
Oscar Guisoni
En el principio fue el verbo. Y la palabra, la acción y la angustia. No es posible entender a Ernesto Sabato sin estos elementos originales. “Yo fui un chico solitario, apartado de los juegos y de las travesuras que alegran la vida de los niños. Encerrado en mi cuarto, como detrás de una ventana, por las tardes veía pasar la vida. Y ya desde entonces mi salvación provino del arte. ¡Qué hubiese sido de mí sin los libros!”, escribió en 1999.
Sabato nació en Rojas, una pequeña ciudad de provincias en la pampa húmeda. Décimo hijo de una familia de clase media acomodada de inmigrantes calabreses, el sino trágico que envolvería su existencia se manifestó ya en forma temprana: el escritor debe su nombre a su hermano Ernesto (Ernestito), que murió poco antes que él naciera. Su madre lo sobreprotege, traumatizada por la muerte de su otro hijo, “mi madre se había aferrado a mí y yo a ella de manera patológica”, y cuando nació su hermano menor Ernesto sufrió tal ataque de celos que hasta intentó matarlo. Tenía apenas trece años cuando su padre decidió enviarlo a estudiar al prestigioso Colegio Nacional de La Plata, la capital de la provincia, y por aquellos años un hervidero de ideas revolucionarias que no tardarán en hacer eco en el ávido lector adolescente.
En 1929 se inscribió en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; al año siguiente se sumó al Partido Comunista, luego de un breve coqueteo con el anarquismo radical.