Pedro Saad
El 16 de junio de 1822, luego de librada exitosamente la batalla del Pichincha, Simón Bolívar, a la sazón Libertador-Presidente de Colombia, llegó a Quito. Su entrada no era un hecho guerrero, sino político. Las guerras habían concluido, libradas por los pueblos de la Audiencia bajo la dirección de Antonio José de Sucre.
Como entidad geopolítica autónoma e integrada, Colombia había nacido el 17 de diciembre de 1819, y desde el 15 de mayo de 1821 Guayaquil se había declarado “bajo la protección” de Colombia, sellando de forma casi perfecta su incorporación a esa república. De facto y de iure, el actual Ecuador era ya parte de Colombia, como también lo eran Venezuela y Panamá. La llegada de Bolívar a Quito no tenía valor militar, sino el carácter político de refrendar esa anexión con la presencia personal del presidente de la nación unificada.
Es fama legendaria (aunque no existan pruebas documentales al respecto), que Manuela Sáenz arrojó al paso del Libertador una corona de laureles, y que impactó con ella en la frente del guerrero, quien habría quedado prendado por la belleza y el ardor de la quiteña.
Es completamente cierto y documentado, en cambio, que aquella noche se organizó una soirée de gala en honor del Libertador, y que Bolívar se aisló de toda la concurrencia, bailando infatigablemente con Manuela Sáenz, casada a la sazón con el inglés James Thorne, ausente de la ciudad, y que al final del ágape ambos se evadieron de la fiesta, marchando a vivir su pasión en la cercana hacienda de Catahuango, propiedad de Manuela.
Fue la primera noche de un amor que se prolongaría por años, y que llevaría a los amantes a Perú y Colombia, en una vorágine pasional que nadie ha podido negar.
En los últimos años, como resultado de nuevas investigaciones históricas, de la insufrible carencia de héroes de origen ecuatoriano y del auge del movimiento de reivindicación femenina, la figura de Manuela Sáenz, que trató de ser borrada de la historia, ha adquirido una dimensión muy notoria, y su participación en las luchas libertarias alcanza ribetes míticos casi tan grandes como los de su glorioso amante.
Tan extrema en su exaltación como su anterior ocultamiento en el silencio, esta tendencia “manuelista” es más literaria que historiográfica y parece preferir la glorificación a la verdad.
Y no hay razón para ello. La grandeza de Manuela Sáenz no necesita de falsedades para ser enorme.