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Alain de Benoist
Entre 1963 y los sucesos de mayo de 1968, en toda Francia no se habían vendido más de trescientos ejemplares de Eros y civilización, única obra traducida al francés de un autor prácticamente desconocido: Herbert Marcuse, del cual, después, los contestatarios hicieron uno de sus maestros. Entre 1968 y 1970 fueron traducidos nueve libros suyos –escritos, por cierto, hacía más de treinta o cuarenta años.
Marcuse, a decir verdad, no merecía ni ese exceso de indiferencia ni ese exceso de renombre.
Según su biógrafo Alasdair MacIntyre, “Marcuse, nacido en 1898 en una vieja familia judía, entró en la conciencia mundial en mayo de
En 1933, el ascenso del nacional-socialismo le hace huir a París, donde descubre a los miembros de la escuela de Frankfurt. Colabora durante unos meses con la Revista de Estudios Sociales y, poco más tarde, parte hacia los Estados Unidos.
En 1936 publica con Adorno una serie de Estudios sobre la autoridad y la familia, antes de dedicarse a la enseñanza: Columbia, Harvart, Bandeis, San Diego. Comienzan sus publicaciones: Eros y civilización (1953), El marxismo soviético (1958), El hombre unidimiensional (1964), Crítica de la tolerancia pura (1965). Teórico neomarxista, o mejor freudomarxista, Herbert Marcuse desarrolla una crítica de la sociedad muy próxima a la escuela de Frankfurt, pero añadiendo numerosas opiniones personales.
Sociedad y neurosis
Antaño, explica Marcuse, la vida humana poseía dos dimensiones: la dimensión social y la dimensión individual. Por medio de la primera, el hombre se integraba en
Esta tesis, fundamental para Herbert Marcuse, es juzgada simplista, por lo bajo por Jéròme Deshusses, quien escribe en La izquierda reaccionaria (1969): “El hombre unidimensional es en gran parte un conformista que se ignora. La manera marcusiana de manifestar una apuesta contra el hombre que, a veces, roza
No obstante, es sobre esta base que Herbert Marcuse ataca los símbolos de la autoridad –los “protagonistas de la dominación”: el padre de familia, el jefe político, el patrón, el Estado. Predicando la "sociedad sin padres", retoma el argumentos de los "frankfurtistas" y los freudomarxistas (Wilhelm Reich, Erick Fromm): no hay revolución social sin liberación sexual. El objeto de su resentimiento: no solamente la injusticia social, sino la coacción en sí; es decir, la alienación –una alienación convertida en la ley común de todos los humanos.
Eros y civilización desarrolla una reflexión que se construye sobre una célebre obra de Freud: El malestar en la civilización. Contra los freudianos ortodoxos, Marcuse afirma que Freud al completo se encuentra en esta frase: “La represión de las pulsiones y su refuerzo son indispensables para el mantenimiento de la civilización y sus instituciones”. Según Freud, existe un vínculo directo entre organización social y neurosis: el hombre sería el único animal que se "reprime" a sí mismo. De lo que resulta que toda sociedad construida reposa sobre una alienación. “la noción según la cual una sociedad no represiva es imposible –observa Marcuse–, es la piedra angular de la tesis freudiana”.
Marcuse retoma por su cuenta ese pesimismo freudiano, sosteniendo (él también) que todas las sociedades son forzadas, ya que "reprimen" nuestras pulsiones; que todo progreso contiene –es, en el límite– una regresión. Y va más lejos: cree irrealizable la proposición de Freud tendente a sublimar el instinto de muerte “para permitir al menos satisfacer las necesidades vitales”. “El sacrificio sistemático de la líbido –escribe Marcuse–, su secuestro rigurosamente impuesto por las actividades y las manifestaciones socialmente útiles, es la civilización”.
Pero, al mismo tiempo, Marcuse parece reprochar a Freud haber fijado toda sociedad posible en la ley de la "represión", y declara que hoy en día el grado de renuncia exigido por la sociedad en nombre de sus ideales implícitos ha devenido "insoportable", por lo que el hombre debe abolir la mayor parte de estas exigencias para regresar a las posibilidades de la felicidad.
Existe aquí una más que curiosa contradicción –un patinazo a nivel del análisis– que no ha escapado a Jean.-Marie Benoist: “En el mismo momento en que Marcuse reconoce el carácter espectral –es decir, de fantasma– de la sociedad no represiva, de la que todo el análisis freudiano tiende a mostrar la imposibilidad de su advenimiento, acantonándola en el nivel de lo imaginario, Marcuse cambia el espacio y, en el curso de la misma frase, emprende un proceso revolucionario de la civilización: el advenimiento de la sociedad no represiva se convierte entonces en artículo de dogma” (Marx ha muerto, 1970).
De aquí esta conclusión: “Con Marcuse, un discurso que, en mayo de
El rol de los marginales
Sobre este discurso, se injerta la tesis de la "tolerancia represiva". La tolerancia suscita generalmente
Desde esta perspectiva, el marxismo soviético y el capitalismo occidental son juzgados igualmente "represivos". Los dos sistemas tienden, además, a aproximarse por el atajo de la tecnología, gracias a esa racionalidad que Marcuse, en nombre de la razón pura, cubre de sarcasmos.
“El tipo de racionalidad que triunfa hoy en día –escribe en Eros y civilización–, es el de los antiguos griegos, que se define como una sucesión de relaciones de fuerza, y que ve en la naturaleza un objeto a dominar. En un mundo donde la razón técnica es la única dimensión, la conciencia optimista abriga la creencia de que lo real es racional”.
Para Marcase, lo real no es racional. La “conciencia optimista” es un desastre. Es ella la que ha desarmado la “bomba proletaria”.
Porque los trabajadores son los primeros que han caído en la "trampa" de los milagros de la "tolerancia represiva". Cuando los “mercaderes de sueños” no les compran su trabajo, los “mercaderes de vacaciones” les venden su tiempo libre. Contrariamente a lo esperado por Marx, el tiempo de la "libertad" es ahora el de la "necesidad". O mejor aún, se trata de una falsa libertad, porque la definición actual de "ocio" se incluye en los resquicios del principio de rendimiento. La verdad es que el proletariado ha sido desarmado, con suavidad. ”Sus cualidades no solamente han sido neutralizadas, sino incluso ofrecidas al beneficio de la ideología dominante”. Vinculando la realización de los intereses generales a la de los intereses privados, el capitalismo avanzado ha recuperado el potencial revolucionario de las masas. La clase obrera ha devenido "objetivamente" cómplice del orden existente. “La represión ha sido interiorizada. La sociedad moderna es capaz de digerir la lucha de clases”.
En estas condiciones, Marcuse recomienda confiar en los "marginales", en los pequeños grupos que la sociedad o el reformismo no ha podido "recuperar" porque “anidan en las contradicciones del orden establecido”: trabajadores inmigrantes, revoltosos profesionales, desclasados sociales, pensionistas, presos, jóvenes en ruptura o asocializados, intelectuales proletaroides, etc. ¿Todo el espectro, acaso, del Lumpenproletariat, del que hablara (tan mal, por cierto) Karl Marx?
Un puesto especial es el reservado a los estudiantes, que son los "marginales" conscientes de su condición. Marcuse ve en ellos a los únicos revolucionarios potenciales. Son ellos, dice, los que pueden gripar la máquina y bloquear las instituciones, organizando a través de ellas una "larga marcha". Es en ellos donde se concentra, bajo la forma de un rechazo a jugar el juego -”el Gran Rechazo”–, la fuerza de negación considerada el contrapunto necesario a la "represión" de las estructuras.
Jean Baechler detalla esta estrategia: “No se puede contar ni con un ataque frontal, ni con una descomposición espontánea, ni con el proletariado. Los portadores de la revolución no pueden ser sino elementos exteriores al sistema socioeconómico. Por el hecho de que estas fuerzas no ocupan ninguna posición estratégica, no pueden esperar capturar directamente el poder por el dominio de las palancas de control. Solamente se solapa el poder con acciones locales destinadas a paralizar el sistema. Allí donde la relación de fuerzas sea favorable –en las universidades, los centros culturales, las fábricas en huelga, los locales ocupados–, los revolucionarios deben intentar paralizar las instituciones. Los atentados deben ser perpetrados contra las instalaciones-clave y contra los símbolos del poder, para, respectivamente, sabotear y alertar a
Contrariamente a los representantes más clásicos de la escuela de Frankfurt, Marcuse no duda en justificar el recurso a la violencia. “Cuando los esclavos no son conscientes de su esclavitud –declara–, es necesario recurrir a la violencia y sensibilizarles de su falsa felicidad”.
Con la mirada puesta en esta "sensibilización", las minorías revolucionarias harán uso de la violencia, con el derecho a “suprimir rivales y opiniones perniciosas”. Por lo mismo, suprimirán la libertad de expresión, en cuanto puede contribuir a la “propagación del error”.
Curiosamente, Marcuse retoma por su cuenta ciertas ilusiones de Marx. El autor de El Capital estaba convencido de que las tensiones que él constataba en los aparatos de producción tenderían a acentuarse hasta alcanzar un máximo de "contradicciones" del que surgiría la revolución comunista. Marcuse declara: “Mi duda más seria en lo que concierne al éxito de la gran sociedad de la abundancia americana reposa sobre su carácter neofascista. La represión va a acentuarse. Las contradicciones internas e internacionales del capitalismo americano van a exacerbarse. La oposición deberá movilizar todas sus fuerzas para evitar que la clase obrera no caiga en manos del fascismo”, etc. (declaraciones a Hans Magnus Enzensberger, en "Demain", 1973).
Jean Marabini observa: “Marcuse realiza, para terminar, el sueño de Marx que ansiaba que su revolución mundial se implantase desde América”.
No todo es falso en la crítica marcusiana al principio de rentabilidad, convertido en principio absoluto de las sociedades modernas. Desgraciadamente, su análisis queda completamente arruinado por su sistematismo y su negativismo utópico. Marcuse cree que el retorno al principio de calidad va parejo con el advenimiento de una sociedad "liberada" e hiperigualitaria, cuando en realidad la experiencia histórica ha demostrado todo lo contrario: porque triunfa el igualitarismo, el individuo ha dejado de ser una "persona" para devenir un peón al que una sociedad sin alma ha suprimido su autonomía; porque las sociedades antiguas fueron sociedades inigualitarias y jerarquizadas, porque la "moral" o la racionalidad abstracta no constituyeron sus bases fundamentales, fue posible hacer prevalecer la calidad sobre el rendimiento. Marcuse, aquí, yerra completamente el blanco.
Su teoría de la alienación no es más convincente. No solamente es evidente que toda sociedad aliena, sino también toda existencia, toda presencia en el mundo. La vida no es sino un cúmulo de coacciones, y el placer –líbido– es también alienante, por el hecho mismo de ser afecto, es decir sumisión a otro. El rechazo (soñado) de toda alienación, es pues un rechazo de la vida.
En fin, la tesis de la "tolerancia represiva", junto a aquella de una "felicidad" utópica que convendría imponer, por la fuerza si fuera necesario, a aquellos que no la desean o no la perciben, no puede sino conducir a la más lúgubre de las dictaduras.
“No puede existir una represión tolerante –afirma Jean-François Revel. Toda represión conduce necesariamente a la intolerancia”.
Alasdair MacIntyre ha mostrado de forma suficiente cómo la doctrina marcusiana de la "liberación total" está esbozada sobe el fondo de un nuevo despotismo: “El pueblo no tiene palabras que decir, y las alternativas no son entre la democracia real y la autoridad de una élite, sino entre élites rivales: la élite represiva del presente y la élite liberadora del futuro marcusiano”.
Hablando en claro, la doctrina marcusiana no solamente es falsa, sino que, si estuviese suficientemente extendida en toda su aprehensión, constituiría una barrera efectiva a todo progreso racional y a toda liberación”.