"En Viena enterraré mi alma en un álbum / con las fotografías y el musgo / y rendiré al flujo de tu belleza / mi cruz y mi violín barato. / Ay, amor, mi amor, / Toma este vals, toma este vals: / ahora es tuyo, es / todo lo que queda." Leonard Cohen canta el "Pequeño vals vienés", de Federico García Lorca
Epistolarios
La mejor manera de llegar a conocer al Gramsci
íntimo es, desde luego, sumergirse en su epistolario. Quien quiera
hacerlo con sensibilidad y respeto por la tragedia del hombre tendrá que
solventar preliminarmente dos reservas del propio Gramsci.
La primera es que muchas de las cartas que escribió desde la cárcel
tenían que pasar por la censura: él lo sabía; sabía que en cierto modo
esto las hacía "públicas" y en consecuencia reduplicó durante esos años
(1927-1933) su ya notable contención sentimental adoptando a veces el
lenguaje de Esopo. Para descifrar ese lenguaje el estudioso y el lector
atento tienen que acudir a veces a otras fuentes (testimonios de los
familiares y amigos dentro y fuera de la cárcel).
La segunda reserva tiene que ver con la declaración del preso,
explícita en alguna de las cartas desde la cárcel pero avanzada ya en
otros momentos anteriores, según la cual él mismo sentía una invencible
aversión a la epistolografía.
De estas dos cosas juntas el lector no alertado podría deducir
apresuradamente que el material disponible será escaso y que en las
cartas conservadas va a encontrar muy pocas referencias a la vida
privada de un hombre cuya principal dedicación desde los veintitantos
años fue la política. Pero en realidad no es así. Se han conservado
alrededor de setecientas cartas de Antonio Gramsci. De ellas casi
doscientas están escritas entre sus años de estudiante (en Cagliari y en
Turín) y el otoño de 1926, momento en que fue detenido por la policía
fascista. Otras quinientas fueron redactadas desde las distintas
cárceles y sanatorios por los que pasó como preso político hasta su
muerte en 1937.
La gran mayoría de las cartas escritas por Gramsci desde Cagliari y
Turín, entre 1908 y 1914, están dirigidas a familiares: a los padres y
hermanas. Entre 1914 y 1919 esa correspondencia decae y sus cartas a la
familia se hacen muy esporádicas. Del bienio revolucionario de 1919-1921
se han conservado poquísimas cartas. Probablemente en esos años de gran
actividad política Gramsci tuvo a su lado a la mayoría de las personas
con las que quería comunicarse: consejistas y compañeros de L´Ordine
Nuovo. Pero es seguro que escribió más cartas que las que se han
conservado, sobre todo de contenido político y sindical. En cualquier
caso, el epistolario se hace mucho más denso y mucho más interesante a
partir de su estancia en Moscú, en 1922, donde conoció a Julia Schucht,
durante los cinco meses que vivió en Viena trabajando para la partido
comunista de Italia en la Internacional Comunista y luego, ya de regreso
a Italia, en Roma (desde mayo de 1923 hasta noviembre de 1926). La
correspondencia desde Moscú (noviembre de 1922 a noviembre de 1923) y
sobre todo desde Viena (hasta mayo de 1924) y Roma (1924-1926) suma
aproximadamente dos tercios de todas las cartas que Gramsci escribió
antes de ser detenido y encarcelado.
Se han conservado casi quinientas cartas escritas por Gramsci desde
noviembre de 1926 hasta 1937, pocos meses antes de su muerte. Aunque
estas cartas se conocen habitualmente con el nombre de “cartas de la
cárcel” no todas ellas fueron escritas propiamente desde las distintas
prisiones por las que Gramsci pasó desde su detención. Unas cuantas
fueron redactadas desde el destierro en la isla de Ustica, lugar al que
fue trasladado junto con otros militantes antifascistas a la espera del
juicio y donde Gramsci vivió, vigilado, en una casa particular
(diciembre de 1926 - enero de 1927). Otras muchas fueron escritas desde
las clínicas a las que fue enviado, ya muy enfermo, desde finales del
año 1933: la clínica del doctor Cusumano, en Formia (de diciembre de
1933 a agosto de 1935) y la clínica Quisisana, de Roma, en la que
permaneció en libertad condicional desde esa última fecha hasta muy poco
antes de morir, en abril de 1937. De estas casi quinientas cartas, la
mayoría de las escritas desde la cárcel de Turi de Bari están dirigidas a
la cuñada, Tatiana Schucht (una parte de ellas también para Julia o con
la intención de que fueran conocidas por Piero Sraffa, el amigo
economista que hacía de enlace con la dirección del partido comunista);
muchas de ellas están dirigidas a la mujer, Julia Schucht, y a los
hijos, Delio y Giuliano (los dos, con la madre, en Moscú). Un número
mucho más reducido del epistolario de ese periodo está formado por
cartas dirigidas a la madre (que murió en Ghilarza en diciembre de 1932,
aunque Gramsci no lo supo hasta bastante tiempo después), al hermano
Carlo y a otros parientes.
Por razones obvias (teniendo en cuenta la acusación por la que Gramsci
había sido juzgado y encarcelado, y la ilegalización del partido
comunista por el fascismo mussoliniano) Gramsci apenas podía escribir
directamente desde la cárcel a los amigos políticos. Casi todas las
cartas que escribió a éstos entre 1927 y 1935 se han perdido. A partir
de 1934 el epistolario con su principal corresponsal, Tatiana Schucht,
decae debido al hecho de que ésta y Piero Sraffa podían visitar
periódicamente a Gramsci en la clínica, de manera que casi todas las
cartas desde esa fecha hasta 1937 están dirigidas a los familiares que
vivían en la URSS, a la mujer y a los hijos.
En estas cartas (y en numerosos testimonios) se han basado las dos
biografías más completas de Antonio Gramsci publicadas hasta la fecha,
la de Giuseppe Fiori y la de Aurelio Lepre. El hermoso retrato que Fiori
hizo en los años sesenta de la personalidad de Gramsci es tan preciso
como sensible. Muy probablemente en su biografía está en lo esencial
para captar el carácter de Gramsci y las circunstancias que modelaron
este carácter. Debe tenerse en cuenta, no obstante, que las ediciones
que pueden considerarse ya prácticamente definitivas de la
correspondencia de Gramsci se han publicado más tarde, en la década de
los noventa, y que estas ediciones incorporan varias piezas relevantes
para la mejor comprensión de algunos aspectos discutidos de la
personalidad de Gramsci y sobre su relación con las personas a las que
más quiso y con el grupo dirigente del partido comunista desde 1926 a
1937. La biografía de Lepre tiene en cuenta estas novedades e incorpora
los resultados del trabajo de investigación llevado a cabo por otros
autores (Paolo Spriano, Valentino Gerratana, Antonio A. Santucci y Aldo
Natoli, principalmente) sobre los últimos años de la vida de Gramsci. El
propio Fiori, en ensayos publicados en las últimas décadas, ha matizado
y actualizado algunas conjeturas de su biografía tanto en lo relativo a
las opiniones de Gramsci sobre la política comunista posterior a 1926
como en lo que hace a la complicada y a veces agria relación que desde
la cárcel mantuvo con sus íntimos.
De 1908 a 1926
La recopilación más completa de las cartas
escritas por Antonio Gramsci hasta 1926 apareció a principios de los
años noventa. El editor de este epistolario, Antonio A. Santucci, hacía
observar en esa fecha el número relativamente reducido de las mismas
para un periodo que comprende casi veinte años, sobre todo si este
número se compara con el de las escritas en los diez años que siguieron a
la detención. Naturalmente, esta diferencia se explica, en gran parte
por el cambio de circunstancias en la vida de Gramsci: no se escriben
tantas cartas cuando uno está estudiando, o metido en la vorágine de los
acontecimientos políticos, como las que se escriben cuando uno está
solo y aislado en la cárcel. Por otra parte, parece que hay que hacerse a
la idea de que algunas de las cartas escritas por Gramsci sobre todo en
el periodo de L´Ordine Nuovo semanal, entre 1919 y 1920, se han perdido
definitivamente, pues de ese periodo sólo se conoce una, escrita a
Serrati en febrero de 1920. Algo parecido puede decirse de algunas de
las cartas redactadas entre 1922 y 1923, mientras Gramsci vivió en Moscú
y en Viena.
Hay lagunas de importancia en este epistolario, sobre todo para los
años que van de 1914 a 1926. Santucci pensaba, hace diez años, que
algunas de esas lagunas, las correspondientes al periodo de 1922 a 1926,
tal vez podían colmarse investigando en las archivos de la antigua
Unión Soviética, pero no parece que hasta el momento hayan sido
descubiertas piezas muy sustanciales a este respecto. Y, por otra parte,
las cartas del Gramsci estudiante (en Cagliari y, sobre todo, en Turín)
no dicen mucho sobre la formación de su carácter y de su personalidad.
Hasta 1913 esas cartas son, mayormente, un memorial de quejas al padre
(y a la familia en general); quejas de un estudiante pobre, que depende
de una beca y de la ayuda de los suyos para su subsistencia, que pasa
frío y hambre en la ciudad industrial, que se ve obligado a cambiar de
pensión por falta de medios, que sufre constantes dolores de cabeza, al
que le cuesta mucho adaptarse al ambiente, que necesita ayuda y no la
encuentra. La impresión que se saca al leer este epistolario es que el
joven Gramsci tenía un importante vínculo afectivo con la madre y que,
quejas aparte, sólo encuentra un hilo que le una con los que han quedado
en la isla: la lengua, el interés por las palabras y su historia,
reforzado por las sugerencias que está recibiendo en Turín del profesor
Matteo Bartoli sobre el dialecto sardo. De manera que cuando en Turín
Gramsci encuentra otros vínculos, político-culturales, en las
proximidades de la universidad, la correspondencia con los familiares,
ya tensa antes, se interrumpe.
Sólo hay una carta de esos años, fechada en 1916 y dirigida a la
hermana Grazietta, en la que Gramsci se desnuda. Esta carta, escrita
después de un larguísimo silencio, permite hacerse una idea de la
dimensión de la crisis por la que el universitario ha pasado entre 1913 y
1915: “Durante un par de años he vivido fuera del mundo, casi como en
un sueño. He dejado que se fueran rompiendo uno a uno todos los hilos
que me unían al mundo y a los hombres. He vivido exclusivamente para el
cerebro sin dejar nada para el corazón. Y seguramente eso ha ocurrido
porque mi cerebro sufría mucho, siempre me estaba doliendo la cabeza, y
he acabado por no pensar más que en ella”. Aparecen ahí giros y
expresiones sobre el propio carácter que Gramsci reiteraría luego muchas
veces, en su correspondencia con Julia y Tatiana Schucht, el sentirse,
por dentro y por fuera, como un oso en la caverna, como un lobo en su
cueva, que reacciona ante el dolor físico y la soledad sumergiéndose en
el trabajo intelectual y político.
Resulta evidente, por lo que escribió en las varias publicaciones
socialistas en que colaboró entre 1914 (después de renunciar a los
estudios universitarios) y 1920, así como por algunas reflexiones
autobiográficas posteriores, que, en esos años, Gramsci encontró su
ambiente, salió parcialmente del aislamiento en que al principio vivió
en Turín e hizo amigos (algunos de los cuales, como Piero Sraffa, para
lo que le quedaba de vida). Pero de eso apenas hay rastro en las pocas
cartas que han quedado. La actividad periodística y política no le dejan
tiempo, ya entonces, para la comunicación epistolar de los
sentimientos. De manera que para saber cómo creció el hombre Gramsci
durante los años de la primera guerra mundial el epistolario es muy
insuficiente. Hay que acudir a los testimonios de aquellos que
estuvieron cerca de él en Turín y/o establecer conjeturas a partir de
algunos pasos de sus colaboraciones en en Il Grido del Popolo, en
Avanti, en La città futura y en L’Ordine Nuovo.
La cosa cambia a partir del viaje de Gramsci a Moscú en diciembre de
1922. Comparativamente, las cartas que escribe desde entonces hasta 1926
son muchas más. Y esto por dos factores muy determinantes. El primero
fue la relación sentimental con Julia Schucht, el nacimiento del amor.
El segundo que, estando en Viena como liberado político, en una ciudad
que le era ajena y con un trabajo de organización pensado para Italia,
Gramsci dispuso de mucho tiempo para escribir cartas: unas, amorosas,
para consolidar la relación naciente con Julia; otras para cumplir con
el mandato político que le había llevado allí. Así pues, a la hora de
estudiar la relación entre lo público y lo privado en Gramsci durante
ese periodo, aunque haya algunas lagunas en la correspondencia, aunque
se hayan perdido algunas cartas por la clandestinidad de unos y la vida
de saltafronteras de otros, el epistolario de Moscú y Viena, y las
cartas enviadas desde Roma entre 1924 y 1926 son suficientes.
Precisamente en ese periodo Gramsci inicia una reflexión sobre amor y
revolución, sobre política y sentimientos, que constituye una clave para
la mejor comprensión de lo que fue el hombre. Lo esencial de esa
reflexión está en las Lettere a Julka, recopiladas por Mimma Paulesu
Quercoli en 1987 e incluidas también en el epistolario editado por
Santucci. No parece que el descubrimiento de nuevos documentos para ese
periodo vaya a cambiar ya la idea de Gramsci que el lector atento puede
hacerse a partir del epistolario ahora disponible.
De 1926 a 1937
Una parte importante de la correspondencia de
Gramsci entre 1926 y 1937 fue dada a conocer por primera vez poco
después de acabar la segunda guerra mundial, en 1947, con el título de
Lettere dal carcere. Aquella edición, cuyo valor literario fue
reconocido con la concesión del Premio Viareggio, incluía 218 textos,
algunos de ellos expurgados de los pasos que el entonces grupo dirigente
del PCI, encabezado por Palmiro Togliatti, consideró inconveniente
hacer públicos, bien porque en ellos se aludía a cuestiones familiares
delicadas, bien a controversias políticas sobre las que no se quería
volver en aquel momento. Muchas de las cartas no publicadas en 1947
fueron recuperadas en una nueva edición preparada para Einaudi por
Sergio Caplioglio y Elsa Fubini en 1965. Este volumen, que en los años
siguientes fue traducido a numerosas lenguas, contenía ya 428 cartas de
Gramsci, 119 de las cuales inéditas por entonces. Además, se restauraron
en él los pasos que el primer editor había considerado inconvenientes.
Esta edición de Fubini y Caprioglio ha sido la habitualmente manejada en
la época de mayor auge de los estudios gramscianos en Europa, desde la
segunda mitad de la década de los sesenta hasta finales de la década de
los setenta, época que coincidió también con la conversión del partido
comunista en la organización política más importante de Italia.
Pero ya en los años setenta el diario L´Unità, el semanario Rinascita y
otras publicaciones periódicas italianas fueron dando a conocer algunas
piezas más del epistolario gramsciano de los años de la cárcel. Después
de la muerte de Julia Schucht, la mujer de Gramsci, en 1980, su hijo
Giuliano hizo donación al Partido Comunista Italiano de las últimas
cartas inéditas que había conservado la familia en Moscú y éstas, a su
vez, incluidas en diversas recopilaciones prologadas o comentadas por
Valentino Gerratana, Nicola Badaloni, Paolo Spriano, Mimma Paulesu
Quercioli, Aldo Natoli, Giuseppe Fiori y Antonio A. Santucci.
Una nueva edición de las cartas de la cárcel, sin duda la más completa
hoy disponible, apareció en 1996, al cuidado también de Antonio A.
Santucci. La edición de Santucci incluye un total de 478 cartas,
cincuenta más que la edición Fubini-Caprioglio. Teniendo en cuenta las
particulares circunstancias en que fueron escritas las cartas
gramscianas de la cárcel y los complicados vericuetos por las que
algunas de ellas llegaron a sus destinatarios tampoco se puede descartar
del todo que aún queden algunas por conocer; pero, aun así, en lo que
hace a este periodo, la opinión más extendida entre los estudiosos es
que la investigación posible está prácticamente concluida y que el
trabajo llevado a cabo por Santucci puede considerarse prácticamente
definitivo.
Sigue habiendo, eso sí, controversia sobre la interpretación de
algunos pasos oscuros de estas cartas, sobre la fecha precisa de alguna
de las escritas en Formia y en la clínica de Roma, sobre la relación
existente entre algunos de esos pasos oscuros y ciertas notas de los
Quaderni del carcere y, por supuesto, sobre cómo valorar, partiendo de
lo que se dice en esas cartas y de otros documentos, la relación entre
Gramsci y Togliatti después de 1926. En los últimos diez años se han
escrito también varios ensayos polémicos acerca de este último extremo y
la relación sentimental de Antonio Gramsci con Julia Schucht y con las
hermanas de ésta, Tatiana y Eugenia. Alguno de estos ensayos ha tenido
bastante eco periodístico en Italia, donde, paradójicamente, no era ya
nada fácil encontrar en librerías la edición crítica de los Quaderni
preparada por Valentino Gerratana.
Ya esto último sugiere que la orientación actual de los medios de
comunicación dominantes (y no sólo en Italia), inclinados a suscitar el
morbo facilón o la politiquería inmediatista en la sociedad del
espectáculo, cuadra poco, o nada, con el rigor filológico e
historiográfico de las personas que, a lo largo de cuarenta años, más
han hecho por poner a disposición del público culto toda la
documentación disponible de y sobre Gramsci. Especulaciones y actitudes
morbosas aparte, prácticamente todo lo que hay que saber para valorar lo
que fue el hombre Gramsci entre 1926 y 1937 está ya en las ediciones de
Gerratana y Santucci, que han sido la base para una reciente y
excelente edición anotada, en inglés, preparada por Joseph Buttigieg.
Casi todo lo demás son detalles. Y no creo exagerar si digo que, desde
el punto de vista de la filología y de la historiografía —dos cosas que
Gramsci apreciaba—, sólo la búsqueda inmoderada de la originalidad puede
sustituir la visión de conjunto, nada hagiográfica por lo demás,
fundada en años de estudio, por el detalle funcional a los intereses
politicistas del hoy.
En lo que sigue me voy a referir esencialmente a la reflexión de
Gramsci sobre la relación entre lo público y lo privado a partir de su
encuentro con Julia Schucht en Moscú. Este es un tema inicialmente
suscitado en Italia en los márgenes de los estudios gramscianos, a
mediados de los años setenta, por Adele Cambria con una representación
teatral titulada Nonostante Gramsci (1975) y con un libro, basado en
ciertas piezas del epistolario, de intención polémica pero sugerente en
muchos de sus pasos: Amore como rivoluzione . Este libro prestaba una
atención preferente, por primera vez, a la otra parte del epistolario:
las cartas que nos han llegado de Julia y Tatiana Schucht.
No es casual el que la atención preferente a la reflexión de Gramsci
sobre la relación entre público y privado surgiera en el ámbito de la
literatura feminista de la época y se haya mantenido en ella durante
algún tiempo, pues, además de que, en general, romper con esa dualidad, o
debilitarla, ha sido un tema central de la filosofía moral y política
del feminismo contemporáneo, debe reconocerse que los estudios
gramscianos de las décadas anteriores apenas se habían ocupado del
análisis de la personalidad de las mujeres a las que Gramsci amó o con
las que tuvo una relación intensa (Julia y Tatiana Schucht,
principalmente), lo cual tiene que ser visto como un déficit notable por
toda persona sensible que se proponga entender simpatéticamente las
oscilaciones del pensamiento del propio Gramsci en Viena, en Roma, en
las cárceles y en las clínicas, cuando la introspección, la expresión de
los sentimientos o de los estados de ánimo y las conjeturas sobre el
carácter, la personalidad y el sentir de los seres queridos se mezclan e
interrelacionan constantemente con el discurso político, con los planes
de trabajo intelectual y con la forma en que realmente progresan,
planes aparte, los Cuadernos de la cárcel.
He dicho ya que la mejor manera de leer a Gramsci hoy es hacerlo desde
el trasfondo de los célebres versos de Bertolt Brecht a los hombres del
futuro. Esta afirmación tiene aún más sentido cuando se trata de los
epistolarios, pues en ellos Gramsci reflexiona de manera abierta sobre
la relación existente (y por establecer) entre lo público y lo privado.
Hay tres intuiciones contenidas en aquellos versos de Brecht que la
correspondencia de Antonio Gramsci con Julia y Tatiana Schucht
ejemplifican tal vez como ningún otro epistolario contemporáneo. La
primera es la conciencia —aguda en los revolucionarios de la época del
fascismo y del nazismo— de estar viviendo “en tiempos sombríos” (en un
mundo grande y terrible, repetirá Gramsci). La segunda es el
reconocimiento de hasta qué punto, en tiempos de desorden pero también
de rebeldía, el hombre rebelde se ve constreñido, aun sin quererlo, al
desorden amoroso y a contemplar la naturaleza con impaciencia. La
tercera es la observación trágica de que aquellos hombres que querían
preparar el camino para la amistad no pudieron ser amables porque, como
dejó dicho el poeta, “también la ira contra la injusticia pone ronca la
voz”.
Tratar este tema con ecuanimidad no es nada fácil. Y el asunto se
complica muchísimo cuando hay que atender al detalle del epistolario
gramsciano de los años 1928 a 1936. Se complica por los cambios en los
estados de ánimo del preso (motivados por su enfermedad y la de Julia
Schucht), por los efectos psicológicos de la “carcelitis”, por sus
sospechas políticas (fundadas o infundadas), por las interrupciones en
la correspondencia, por la inhibición que produce en Gramsci el tener
que escribir sobre un sentimiento amoroso a través de persona
interpuesta (de la que depende en muchas cosas esenciales, a la que
quiere pero a la que no quiere herir), por los equívocos reales y por la
interpretación subjetiva, a posteriori, de esos mismos equívocos. Al
abordar este nudo vital de Gramsci con la distancia que da el tiempo
transcurrido, quien pretenda intentarlo con sensibilidad se sentirá sin
duda molesto ante las reducciones meramente politicistas de aquel drama
personal. Pero tampoco basta a este respecto con la afirmación genérica
(frente a la manera institucional de entender la política) de que
“también lo personal, lo privado, es político”. Se necesita algo más. Se
necesita respeto, comprensión en el sentido amplio de la palabra y,
desde luego, cierta compasión para con los personajes que entran en el
nudo.
Captatio benevolentiae...
Sólo en unos pocos casos, como es precisamente el
de Antonio Gramsci —o el de Rosa Luxemburg, cuyo asesinato en 1919
recordaban todavía hace poco los jóvenes en Alemania, después de lustros
de olvido— se atreve todavía uno a juntar en un título dos palabras tan
hermosas y tan gastadas como “amor” y “revolución”. Y hacerlo sin por
ello empezar a sentir la garra del malestar que se te instala en el
cerebro para acabar bajando y saliendo afuera, hasta la cara, en forma
de rubor, sobre todo en tiempos como éstos, en los que la deriva
imparable hacia la mercantilización integral de los sentimientos corre
pareja con la afirmación (casi excluyente de todo lo demás) del derecho a
la privacidad, y cuando la conversión interesada de todos los derivados
de la palabra “revolución” en mero eslogan para promocionar cualquier
novedad técnica invita a los insumisos a dar de lado tan nobles vocablos
en la vida cotidiana, o, no habiendo otro remedio, a utilizarlos con
doble cautela, con ironía o con sarcasmo.
Tal vez lo que en este caso hace que al escribir juntas las dos
grandes palabras no sienta uno la vergüenza del inminente ridículo, o la
sospecha de estar entrando en el bosque sombrío de los anacronismos,
sea la solidez de una convicción que el que escribe supone compartida:
la convicción, esto es, de que todo aquel lector que se haya decidido a
seguir hasta el final la biografía de Antonio Gramsci habrá acabado con
un nudo en garganta.
Pues tal es, en efecto, el estado de ánimo con el que las personas
sensibles (lo que es tanto como decir, hoy en día, “revolucionarias”, en
la medida en que la revolución de los sentimientos es siempre y al
mismo tiempo conservación cultural) suelen asimilar aquella permanente
pasión suya por la veracidad, aquel admirable esfuerzo por seguir
pensando —con independencia, con criterio, con punto de vista autónomo— a
pesar del fascismo y del embrutecimiento psicológico y moral que acaba
representando la cárcel, su lucha tenaz contra la propia enfermedad
mediante el análisis introspectivo tan intenso como puntilloso, o,
finalmente, sus intermitentes iniciativas para volver a anudar un
vínculo amoroso obstaculizado y deteriorado por la distancia, por la
ausencia de noticias de la persona amada, por el aislamiento en la
prisión, por la depresión de los propios interlocutores, por la piedad
de los familiares que él considera falsa y, sobre todo, por la
incomparable huella del tiempo, por el transcurrir de ese tiempo
psicológico que, en la soledad y en la ausencia, acabaría convirtiéndose
para nuestro hombre en mero pseudónimo de la vida misma y para Julia
Schucht en motivo definitivo de cansancio psicosomático constante.
Por fuerte que sea la convicción aludida, y por compartida que
estuviera, ésta no cierra del todo, sin embargo, el argumento nuestro,
el cual, al juntar “amor” y “revolución” en Gramsci, pone las amorosas y
claras razones del corazón al lado de la pasión política razonada con
la intención de explicar desde ellas, entrelazadas y como categorías
centrales, lo que fue la tragedia de aquellas vidas.
Para cerrar ese argumento con coherencia y terminar de paso la
justificación iniciada en los párrafos anteriores habría que añadir
todavía una opinión que no se refiere sólo a Gramsci sino que pretende
tener un sentido más general, aunque tal añadido lo sea únicamente a
título de simple sugerencia, de esas sugerencias que hay que creerse o
aceptar bajo palabra: que ya sólo los nudos en la garganta —cuando hay
suerte de que se formen en ella— nos libran hoy del rubor y de la
vergüenza que produce la manipulación postmoderna de las palabras
grandes y hermosas de nuestra infancia y de nuestra adolescencia (de la
infancia y de la adolescencia de la humanidad, por supuesto). De modo
que es probable —sigo escribiendo hipotética y dubitativamente— que sea
esa disponibilidad restante para la emoción, esa visceral permeabilidad,
culturalmente reformada, que aún nos queda para la formación del nudo
en la garganta, ante tanta desgracia vivida con tanta voluntad de
resistencia, lo que hace de Antonio Gramsci en este momento de crisis de
la cultura comunista —cuando los lobos de la publicidad venden pieles
de cordero fabricadas con la tradición obrera— el pensador marxista más
internacionalmente apreciado, el más traducido, el más leído por las
jóvenes generaciones y releído también por aquellas otras generaciones
que, al decir del poeta, no pudieron ser amables.
Pero quien no comparta la afición por el modo de decir del poeta
comunista ni los tonos satírico-asermonados de horaciana memoria, quien
esté convencido, por el contrario, de que nosotros somos, precisamente,
aquellos “por nacer” en quienes pensaba Brecht, y de que, por tanto, ha
llegado ya la hora de ser amables y de cambiar la retórica y las
metáforas —“quién quiera tener razón y tenga una lengua la tendrá”,
decía Mefistófeles a Fausto— por el análisis desapasionado, tiene
todavía otra vía para llegar, en el caso de Gramsci, a una conclusión
semejante: la filológica. Pues ningún otro pensador revolucionario ha
tratado de vincular tan estrechamente lo privado y lo público, lo
personal y lo político, el amor y la actividad revolucionaria, en suma,
como lo hizo Gramsci en una carta dirigida a Julia Schucht y fechada en
Viena el 6 de marzo de 1924:
Cuántas veces me he preguntado si era posible
ligarse a una masa cuando no se había querido a nadie, ni siquiera a la
propia familia, si era posible amar a una colectividad cuando no se
había amado profundamente a criaturas humanas individuales. ¿No iba a
tener eso un reflejo en mi vida de militante?, ¿no iba a esterilizar y
reducir a mero hecho intelectual, a puro cálculo matemático, mi cualidad
revolucionaria?
Amor que a nada ha amado amar perdona
Es posible que Antonio Gramsci haya tenido
relación sentimental íntima con alguna otra mujer antes de conocer a
Julia Schucht en Moscú. Alguna de las personas que estuvieron cerca de
él en Turín, en la época de L´Ordine Nuovo, así lo ha testimoniado, e
incluso ha dado el nombre de la amiga. Pero, si así fue, de aquella
relación sentimental no ha quedado eco alguno en el epistolario. No es
extraño que no lo haya en el epistolario de esos años puesto que, como
he dicho, las cartas de entonces que han quedado son poquísimas. En las
cruzadas con Julia en Moscú, poco después de conocerse, y desde Viena y
Roma, cuando el amor se ha declarado, no hay recuerdo de un amor
anterior. Ni mención en ninguna de las cartas escritas desde la cárcel.
Naturalmente, cuando se sabe de la contención sentimental de Gramsci
este dato no quita verdad al otro testimonio, aunque es raro que en el
momento inicial de las declaraciones y de las confesiones recíprocas,
cuando en el caso de Julia sí aparece alguna alusión a otra relación
sentimental, el varón Gramsci no diga nada al respecto, sobre todo si,
como parece, no había pasado demasiado tiempo de su otra relación. La
única alusión, por lo demás genérica, a relaciones eróticas anteriores
está, que yo sepa, en una carta que escribió a Julia al poco de
conocerla en Moscú. Dice así: “He tratado incluso de convencerme a mí
mismo de que le había recitado a usted una comedia, como he hecho otras
veces (porque de verdad lo he hecho otras veces) cuando, convencido de
que no podía ser amado (¿se acuerda usted de una discusión sobre cierto
verso de Dante?), me proponía conseguir granjearme las manifestaciones
externas del amor...”.
Respetemos, por tanto, el pudor de los dos. Y de sus familiares.
Antonio Gramsci conoció a Julia Schucht durante el verano de 1922. En
junio de ese año Gramsci estaba en Moscú para participar en la segunda
Conferencia del Ejecutivo ampliado de la Internacional Comunista. De
ella salió como dirigente de la III Internacional. Gramsci había llegado
a Moscú con una fuerte depresión, tenía temblores, tics y a veces
convulsiones, por lo que inmediatamente después de la Conferencia tuvo
que ser internado en el sanatorio de Serebriani bor [El bosque de
plata], en el que por entonces estaba alojada también Eugenia Schucht
recuperándose de un agotamiento psicofísico. Antonio estableció allí
relación con Julia a través de Eugenia. Las hermanas Schucht habían
vivido durante algún tiempo en Italia y hablaban italiano. Seguramente
esto fue determinante para un hombre como Gramsci de quien Pier Paolo
Pasolini dejó dicho que era un tímido al que la timidez empujaba a vivir
siempre impersonalmente.
La relación que estableció con Julia fue inicialmente, durante algunos
meses, esporádica y de camaradería. Los dos primeros billetes de
Antonio a Julia que se han conservado van encabezados con un “querida
compañera”. El tratamiento es de usted y respetuoso. Gramsci propone en
ellos citas en Moscú y en el sanatorio (en las proximidades de Moscú)
para visitar a Eugenia; juega con la (aparente) complicidad de la
hermana y se despide de Julia con las fórmulas “afectuosamente” y “con
afecto”. Una viñeta familiar, humorística, que se ha conservado, fechada
el 16 de octubre de 1922, sugiere la existencia de una relación
sentimental en ciernes: la hermana Eugenia es el objeto activo de la
broma que al mismo tiempo facilita la comunicación entre los otros dos.
Los primeros encuentros con Julia en Serebriani bor han dejado en
Gramsci una huella imborrable. Una carta que la escribe desde Roma un
par de años después, cuando ya la relación se ha hecho estable, desvela,
para nosotros, el contexto y el sentido de la discusión en Serebriani
bor sobre “un cierto verso de Dante”. Este dice: Amor que a nada ha
amado amar perdona. La escena, en una habitación del sanatorio con una
sola cama, habla de las dificultades de ambos para decidir allí la
relación. Antonio dirá luego: “Me acuerdo de todos los detalles porque
creo que aquella noche fue muy importante para nosotros y que luego,
durante mucho tiempo, estuvimos jugando a la gallina ciega. ¡Qué
horror!”.
El peso desequilibrante del cerebro
Los acontecimientos en curso en Italia (las
consecuencias de la marcha fascista sobre Roma que se produjo en
octubre) retrasaron el regreso de Gramsci. Pudo entonces asistir al IV
Congreso de la III Internacional (noviembre-diciembre) en el que tuvo la
oportunidad de escuchar a un Lenin muy pesimista sobre el futuro de la
revolución. Aquel discurso se le quedó grabado y está en el origen de su
reflexión sociopolítica posterior, en los Quaderni, sobre la revolución
en occidente. Muy probablemente Gramsci fue el dirigente comunista
occidental que mejor entendió el mensaje del viejo Lenin. Pero por
entonces, a finales de 1922, su corazón estaba en otra parte. Mientras
espera en Moscú el desarrollo de los acontecimientos en Italia y se
entera de la agresión que se ha sufrido su hermano Gennaro, herido por
los fascistas en Turín, la relación sentimental con Julia progresa hacia
el amor entre enero y febrero de 1923. En enero todavía mantiene el
tratamiento de respeto y aún sigue jugando con la excusa de visitar a
Eugenia para propiciar un nuevo encuentro con Julia y consolidar los
lazos, pero Antonio ha pasado ya al “queridísima” y la siguiente carta,
que escribe el 13 de febrero, es una declaración de amor.
La primera declaración de amor de Gramsci, al menos por escrito, es
complicada y preludia otras muchas complicaciones que habían de venir.
Dice a Julia varias veces en esa carta que la quiere y que tiene la
certeza de que ella le quiere a él, pero en seguida se enreda en una
discusión sobre lo “sencillos” que son ambos, y en particular él mismo,
contra las apariencias. Con el amor, Antonio empieza una batalla por
dejar de ser el que sentimentalmente fue: “Es verdad que desde hace
muchos, muchos años me he acostumbrado a pensar que existe una
imposibilidad absoluta, casi fatal, para que yo pueda ser amado”.
Gramsci alude aquí a su deformidad física (que, según todos los
testimonios, acomplejaba ya en Turín su vida sentimental) y recuerda
seguramente las huellas de una infancia y de una adolescencia de
sufrimientos, sacrificios y debilidad física; pero se extraña, o dice
que se extraña, a su vez, de que Julia note en él “contracciones
nerviosas”, tics y “pequeños arrebatos marginales”. E inmediatamente
después, en la misma carta, aparece el Gramsci volitivo y persuasivo.
Nada de “demasiado pronto” para consolidar la relación, como dice ella,
nada de enredos, ni de intrigas psicológicas almibaradas: “Yo no soy un
místico ni usted es una virgen bizantina”.
Gramsci no era, desde luego, un místico. Julia Schucht tenía entonces
veintiséis años, cinco menos que él. Había nacido en Ginebra, donde sus
padres estaban exiliados, en 1896. Su padre, de origen finlandés,
antizarista, había conocido la deportación en Siberia; tuvo que salir de
Rusia en 1890 y vivió con la familia en Francia, Suiza e Italia. En
Roma, Julia se había diplomado como violinista en 1915 y en el otoño de
ese año salió hacia Rusia para encontrarse con los suyos que ya vivían
en Moscú. Empezó a trabajar como profesora en un liceo musical a cien
kilómetros de la capital. Su familia tenía cierta relación con Lenin y
ella misma estaba afiliada al partido bolchevique desde 1917. Cuando
Gramsci la conoció trabajaba en la sección local del partido en Ivanovo
Vosnessiensk, un centro textil al que llamaban “el Manchester de Rusia”.
Por su formación y por su trabajo Julia era, en 1922, una mujer de
carácter, independiente pero a la vez muy sensible y ligada a la
familia, a los padres y a las hermanas.
Se conserva un paso de una carta de Julia Schucht, escrita cuando
tenía veinte años, que hace pensar en lo que pudo acercarla
sentimentalmente a Gramsci, en sus afinidades y diferencias. Dice así:
“Hay algo extraño en mi vida que me impide vivir como yo querría. No me
gusta hablar de esta vida que no es como yo quiero. Me pregunto cuál de
las dos personas que hay en mí será la auténtica, si la que quiero ser o
la que soy. Y ese pensamiento me impide ser yo misma. Hay algo que me
molesta, algo que es parte de mi, y ese algo es mi cerebro. No sé ‘ser’;
se ver, pensar, alguna veces sentir...”.
Así, pues, la casualidad quiso que se hayan encontrado en Moscú dos
adultos, ideológicamente afines, comunistas y revolucionarios, que en su
juventud han sentido el peso desequilibrante de lo que llamaban “el
cerebro” y la angustia de no llegar a saber ser: él, en Turín,
profundamente afectado por persistentes dolores de cabeza, o por lo que
dice ser “anemia cerebral”, se refugia primero en el estudio y salta
luego a la vorágine de la actividad política huyendo de la soledad;
ella, primero en Roma y luego en Moscú, se siente dividida, tiene una
profesión, podría ser independiente, pero sabe que hay algo en su
“cerebro” que se la impone también como un dolor, aunque no sólo físico,
y se siente como perdida al observar introspectivamente que lo que sabe
(ver, sentir, pensar) es una constricción que la impide llegar a lo que
querría ser. Ambos, él y ella, querrían ser “simples”, pero hay algo en
su interior que les dice que no lo son. Están tratando de superar
“complicaciones psicológicas” que seguramente, desde el punto de vista
clínico, son algo más que las triviales complicaciones ordinarias del
normópata cotidiano. Buscan ahora en el amor lo que no acaban de
encontrar en la actividad profesional ni en la vida política. No todo es
azar, pues, en este primer encuentro: Serebriani bor, el bosque de
plata, sería para ellos, con el tiempo, algo más que un nombre, muchas
veces recordado y otras muchas aludido precisamente en relación con las
depresiones, el malestar y las complicaciones psicológicas.
Mientras tanto, la situación en Italia se ha ido agravado por la
detención de varios de los principales dirigentes comunistas y
socialistas del momento. Eso es tema del intercambio epistolar de
Gramsci con Julia en los meses siguientes: por lo que representaba desde
el punto de vista político (Gramsci era entonces uno de los tres
miembros comunistas en la comisión formada para una eventual fusión con
los socialistas revolucionarios) y porque, evidentemente, el
aplazamiento que aquella situación suponía para su regreso significaba,
por otra parte, la ocasión para multiplicar los encuentros en Moscú y
anudar la relación sentimental. En una de las cartas de Moscú, sin fecha
pero muy probablemente de finales de febrero de 1923, aquella misma en
que se alude genéricamente a algún otro contacto erótico, Antonio
Gramsci insiste autobiográficamente en el tema del “antes” y el
“después” del amor. Quiere salir del “erial”, del “frío páramo”, que ha
sido su vida hasta entonces y declara estar convencido, sin comedia, de
que precisamente eso es lo que le está ocurriendo después de haber
conocido a Julia. Que el propósito no era fácil lo prueba el tono con el
que, después de otro encuentro, escapándose a escondidas del hotel Lux,
en el que residía, reconoce haber sido “un bruto”, haber hecho daño a
Julia “demasiado brutalmente”, y que aún necesita quemar muchas cosas de
sí mismo.
No se han conservado (o no se han publicado) las cartas de Julia
Schucht en Moscú, a las que alude el epistolario de Gramsci, ni tampoco
las escritas por éste, si es que las hubo, desde marzo a finales de
noviembre de 1923, fecha esta última en que Gramsci partió para Viena.
Lo más probable, a juzgar por el contenido y el tono de las escritas ya
desde Viena (en las que destaca el dolor por la ausencia de la amada y
el reiterado deseo de volver a estar juntos) es que entre marzo y
noviembre de 1923 no haya habido cartas justamente porque la relación
amorosa se había consolidado y no hacía falta escribir lo que se podía
decir con la presencia. Queda el testimonio de Vincenzo Bianco,
encargado por Gramsci de ayudar a Julia en Moscú después de su partida,
que, con algún lapso de memoria, confirma esta suposición.
Viena: el mundo grande y terrible
Antonio Gramsci vivió en Viena desde principios de
diciembre de 1923 hasta mediados de mayo de 1924, apenas un invierno y
media primavera. Los recuerdos que nos ha dejado, en las cartas a Julia,
de aquel “mundo grande y terrible, y encima en manos de los burgueses”,
son, por lo general, melancólicos, muy mediatizados por el sentimiento
de la ausencia. Durante aquellos meses su actividad
político-organizativa fue muy intensa, pero no llegó a congeniar ni con
los propietarios de las casas en que allí vivió ni con sus colaboradores
más próximos, como el argentino Mario Codevilla. En Viena le visitaron,
con encargos políticos varios, camaradas italianos; y desde Viena
escribió Gramsci muchas cartas, algunas de ellas interesantísimas para
entender el ambiente político de los revolucionarios sin revolución: a
Urberto Terracini, PalmiroTogliatti, Ruggero Grieco, Alfonso Leonetti y
otros destacados comunistas italianos.
En Viena tuvo Gramsci la oportunidad de conocer de cerca no sólo las
dificultades del trabajo organizativo y periodístico realizado lejos de
los lugares en que uno tiene puestos el corazón y la cabeza, sino
también de reconocer las debilidades y miserias del sectarismo de
algunos de los próximos. Refiriéndose a la mujer de Joseph Frey,
secretario general entonces del partido comunista austríaco, en cuya
casa vivía, escribe poco después de llegar a Viena: “Maldice
continuamente al partido que la obliga a tener en casa a personas tan
molestas y antipáticas como yo... pero conserva el carnet del partido
porque, si no, la fracción dirigida por su marido en este
desgraciadísimo partido perdería el uno por ciento de sus afiliados.
También este ‘fenómeno’ me ha puesto bruscamente ante viejas cosas
conocidas que se me habían olvidado un poco al cabo de año y medio de
alejamiento”.
Desde esta primera carta, escrita el 16 de diciembre de 1923, Gramsci
se queja, una vez más, de su soledad y del aislamiento: soledad
sentimental y aislamiento político. En seguida pide a Julia que vaya a
Viena a trabajar con él, pensando, sin duda, que esta sería la forma de
ahondar una relación estable entre revolucionarios. Y, mientras Julia
sigue en Moscú, el motivo principal de la correspondencia será
precisamente la posible colaboración en el trabajo ideológico y
político. Así, invita a Julia a emprender juntos la traducción al
italiano de la edición del Manifiesto comunista preparada por Riazanov;
le requiere continuamente información sobre el desarrollo de los
acontecimientos en Rusia; y trata de contrastar con su opinión las
informaciones que le llegan acerca de las primeras discusiones, serias
ya, que se estaban produciendo en el núcleo dirigente del PCUS. Sobre
ese fondo una constante: la melancolía por la ausencia de la amada que
sólo muy parcialmente puede paliar la actividad política y organizativa.
La sensación de rutina, la pésima impresión que le produce la
desorganización, el desconcierto y el pesimismo que observa entre los
compañeros italianos que ve en Viena, las noticias que le llegan de
Italia y de Alemania deprimen nuevamente a Gramsci. Trata de salir del
hoyo, como lo había hecho ya en otras circunstancias parecidas, a base
de voluntad y recurriendo al humor. De este humor, que le lleva a
distanciarse moderadamente de algunas de las cosas serias que se trae
entre manos, hay muestras recurrentes en el epistolario de Viena. Así,
en la carta a Julia del primero de enero de 1924 se pregunta Gramsci qué
les deparará, a él y a su amor, el nuevo año, y luego escribe:
“¿Podremos estar juntos un poco de tiempo disfrutando mutuamente con la
presencia del otro y riéndonos de todos y de todo, con excepción, por
supuesto, de las cosas serias que, de todas formas, son muy pocas en
este mundo grande y terrible?”.
Durante semanas el trabajo central de Gramsci en Viena ha sido
precisamente redactar cartas para recuperar las relaciones en el partido
italiano y preparar la publicación de L´Ordine Nuovo quincenal. Pero
también estas cartas —le dice a Julia— “se están convirtiendo en mi
pesadilla”. Casi no sale de casa: lee y escribe. No se aclimata a las
costumbres del lugar: pasa frío y traduce. Describe su vida en Viena
como “simple y transparente” y recuerda una frase Rimbaud. Eso es todo.
Quiere, en cambio, que Julia vaya a Viena y que le informe del debate
que se está produciendo en el PCUS. No hay duda de que este debate le
inquieta. Al principio, por las noticias que le llegan, sus simpatías
parecer estar con Trotsky para el que, en Moscú, había escrito algo
sobre la evolución de los futuristas italianos. Pide uno de los libros
de éste y cuenta a Julia que no sabe cómo explicarse el ataque de Stalin
contra Trotski, que eso le parece muy irresponsable y peligroso, pero
que no ha podido ver todavía los papeles y que quizás el desconocimiento
del material puede hacerle juzgar mal. Eso está escrito el 13 de enero
de 1924. En la misma carta busca la complicidad personal de Julia: “Para
evitar cualquier peligro relacionado con la dispersión tendrías que
escribirme en forma cifrada”.
“Dispersión” es aquí un eufemismo para nombrar un ambiente, el del
reflujo revolucionario, que estaba incubando sospechas y maniobras
inesperadas en la nueva Internacional. Escribir en forma cifrada no es
una idea personal de Gramsci. Era relativamente habitual en aquel
ambiente y ha seguido siéndolo en situaciones de clandestinidad o
semiclandestinidad. Umberto Terracini se lo ha sugerido a Gramsci y
Gramsci refuerza el vínculo político-sentimental sugiriéndoselo a Julia.
Al mismo tiempo, a medida que comprueba la “dispersión” que le rodea,
su requerimiento a Julia se va haciendo más apremiante y más amoroso:
“No puedo estar sin ti. Eres una parte de mi mismo y siento que no puedo
estar lejos de mi mismo. Estoy como suspendido en el aire, como alejado
de la realidad. Pienso siempre, con infinita emoción, en el tiempo que
hemos pasado juntos, en aquella intimidad, en aquella tan grande
expansión de nosotros mismos”.
Amor y filología
Una de las cosas que probablemente han dificultado
más la relación sentimental de Antonio Gramsci con Julia Schucht fue la
forma que él tenía de leer las cartas de ella. Éstas eran, por lo
general, cortas y estaban escritas en un italiano claro y sencillo, de
manera que el obstáculo principal en la comunicación no parece haber
sido la diferencia lingüística, aunque es verdad que la diversidad
cultural también cuenta por debajo de las identidades ideológicas y
políticas. Pero más que eso cuenta, en este caso, la atención, a veces
exasperante, con que Gramsci escrutaba cada párrafo de las cartas
íntimas para captar en ellas la más mínima variación en los estados de
ánimos de la mujer a la que amaba.
Este constante cribar, que también practicó introspectivamente, desde
luego, llegaría a convertírsele con el tiempo en una auténtica obsesión.
Al final de su vida confiesa a Julia que lee sus cartas varias veces:
la primera vez —dice— como se leen las cartas de las personas a las que
queremos, “desinteresamente, por así decirlo”; luego —añade— vuelve a
leerlas “críticamente”, para tratar de adivinar cómo estaba Julia el día
en que le escribió, para observar atentamente cómo es su escritura, la
mayor o menor seguridad de la mano ese día, y sacar así de las cartas
“todas las indicaciones y significados posibles”. Esto último está dicho
cuando la enfermedad y las penalidades sufridas en las cárceles por las
que ha pasado habían deteriorado mucho el humor y el carácter de
Gramsci. Pero ya en el epistolario de Viena aquel hombre que acaba de
enamorarse y que quiere cambiar su vida deja algunas señales inequívocas
de su ansiedad. Casi a renglón seguido de la propuesta de pasar al
lenguaje cifrado para hablar de las cosas de la política, escribe a
Julia:
Tu última carta me ha hecho una impresión extraña,
me ha dejado un poco inquieto. No consigo entender del todo tu estado
de ánimo. Me parece que estás un poco inquieta y desorientada. ¿Depende
eso solamente del no tener todavía una casa, del estar obligada a una
vida de zíngara, del cansancio que supone un trabajo sin descanso?
Espero que sea así, pero me da la impresión de que no puede, o no debe,
ser únicamente eso. Me parece que hay en ti una ansiedad que te debilita
más que la fatiga. Tienes que escribírmelo todo, tienes que decirme
todo lo que sientes para que yo tenga al menos la ilusión de tenerte
cerca de mí.
Incluso después de saber que Julia espera un hijo
suyo y que esto va a anudar aún más las relaciones, ante una frase de
ella que dice “crece una sombra: ¿te encontraré todavía?”, Gramsci
responde abruptamente, a finales de marzo, que no ha entendido nada,
“absolutamente nada”, de esa carta y después de encadenar una serie de
suposiciones a cual más inconveniente sobre el significado de estas
palabras (si ella ha vuelto a ver “al otro”, si no habrá sido ella más
que un agente de la Cheka para probar su corruptibilidad o si se trata
tal vez de una manifestación más de la célebre “alma eslava”), repite,
ya en serio, que sigue sin entender nada, y advierte de forma solemne
que no quiere alusiones entre ellos para acabar exigiendo por dos veces
“claridad total, absoluta, aunque haya que sangrar”.
Y todavía en un momento en que la relación sentimental se ha
consolidado definitivamente, cuando Julia anuncia que va a viajar a
Italia con su primer hijo para encontrarse allí con Antonio, éste, en un
tono ya muy cordial, ironiza con oficio de filólogo. “Empleas —dice a
Julia— la palabra ‘quiero’ junto a estas otras palabras: ‘estar cerca de
ti’. Esta voluntad tuya me ha producido una gran impresión.” Pero para
el filólogo que pudo ser Gramsci doblado de político volitivo también el
querer, o más que nada el querer, tiene que precisarse. Así que después
de narrar sus propias andanzas y de recordar con melancolía que el
hijo, Delio, e incluso su propio amor, ha sido “como una estrella fugaz
en la noche de san Lorenzo”, Gramsci acaba la carta con esta broma:
“Tendrás que explicarme el significado exacto de la palabra quiero:
Tatiana está segura de que vendrás en septiembre [como realmente
ocurrió] y ya está preparando las habitaciones en que viviremos”.
Es, sin embargo, casi siempre entre dos momentos malos, a los
pocos días de haber expresado una sospecha o de haberse ejercitado en un
puntillismo más propio del filólogo que del varón que quiere hacer algo
positivo por su relación sentimental, cuando Gramsci escribe las cartas
íntimas más hermosas, justamente al reflexionar sobre lo que le está
costando adquirir el equilibrio emocional necesario. Así, por ejemplo,
cuando después de casi tres semanas sin noticias de Moscú empieza a
pensar que, en efecto, las condiciones de salud de Julia eran graves y
recibe la noticia de que ella está embarazada: “Me ha dado un vuelco el
corazón al leer tu carta. Ya sabes por qué. Pero tu alusión es vaga y yo
me consumo, porque querría abrazarte y sentir también yo una nueva vida
que une las nuestras más de lo que ya lo están, amor mío tan querido”.
Esta es la carta en la que escribe el párrafo —ya mencionado— que
vincula la lucha revolucionaria y el amor a una colectividad con la
necesidad de amar profundamente a criaturas humanas individuales. En
ella Gramsci narra a Julia la vida solitaria que ha llevado desde la
infancia, la enorme complicación de sus relaciones con los otros, su
necesidad de estar siempre ocultando los sentimientos más íntimos,
incluso en el marco de las relaciones familiares. Esta declaración viene
motivada, naturalmente, por uno de los acontecimientos que más
conmueven en la vida y por el deseo, que la noticia suscita, de volver a
estar con la persona amada. Pero hay ahí algo más. Es como si Gramsci
hubiera intuido en esa circunstancia que en los caracteres fuertes, y en
situaciones emocionales así, es precisamente el reconocimiento
recíproco de ciertas debilidades compartidas lo que más une. Pues en la
misma carta del 6 de marzo de 1924 desliza también una aguda premonición
que no se puede pasar por alto.
Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad
Gramsci cuenta a Julia que ha recibido desde
Italia una misiva de una compañera rusa que estuvo con Rosa Luxemburg en
Alemania y que también ella, que no es precisamente “de temperamento
italiano”, le escribe descorazonada y desilusionada. En ese contexto
confiesa que “le están pidiendo demasiado” y que eso le “impresiona de
una forma siniestra”. De manera que el hombre que por entonces está
escribiendo en la prensa del partido “contra el pesimismo” de los otros
se siente solo, no acaba de superar la enfermedad, siente que algo se ha
roto en su interior y necesita unas fuerzas que sólo le pueda dar,
espiritualmente, la mujer, una mujer de la que, por otra parte, él mismo
sospecha que está algo más que fatigada.
Si no se quiere trivializar la conocida frase pesimismo de la
inteligencia, optimismo de la voluntad —tantas veces repetida a cuenta
de Gramsci y fuera de contexto— conviene atender a este trasfondo
psicológico y sentimental que es propiamente lo que da vida a la misma.
Su artículo “contra el pesimismo”, publicado en el número 2 de L´Ordine
Nuovo quincenal (15 de marzo de 1923) es realmente un artículo contra el
pesimismo de la voluntad, contra el escepticismo existente en las
propias filas sobre el futuro político y sobre el papel del partido
comunista en formación; es un artículo contra el fatalismo y el
determinismo, contra la vuelta a un estado de necesidad del que el
propio Gramsci participó un años antes.
La diferencia entre lo que se dice en él y lo que Gramsci está
diciendo por esos mismos días a Julia está en el hecho de que en el
plano público, político, la reafirmación de la voluntad, del optimismo
de la voluntad, tiene que quedar deslindada del equilibrio sentimental
de los sujetos que han de actuar. Y, sin embargo, al acentuar la crítica
política al pesimismo de la voluntad es evidente que quien lo hace, el
propio Gramsci, no sólo asume sino que reafirma una responsabilidad para
la que, privadamente, reconoce no tener fuerzas suficientes. De donde
resulta, paradójicamente, que estas fuerzas, la reafirmación de la
voluntad necesaria para combatir el pesimismo político, tienen que venir
de la debilidad del otro, de la otra, que es la que da el equilibrio de
la relación sentimental.
Es propio de las personalidades volitivas hacerse psicológicamente
fuertes ante los demás en los momentos de mayor dificultad. Ese era
también el caso de Antonio Gramsci. Y lo fue particularmente en Viena.
De la acumulación de dificultades el rebelde sardo, que en la época
universitaria no ha querido convertirse en un pingo almidonado (o sea,
en un académico sin más), que por eso mismo ha dado todo lo que tenía en
las jornadas revolucionarias de 1919-1920 en Turín, vuelve a sacar
fuerzas de flaqueza para remontar. Por eso dice a Julia que los
compañeros le piden fe, entusiasmo, voluntad y fuerza, y que es él quien
trata de infundir voluntad, entusiasmo y una fuerza que no tiene a los
compañeros que están en Italia. ¿De dónde sacarla? De la anudación del
vínculo entre vida política y vida sentimental. Por eso Gramsci
insistirá tanto a Julia en sus últimas cartas desde Viena (y luego desde
Roma) en juntar el amor y la camaradería.
Amor y camaradería, una colaboración de quehaceres
La declaración más explícita en ese sentido la
hace Gramsci justo el mismo día en que aparecía su artículo contra el
pesimismo: “Te aseguro que si sólo se hubiera tratado de nuestro amor yo
no habría insistido como lo he hecho. Pero nuestro amor es y debe ser
algo más: una colaboración de quehaceres, una unión de energías para la
lucha, además de búsqueda de nuestra propia felicidad. Hasta es posible
que la “felicidad consista precisamente en eso”. Lo que más conmueve en
esta solicitud de “colaboración de quehaceres” es que el hombre que la
hace ha asumido ya una responsabilidad política peligrosa, y lo sabe; se
siente viejo como el chino Lao-tsé, nacido a los ochenta años, y sabe,
además, que continúa su lucha con el propio “cerebro”, con “las
cucarachas se le pasean” por él, con “la araña que le chupa el cerebro”,
con los fantasmas, las sombras y “las gotas de metal fundido en la
carne”.
En abril de 1924 Gramsci fue elegido diputado por el Véneto en las
listas del partido comunista. Comunica a Julia la noticia y al mes
siguiente regresa a Italia. Han pasado dos años desde su viaje a Moscú y
aquel viaje le ha cambiado la vida. El retorno lo hace sabiendo que
Julia tendrá un hijo a los pocos meses y teniendo que renunciar, sin
embargo, tanto a su propuesta de encontrarse en Viena para trabajar
juntos como a la posibilidad de viajar él mismo, de nuevo, a Moscú.
A pesar de ello, no hay duda de que el sentimiento de la próxima
paternidad y la vuelta a Italia, a un ambiente políticamente adverso
pero que conoce, han tranquilizado psicológicamente a Gramsci. En las
cartas escritas desde Italia entre mayo y agosto de 1924 Gramsci no deja
de mencionar la persistencia de los dolores de cabeza y la tristeza que
le produce la encrucijada en que están: él querría ir Moscú para
encontrarla pero no puede; propone insistentemente que ella vaya a
Italia pero no obtiene respuesta. Siente que “una inmensa muralla de
espacio y tiempo les separa”. Pero, aún así, cuando aborda la relación
sentimental, es más paciente e incluso las bromas domésticas que hay en
estas cartas (sobre la discusión familiar acerca del nombre que habrían
de poner al niño, sobre la reconocida limitación de su propio papel en
esto y sobre la decantación del amor) no son inquietantes; son bromas
cariñosas y revelan un estado de ánimo mucho más equilibrado que durante
los meses de Viena.
En una de estas primeras cartas enviadas a Julia desde Italia,
mientras sufre de insomnio y se siente débil en una tórrida noche
veraniega romana, Gramsci vuelve al tema de la relación entre actividad
política y vida sentimental para establecer una generalización que
afecta a su personalidad: “No podemos dividirnos y dedicarnos a una
actividad única, puesto que la vida es unitaria y cada actividad sale
reforzada con la otra”. Se pregunta entonces si el amor no refuerza toda
la vida al crear un equilibrio y dar una intensidad mayor a las otras
pasiones y a los otros sentimientos, aunque, paradójicamente, enseguida
añade que no quiere ponerse doctrinario.
En estas cartas que Gramsci escribe desde Roma a Julia Schucht hasta
marzo de 1925, fecha en la que volverían a encontrarse en Moscú y en la
que él conocería a su primer hijo, predomina el tema político. Es
natural que un hombre que está dedicando gran parte de las horas de su
vida al trabajo de organización antifascista haya buscado en las cartas
que escribe a la persona amada la complicidad política. Pero la
solicitud de colaboración de quehaceres pasa a segundo plano por razones
obvias: Julia está ya en avanzado estado de gestación y la situación en
Italia, sobre todo después del asesinato de Mateotti, tampoco permite
seguir insistiendo en el trabajo intelectual compartido.
Política y paternidad
En agosto de 1924 nació el primer hijo de Julia y
Antonio. Después de discutir entre bromas sobre varios nombres
simbólicos (Ninel, Lev) le pusieron Delio a propuesta de Antonio. Éste
tuvo que renunciar a estar presente en Moscú en el momento del
nacimiento. Su actividad política en Italia se había hecho desbordante.
El nacimiento del hijo coincidió con el momento en que Gramsci empieza a
actuar como secretario general del Partido Comunista. Quiso, en cambio,
ayudar materialmente a los suyos enviando algún dinero a Moscú través
de amigos italianos, aunque tampoco acertó con la forma adecuada, lo
cual provocó un malentendido con Julia, que se sintió ofendida, y una
disculpa inmediata de Antonio que contiene una reflexión notable:
Creo que es un recuerdo de mi vida infantil,
ligada a las penurias materiales y a las estrecheces... que crea
vínculos de solidaridad y afecto que nadie podrá destruir. ¿Crees tú que
la mejor de las sociedades comunistas podrá modificar de manera
fundamental estos condicionamientos de las relaciones individuales? Yo
creo que, al menos por algún tiempo, seguro que no. Y me parece que
tales sentimientos son propios de las clases explotadas, no de la
burguesía.
Durante los meses que siguieron, Gramsci, además
de mostrar a Julia su alegría por el nacimiento del hijo, del que
asegura que va a unirles mucho más, y de expresar su malestar por no
poder ayudar como querría, confiesa cierta confusión a la hora de
hacerse una idea concreta de lo que significa la paternidad reciente:
“Pienso en los niños en general, en su peso, en su debilidad, en los
peligros que les amenazan a cada momento, pero no consigo pensar en
nuestro niño vivo como individuo concreto”. Pide fotografías pero sabe
que “la objetividad no es la vida, sino una fría caricatura fotográfica
de la vida”; escribe pero sabe que las cartas no pueden sustituir la
presencia. Sigue habiendo entonces algunas dificultades en la
comunicación con Julia, pero éstas son mayormente externas: retrasos en
la correspondencia, esperadas cartas que no llegan, desconfianza en el
funcionamiento de los correos y sensación de que estos motivos externos
deterioran a veces la relación sentimental. El 18 de septiembre de 1924
Gramsci escribe a Julia: “Hay un montón de cosas que no puedo escribirte
porque no me fío del correo”. Dos semanas después confiesa que no es
sólo la desconfianza en el correo: “Siento pena cuando no puedo enviarte
una carta y tengo que superar un montón de obstáculos psicológicos
cuando me pongo a escribirte. Me parece —y creo que tú has tenido la
misma impresión— que el papel empobrece todos nuestros sentimientos y se
convierte en un filtro a la inversa, o sea, en algo que enturbia lo que
es limpio y claro” .
En lo sentimental, Gramsci oscila ahora entre la manifestación de la
ternura que le produce la maternidad de Julia, la expresión de la
preocupación por su salud, la contención de sus ironías privadas para no
hacer daño, cierta perplejidad ante una paternidad para la que no
parece sentirse particularmente preparado y la mala conciencia que le
produce el estar ausente y lejos en un momento decisivo: “No soy capaz
de estimar mi amor por ti: me parece distinto de lo que era hace un año.
Tampoco sé imaginar la impresión que tendré al ver al niño vivo y real
en lugar de la leve impresión de la cartulina fotográfica”. Narra a
Julia sus actividades, sus viajes por Italia y sus impresiones sobre la
situación política y social del momento. Pasa constantemente de la
anécdota (una conversación escuchada, las impresiones de un viaje, la
estancia en una ciudad) a la categoría, al análisis de lo que entonces
hay socialmente en Italia y de lo que puede llegar a haber en el próximo
futuro.
Algunos pasos de estas cartas son interesantísimos desde el punto de
vista del diagnóstico psicosocial de lo que estaba siendo el fascismo,
tanto más de apreciar cuanto que apenas se han conservado otras cartas
políticas de Gramsci escritas desde el retorno a Italia hasta abril de
1925. Los pasajes políticos de estas comunicaciones a Julia Schucht
destacan por la veracidad y la lucidez con que describen ciertos rasgos
(el atraso, la ignorancia, la intolerancia, el semibandidismo, la
corrupción, el clientelismo) que contribuyen a la consolidación del
régimen de Mussolini: “Los niños y los idiotas están convirtiéndose en
la expresión política de la situación, y lloran y hacen tonterías bajo
el peso de una responsabilidad histórica con la que de repente han
tenido que cargar sus espaldas de aprendices ambiciosos e
irresponsables. La tragedia y la farsa se suceden en escena sin conexión
alguna. El desorden está alcanzando un grado que ni la fantasía más
desenfrenada podía imaginar”. Gramsci rectifica ahí sus ilusiones de
meses anteriores sobre un próximo fin del fascismo. Absorto en la
batalla antifascista y en la reorganización del partido comunista,
incluso su juicio sobre las personas más próximas quedará mediatizado
por consideraciones políticas. Es lo que ocurre cuando, después de
varios intentos fallidos, en febrero de 1925, Gramsci conoce en Roma a
Tatiana Schucht, la hermana de Julia, con la que simpatiza en seguida.
La opinión que comunica a Julia es que, a pesar de las apariencias y de
los rumores, su hermana puede llegar a estar más cerca de los
bolcheviques que de los socialistas revolucionarios rusos, entonces muy
críticos con el leninismo.
El desierto de lo puramente político: mirar la naturaleza con impaciencia
Gramsci estuvo de nuevo en Moscú un par de semanas
entre marzo y abril de 1925. Durante esas semanas participó en los
trabajos de la V Sesión del Ejecutivo ampliado de la Internacional
Comunista, volvió a estar con Julia unos pocos días y conoció a su hijo
Delio. No son muchos los recuerdos escritos que han quedado de aquella
estancia. Gramsci recordará después un paseo con Julia y Delio por un
parque moscovita, que no sacó buena impresión de la forma en que la
familia Schucht comenzaba a educar al hijo y se referirá, ya en un
contexto polémico posterior, a la influencia en esto de Eugenia, la
hermana mayor de Julia, cuya afición al niño, un tanto obsesiva, la
impulsaba a suplantar a la verdadera madre. Pero es evidente que después
de este viaje se producen algunos cambios notables en la
correspondencia. Gramsci ha estabilizado las relaciones con la familia
de Schucht, ha arrancado la promesa de que Julia irá a Italia con el
niño en cuanto pueda (cosa que, efectivamente, harían pocos meses
después) y los lazos afectivos se han hecho más fuertes. Tal vez por eso
entre la primavera y el otoño de 1925 las cartas de Gramsci se hacen
más breves, más espaciadas y también menos ansiosas. La seguridad de que
Julia llegará en breve le permite aguantar mejor los bajones
psicológicos, incluso cuando el calor del verano romano le altera los
nervios.
En la espera, Gramsci ha tenido que reduplicar la actividad
político-organizativa no sólo como diputado sino también como secretario
general del partido: “Ha sido borrado de mi cerebro todo lo que no sea
actividad política inmediata”. Cuando llegan los calores del verano
empieza a sentirse peor; no ha perdido del todo el humor del que hacía
gala en los meses inmediatamente anteriores al nacimiento del hijo, pero
las referencias a su propio estado de ánimo van haciéndose más
sombrías. Se siente —dice— como “el resto de un naufragio a merced de
las olas” y describe con cierto distanciamiento pesimista su debut
parlamentario; se queja varias veces del desorden y da la desconexión
existente en las propias filas y vuelve a sentirse, como en Viena,
psicológicamente cansado y viejo.
Al menos por dos veces ha aludido Gramsci durante estos meses al
“desierto” que representa una vida dedicada exclusivamente a la
política. Y sintomáticamente ve ahora en las conversaciones con Tatiana,
a la que sólo unas semanas antes había juzgado casi solo en términos
político-ideológicos, una salida de ese desierto, algo así como una
anticipación de lo que puede ser el equilibrio psicofísico cuando Julia y
Delio lleguen, por fin, a Italia. Sus requerimientos a Julia acentúan
ahora la necesidad de salir de esa mecanización unilateral de la vida
propia que representa lo solo político. Ve ahora el amor como algo que
tiene que impedir “que me convierta en un pingo almidonado, me mecanice,
me haga apático y acabe convertido en un muñeco que repite siempre las
mismas palabras y los mismos gestos”.
Este estado de ánimo no le hace perder, sin embargo, la lucidez
política. El diagnóstico que realiza, en julio de 1925, de la situación
en Italia, cuando para llevar a cabo sus actividades empieza a verse
obligado a “borrar las huellas” y burlar así a la policía política,
suena a premonitorio: “Somos demasiado fuertes para no tener iniciativas
que llevan al descubrimiento de nuestras fuerzas y somos demasiado
débiles todavía para aguantar un choque frontal”. En esas circunstancias
nota, en cambio, Gramsci que está perdiendo el gusto por la naturaleza.
Y relaciona esto, como Brecht, precisamente con las obligaciones de lo
solo político.
Nada más revelador y sintomático de lo que el desierto (obligado) de
lo solo político puede llegar a representar para un hombre sensible que
comparar lo que dice Gramsci sobre la naturaleza en la última carta (de
15 de agosto de 1925) que escribe a Moscú, antes del viaje de Julia y
Delio a Italia, con la carta en que un año después cuenta a Julia su
estancia con Delio en Trafoi y con la descripción del paisaje que él
mismo haría en enero de 1927, después de la detención, ya en el
destierro de Ustica.
En efecto, durante el ferragosto de 1925, en la misma carta en que
dice a Julia que tendrá que explicarle el significado exacto de la
palabra “quiero”, narra Gramsci uno de los viajes a los que se ha visto
obligado por el trabajo de organización, y describe así sus impresiones:
He visto parajes que, según dicen, son bellísimos,
paisajes que al parecer son admirables, tan admirables que los
extranjeros vienen de lejos para contemplarlos. Por ejemplo, he estado
en Miramare, pero me ha parecido una errada fantasía de Carducci; las
blancas torres se me presentaban como chimeneas acabadas de blanquear
con argamasa; el mar tenía un color amarillo sucio porque los peones que
construían un camino habían echado en él toneladas de detritus; el sol
me dio la impresión de un calorífero fuera de estación.
A renglón seguido comenta Gramsci que se está
convirtiendo en un apático y que esas impresiones tienen que deberse a
que el sentimiento de la ausencia le está haciendo perder el gusto por
la naturaleza.
La percepción de la naturaleza cambia con la llegada de los seres
queridos a Italia durante el otoño de aquel año. Julia y Delio
permanecieron con Antonio en Roma hasta el verano de 1926, aunque en
casas distintas por motivos de seguridad. A finales de agosto Gramsci se
tomó un respiro en la actividad política y pasó unas breves vacaciones
con su hijo en Trafoi (Bolzano) mientras Julia regresaba a Moscú. En
septiembre escribe a Julia: “Creo que la estancia de Delio en Trafoi, en
un marco tan grandioso de montañas y glaciares, dejará en su memoria
huellas muy profundas. Hemos jugado. Le he construido algún juguete,
hemos hecho fuego en el campo. No había lagartijas, así que no he podido
enseñarle a cogerlas. Me parece que ahora empieza una fase muy
importante para él, esa fase que deja los más sólidos recuerdos porque
en su desarrollo se conquista el mundo grande y terrible”.
Incluso unos meses después de la detención, ya en Ustica, y a pesar de
estar desterrado, a pesar de la falta de libertad, a pesar de los
presagios y de la incertidumbre de la nueva situación, pendiente como
estaba de juicio por sus actividades políticas, y lejos también de
Julia, nuestro hombre dispone de algo que no tenía meses atrás. Es un
desterrado, pero dispone de tiempo para mirar la naturaleza de otra
manera: “Tenemos a nuestra disposición una hermosísima terraza desde la
que admiramos el mar sin fin durante el día y un magnífico cielo por la
noche. Como el cielo está limpio, sin los humos de la ciudad, podemos
gozar estas maravillas con la máxima intensidad. Los colores del agua
del mar y del firmamento son realmente extraordinarios por su variedad y
por su profundidad. He visto arco iris únicos en su género” . La
explicación de este cambio en la manera de percibir la naturaleza es
psicológica y la da el propio Gramsci en una carta que una semana antes
ha escrito a su cuñada, Tatiana: a pesar de que ha perdido la libertad
de movimientos, el ambiente de Ustica le está regenerando física y
mentalmente porque necesitaba un periodo de reposo absoluto después de
una desbordante actividad política de meses y meses.
El mundo subterráneo
Las cartas enviadas desde Ustica revelan
tranquilidad de espíritu e incluso, en algún momento, una cierta
euforia. La euforia desaparecerá después del traslado desde la isla a la
cárcel de San Vittore, en Milán, a principios de febrero de 1927, pero
la serenidad ante una situación tan adversa seguirá siendo durante meses
el rasgo principal de las cartas de la cárcel. Incluso el símil con que
Gramsci transmite a Julia su estado de ánimo, imaginándose como uno de
los marineros que acompañaron a Fridtjof Nansen al Polo Norte sugiere
cierta serenidad doblada de ironía: avanzar lentamente, muy lentamente,
después de dejarse aprisionar por los hielos, aprovechando el empuje de
los mismos a medida que éstos se van separando. Y de hecho, durante más
de un año, hasta después del proceso al que Gramsci y otros dirigentes
comunistas fueron sometidos en Roma y de su traslado, ya condenado, a la
casa penal de Turi de Bari, la gran mayoría de las cartas que escribió a
Tatiana, a Julia, a su madre y a otros familiares no dejan entrever la
tragedia que se avecinaba. En ellas, además de la tranquilidad de
espíritu, afloran la fortaleza moral, el autocontrol en el plano de los
sentimientos, la reserva en el juicio político, el sentido práctico y
realista, la crítica de los convencionalismos y, sobre todo, el humor,
una vena irónica no siempre bien comprendida por sus interlocutores.
Entre el destierro en Ustica y la celda de San Vittore, en Milán,
Gramsci ha ido construyéndose una ética de la resistencia basada en la
observación lúcida y distanciada del nuevo mundo que estaba descubriendo
y en la acentuación de lo que cree que son los principales rasgos de su
propia personalidad. No quiere dejarse dominar por la aflicción ni
quiere ser consolado. Ha conocido el aislamiento, ha sabido en otras
ocasiones estar solo entre la multitud y no cree que la nueva situación
le vaya a superar.
Mientras se encontró físicamente bien, Gramsci se ha preocupado más
por disipar los temores de los otros ante un futuro incierto, pero en
cualquier caso sombrío, que de solicitar ayudas o pedir clemencia. En
este sentido ha recordado a la madre su propia fortaleza física y moral,
bromeando con ella sobre curas y rezos, pero sobre todo advirtiéndola
de que hay algo peor que la cárcel, con ser ésta malísima, y que ese
algo es el deshonor por debilidad moral o por villanía. Ha llamado la
atención del hermano Carlo, en términos cortantes, sobre lo poco que
éste sabe de lo que ha sido su vida hasta ese momento y sobre el
principio moral de la resistencia: las convicciones profundas que no se
venden por nada de este mundo. Ha ironizado con Tatiana Schucht sobre
las deficiencias de su italiano y a cuenta de sus propias lecturas,
aconsejándola cuando ella se ha encontrado enferma. Ha mantenido durante
esos meses una relación epistolar esporádica pero relativamente
equilibrada con Julia. Y ha elegido a Tatiana como corresponsal
principal para seguir manteniendo, a través de ella y con Piero Sraffa,
el contacto con el partido comunista y, de paso, mitigar así el peso de
la losa que más le abrumaba: el convencionalismo epistolar al que obliga
el reglamento carcelario con todas las derivaciones que esto supone
cuando se trata de comunicar sentimientos amorosos.
Ya en estas cartas, sin embargo, la fortaleza moral y el alto concepto
del honor y de la dignidad personal que Gramsci tenía chocan con una
educación sentimental que se reconoce insuficiente. Tiene un alto
concepto de su propia fortaleza moral y se exige mucho, pero quiere que
los otros (Julia, Tatiana, su madre, su hermano Carlo) le consideren “un
hombre normal” cuando, obviamente, no lo es.
Gramsci declara odiar todo lo que es convencional. No quiere verse
reducido a una correspondencia convencional. Así era ya en Viena, cuando
empezaba a escribir a Julia. Solo que esta sensación se le agudiza ante
un carteo que sabe que será, además, convencionalmente carcelario.
Dedica mucho tiempo a la introspección, casi tanto como a la lectura, y
pronto cree estar perdiendo “el hábito externo de la sensibilidad”, su
“meridionalismo”. Gramsci está haciendo un esfuerzo voluntarista por
controlar sentimientos y afectos. Ve en ello una forma de autodefensa,
pero duda de si los resultados de este esfuerzo son siempre positivos,
consecuentes con su afirmación de que hay que ser prácticos y realistas
hasta en la bondad. Se diría que toda la seguridad con que argumenta
sobre el principio moral de la resistencia se le convierte en duda,
incluso en inseguridad, cuando ha de hacer frente a los propios
sentimientos. Y así oscila entre valorar positivamente la frialdad y la
indiferencia externas, el reconocimiento esporádico de que él mismo ha
llegado a adquirir “cierta sensibilidad morbosa” y la aceptación forzada
de la confusión que le produce el tener que hablar o escribir de sus
cosas íntimas. Sabe que su correspondencia es en cierto modo “pública”
porque la están leyendo otras personas (funcionarios de la cárcel y
amigos políticos) y no consigue vencer el pudor que le produce hablar de
sentimientos íntimos ante terceras personas.
Desde el primer momento, ya en Ustica, Gramsci ha pensado que su
capacidad de resistencia como prisionero tenía que estar directamente
vinculada a un programa de lecturas y estudios. Y ha hecho planes a este
respecto. Pero también desde el primer momento ha sabido que la
probabilidad de llevar a cabo estos planes desciende cuanto más
detallados son. Se aplica a sí mismo el concepto que tiene de la utopía.
Y no sólo por razones externas, de tipo general o relacionadas con los
obstáculos que el destierro y la cárcel suponen, sino también por
autoconciencia, por conocimiento del propio carácter, porque se
considera un hombre polémico y dialogante que necesita medirse
intelectualmente con otros interlocutores.
Precisamente por eso lo mejor de las cartas que ha escrito desde la
cárcel de San Vittore está en la descripción irónica y vivaz de sus
conversaciones con otros, en el uso metafórico de algunas de sus
lecturas carcelarias para contar la evolución de los propios estados de
ánimo y en la forma en que ha narrado, para las personas a las que
quiere, el descubrimiento de un mundo cuya existencia apenas podía
sospechar en los meses anteriores: el mundo subterráneo de los
desterrados y de los presos, de los “no cristianos”, un mundo que le
hace pensar en lo difícil que es captar la verdadera naturaleza de los
hombres a partir de los rasgos externos. Digna de recuerdo es su
descripción de la cuerda de presos que como una inmensa serpiente se
arrastra desde Palermo a Milán dejando en cada cárcel una parte de sus
anillos para luego recuperarlos en otras madrigueras. E igualmente
memorable la narración —entre el distanciamiento propio del antropólogo y
la perplejidad crítica del político— de ese mundo subterráneo que vive y
se reproduce en los márgenes del otro y que acaba configurando el
subsuelo humano dostoievskiano: beduinos de Cirenaica, mafiosos
sicilianos, camorristas de Nápoles, remedos de Farinata y violadores con
aire bonachón: “Todo un mundo complicadísimo, con una vida propia de
sentimientos, puntos de vistas, códigos del honor, jerarquías férreas y
un particular sentido de la solidaridad”.
Este primer periodo carcelario en San Vittore, que se abría con el
símil de los marineros de Nansen sugiriendo la imagen de la serenidad
conscientemente elegida ante la dificultad, se cerrará, entre febrero y
abril de 1928, con otro símil y la manifestación de una sospecha. En sus
cartas a Julia Gramsci advierte que se ha cumplido ya todo un ciclo de
transformaciones que han afectado a su estado de ánimo, y luego que un
periodo de su vida carcelaria está a punto de terminar. Son los
prolegómenos del proceso que tendría lugar finalmente en Roma. Gramsci
sugiere ahora que él mismo está cambiando la táctica de la ética de la
resistencia. Se ha hecho más estoico. Ha decidido dejar de oponerse a lo
que es necesario e ineluctable “con los medios y maneras de antes” y
quiere dominar ahora el proceso en curso acentuando el espíritu irónico.
En ese contexto vuelve a la metáfora:
A la celda llega una luz a mitad de camino entre
la luz de una cantina y la luz de un acuario. De todas formas, no debes
pensar que mi vida transcurre tan monótona e igual como puede parecer a
primera vista. Una vez que se ha acostumbrado uno a la vida del acuario,
adoptando el sensorio para captar las impresiones amortiguadas y
crepusculares que llegan hasta allí (y siguiendo, desde luego, en una
posición un tanto irónica) se descubre todo un mundo que bulle
alrededor, con sus peculiares leyes y con su curso esencial. Ocurre como
cuando después de echar una ojeada rápida a un viejo tronco medio
deshecho por el tiempo y la intemperie nos paramos a mirarlo más
fijamente y con atención. Primero se ve únicamente algo así como una
fungosidad humectante, con alguna babosa soltando baba y arrastrándose
lentamente. Pero luego, casi de repente, se ve todo un mundo de colonias
de pequeños insectos que se mueven y afanan, haciendo y rehaciendo los
mismos esfuerzos, el mismo camino. Si uno sigue conservando la propia
posición externa, si no se convierte en una babosa o en una hormiguita,
todo eso acaba interesándole y le permite pasar el tiempo.
La ironía empieza a hacerse negra. El mundo
subterráneo sigue siendo para Gramsci una curiosidad interesante cuando
se la observa con la adecuada distancia, pero ya no es un mundo de
hombres, por primitivos y elementales que fueran (mafiosos, camorristas o
delincuentes) sino un mundo poblado de babosas e insectos, lo que
sugiere cierta inquietud psicológica. Gramsci se encuentra aún
relativamente bien de salud, pero justamente por eso, en la siguiente
carta a Julia, a finales de abril, manifiesta su disgusto por la forma
en que los compañeros han enfocado la campaña de solidaridad ante el
proceso y alude a una preocupación que en los años siguientes se le
convertiría en obsesiva: “He recibido recientemente una extraña carta
firmada Ruggero, que solicitaba respuesta. Quizá la vida en la cárcel me
haya hecho más desconfiado de lo que exigiría la prudencia, pero el
hecho es que esa carta , a pesar de su sello y de su matasellos, me ha
sacado de quicio”.
Esta carta de Ruggero Grieco, fechada el 10 de febrero de 1928 y
conocida por su destinatario en marzo, se ha convertido en uno de los
asuntos más repetidamente tratados entre los biógrafos e intérpretes de
Gramsci. Y se comprende. No tanto por lo que la carta misma decía, ni
siquiera por lo que Gramsci dice a Julia al mes siguiente de haberla
recibido, pues, al fin y al cabo, el que eso “le sacara de quicio” está
probablemente todavía dentro de lo que llamaríamos prudencia, sino por
la forma terrible en que se ha referido a ella varios años después.
Gramsci trató de esa carta en un coloquio con Tatiana, en la cárcel de
Milán, poco después de haberla recibido, unos meses antes del proceso.
Entonces manifestó su disgusto al respecto, pero añadió, además, y esto
es significativo, que el juez instructor le había advertido de que
aquella carta podía costarle unos cuantos años más de cárcel
sugiriéndole que sus amigos políticos le estaban traicionando. Así nacía
una sospecha que iba a atormentarle durante años y que acabaría dando
un nuevo giro a su manera de entender la relación entre lo público y lo
privado.
El preso 7047
El proceso contra los dirigentes del Partido
Comunista tuvo lugar en Roma entre finales de mayo y comienzos de junio
de 1928. Gramsci fue condenado a 20 años, 4 meses y 5 días de reclusión.
Él había calculado que sería condenado a un máximo de 14 o 17 años. A
pesar de que tuvo la oportunidad de hablar sobre la carta de Ruggero
Grieco con otros compañeros mientras permaneció en la cárcel de Roma
durante el proceso, es posible que la diferencia de años entre este
cálculo y lo que fue la condena haya hecho aumentar en su cerebro la
sospecha que le sugirió el juez instructor. O que Gramsci haya pensado
que aquella carta desbarataba gestiones diplomáticas en curso que podían
haber favorecido su situación. Pero no hay confirmación de estas
conjeturas para esa fecha. Es notorio, en cambio, que con la condena y
el traslado a la casa penal de Turi empieza una nueva fase de la vida de
Gramsci. En la cárcel de Turi estuvo desde julio de 1928 hasta
noviembre de 1933. Allí le matricularon con el número 7047.
En la cárcel de Turi Gramsci trató de organizarse siguiendo los mismos
criterios resistenciales que le habían sostenido desde su detención en
1926. El fiscal fascista había puesto énfasis en que el régimen quería
impedir que aquel cerebro siguiera pensando. Él hizo todo lo que pudo
para que aquel designio no se cumpliera: elaboró un nuevo plan de
estudios, se organizó para ganar tiempo que dedicar a la lectura, pidió y
obtuvo libros que consideraba indispensables, siguió con su trabajo de
aprendizaje de distintas lenguas y empezó a traducir textos del alemán,
del inglés y del ruso, consiguió permiso para escribir en la celda,
entabló un interesante diálogo intelectual con Piero Sraffa y redactó lo
esencial de lo que conocemos con el nombre de cuadernos de la cárcel.
Pero hay al menos tres factores que en la cárcel de Turi determinaron
un cambio notable en su manera de entender la relación entre las razones
de la razón y las razones del corazón, entre lo público y lo privado,
entre el compromiso político-moral y el mundo de los sentimientos. El
primero de estos factores fue el constante empeoramiento de su salud. El
segundo, el deterioro de su relación afectiva y sentimental con Julia
Schucht. Y el tercero, el distanciamiento político respecto de sus
compañeros más próximos. Las tres cosas juntas producirían en Gramsci
una considerable inestabilidad emocional: cambios de humor muy
acentuados, tendencia al aislamiento, irritabilidad en el trato con los
más próximos, dificultad temporal para la concentración intelectual,
desconfianzas que a veces se le convirtieron en obsesiones, oscilación
entre la ironía todavía alegre y distanciada y el sarcasmo amargo,
acentuación de la acribia de filólogo en la correspondencia íntima,
progresivo sentimiento de derrota personal hasta llegar al sentimiento
de muerte.
Lo más notable es que de todo esto, y del sufrimiento que tuvo que
conllevar, apenas hay huellas en los cuadernos que simultáneamente
estaba escribiendo en la cárcel. Se diría que en las horas, muchísimas
horas, que Gramsci dedicó a redactar los cuadernos hizo abstracción casi
absoluta de su dolor, de su sufrimiento, de sus cambios de humor, de
sus irritaciones, de sus sospechas y de sus obsesiones. Logró imponer
ahí un distanciamiento intelectual y una fuerza moral cuya expresión más
alta está en un paso de una carta a la madre, en la que dice: “Yo no
hablo nunca del aspecto negativo de mi vida, ante todo porque no quiero
ser compadecido. He sido un combatiente que no ha tenido suerte en la
lucha inmediata y los combatientes no pueden ni deben ser compadecidos
cuando han luchado sin ser obligados a ello si no porque así lo han
querido conscientemente”. En esas palabras y en lo que deja entrever en
algunas de las cartas a Tatiana escritas desde Turi en los peores
momentos de la enfermedad, donde solicita ayuda (pero sólo y
exclusivamente la ayuda que él quiere en ese momento y en la forma
precisa que su voluntad le dicta), está la clave para entender el
carácter de este Gramsci resistencial.
Ya durante la conducción desde la cárcel de Milán a la cárcel de Roma
para el proceso y desde Roma a Bari, una vez concluido éste, su salud ha
empeorado. En junio de 1928 se le diagnosticó una uricemia crónica.
Como consecuencia de ello, ha tenido periodontitis expulsiva.
Simultáneamente ha pasado por varios momentos de agotamiento nervioso.
En julio sufre un herpes que le produce una inflamación muy dolorosa y
pasa varios días de dolores infernales, “retorciéndome como un gusano”,
dice. En diciembre de ese mismo año, ya en Turi, tuvo un ataque de ácido
úrico que le dejó medio inválido durante tres meses. En noviembre de
1930, el insomnio prolongado se le hace insoportable, duerme una media
de dos horas diarias y tiene problemas de concentración. Desde mediados
de agosto de 1932 tiene serios problemas intestinales, no atribuibles
sólo a la mala alimentación, siente que las fuerzas empiezan a
abandonarle, vuelve a sufrir de insomnio y cree que su capacidad de
resistencia está quebrándose, que está perdiendo el control de los
impulsos y de los instintos elementales del temperamento. En septiembre
entra en una fase de exaltación nerviosa. Describe entonces su situación
como “un frenesí neurasténico, una obsesión continua y espasmódica que
no me deja un momento de quietud”. En diciembre de 1932 vuelve a tener
insomnio y pide consejo médico a Tatiana para tomar un somnífero. En
marzo de 1933 tiene una crisis grave, desfallece, cae al suelo, no puede
valerse por sus propios medios y, durante semanas, tiene que ser
asistido en la celda por otros compañeros.
Sólo entonces, después de cinco años de cárcel, ha tenido Gramsci un
diagnóstico relativamente preciso de sus males, cuando el doctor Umberto
Arcangeli le visita en Turi de Bari. Hasta entonces los médicos que le
vieron actuaron de oficio, le recetaron lenitivos o placebos o, en algún
caso, le trataron como a un enemigo político. El doctor Arcangeli le
diagnostica lesiones tuberculosas en el lóbulo superior del pulmón
derecho con emotisis, arterioesclerosis con hipertensión arterial e
insomnio permanente, pero, sobre todo, sugiere que tiene el mal de Pott,
es decir, una tuberculosis de la columna vertebral que afecta a las
vértebras y que suele producir dolor espontáneo por irritación de las
raíces de los nervios raquídeos y, cuando se tiene desde de la infancia,
cifosis. Es posible que Gramsci haya tenido desde niño el mal descrito
por el cirujano británico Percival Pott. Eso explicaría la deformación
de su columna y, al no haber sido tratado el mal, la reiteración de los
estados de irritabilidad desde su adolescencia. En tales condiciones,
ante una enfermedad descubierta muy tardíamente y cuyo tratamiento
requiere, para empezar, inmovilización y reposo, se comprende que el
doctor Arcangeli concluyera que Gramsci no podría sobrevivir mucho
tiempo en las condiciones carcelarias. A pesar de lo cual esta situación
se prolongó todavía siete meses, hasta noviembre de 1933, fecha en la
que, finalmente, fue trasladado a una clínica en Formia. Gramsci ya no
mejorará más que esporádicamente en los años siguientes.
Elección racional y sensibilidad
La relación sentimental de Gramsci con Julia
Schucht, que ya había sido difícil en los años anteriores, se fue
complicando en los años que pasó en Turi de Bari hasta hacer crisis
entre 1932 y 1933. Es difícil decir qué contribuyó más a esta crisis: si
la falta de noticias de ella durante meses enteros, los silencios y
malentendidos sobre su verdadero estado de salud, las presiones
familiares para que ella no viajara a Italia en un momento en el que
obviamente el preso lo necesitaba, los equívocos de una comunicación que
no llega a ser correspondencia auténtica, la inestabilidad emocional
del propio Gramsci, su concepto de la relación entre sentimientos y vida
política, o las obsesiones que acabaron carcomiendo al preso 7047.
Poco después de llegar a la cárcel de Turi de Bari, en 1928, Gramsci
ha ratificado una decisión que seguramente tuvo una importancia decisiva
en la complicación de su relación con Julia. El reglamento carcelario
limitaba el número de cartas que podía escribir y decidió elegir como
corresponsal principal a Tatiana, no a Julia. Era ésta una elección
racional puesto que Tatiana estaba en Italia, podía visitarle y de esta
forma se facilitaba una comunicación con el centro exterior del partido
(en París y Moscú) a través de Piero Sraffa (que podía viajar,
legalmente y con frecuencia, a Italia desde Inglaterra). Por aquellas
fechas Tatiana tenía que haber regresado a Moscú para reunirse con su
familia, pero unió su decisión a la decisión del otro: se sacrificó por
Gramsci contra el deseo de sus padres.
Esta elección racional, que en condiciones de normalidad habría sido
una ayuda positiva sin más, se convirtió en otra cosa, tuvo un efecto
inesperado. No sólo por la anormalidad que representaba la situación de
un preso en una cárcel fascista, sino también por las enfermedades que
sufrían uno y otra, y por la complicación psicológica de la pareja a la
que Tatiana tenía que ayudar. Tatiana se convirtió así en la Antígona de
esta tragedia moderna, pero mediatizó la relación de Antonio y Julia al
no enviar a ella las cartas de él que consideraba que podrían
molestarla o deprimirla y al no comunicar a él, por razones parecidas,
la gravedad de la enfermedad psíquica de ella. Con su bondad, y sin
quererlo, contribuyó a disolver uno de los hilos que más había unido
sentimentalmente a la pareja desde que se conocieron: la conciencia del
sufrimiento que produce el peso desequilibrante del cerebro, la
conciencia recíproca de la debilidad que acompaña a la fortaleza moral,
esa conciencia que, en situaciones excepcionales, como era el caso,
lleva a la ayuda mutua. Es sintomático, en este sentido, el que la
relación sentimental entre Antonio y Julia mejorara y se equilibrara
eventualmente siempre a partir del reconocimiento de la gravedad de las
enfermedades mutuas, esto es, del reconocimiento de las propias
debilidades a través de la debilidad del otro.
A pesar de las quejas de Gramsci sobre los silencios de Julia Schucht,
de su contención sentimental ahora obligada, de sus discrepancias sobre
la educación de los hijos (él pensaba que ella y su familia eran en
esto demasiado “románticos”) y de su repetida observación de que se
estaba produciendo un distanciamiento sentimental, comprensible dadas
las circunstancias, el tono y la forma de las cartas escritas hasta la
primera mitad de 1930 no hacían presagiar, ni de lejos, lo que vino
después. Pero ya en mayo de ese mismo año Gramsci empieza a sentir que
la razón de que Julia no le escriba es que se le estaba ocultando algo.
Una semana después, en carta a Tatiana, afirmaba que el aislamiento en
que él se encuentra no es sólo consecuencia de la inquina política de
los adversarios, cosa esperable, sino también del abandono de los
próximos, con lo que no podía contar. Dice entonces sentirse sometido a
varios regímenes carcelarios y alude, por primera vez en el epistolario,
a “la otra cárcel”, al hecho de que le han echado fuera de la vida
familiar: “Los golpes me llegan de donde menos podía esperar”. Enseguida
se da cuenta de que está escribiendo precisamente a la persona que más
le ha ayudado desde el encarcelamiento, pero, a pesar de ello, quiere
que quede claro que en este asunto, bondad aparte, no vale la
sustitución de persona.
Al llegar a ese punto de la comunicación de sus impresiones, Gramsci
ha escrito algo, entre la confesión y la declaración de principios, que
ayuda a entender su concepto de la relación entre razón y sensibilidad:
A decir verdad no soy muy sentimental y no son las
cuestiones sentimentales las que me atormentan. No es que yo sea
insensible (ni quiero hacer pose de cínico o de blasé). Mas bien lo que
ocurre es que las cuestiones sentimentales se me presentan, y las vivo,
en combinación con otros elementos (ideológicos, filosóficos, políticos,
etc.), en forma tal que no sabría decir hasta dónde llega el
sentimiento y donde empieza cada uno de los otros elementos, ni siquiera
sabría decir de cuál de todos estos elementos se trata, de tan
unificados que están en un todo inescindible y en una vida única. Es
posible que esto sea una fuerza, o quizá una debilidad porque lleva a
analizar a los otros del mismo modo y, por tanto, a sacar conclusiones
tal vez equivocadas.
En un plano genérico, Gramsci reafirmaba así la
sustancial unidad del hombre que siente con el hombre que piensa y con
el hombre que lucha por un ideal, unidad que es lo que constituye la
dignidad de la persona, su coherencia. Él pensaba que eso es
precisamente la sustancia del ser revolucionario. Pero para el caso
concreto, que es el de su propia vida en la cárcel, dependiente de los
sentimientos y de las actuaciones de los otros, este paso deja todavía
flotando una duda: la de si esta coherencia, que se ha mostrado tantas
veces como una fuerza en las relaciones sociales mediadas por lo
político, no será al mismo tiempo una debilidad en lo que concierne a
las relaciones interpersonales. Así es como me parece que hay que
interpretar el final de la carta.
No es casual que haya sido precisamente su amigo Piero Sraffa quien,
con la agudeza del científico que aprecia sobre todo el análisis y la
distinción de elementos (aunque también, todo sea dicho, gracias a la
distancia y al desapasionamiento permitidos por el estar fuera de la
cárcel), mejor captó el riesgo de aquella concepción unitaria de Gramsci
en relación con asuntos que requerían soluciones prácticas. Pues una
cosa es teorizar la concepción unitaria de la dignidad de la persona y
otra caer en la indistinción cuando se quiere saber las verdaderas
causas del aislamiento de uno. Sraffa hizo lo razonable en un caso así.
Viajó a Moscú, vio a Julia en el sanatorio en que estaba internada,
obtuvo un diagnóstico de su enfermedad (amnesias, depresión, pérdidas
repetidas de conocimiento) y regresó con una respuesta a las dudas de
Gramsci: Julia no escribía porque temía que, al leer sus cartas, Antonio
descubriera su verdadero estado de salud, cosa que le perjudicaría a él
mismo.
A partir de ahí, y durante unos meses, el reconocimiento de la
desgracia recíproca volvió a anudar por un tiempo aquella relación
difícil. A veces, en la correspondencia de esos meses, tanto con Tatiana
como con Julia, sale a relucir aquella “veracidad despiadada” que movía
a Gramsci incluso cuando el interlocutor al que quiere le está dando
satisfacción. He aquí un ejemplo: “Quisiera saber en qué circunstancias y
en relación con qué objeto ves tú [Julia] esta identidad entre nuestros
pensamientos. Pues en nuestra correspondencia falta precisamente una
‘correspondencia’ efectiva y concreta. Nunca hemos logrado entablar un
‘diálogo’. Nuestras cartas son una serie de ‘monólogos’ que no siempre
discurren de acuerdo ni siquiera en sus líneas generales. Y si a esto se
añade el elemento tiempo, que hace olvidar lo que se ha escrito
anteriormente, la impresión de puro ‘monólogo’ se refuerza. ¿No crees?” .
Desgraciadamente, las cartas de Julia Schucht que se han publicado
hasta ahora no son suficientes todavía para la comprensión en detalle de
la otra tragedia (o de la otra cara de la tragedia). Pero con las que
se han conservado y con las referencias que hace a otras su hermana
Tatiana hay material de sobra para imaginársela con “fantasía concreta”,
como quería Gramsci, sin necesidad de caer en especulaciones
fantasiosas. Basta con pensar un poco en dos palabras que se repiten en
sus casi siempre brevísimas cartas: “cansancio” y “melancolía”. No es
difícil de imaginar, para quien no esté obnubilado por el politicismo o
por la gris teoría sin vida, lo que significaban “cansancio” y
“melancolía” para una violinista joven y culta que estaba viviendo en
Rusia lo que siguió a los diez días que estremecieron al mundo, con dos
hijos de un hombre con el que ha convivido apenas unos pocos meses y
que, además, había de cumplir en las cárceles italianas, a muchísimos
kilómetros de distancia, una condena de veinte años.
Por lo general, las cartas que Gramsci ha enviado a Julia en 1931 y
durante los primeros meses de 1932 son afectuosas, a veces
rememorativas, otras tiernamente preocupadas por su salud y por la
educación de los hijos, y fueron escritas siempre con la intención de
ayudar a que ella pudiera superar por completo el mal momento
psicológico por el que estaba pasando. En enero de 1931 pensaba Gramsci
que, una vez informado convenientemente del estado de salud de Julia,
las relaciones entre ellos iban a ser francas y espontáneas. En febrero
reconoce su parte de culpa en el deterioro de la relación sentimental
porque ha pensado que Julia era más fuerte y por un exceso de ternura no
quiso romper aquella imagen: “Estoy debatiéndome entre dos
sentimientos, el de una inmensa ternura por ti, cuya debilidad tendría
que consolar inmediatamente con una caricia física, y el de la necesidad
de hacer yo mismo un gran esfuerzo de voluntad para convencerte desde
lejos de que, a pesar de todo, también tu eras fuerte y tienes que
superar la crisis”. En mayo considera que ellos dos se están volviendo
“de un sabio que llegará a ser proverbial”. En agosto, cuando sabe que
Julia ha empezado un tratamiento psicoanalítico, se pone a leer a Freud y
relaciona los principios del psicoanálisis con su propia insistencia en
la necesidad de “desovillar” la verdadera personalidad. De noviembre a
diciembre sus sentimientos son un péndulo: empieza diciendo a Julia que
se han convertido en fantasmas el uno para el otro y le reprocha haber
contribuido a agravar su aislamiento; luego muestra su disgusto por
haber escrito de esa forma; y acaba reflexionando sobre los vínculos que
les unen, que, en su opinión, no son sólo afectivos sino también de
solidaridad: “El afecto es un sentimiento espontáneo que no crea
obligaciones porque está fuera de la esfera de la moralidad. [...] Donde
podemos y debemos apoyarnos es en los vínculos de solidaridad”.
Algunas de las noticias que iba recibiendo de Moscú, a través de
Tatiana, sobre la educación de los hijos y sobre las relaciones
familiares llevaron a Gramsci a la convicción de que la propia Julia era
una víctima del “sistema familiar de los Schucht”. En ese momento sabía
ya, por Tatiana, que el obstáculo para que Julia pudiera trasladarse a
Italia no era sólo su enfermedad sino también la oposición decidida del
padre y de su hermana Eugenia. A pesar de todo lo cual, las sospechas de
Gramsci sobre el “otro muro” que se estaban levantado en torno suyo
para aislarle no han vuelto a aflorar en esos meses, que, por lo demás,
fueron de muy intensa actividad intelectual en la redacción de los
cuadernos.
Y tal vez las sospechas no habrían ido a más si no hubiera intervenido
aquel otro elemento que él no conseguía escindir de la consideración de
los propios sentimientos: el factor político-ideológico, un asunto del
que, en sus condiciones de entonces, no podía tratar con Julia por
carta. Este tercer factor es igualmente importante para entender el
curso de los pensamientos de Gramsci en Turi de Bari. Su discrepancia
respecto de la táctica de la Internacional sobre el “socialfascismo”,
una táctica compartida entonces por el grupo dirigente del Partido
Comunista Italiano, le llevó a entrar en conflicto con sus propios
compañeros de cárcel. En este punto mantuvo siempre una gran reserva
cuando se le pidió opinión desde el exterior, pero tuvo conocimiento de
las formas de actuación que se estaban imponiendo en la Unión Soviética:
“Stalin es un déspota”, dice un testigo que le dijo en la cárcel. El
saberse en minoría, y sin posibilidades de actuar en la práctica,
determinó en él la tendencia a ovillarse e hizo crecer nuevamente en su
cerebro la sospecha de que se le estaba ocultando algo más que las
amnesias y las pérdidas de conocimiento de Julia.
A veces se ha querido reducir a este último factor, al factor político
o político-ideológico, la tragedia de Gramsci en la cárcel. Y se
comprende que así haya sido, puesto que formalmente Gramsci había
ingresado en la cárcel siendo secretario general del partido comunista
y, de hecho, había sido condenado por ello. Además, la forma un tanto
críptica o esópica en que él mismo iba a referirse a la interrelación
entre el problema sentimental y el problema político en los meses
siguientes ha favorecido no pocas conjeturas y, desde luego, muchas
especulaciones políticamente interesadas al respecto: sobre su ruptura
“definitiva” con Togliatti, sobre su disidencia en el seno del comunismo
contemporáneo, sobre las “traiciones” de sus supuestos amigos
políticos, etc. A la luz de los documentos hoy disponibles y del
testimonio durante mucho tiempo más esperado, el de Piero Sraffa, se
puede decir ya que toda esa especulación es inmantenible: ni hubo
ruptura “definitiva” con Togliatti, ni “condena” sobreañadida, ni otra
disidencia que no quepa en lo que cabe dentro de la manifestación del
pensamiento propio en el marco de unas mismas convicciones compartidas.
Las obsesiones de Gramsci y su desgracia se entienden mucho mejor a
partir de la interrelación de los tres factores mencionados: enfermedad,
complicación sentimental y preocupación ético-política (no sólo
política en sentido restrictivo, táctico u organizativo).
Esperanzas y obsesiones
En agosto de 1932, como casi todos los veranos,
Gramsci se siente mal. Escribe a Julia un par de cartas en las que se
congratula de los progresos que ella está haciendo en la superación de
la enfermedad. Pero a renglón seguido le dice que ya no puede contar
gran cosa con él porque se siente precozmente envejecido, irascible,
hipercrítico e insatisfecho de todo y de todos, y que está empezando a
vivir una existencia animal y vegetativa. Enseguida comunica a Tatiana
que tiene dudas de que él pueda ser el corresponsal que Julia desea,
porque su capacidad de resistencia está a punto de quebrar. Gramsci cree
en ese momento que ha de tomar pronto una decisión importante si no
quiere volverse loco o entrar en una fase en la que no va a poder
controlarse. Al autoanalizarse llega a esta conclusión: “Estoy perdiendo
el control de mis impulsos y de los instintos elementales del
temperamento”.
A medida que el verano avanza, y con él los calores, la irritabilidad
de Gramsci va en aumento. Escribe en forma breve y cortante a Julia,
amenaza a Tatiana con interrumpir la correspondencia y se disculpa
luego, pasado ya el verano, explicando que está pasando un periodo de
continuas obsesiones, de “frenesí neurasténico”. En ese momento se
anuncia en Italia la posibilidad de una amnistía. Gramsci no se hace
ilusiones porque no quiere desilusionarse luego, pero retoma su frase
favorita: “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”. Y la
traduce para el caso: él aceptó la condena como una condena a muerte en
la cárcel, pero eso no quiere decir que esté dispuesto a abandonarse o a
dejarse llevar por la corriente como un perro muerto.
En ese contexto, el 14 de noviembre de 1932, Gramsci comunica a
Tatiana, con cierta solemnidad y mucho preámbulo, algo que dice haber
estado meditando durante tiempo: divorciarse de Julia. No plantea la
cosa como un asunto estrictamente sentimental, como una cuestión de
desamor, sino como una opción que otros varones presos han abordado
antes que él. Aduce un argumento moral: un ser vivo no debe permanecer
vinculado a un muerto o casi. Se propone, por tanto, “liberar a Julia”
del vínculo que le une a él, y querría hacerlo, además, “por acuerdo
bilateral”. Pide consejo a Tatiana sobre si es mejor que esto se lo
comunique ella a Julia o hacerlo él mismo directamente, aunque, por las
mismas razones morales, de una cosa dice estar seguro: la iniciativa
tiene que partir de él. Gramsci afirma ahí haber sopesado las
consecuencias, los dolores y sufrimientos que ella y él tendrán que
soportar. Cree que, a su edad, Julia todavía puede crearse una nueva
vida y que, de aceptar ella la propuesta, él volvería entonces a su
“concha sarda”. Pero antes de llegar a este punto ha advertido a Tatiana
que no debe pensar que él se ha vuelto loco o que lo que está
sugiriendo es una ligereza o una irresponsabilidad. Y avanza, de manera
oscura, que tiene otros argumentos que no puede exponer por carta y “que
tal vez ni siquiera te comunicaría a ti de palabra”.
La discusión con Tatiana sobre este tema en las semanas siguientes
arroja mucha luz sobre el tipo de relación que Gramsci ha establecido
entre sentimiento y razón. Cuando ella le objeta que su forma de sentir
es inadecuada a las circunstancias, Gramsci contesta que no se trata de
“sentir” en el sentido inmediato de la palabra, sino de algo pensado,
meditado, razonado, o sea, de un sentir cuyas premisas no son impulsos
emocionales o pasiones instintivas, sino una larga meditación hecha con
toda calma y frialdad. Ante el silencio de ella, insiste en que cuenta
con su ayuda para convencer a Julia de que acepte su punto de vista.
Mientras tanto, no comunica su idea a Julia, pero le insinúa vagamente
que le escribirá sobre el tema del “empezar” o “volver a empezar” cuando
se haya puesto de acuerdo con Tatiana, la cual “le está haciendo
obstruccionismo” y le deja en suspenso. Cuando, finalmente, Tatiana le
da sus argumentos contrarios a la propuesta, Gramsci contesta con una
carta furiosa, el 5 de diciembre de 1932, en la que le prohibe
argumentar a contrario, exige un “sí” o un “no” y pasa a contar lo que
llama “una verdad dolorosa”: que el juez instructor del proceso tenía
razón cuando le advirtió de las consecuencias de la extraña carta de
Ruggero Grieco.
Gramsci advierte entonces abruptamente a Tatiana de cómo queriendo
hacer el bien, y escribiendo en forma aparentemente afectuosa, se puede
en realidad llevar al otro a la catástrofe. Y deja abierto un
interrogante: ¿fue aquello un acto criminal o una ligereza
irresponsable?
En enero de 1933 vuelve a plantear al asunto a Tatiana Schucht en
términos parecidos durante varios coloquios que ésta tuvo con él en la
cárcel de Turi. De palabra, y a pesar de la presencia de los
funcionarios de la cárcel, Gramsci aclara la referencia críptica a sus
“otros argumentos”. Está buscando una forma de salir en libertad y teme
que la ligereza o la irresponsabilidad de sus amigos políticos frustre
el intento. Gramsci había puesto entonces ciertas esperanzas en dos
tipos de gestiones: obtener la libertad condicional por la vía legal,
basándose en el hecho de que era el único diputado preso, o emprender
una gestión diplomática desde la embajada rusa en Roma para conseguir su
liberación por la vía del intercambio de presos. Espera más de la
segunda gestión, indica a Tatiana incluso los diplomáticos rusos con los
que tiene que hablar y le dice estar dispuesto a cambiar de nombre y a
renunciar a la ciudadanía italiana. Es en este contexto de esperanzas en
el que cobra tanta fuerza la obsesión: como consecuencia del asunto
Grieco en 1928, desconfía de la forma de actuar de los “amigos
italianos”. Para que los medios puedan adaptarse al fin, quiere que esta
segunda gestión se haga en secreto y no se hable de ella a aquellos
amigos. Gramsci no da nombres, pero uno de estos amigos queda incluido
en el secreto y excluido de toda sospecha: Piero Sraffa.
Pero todavía un mes después, el 27 de febrero, Gramsci insiste de
nuevo sobre el tema y escribe la más tremenda de sus cartas a Tatiana
Schucht y probablemente de todas las cartas de la cárcel. En ella,
Gramsci empieza admitiendo que hay cosas que se le han hecho obsesivas,
pero rechaza de plano que, en su caso, el elemento psíquico esté
determinando lo físico o viceversa. Da otra razón: la antigua
preocupación se le ha intensificado porque está llegando a la conclusión
de que él mismo ya no va a poder ocuparse de la cosa “filológicamente”,
o sea, ir a las fuentes y llegar a una explicación plausible de los
hechos. En este punto relaciona solemnemente la carta de Ruggero Grieco
con la evolución de sus relaciones con Julia. Confiesa ahí que él puede
haber cometido errores en esta relación, pero, por encima de esos
errores, ve en el comportamiento de Julia algo que se le escapa y que no
consigue identificar con precisión. La sospecha toma cuerpo:
Quien me ha condenado es un organismo mucho más
amplio, del que el tribunal especial [fascista] no ha sido más que la
manifestación externa y material, el que ha compilado el acto legal de
la condena. Tengo que decir que entre estos “condenadores” ha estado
también Julia, aunque creo, o mejor dicho, estoy firmemente persuadido
de que ella ha actuado inconscientemente y de que ha habido una serie de
personas menos inconscientes.
Al llegar ahí el lector del epistolario de Gramsci
se queda tan pasmado y perplejo como quedó la destinataria de la carta,
Tatiana Schucht. ¿Qué decir? Seguramente lo más razonable es decir lo
que dijo Piero Sraffa cuando tuvo copia de estas misivas a través de la
propia Tatiana: “El estado de ánimo de Antonio es muy preocupante: su
última carta es impresionante por lo absurda. Es el documento de un
enfermo”. Cierto. A pesar de la insistencia de Gramsci en que está
abordando el asunto racionalmente, con espíritu práctico, y a pesar del
énfasis que ha puesto en que hay que adaptar los medios al fin que se
persigue (hasta el punto de herir a Tatiana cuando cree que no es capaz
de hacerlo), no se entiende por qué, en el transcurso de semanas, puede
haber pensado sucesivamente en romper el vínculo con Julia y retirarse a
la “concha sarda”, en renunciar a la nacionalidad e ir a vivir a Moscú
con los suyos, en el caso de ser liberado, y en que Julia, por la que
dice sentir una acentuada ternura, pudiera ser uno de sus
“condenadores”, aunque de forma inconsciente.
En cualquier caso, no se trataba de una obsesión ocasional o de una
forma de locura temporal. Gramsci ha dado tanta importancia a este
suceso que, incluso al pasar revista a lo que había sido su vida desde
la detención y el encarcelamiento, y establecer los periodos de su vida
carcelaria, además de afirmar que en 1933 empezaba una fase crítica y
decisiva de su existencia, retrotraía la fase anterior, no, como hubiera
sido lo lógico, al momento en que tuvo lugar el proceso, o al momento
en que, concluido éste, fue trasladado a la casa penal de Turi (en la
que todavía se encontraba), sino precisamente al día en que recibió la
carta de Ruggero Grieco, como si ésta hubiera sido “la mota negra” del
relato famoso. Todavía en mayo de 1933 repetía que el juez instructor
tuvo razón al decirle que parecía como si sus amigos estuvieran
colaborando a mantenerlo lo más posible en la cárcel.
Hipótesis
¿Por qué Gramsci mezcla a Julia (a la que sin duda
sigue queriendo y de la que no tiene otro motivo racional de queja que
sus prolongados silencios o la brevedad de sus cartas cuando escribe) en
aquella “ligereza irresponsable” o “acto criminal” que la convierte en
uno de sus “condenadores”? La proximidad temporal de esta carta a
aquella otra en la que Gramsci suscita la cuestión del divorcio ha
llevado a algunos intérpretes a contestar a esta pregunta con la
hipótesis de que en el debate comunista de los primeros años treinta
Julia y la familia Schucht (o parte de la familia) residente en Moscú
estaban (tal vez en relación con Togliatti) en el otro bando. Según esta
hipótesis Gramsci se habría dado cuenta de ello, ató cabos y llegó a la
conclusión correcta: la maldad consciente de alguno de los dirigentes
comunistas y la inconsciente de ella. Pero esta conjetura pierde entidad
cuando se advierte que, en la misma carta mencionada y sobre todo en
los coloquios que tuvo con Tatiana, Gramsci ha dicho que no hablara de
ese asunto más que con Piero Sraffa, y Gramsci sabía perfectamente que
Tatiana y Piero Sraffa eran sus enlaces con la dirección del Partido
Comunista en el exterior.
¿Hay alguna evidencia de que la sospecha de Gramsci fuera cierta, de que
el grupo dirigente del partido comunista, y con él, aunque
inconscientemente, Julia Schucht, hayan traicionado a Gramsci, o hay que
considerar, más bien, que se trató de una obsesión, de una sospecha
infundada? Umberto Terracini, otro de los prisioneros comunistas que
recibió igualmente, y en las mismas fechas, la carta de Grieco, ha sido
muy explícito al respecto: “La sospecha de Gramsci siempre me pareció
incomprensible”. Esta ha sido también la opinión del historiador Paolo
Spriano, que ha estudiado el asunto con detalle, y de Valentino
Gerratana, que se basa en la documentación donada por Piero Sraffa, la
persona que, por sus contactos con unos y con otros, más pudo saber a
este respecto.
Queda, desde luego, “la ligereza irresponsable” de 1928 y el hecho de
que en lo político, como en lo demás, Gramsci pensó siempre por su
cuenta: en 1926, en 1928, en 1930 y en 1933. Pensar por cuenta propia ha
sido siempre una cruz, dentro y fuera de los partidos comunistas. Una
cruz aún más pesada en las cárceles. Y en la cárcel no hay Cirineos para
eso. Cabe pocas dudas respecto del hecho de que Gramsci tenía los
Cirineos fuera. Pero su rigor moral —“hasta en la bondad hay que ser
prácticos”—, su manera de entender la racionalidad en las relaciones
personales —“mi modo de actuar y expresar los sentimientos debe ser
racional y racionalizado”— y su carácter volitivo —“la voluntad concreta
lo es todo”, había escrito— le confundieron a veces.
Y queda el juicio de Piero Sraffa sobre el absurdo y la enfermedad.
Que se puede ampliar. Ampliarlo en forma explicativa supone, con la
distancia que da el tiempo transcurrido, distinguir con claridad entre:
1) lo que Gramsci creyó; 2) la base racional de sus obsesiones; 3) los
motivos por los cuales esta base racional convierte la simple sospecha
en obsesión; 4) la reconstrucción historiográfica de lo que realmente
estaba ocurriendo en el otro mundo, en “el mundo grande y terrible”, en
el mundo externo a la cárcel; y 5) lo que el biógrafo o el historiador
cree que hubiera sido más conveniente que ocurriera en aquellas
circunstancias. Dejando contrafácticos a un lado, uno de los problemas
que se plantean al tratar de repensar comprensivamente momentos críticos
como el que Gramsci tuvo que pasar entre 1932 y 1933 es que cuesta,
cuesta mucho, diferenciar entre esas operaciones, de manera que la
obsesión del hombre, que en su obsesión sigue pensando y escribiendo en
forma luminosa (hay que tener en cuenta que varias de las mencionadas
cartas de Gramsci son formalmente excelentes), se convierte en obsesión
nuestra.
Y en este punto es importante decir enseguida, para no quedarse en
ella, en la obsesión, que en el momento en que Gramsci tuvo ayuda (no
sólo epistolar, sino la ayuda de la presencia), y encontró en las
clínicas al menos el reposo que necesitaba, aquellas obsesiones suyas
fueron desapareciendo. El problema está en que lo que Gramsci llamaba
“ayuda concreta” antes de que la enfermedad hiciera crisis, en marzo de
1933, dependía demasiado de su voluntad de resistencia y autosuperación
moral, de una voluntad que no se correspondía con el grado de su
enfermedad. Pues en esos meses (e incluso después, aunque ya con menos
fuerza) ha llamado “ligereza irresponsable” y cosas peores toda
tentativa de ayuda que supusiera para él pérdida de imagen moral, toda
tentativa de ayuda que pudiera ser interpretada por los otros como una
cesión o como una rendición. Y esto no sólo cuando los familiares le
propusieron una petición de gracia o en el caso de los frustrados
intentos de intercambio de prisioneros, cosa razonable y comprensible,
sino también en el caso de la ayuda médica, lo que iba a ser más grave
para él.
Ya esta otra hipótesis sugiere que, para entender racionalmente la
evolución de Gramsci desde fuera, no hay que quedarse en lo sólo
político, sino dar más importancia a los otros factores: al efecto
devastador sobre el vínculo entre lo sentimental y lo político de una
enfermedad grave, mal diagnosticada y peor tratada, y a las
consecuencias de la evolución de esta enfermedad sobre ciertos rasgos
del carácter que él consideraba permanentes.
La transformación molecular
Una de las cosas que más llaman la atención en las
cartas que Gramsci ha escrito a los próximos, desde la cárcel de Turi
de Bari, es la cantidad de veces que, al referirse a su carácter y a sus
convicciones, emplea los adverbios “siempre” y “nunca”. Y la
contundencia con que los usa. Se ve a sí mismo como un hombre que
siempre ha sido eminentemente práctico; que siempre ha sido volitivo y
siempre ha puesto la voluntad concreta en primer plano; que siempre ha
sido pesimista con la inteligencia y optimista con la voluntad, sabiendo
que pesimismo y optimismo son simples y vulgares estados de ánimo; que
siempre ha tenido una paciencia ilimitada; que siempre se ha propuesto
fines discretos y alcanzables por autoconciencia de los propias
limitaciones; que nunca ha sido egoísta porque ha dado en su vida al
menos tanto como ha recibido; que siempre ha sabido vivir en soledad y
nunca ha necesitado aportación externa de fuerzas morales para
sobrevivir; que nunca habla del aspecto negativo de su vida, etcétera.
A medida que la enfermedad avanza, sin embargo, estos “siempre” y
estos “nunca” aparecen entrelazados ya con rectificaciones amargas o,
las más de las veces, matizados por el uso del pretérito perfecto: he
sido así, pero ya no puedo ser así. En mayo de 1932 ha escrito: “Yo soy
un sardo sin complicaciones psicológicas”. Pero enseguida corrige:
“Debería decir que he sido un sardo sin complicaciones, porque ahora ya
no lo soy. Una cierta dosis de complicaciones debe haber turbado también
mi psicología”. El 6 de febrero de 1933 dice a Tatiana que ya no puede
ser paciente. Y el 29 de mayo, consciente ya de la gravedad de la
enfermedad, rectifica incluso su autodefinición favorita: “Hasta hace
poco tiempo yo era, por así decirlo, pesimista con la inteligencia y
optimista con la voluntad. Hoy ya no pienso así”.
Este cambio es lo que más conmueve cuando se sigue la evolución de un
hombre que ha hecho de la voluntad de resistencia el sentido de su vida y
que al mismo tiempo está escribiendo notas interesantísimas de teoría
política, de filosofía, de costumbres, de filología. Pero seguramente lo
que mejor expresa el cambio psicológico que se estaba produciendo en
Gramsci es la comparación entre sus anteriores metáforas (la de los
marineros de Nansen, la del observador del acuario) y la parábola con
que quiere describir su situación en marzo de 1933, precisamente una
semana antes de la confirmación de la gravedad de su enfermedad.
Gramsci están pensando entonces en “las catástrofes del carácter”. Se
pregunta qué tiene que ocurrir para que personas normales, víctimas de
un naufragio, acaben aceptando la idea del canibalismo y la pongan en
práctica. Y se contesta a sí mismo que entre el momento en que, durante
el naufragio, el canibalismo se presenta como pura hipótesis y el
momento en que para algunos pasa a convertirse en una necesidad
inmediata se ha producido un proceso rápido de “transformación
molecular”: son y no son las mismas personas que tal vez hayamos
conocido. Canibalismo aparte —concluye— algo parecido le está ocurriendo
a él: lo que siente es un “desdoblamamiento de la personalidad” por el
que una parte de sí mismo observa el proceso y la otra lo sufre, con la
particularidad, en su caso, de que la parte observadora, la que rige el
autocontrol, se da cuenta de la precariedad de su estado y prevé que
está próximo el momento en que su función desaparecerá, y con la
consecuencia de que entonces la personalidad se metamorfoseará en un
individuo nuevo con impulsos, iniciativas y modos de pensar distintos de
los del individuo que fue.
Hasta ahí el símil. De la importancia que Gramsci ha dado a esta
observación sobre el desdoblamiento de la personalidad y las catástrofes
del carácter dice mucho el hecho de que ésta es una de las pocas cosas
comunicadas en las cartas que aparece también en los cuadernos y,
significativamente, bajo el rótulo “notas autobiográficas”. Se ha
aludido muchas veces a esta circunstancia desde que Valentino Gerratana
llamó la atención sobre la coincidencia. Pero tal vez no se ha insistido
lo suficiente en que lo más preocupante de esta lúcida parábola
introspectiva, y al mismo tiempo lo más relevante para entender la
relación entre la “catástrofe del carácter” y las sospechas y obsesiones
antes mencionadas, es la moraleja que Gramsci quiere sacar de ella. Uno
esperaría, en tal situación, y antes de verse abocado al “canibalismo”,
petición de ayuda en el momento mismo del naufragio. Pero Gramsci
infiere de su metáfora introspectiva esta otra conclusión, que llama
práctica: “Es preciso que durante un cierto tiempo yo no escriba a
nadie, ni siquiera a ti [a Tatiana] más que las desnudas y crudas
noticias sobre los hechos de la existencia”. Y cuando Tatiana intenta
ayudar al náufrago, haciendo gestiones ante el tribunal especial para
una reducción de la pena, el mismo náufrago objeta que ella no ha
entendido el sentido de la metáfora, pues actuar de este modo es como si
en la urgencia para socorrer al que se está ahogando uno se preocupara
de buscarle otra profesión en la que no tuviera que pasar por el riesgo
de caer al agua.
Es el mismo tipo de reacción que había tenido cuando, en Turín, se le
hizo presente “el peso desequilibrante del cerebro”: aislarse y
concentrarse en el estudio. Y no es casual que cuando la enfermedad hizo
crisis Gramsci haya vuelto varias veces a la comparación con
situaciones (1916, 1922) que en principio cree similares para tratar de
obtener fortaleza del recuerdo de su reacción en ellas. A pesar de las
horas que ha dedicado a observar la evolución de su enfermedad y de las
páginas que ha dedicado a transmitir sus sensaciones, le ha costado
mucho tiempo admitir que esta vez, en 1933, no se trataba sólo de un
problema de nervios. Incluso después de tener un diagnóstico serio y
habiendo ya aceptado la necesidad de ser trasladado a una clínica, en
los pocos momentos en que ha observado cierta recuperación, ha vuelto a
hacerse la ilusión de que, en el deterioro físico, seguía dominando
todavía la vaguedad aquella de “la anemia cerebral” que un día le
diagnóstico un médico de Turín.
Pero la descripción, a veces detalladísima, de sus males, de sus
dolores y de sus sufrimientos, estaba indicando otra cosa. Primero
percibe su mal como algo físico que no consigue dominar y que le obliga a
hacer un esfuerzo que le altera psicosomáticamente de modo increíble.
Luego describe la principal de sus consecuencias psicológicas: la
obsesión, o sea, el hecho de que el sufrimiento mismo hace olvidar que
el noventa y nueve por ciento del mal se debe a causas de fuerza mayor,
independientes de la propia voluntad o de las personas a las quiere,
para acabar presentándosele siempre como si el otro uno por ciento, lo
que hacen y dicen las personas queridas, fuera la causa única o mayor de
sus males. Poco después reconoce que ha entrado en una fase
catastrófica de su vida y que le parece que se está volviendo loco:
tiene crisis de llanto y miedo a entrar en una fase de delirio. En este
punto introduce otra rectificación importante: “No creía que lo físico
pudiera apoderarse hasta este punto de las fuerzas morales”. Es el
principio de la “transformación molecular”. Pero todavía sigue creyendo
que lo mejor en su caso es el aislamiento.
Finalmente, después de la crisis de marzo y de la visita del doctor
Arcangeli, Gramsci se ha dado cuenta de que sus frecuentes insomnios,
sus dolores de cabeza y su continuada irritabilidad tenían que tener
otra causa que la genérica “anemia cerebral”. Reconoce entonces que lo
que le está pasando es distinto de lo que ha tenido que sufrir años
atrás. Se siente como “electrizado”: ha tenido escalofríos, vómitos,
convulsiones y alucinaciones, insuficiencia cardíaca, ataques que no
puede controlar, tics en brazos y piernas. Aun así parece que Gramsci no
ha dado demasiado importancia a la tuberculosis pulmonar ni al mal de
Pott. Su estado psíquico le preocupa más y no acaba de establecer
relación entre la arterioescleroris y lo que está ocurriendo en su
cerebro, como si, efectivamente, en el desdoblamiento “canibalesco” de
la personalidad, él mismo estuviera luchando para que el individuo que
fue no se convierta en un individuo “nuevo” incontrolado. Describe
entonces su propia “transformación molecular” con un esfuerzo analítico
que tuvo que costarle nuevos sufrimientos: “Estoy en un estado de
obsesión psíquica del que no logro liberarme de ningún modo. Y los
esfuerzos que hago en este sentido (porque se ve que todavía no he
perdido completamente el equilibrio) aumentan la obsesión hasta ponerme
frenético”. Viendo, sin embargo, que ninguna de las gestiones en curso
para su liberación daban fruto, en julio de 1933 Gramsci ha acabado
aceptando la idea (no sin manifestar reticencias por el costo) de que
sólo podría mejorar en una clínica. Desde entonces aún ha tenido que
sufrir cuatro meses más en la cárcel.
Verdad y medicina
Desde las clínicas por las que pasó en los últimos
años de su vida Gramsci ha escrito todavía bastantes cartas, de las que
se han conservado medio centenar, la mayoría de ellas de 1936 y 1937.
Casi todas están dirigidas a Julia Schucht y a los hijos, Delio y
Giuliano. La correspondencia escrita con Tatiana se interrumpió casi por
completo porque Tatiana podía verle semanalmente en la clínica de
Formia y con más frecuencia aún cuando fue trasladado a la clínica
Quisisana, de Roma. También le visitó varias veces, en Formia y en Roma,
Piero Sraffa.
Durante la estancia en Formia la salud de Gramsci no mejoró. Tenía ya
afectados el riñón, los pulmones y el vientre, aunque los exámenes
radiológicos para confirmar la tuberculosis fueron negativos. Estaba
debilísimo, con fiebre constante, tenía vahídos, doble visión, el
vientre muy hinchado, dolores agudos en las articulaciones y seguía sin
poder dormir. Una nueva visita médica aclaró que sus males psíquicos, la
atonía cerebral y lo que él llamaba “crisis neurasténicas”, eran
efectos derivados de la afección renal y de la hipertensión. Pero el
reposo, los cuidados y el ambiente de la clínica, tan distinto de la
celda carcelaria, serenaron relativamente a Gramsci. Siguió con cierta
intranquilidad las gestiones jurídicas para la obtención de la libertad
condicional y las gestiones diplomáticas para su liberación (que se
reanudaron, sin éxito, en 1934), pero sin las obsesiones del año
anterior.
En 1934 la relación con Julia se invirtió. Ahora era Julia la que
escribía y Antonio quien no contestaba a sus cartas, dejando a Tatiana
la comunicación de noticias. De ese año sólo se ha conservado una carta
suya, dirigida a la madre. Gramsci aún no sabía que su madre había
muerto el 30 de diciembre de 1932. Cuando lo supo se irritó porque le
hubieran ocultado la noticia. En octubre, quedó en libertad vigilada y
por primera vez pudo salir a pasear por Formia. Hasta octubre apenas
pudo trabajar en los cuadernos, pero estando en Formia aún volvió a
hacer planes: reordenó parte de lo que había escrito en la cárcel de
Turi y añadió algunas notas, reflexiones y comentarios. Varias de estas
notas ponen de manifiesto que mantuvo sus convicciones revolucionarias
hasta el final.
Ya en la clínica Quisisana, de Roma, adonde llegó el 24 de agosto de
1935, Gramsci reanudó la correspondencia con Julia. Aunque se sentía
agotado y muy excitado, Gramsci volvió a repetir (para Julia y para él
mismo) su palabra de siempre: resistir y tratar de adquirir fuerzas.
Enseguida encontró similitudes entre su estado de ánimo y el Julia y
basó en esta impresión suya la petición reiterada para que Julia hiciera
el viaje a Italia y reanudar así los vínculos que les habían unido.
Aunque tampoco tienen el humor de antaño ni están dictadas por las
efusiones del enamoramiento, estas cartas, serenas y tiernas, se han
librado ya de la inhibición que le producía la vigilancia de terceras
personas y recuerdan a veces, por su tono, el epistolario de Viena: “Te
he esperado siempre, querida, y tu has sido siempre uno de los elementos
esenciales de mi vida, incluso cuando no te escribía porque no sabía
qué escribirte ni cómo escribirte. [...] Estoy poniendo en lo que te
escribo toda mi ternura, aunque ésta no queda reflejada en las palabras
escritas”.
Ante las dudas de Julia sobre el viaje a Italia Gramsci ha creído que
no debía imponer o condicionar su decisión y que lo mejor para eso era
eliminar toda complicación morbosa y todo sentimentalismo obsesionante.
Por eso planteó el reencuentro en términos de amistad: “Yo soy un amigo
tuyo, esencialmente, y tengo necesidad de hablar contigo como se habla
entre amigos, con franqueza y sin prejuicios”. Cuando pasan los meses y
Julia no se decide a viajar Gramsci se siente mal: “Porque también yo
debo tomar decisiones y estoy irresuelto, a la espera de lo que tú
decidas, positiva o negativamente”. En esas condiciones, en junio de
1936, se atreve a comunicar a Julia los malos pensamientos que le
pasaron por la cabeza en los años de cárcel. Repite la pregunta que se
hizo entonces: “¿Quién me ha condenado a la cárcel, es decir, a hacer
esta determinada vida de este determinado modo”. Y da una respuesta que
confirma la enorme distancia que existe entre hacerse la pregunta
aguijoneado por la obsesión, el dolor y las constricciones de la cárcel,
y hacérsela, aunque sea igualmente enfermo pero cuidado por otros y en
libertad. Sugiere entonces Gramsci, sin acritud, que circunstancias que
no son la causa principal del estado al que se ha llegado pueden
sentirse con más fuerza que ese acto principal que condujo a la
situación mala. Y corta la queja con una fórmula muy alejada de la que
empleó en la terrible carta a Tatiana de 1933: “Quiero decirte, en
definitiva, que tu incertidumbre determina mi incertidumbre y que tienes
que ser fuerte y valiente para darme toda la ayuda posible, lo mismo
que yo querría hacer por ti, aunque desgraciadamente no puedo”.
Aquel Gramsci, muy enfermo pero libre, acariciaba entonces la idea de
volver a su Cerdeña natal y cerrar así, definitivamente, todo un ciclo
de su vida. Pero no quería tomar la decisión sin saber antes qué iba a
hacer Julia. También esto, esta manera de actuar, permite entender mejor
sus razones cuando, años atrás, se planteó “liberarla del vínculo”. Lo
que le dañaba psicológicamente era que su vida dependiera, de forma
burocrática, no sólo y especialmente de aquella parte de la cual no
podía esperar nada bueno sino, precisamente, de la parte de la que algo
bueno espera. Julia Schucht no acaba de entender aquello de “acabar un
ciclo de la vida” y Antonio Gramsci no acaba de encontrar la forma de
decir “el sentido profundo” de lo que quiere decir. Cuando ella insinúa
que puede ir a Italia, él suscita una dificultad: se siente débil, pero
no quiere imponer, no quiere condicionar. Así nace el último equívoco de
aquella relación sentimental.
Y del equívoco vuelve a brotar el Gramsci de los adverbios
contundentes, el Gramsci que, en el diálogo afectivo, nos quiere
aparentar debilidad moral y lleva las cosas a situaciones extremas. Le
preocupa que, al hablar de un retiro en Cerdeña, en el que su
aislamiento aumentaría, ella piense que sus sentimientos expresan algún
tipo de pesimismo “histórico”. Ese tipo de pesimismo sigue sin ser el
suyo. Y cuando ella dice que está segura de poder hablarle “de todo”, ya
en polémica con esta supuesta seguridad, vuelve a ratificar su concepto
de la veracidad frente a la comedia de los equívocos:
Siempre he sido de la opinión de que la verdad
lleva en sí su propia medicina y, en cualquier caso, es preferible al
silencio prolongado, el cual, entre otras cosas, es además ofensivo y
degradante, porque quien calla acerca de algo que puede producir dolor
parece estar convencido de que la otra parte no comprende que el
silencio mismo tiene un significado, y no sólo eso, sino que es capaz de
pensar que el silencio pueda ocultar cosas todavía más graves que las
que se pretende callar. Haya, pues, verdad, claridad y sinceridad en
nuestras relaciones.
La verdad lleva en sí su propia medicina,
efectivamente. Cuando Tatiana le entrega en la clínica las cartas que
Julia le escribió en el año malo de 1933 Gramsci relaciona aquel
ocultamiento con el silencio de los próximos sobre la muerte de la
madre, se deja ir brevemente a la efusión de los sentimientos, bordea
una reflexión sobre la zona de las “ocasiones perdidas”, pero enseguida
se declara de una “hipersensibilidad morbosa” y dice no poder escribir
sobre ciertos temas. A continuación pasa a hablar de los hijos. En enero
del 1937 Gramsci hizo el último intento para convencer a Julia de que
viajara a Italia. Dice entonces sentirla como parte de sí mismo, pero
que nada puede sustituir la impresión directa. Es su última confesión y
su penúltimo adverbio, ahora atribuido a ella sobre él: “Creo que tu
siempre has sabido que hay en mí una dificultad grande, muy grande, para
exteriorizar los sentimientos y esto puede explicar muchas cosas
ingratas”. En su última carta conservada, de enero de 1937, Gramsci
subrayaba todavía una palabra que ha sido esencial en su vida: quiero.
Quería, con motivos de su cumpleaños, una hermosa fotografía de ella y
los hijos.
Los últimos meses de Gramsci, como toda su vida desde 1922, han estado
marcados por la división del alma entre sentimiento y política, amor y
revolución. La idea de que la cualidad revolucionaria no puede reducirse
al mero instinto de la rebelión, sino que depende del otro querer, del
vínculo afectivo y amoroso con personas realmente existentes, o sea, de
los lazos sentimentales que aproximan a los miembros de las clases
oprimidas y a quienes, sin pertenecer a ellas, se sienten solidarios, no
fue una ocurrencia compulsivamente elaborada en los días del
enamoramiento. Esa idea le acompañó hasta final. Descartado el viaje de
Julia a Italia, Gramsci pidió a Tatiana y a su familia en Cerdeña que
hicieran gestiones para encontrar una casa en Santu Lussurgiu, en las
cercanías del pueblo en que él había nacido. Pero luego cambió de
opinión. En abril, en el último coloquio que tuvo con el amigo Piero
Sraffa, manifestó su deseo de ser expatriado a la Unión Soviética.
Sraffa hizo la petición formal desde Milán el 18 de abril. Una semana
después Gramsci tuvo una hemorragia cerebral y murió.
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*De: Leyendo a Gramsci, El viejo topo, Barcelona, 2001