador Allende en Chile con un golpe militar que
colocó en el poder al brutal régimen del general Pinochet. El objetivo, en
palabras de la administración Nixon, era matar el “virus” que pudiera animar a
todos aquellos “extranjeros dispuestos a putearnos” apropiándose de sus propios
recursos y siguiendo de diversas maneras una política intolerable de desarrollo
independiente. Al fondo estaba la conclusión del Consejo Nacional de Seguridad
de que si EEUU no podía controlar Latinoamérica, no podía esperar “conseguir un
orden que le fuera favorable en otros lugares del mundo”.
El primer 11-S, a
diferencia del segundo, no cambió el mundo. No se produjo “nada que tuviera muy
grandes consecuencias”, como Henry Kissinger aseguraba a su jefe pocos días
después.
Estos acontecimientos de
consecuencias pequeñas no se limitaron al golpe militar que destruyó la
democracia chilena y puso en marcha la historia de horror que le siguió. El
primer 11-S fue justo uno de los actos de un drama que empezó en 1962, cuando
John F. Kennedy cambió la misión del ejército latinoamericano de “defensa
hemisférica” –una anacrónica reliquia de la II Guerra Mundial- por “seguridad
interna”, un concepto que implicó una aterradora interpretación en los círculos
latinoamericanos bajo dominio estadounidense.
En la recientemente
publicada por la Universidad de Cambridge “History of the Cold War”, el erudito
latinoamericano John Coatsworth escribe que desde ese momento hasta “el colapso
soviético en 1990, las cifras de prisioneros políticos, víctimas de tortura y
ejecuciones de disidentes políticos no violentos en Latinoamérica superaron
inmensamente a las de la Unión Soviética y sus satélites del Este de Europa”,
incluyendo también muchos mártires religiosos y asesinatos masivos, siempre
apoyados o iniciados en Washington. El último acto importante de violencia fue
el brutal asesinato de seis importantes intelectuales latinoamericanos,
sacerdotes jesuitas, pocos días antes de la caída del Muro de Berlín. Los
autores fueron un batallón de elite salvadoreño, que ya había dejado un
estremecedor rastro de sangre, recién salidos del entrenamiento de la JFK
School of Special Warfare, que actuaban bajo las órdenes directas del alto mando
del estado clientelista de EEUU.
Desde luego, las
consecuencias de esta plaga hemisférica siguen aún reverberando.
Del secuestro y la tortura al asesinato
Todo eso, y más cosas aún
del mismo cariz, se desechan como algo de escasas consecuencias y se olvidan.
Aquellos cuya misión es gobernar el mundo disfrutan de una imagen más
confortable, suficientemente bien articulada en el actual número de la
prestigiosa (y valiosa) revista del Royal Institute of International Affairs en
Londres. El artículo principal aborda “el visionario orden internacional” de la
“segunda mitad del siglo XX”, marcada por “la universalización de una visión
estadounidense de prosperidad comercial”. Algo hay en ese sentido, pero expresa
bien poco de la percepción de quienes se llevan la peor parte.
Lo mismo ocurre respecto
al asesinato de Osama bin Laden, que pone fin al menos a una fase de la “guerra
contra el terror” vuelta a declarar por el presidente George W. Bush en el
segundo 11-S. Permítannos volver a reflexionar sobre ese suceso y su
significado.
El 1 de mayo de 2011,
Obama bin Laden fue asesinado en un recinto que no contaba prácticamente con
protección alguna mediante una misión de asalto de 79 SEAL de la Marina, que
entraron en Pakistán en helicóptero. Después de que el gobierno facilitara y
retirara muchas historias escabrosas, los informes oficiales dejaron cada vez
más claro que la operación fue un asesinato planificado que violó múltiples
normas elementales de derecho internacional, empezando por la invasión misma.
Parece que no hubo
intento alguno de apresar a la desarmada víctima, lo que presumiblemente
podrían haber hecho con facilidad 70 comandos que no enfrentaron oposición
alguna, excepto, según informaron, de su mujer, también desarmada, a la que
dispararon, en defensa propia, mientras “arremetía” contra ellos, según explicó
la Casa Blanca.
El veterano corresponsal
en Oriente Medio Yochi Dreazen y sus colegas del Atlantic fueron
quienes proporcionaron una reconstrucción verosímil de los hechos. Dreazen, que
anteriormente fue corresponsal en temas militares para el Wall Street
Journal, es un importante periodista del National Journal Group que cubre
asuntos militares y de seguridad nacional. Según su investigación, los planes
de la Casa Blanca no parecían haber considerado la opción de capturar a bin
Laden vivo: “La administración dejó claro al clandestino Mando Conjunto de
Operaciones Especiales que querían a bin Laden muerto, según un alto
funcionario estadounidense con conocimiento de las discusiones. Un oficial militar
de alto rango informó sobre el asalto diciendo que los SEAL sabían que su
misión no era cogerle vivo”.
Los autores añaden: “Para
muchos del Pentágono y de la CIA que se habían pasado casi una década tratando
de cazar a bin Laden, asesinar al combatiente era un acto necesario y
justificado de venganza”. Además, “capturar vivo a bin Laden hubiera también
supuesto para la administración todo un conjunto de irritantes desafíos
políticos y legales”. Mejor era, pues, asesinarle y tirar su cuerpo al mar sin realizar
una autopsia considerada esencial tras un asesinato, un acto que
previsiblemente provocó mucha ira y escepticismo en gran parte del mundo
musulmán.
Como demuestra la
investigación del Atlantic, “la rotunda decisión de asesinar a bin Laden
fue la más clara demostración hasta la fecha de un aspecto poco reseñado de la
política contraterrorista de la administración Obama. La administración Bush
capturaba a miles de sospechosos combatientes y les enviaba a campos de
detención en Afganistán, Iraq y la Bahía de Guantánamo. En cambio, la
administración Obama se ha centrado en eliminar a terroristas individuales en
vez que tratar de cogerlos vivos”. Esta es una de las diferencias importantes
entre Bush y Obama. Los autores citan al antiguo canciller de Alemania
Occidental Helmut Schmidt, quien “dijo a la televisión alemana que el asalto
estadounidense supuso ‘de forma absolutamente clara una violación del derecho
internacional’ y que debería haberse detenido y procesado a bin Laden”, a
diferencia del Fiscal General de EEUU Eric Holder, quien “defendió la decisión
de matar a bin Laden aunque no supusiera una amenaza inmediata para los SEAL de
la Marina, diciendo en un panel en el Congreso… que el asalto había sido
‘legal, legítimo y adecuado en todos los aspectos’”.
Los aliados criticaron
asimismo el hecho de que se deshicieran el cuerpo sin realizar autopsia. El muy
apreciado jurista inglés Geoffrey Robertson, que apoyó la intervención y se
opuso en gran medida a la ejecución a partir de motivos pragmáticos, describió
sin embargo la afirmación de Obama de que “se había hecho justicia” como un
“absurdo” que debería haber resultado obvio para un antiguo profesor de derecho
constitucional. La ley pakistaní “exige una investigación colonial en caso de
muerte violenta, y las leyes internacionales de los derechos humanos insisten
en que ‘el derecho a la vida’ exige una investigación cuando a partir de una
acción policial o gubernamental se produce una muerte violenta. EEUU tiene por
tanto el deber de realizar una investigación que satisfaga al mundo acerca de
las verdaderas circunstancias de ese asesinato”.
Robertson nos recuerda
útilmente que “no siempre fue así. Cuando llegó el momento de decidir el
destino de hombres mucho más implicados que Osama bin Laden en actos perversos
–los líderes nazis-, el gobierno británico quiso colgarles en las seis horas
siguientes a su captura. El presidente Truman puso reparos, citando la
conclusión del juez Robert Jackson de que ‘la conciencia estadounidense no
debería asumir fácilmente, ni nuestros niños deberían recordar con orgullo, una
ejecución sumaria… la única vía es determinar la inocencia o culpabilidad de
los acusados tras una vista que fuera tan desapasionada como lo permitieran los
tiempos y a partir de unos antecedentes que dejen claros nuestras razones y
motivos’”.
Eric Margolis comenta que
el hecho de que “Washington no haya hecho nunca pública la prueba de su
afirmación de que Osama bin Laden estaba tras los ataques del 11-S”,
posiblemente sea una de las razones por la que las “encuestas muestran que casi
una tercera parte de los encuestados estadounidenses creen que el gobierno de
EEUU y/o Israel estaban tras el 11-S”, mientras que en el mundo musulmán el
escepticismo es mucho mayor. “Un juicio abierto en EEUU o en La Haya habría
expuesto esas afirmaciones a la luz del día”, continúa, una razón práctica por
la que Washington debería haberse sometido a la ley.
En sociedades que
profesan algún respeto por la ley, se detiene a los sospechosos y se les somete
a un juicio justo. Hago hincapié en la palabra “sospechosos”. En junio de 2002,
el jefe del FBI Robert Mueller, en lo que el Washington Post describía
como “sus más detallados comentarios públicos acerca de los orígenes de los
ataques”, pudo tan solo decir que “los investigadores tienen la idea de que los
ataques del 11-S contra el World Trade Center y el Pentágono procedían de los
dirigentes de Al Qaida en Afganistán, que la conspiración última se preparó en
Alemania y que la financiación se produjo a través de los Emiratos Árabes
Unidos desde fuentes en Afganistán”.
Lo que el FBI creía y
pensaba en junio de 2002 no era lo que sabía ocho meses antes, cuando
Washington descartó las ofertas tentativas de los talibanes (si éstas eran
serias es algo que ignoramos) de permitir que se juzgara a bin Laden si se les
presentaban pruebas de su culpabilidad. Por tanto, no es verdad, como el
presidente Obama afirmó en su declaración en la Casa Blanca tras la muerte de
bin Laden, que “nosotros supimos rápidamente que era Al Qaida quien había
perpetrado los ataques del 11-S”.
No ha habido nunca razón
alguna para dudar de lo que el FBI creía a mediados de 2002, pero eso nos aleja
de la prueba de culpabilidad exigida en las sociedades civilizadas y,
cualquiera que sea esa prueba, no justifica el asesinato de un sospechoso que
al parecer podría haber sido fácilmente detenido y llevado a juicio. Y las
pruebas aportadas desde entonces confirman en gran media esa apreciación. Así,
la Comisión del 11-S proporcionó amplias pruebas circunstanciales del papel de
bin Laden en el 11-S basadas fundamentalmente en lo dicho por los prisioneros
de Guantánamo en sus confesiones. Dudo mucho que gran parte de todo eso hubiera
podido sostenerse ante un tribunal independiente, si consideramos los métodos
seguidos para conseguir las confesiones. Pero en cualquier acontecimiento, las
conclusiones de una investigación autorizada por el Congreso, aunque convenzan
a quienes las consigue, no satisfacen el nivel necesario de una sentencia
emitida por un tribunal creíble, que es lo que transforma la categoría del
acusado de sospechoso en culpable.
Se cuentan muchas cosas
de la “confesión” de bin Laden, pero eso fue un alarde y no una confesión, con
tanta credibilidad como si yo “confieso” que gané el maratón de Boston. La
jactancia nos dice mucho acerca de su carácter pero nada sobre su
responsabilidad en lo que él consideraba como el gran logro del que quería
atribuirse el mérito.
Una vez más, todo esto
es, claramente, muy independiente de los juicios que uno pueda hacer acerca de
su responsabilidad, que de inmediato se estimó clara, incluso antes de la
investigación del FBI y así sigue siendo aún.
Crímenes de agresión
Merece la pena añadir que
gran parte del mundo musulmán reconoció la responsabilidad de bin Laden y le condenó.
Un ejemplo significativo es el del distinguido clérigo libanés Sheij Fadlallah,
muy respetado en general por Hizbollah y los grupos chiíes, incluso fuera del
Líbano. Tenía alguna experiencia de asesinatos. A él mismo le habían intentado
asesinar: mediante un camión-bomba en el exterior de una mezquita, en una
operación organizada por la CIA en 1985. Logró escapar pero mataron a otras 80
personas, en su mayoría mujeres y niñas que salían de la mezquita, uno de esos
innumerables crímenes que no entran en los anales del terror debido a la
falacia del “error de la agencia”. El Sheij Fadlallah condenó con dureza los
ataques del 11-S.
Uno de los principales
especialistas en el movimiento yihadista, Fawaz Gerges, sugiere que el
movimiento podría haberse escindido en aquel momento si EEUU hubiera explotado
la oportunidad en vez de fomentarlo, especialmente por el ataque contra Iraq,
una gran bendición para bin Laden, que produjo un agudo incremento del
terrorismo, como ya habían anticipado las agencias de inteligencia. Por
ejemplo, en las audiencias Chilcot para investigar los antecedentes de la
invasión de Iraq, el ex jefe de la agencia de la inteligencia británica
interna, el MI5, testificó que tanto la inteligencia británica como la
estadounidense eran conscientes de que Sadam no constituía ninguna amenaza
seria, que era probable que la invasión incrementara el terrorismo y que las
invasiones de Iraq y Afganistán habían radicalizado a determinadas partes de
una generación de musulmanes que consideraban las acciones militares como un
“ataque contra el Islam”. Como ocurre muy a menudo, la seguridad no era una
prioridad importante para la acción estatal.
Podría resultar
instructivo preguntarnos a nosotros mismos cómo reaccionaríamos si una serie de
comandos iraquíes hubieran aterrizado en el recinto donde pudiera encontrarse
George W. Bush, le hubieran asesinado y hubieran arrojado su cuerpo al
Atlántico (tras los adecuados ritos funerarios, desde luego).
Indiscutiblemente, no era un “sospechoso”, pero “el que decide”, el que dio las
órdenes de invadir Iraq, es decir, de cometer el “crimen internacional supremo
que difiere solo de otros crímenes de guerra en que en sí mismo contiene el
acumulado mal del todo” por el que los criminales nazis fueron colgados: los
cientos de miles de muertos, los millones de refugiados, la destrucción de la
mayor parte del país y de su patrimonio nacional y el homicida conflicto
sectario que se ha extendido ahora al resto de la región. Igualmente, de forma
indiscutible, estos crímenes excedían cualquier cosa que pudiera atribuírsele a
bin Laden.
Decir que todo esto es
indiscutible, que lo es, no implica que no se deniegue. La existencia de
quienes creen que la tierra es plana no cambia el hecho de que,
indiscutiblemente, la tierra no es plana. Igualmente, es indiscutible que
Stalin y Hitler fueron responsables de crímenes horrendos, aunque sus leales lo
nieguen. De nuevo, todo eso debería ser demasiado obvio como para tener que
comentarlo, y lo es, excepto en una atmósfera de histeria tan extrema que
bloquea todo pensamiento racional.
De forma parecida, es
indiscutible que Bush y asociados cometieron el “crimen internacional supremo”:
el crimen de agresión. El juez Robert Jackson, jefe de la acusación de EEUU en
Nuremberg, definió bastante claramente ese crimen. Un “agresor”, expuso Jackson
en su declaración de apertura, es un estado que es el primero en cometer
acciones tales como “invadir con sus fuerzas armadas, con o sin declaración de
guerra, el territorio de otro Estado…” Nadie, ni siquiera los más radicales
defensores de la agresión, niega que eso fue lo que Bush y asociados hicieron.
Haríamos bien asimismo en
recordar las elocuentes palabras de Jackson en Nuremberg sobre el principio de
universalidad: “Si ciertos actos que violan tratados son crímenes, tienen tal
carácter de crímenes, ya sea Estados Unidos o Alemania quienes los perpetren, y
no estamos dispuestos a establecer una norma de conducta criminal contra otros
que no estemos dispuestos a invocar contra nosotros mismos”.
Queda claro también que
las anunciadas intenciones resultan irrelevantes, aunque se crea realmente en
ellas. Archivos internos revelan que los fascistas japoneses pensaban al
parecer que arrasando China estaban trabajando para convertirla en un “paraíso
terrestre”. Y aunque pueda ser difícil de imaginar, puede concebirse que Bush y
compañía creían que estaban protegiendo al mundo de su destrucción por las
armas nucleares de Sadam. Todo irrelevante, aunque los ardientes seguidores en
todas partes puedan tratar de convencerse ellos mismos de otra cosa.
Nos quedan dos opciones:
o Bush y asociados son culpables del “crimen internacional supremo”, incluyendo
todos los males que siguieron, o declaramos que los procedimientos de Nuremberg
fueron una farsa y los aliados fueron culpables de asesinato judicial.
La mentalidad imperial y el 11-S
Pocos días antes del
asesinato de bin Laden, Orlando Bosch murió tranquilamente en Florida, donde
residía junto a su cómplice Luis Posada Carriles y muchos otros socios del
terrorismo internacional. Después de que el FBI le acusara de decenas de
crímenes terroristas, Bush le garantizó a Bosch el perdón presidencial
ignorando las objeciones del Departamento de Justicia, que encontraba
“inevitable que esa conclusión resultara perjudicial para los intereses
públicos de EEUU al proporcionar un puerto seguro a Bosch”. La coincidencia
entre esas muertes trae de inmediato a la mente la doctrina de Busch II:
“convertida ya en… una norma de facto de las relaciones
internacionales”, que, según el renombrado especialista en relaciones
internacionales de Harvard Graham Allison, “revoca la soberanía de los estados
que proporcionan santuario a terroristas”.
Allison se refiere al
pronunciamiento que Bush II dirigió a los talibanes: “Aquellos que alberguen
terroristas son tan culpables como los mismos terroristas”. Por tanto, esos
estados han perdido su soberanía y se convierten en objetivos de atentados
terroristas, por ejemplo, el estado que ha albergado a Bosch y a su cómplice.
Cuando Bush emitió esta nueva “norma de facto de las relaciones
internacionales”, nadie pareció darse cuenta de que estaba haciendo un
llamamiento a la invasión y destrucción de EEUU y al asesinato de sus
criminales presidentes.
Nada de esto es
problemático, por supuesto, si rechazamos el principio del juez Jackson de la
universalidad y adoptamos en su lugar el principio de que EEUU se ha
auto-inmunizado frente al derecho y a los convenios internacionales, como su
gobierno ha dejado muy claro con frecuencia.
También merece la pena
reflexionar acerca del nombre aplicado a la operación bin Laden: Operación
Jerónimo. La mentalidad imperial es tan profunda que muy pocos parecen ser
capaces de percibir que la Casa Blanca está glorificando a bin Laden al
llamarle “Jerónimo”, el jefe indio apache que dirigió la valiente resistencia
contra los invasores de los territorios apaches.
La elección casual del
nombre es una reminiscencia de la facilidad con la que apodamos nuestras
homicidas armas con los nombres de las víctimas de nuestros crímenes: Apache,
Blackhawk… Es posible que reaccionáramos de forma diferente si la Luftwaffe hubiera
llamado a sus aviones de combate “Judío” y “Gitano”.
Los ejemplos mencionados
caerían bajo la categoría de la “excepcionalidad estadounidense” si no fuera
por el hecho de que la fácil supresión de los crímenes de uno está
prácticamente siempre presente entre los estados poderosos, al menos entre
aquellos que no han sido derrotados y obligados a reconocer la realidad.
Quizá la administración
percibía el asesinato como un “acto de venganza”, como concluye Robertson. Y
quizá el rechazo de la opción legal de un juicio refleja una diferencia entre
la cultura moral de 1945 y la de hoy, como él sugiere. Cualquiera que fuera el
motivo, apenas tiene que ver con la seguridad. Como en el caso del “crimen
internacional supremo” perpetrado en Iraq, el asesinato de bin Laden es otra
ilustración del importante hecho de que muy a menudo la seguridad no es una
prioridad importante en las acciones estatales, muy al contrario de la doctrina
exhibida.
Noam Chomsky es profesor emérito de Lingüística y
Filosofía del Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge, Massachusetts.
Su libro más reciente es “9-11: Was There an Alternative?” (Seven Stories
Press), resumido en el presente artículo.
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175436/tomgram%3A_noam_chomsky%2C_the_imperial_mentality_and_9_11/#more
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175436/tomgram%3A_noam_chomsky%2C_the_imperial_mentality_and_9_11/#more